1 jun 2009

Telmo

―Hija, de verdad, contigo no sé cómo acertar, no sé, no sé… Mira el disgusto que te estás llevando ahora, ¿cómo te lo iba a decir estando en China?
―¡Pues diciéndomelo, ama, diciéndomelo! ―dije terminando con un chasquido entre dientes mostrando mi absoluto malestar.
―¿Te preparo un poco de café?, ¿eh?, sí, te voy a preparar un poquito de café como a ti te gusta, con sal, ¿verdad? Bueno, tú eres la experta, a mí siempre me sale como un churro, es de las pocas cosas que haces mejor que yo… ―sin callar, mi madre llenaba de agua la cafetera italiana.
―Y, ¿de qué murió? ―pregunté con la vista fija en el frutero del centro de la mesa de la cocina.
―La sal, ¿la pongo antes o después de echar el café? ―la miré seria sin decir nada―. Mujer, si es que todo ha sido tan trágico que yo no sé, de verdad te digo que no sé cómo pudo pasar algo así. Pues hija, se ahogó, se ahogó, allí… se ahogó, pobre Edurne, pobre, pobre, pobre Edurne...
Un escalofrío me congeló la sangre. Mi madre continuó al ver que seguía sin decir nada.
―Se ve que fue a sacar a su sobrino, el mayor, el de ocho años. El crío se debió golpear contra el bordillo de la piscina o qué sé yo, vamos, que al final fue el marido de su hermana quien se dio cuenta y sacó a los dos. Los dos muertos… Cosas, hija, cosas que pasan que nadie puede dar una explicación, unos dicen que del disgusto de ver a su sobrino flotando le dio un ataque al corazón, otros que fue por un corte de digestión, otros que se golpeó la cabeza… qué se yo… Nadie entiende cómo no pudo sacar al crío…
―Dios santo… ―me sujeté la cara entre las manos, respiré con fuerza pero el aire me parecía insuficiente―, dios santo, dios santo… ―repetía ausente.


―¡Abre, abre, abre, abre, abre, abreeeeeeeeeeee! ―gritaba, muerta de miedo, arañando el cristal de la puerta de la cocina. Con cinco años era tan pequeña que ni poniéndome de puntillas llegaba a la manilla de la puerta.
―¡¿Ya estamos otra vez?! ―preguntó enfadada mi madre abriendo la puerta.
Entré corriendo metiéndome debajo de la mesa. Seguía gritando y dando saltitos.
―¡Sal de ahí ahora mismo! ¡Elvira, haz el favor! ¡Sal de ahí!
―No, no, no, no ―negaba a mi madre con súplica.
Mi madre se agachó y me cogió del brazo empujándome con fuerza hacia fuera, consiguió sacarme arrastrándome por el suelo.
―Hija mía, no tendrás cojones pero sí sitio para colocarlos, ¡la madre que te parió! ¡Elvira, que me tienes harta ya! ¡HARTA!―gritaba mi madre en un intento vano de levantarme del suelo.
―¡No, no, no, no, el señor, el señor del reloj, el señor! ―berreaba desde el suelo con el miedo todavía metido dentro.
―¡Y dale!, ¡y dale la murga con el señor de los cataplines!, pero, ¿qué señor, hija?, ¿qué señor? ¡Edurne, Edurne!
Edurne salió del cuarto de la plancha y entró corriendo en la cocina con el delantal a rayas. Con respeto pidió a mi madre que me soltara, después con su enorme cariño me susurró ternura al oído y, como fierecilla abatida, me dejé coger en brazos.
―¡Mira, llévatela de aquí! ―escupió mi madre a Edurne con ganas de perderme de vista.
Edurne sosteniéndome en brazos me iba besando la cabecita mientras recorríamos el largo y oscuro pasillo.
―A ver, Bichito, ¿dónde está ese señor?
Sin levantar la cabeza de su hombro le señalé el final del pasillo.
―¿Señor? ¿Señor, está usted ahí? Mira, Bichito, que no hay nadie, el señor ya se ha marchado.
Todavía con miedo levanté la cara embadurnada en mocos y miré a mi alrededor, seguía el dedo de Edurne que me indicaba que allí no había nadie más que ella y yo. Ni rastro del alto hombre con bigote, traje gris y sombrero. Ni rastro de su mirada vacía al frente del pasillo. Ni rastro de su enorme mano sujetando el viejo reloj de bolsillo. Ni rastro del aire helado que traía su presencia.
Unas semanas más tarde Edurne entró en mi habitación cargada con ropa limpia y planchada. Mientras la iba colocando en mi armario me preguntó:
―¿Qué haces, Bichito?
Estaba en medio de la habitación hablando a mis doce muñecas, perfectamente colocadas frente a mí.
―Estamos en el cole, yo soy la seño ―respondí con una gigantesca sonrisa que casi me daba vuelta a la cara.
Al escucharme, Edurne se apresuró a colocar la ropa de cualquier manera dentro de mi armario y después se sentó frente a mí. Se hizo un hueco entre mis muñecas apretujándolas hacia un lado.
―¡Seño, seño, seño, a jugar, seño! ―gritó Edurne viviendo apasionadamente su papel de niña de cinco años.
―No, no, a pintar, niñas ―y fui repartiendo papelitos de colores a cada una, después me di la vuelta y dejé un último papel en la esquina de la derecha.
―¿Y ése? ―preguntó Edurne con curiosidad de adulto.
―Es para Telmo ―respondí sin darle mayor importancia.
―¿Es tu amiguito invisible?
―Noooooooooo, ¡está aquí! ―dije señalándole la esquina tan muerta de risa que me tumbé en el suelo panza arriba. Qué tonta Edurne, mira que decirme si eres mi amigo invisible, qué tonta.
Telmo estaba como casi todos los días sentadito en la esquina, empapado con su traje de baño. Siempre miraba al suelo y con las manitas arrugadas intentaba quitarse el pelo de los ojos porque mojado le molestaba mucho. Tenía los labios morados. Me gustaba cuando temblaba fuerte, fuerte, porque yo me ponía a su lado y lo imitaba: brrrr, brrrr, brrrr, qué frío, qué frío, Telmo, brrrr. Me reía mucho, él también.
Un día de esa misma semana, Edurne corría detrás de mí por toda la casa pretendiendo que me pusiera el pijama y me metiera en la cama. Cuando ya me hubo cazado detrás de las cortinas del despacho de mi padre, me llevó a mi habitación. En la cama me deshizo las dos coletitas y me repetía una y otra vez que cerrara los ojos, yo me moría de la risa, no sé de dónde sacaba tanta paciencia aquella mujer. Pero de pronto miré a la esquina, levanté los hombres y dije a Telmo que no lo sabía.
―Elvira, no me gusta que hagas eso.
Edurne sólo me llamaba Elvira cuando estaba realmente enfadada.
―Pero es que no lo sé ―dije esta vez mirando a Edurne creyendo que ella también había oído la pregunta de Telmo.
Edurne me sujetó las manos con seriedad y me explicó que el señor del reloj y Telmo sólo existían en mi cabeza y que no podía contárselo a nadie porque la gente podría hacerme mucho daño. No entendía muy bien sus palabras así que insistí en lo mío.
―¿Te vas a meter al agua?
―¿Cómo? ―Edurne parecía asustada.
―Dice Telmo que si te vas a meter al agua.
―Elvira, deja de hacer eso, por favor…
―Es que dice que si lo haces, luego él no va a poder sacarte porque pesas mucho, ¿te vas a meter al gua?, ¿te vas a meter?


―Anda, bébetelo ―dijo mi madre dejando la taza de café sobre la mesa―, y no piensas más, sólo Dios sabe qué pudo pasar en aquella piscina.