30 ago 2009

Carlota

Al levantarme lo he visto todo de un color verdoso con pequeñas motas. He pensado en un repentino cáncer de ojo, lo digo porque en mi familia hay un largo historial de cánceres.
La tía Rosi murió a los ochenta y tres años de cáncer de boca. No sé muy bien cómo sucede eso, pero lo cierto es que la mujer no callaba, igual tuvo algo que ver. Me cuentan que mi padre pasó a mejor vida por un cáncer de pulmón, era la tabacalera personificada, por lo que dicen, porque yo a mi padre casi ni le conocí, de oídas, algunas llamadas y pocas fotos.
Yo fui un engendro de hija, con esto no es que quiera coronarme de..., ¡hombre! muy mona no soy pero, como decía mi abuela, tengo estilo en las venas. La cuestión es que fui la consecuencia del deseo de desvirgarse de mi madre. Se ve que a los veintiuno estaba un tanto preocupada por el hecho de tener la telilla intacta y, por decirlo de alguna manera, pidió ayuda a su mejor amiga. Ésta, por supuesto, no fue quien le hizo el favor, pero sí quien le prestó a su novio Cristo, es lo que digo yo, menudo cristo se armó cuando mi madre después de sentirse liberada de su virginidad se enteró de que yo venía de camino pero, es más, yo venía de la mano de una hermana. Ni unibitelina, ni bibitelina, ni nada por el estilo, que Cristo también desenfundó de muy buenas maneras su pistolón dando en el blanco de su novia.
Por lo tanto, tengo una hermana dos semanas más pequeña que yo. Se llama Diana. Supongo que se lo pusieron por la buena puntería de nuestro padre.
Recuerdo que nos llevábamos muy bien. Decíamos ser gemelas, porque las dos hemos heredado una impresionante nariz y un pelo coñete que tira pa’trás. Ella tiene los ojos más claros, pero decía mi abuela que los míos son más expresivos.
Nuestras madres respectivas siguieron llevándose como uña y carne, porque aquello no fue más que la repartición a medias del pastel. Diana y yo las guindas.
Hace tiempo que no sé nada de ellas. Diciendo ellas me refiero a mi hermana, su madre y la mía propia. Se fueron para cantar karaoke en algún casino de Las Vegas, es lo que me contó mi abuela, pero yo creo que mi madre padeció el cáncer de hija. Los primeros síntomas son la retirada de la regla durante escasos nueve meses, después es cuando brota el tumor. Lo peor de todo sucede con el paso del tiempo, porque éste se desarrolla a marchas forzadas dándote un sin fin de problemas, pero lo que más debe de doler, según las mujeres que lo padecen, es la falta de libertad. Por ello que mi madre aprovechó un día en que su bulto cancerígeno, de nueve años y apenas treinta kilos, estaba dormido para coger las maletas y largarse. Aseguran que es la única manera de superar la enfermedad. ¡Ahora!, supongo que lo de Las Vegas me lo diría mi abuela para darle un poco más de categoría a tan ruin abandono, porque imagino que no llegarían más allá de Torrevieja, para animar a la juventud del inserso en verano.

Así que cada vez que me levantaba y lo veía todo como chiribitas, cerraba los ojos, contaba hasta cinco y llamaba a mi abuela para que viniera. Cuando abría los ojos la veía frente a mí con los brazos extendidos y levantando los dedos. A veces sólo levantaba dos mientras que otras eran casi todos.
―¿Cuántos hay, nena?
―Tres en la mano con la que se escribe y cuatro en la otra.
Luego mi abuela miraba sus manos para contarlos, porque con las prisas ni se había dado cuenta de los que tenía arriba o abajo. Sonreía y me daba un beso en cada ojo, ya estás curada, me decía. Luego comenzó a ser más difícil acertar, la artrosis de mi abuela era galopante y vete tú a saber si aquel dedo un tanto retorcido estaba subido o no.
Pero hoy no la tengo para que me muestre sus manos, murió. Creímos que fue por un cáncer de boca al igual que su hermana Rosi, pero resultó ser una carie que le agujereó el cerebro.

Así que no me queda más remedio que abrirlos yo sola, me da miedo, porque... ¿y si resulta que los abro y sigo viendo esas estrellitas deformadas?

Recuerdo el verano en que murió mi abuela. Me fui a la casa de mis tíos en el pueblo.
Mis tíos debieron de ser gente normal en un principio. Mi abuela hablaba de su hijo en dos facetas, una con añoranza y mimo y otra con auténtica indiferencia. Lo cierto es que era un hombre gárrulo y desagradable a la vista. Se llevaba mejor con los cerdos que con la gente a excepción de su mujer, pero la verdad es que era una auténtica porcina. Estuve allí todo un verano. Cuando volví besaba la taza del baño, porque aquello de ir a echar el meo al gallinero hoy, todavía, lo recuerdo como un verdadero trauma. Tenía el culo morado de los picotazos de las puñeteras gallinas. A veces, creyendo tener controladas a las gallinas, era el cerdo el que metía un bufido, yo me subía escopetada las bragas y salía corriendo. Claro que para cuando me daba cuenta ya me lo había hecho todo encima.
Y... ¿qué decir de Benigno? Amigo de mis primos. Con encías moradas, cuatro dientes en total, cojo porque se había cortado los dedos del pie derecho con la azada y por supuesto olía a au’de cabra. Pues el tal Benigno, Beni para los amigos, se me declaró con una sarta de chorizo en una mano y cinco morcillas en otra. Me dijo algo así como que yo-ser-mujer-de provecho. No sé si se referiría a que estaba a punto para ser llevada al matadero, la cuestión es que lanzó las morcillas al aire y me agarró de una teta. La situación era la siguiente: el Beni, frente a mí, sonriéndome con la boca mutilada además del pie y con una sarta de chorizo en la mano, agarrándome con la otra la teta como si fuera una ubre de vaca. Le di tal gallinazo en la cara, que tuvo que añadir una tara más a su listado, tuerto. En poco tiempo me escapé y volví a la ciudad.

Ha pasado tiempo desde entonces. Al principio me sentía un tanto sola, toda mi familia se esfumó con el cáncer y me dejaron sin saber muy bien qué hacer. Ahora creo estar mejor pero sigo teniendo miedo, ese miedo por abrir los ojos y sentirme enferma.
He trabajado mucho desde que vine del pueblo. Tengo dieciocho años, las manos amarillas de tanto fregar y vivo en una habitación alquilada y ahora no me apetece abrir los ojos y saber que me puedo morir. Porque, aunque no se oiga mucho, existe el cáncer de ojo. Primero te va comiendo lo blanco del ojo hasta llegar a la cosita negra del centro y debes de sentir un dolor muy fuerte porque es cuando te mueres.
Yo debo tranquilizarme, respirar hondo e imaginarme los dedos artríticos de mi abuela frente a mí.

―¡Niña! ¡Sal a echarme una mano!
―¡Dios mío! ¡No veo! ¡No veo nada! ¡Todo, todito negro! ¡Ay Virgen!, que me voy a morir, que no hay claridad en mis ojos, ni en mi cabeza. ¡Dios! ¿Por qué?, me asusta tanta oscuridad... ¡No me gusta el negro! ¡Quiero luz!... porque tengo mucho miedo… ¿Dónde estás, abuela?, ¿por qué dejas que me pase esto? ¡Me quedo sola y ciega! ¡Ay, Virgen!, regálame otros ojos pero no permitas que este cáncer acabe conmigo, te prometo que cuando...
―Pero ¡Niña! ¿Qué puñetas estás farfullando?
―¡Ay, ay doña Pruden!, ¡ay, doña Pruden! Que, al oírla gritar, abrí los ojos de sopetón y... ¡no veo, doña Pruden!, ¡me quedé ciega! ¡Dios...!
―¡Nos ha jodido! Pero... ¿qué cojones vas a ver? si san salta’o los plomos y ¡aquí no hay carajo que vea nada! ¡Pa’eso te llamé, criatura!

¿Los plomos? La Pruden dirá lo que sea pero si no estoy muerta, ¿cómo es que la puedo ver? Sigue igual, nada le ha hecho cambiar. Un día creí haber olvidado su cara pero ahora que la veo es imposible no recordarla siempre.
―¿Cuántos hay, nena?
―Tres en la mano con la que se escribe y cuatro en la otra.
―Ya estás curada.

· Finalista en el II Certamen de Relatos Cortos del Ayuntamiento de Sestao (1998)

28 ago 2009

Del verano al infierno hay un paso

No estaba siendo mi mejor verano.
Cogí con desgana el cepillo de dientes, un par de tangas y las metí en el bolso. Después rebusqué en el fondo y al palpar el estuche de las lentillas y las gafas, lo cerré y me lo colgué del hombro.
―¡Me voyyyyyyyyy! ―grité desde la puerta de mi habitación.
Mi madre salió al pasillo.
―Muy bien, hija, no vengas tarde.
Mmmm… ―comencé rumiando la explicación que debía darle―, es que… no creo que venga a dormir, me quedo con Pedro, ¿vale? ―puntualicé con una fingida naturalidad.
―¡Me estás cansando! ¡Elvirita, guapa!, ¿eh? Me estás… me estás… ―cerró los ojos y apretó un puño en alto― ¡hinchando las narices!, ¡te lo advierto!, estoy de tu veranito hasta los mismísimos cataplines. ¡Qué asco de cría!, ¡que no sirves para nada!, ¡qué asco, de verdad, qué asco! Me ves que me paso todo el día derrengada, al cuidado de tus abuelos y tú sin mover un dedo, porque toda tu vida has sido una egoísta, ¡una E-GO-ÍS-TA, egoísta y caprichosa! ―abrió los ojos y bajó el tono de voz―. No has salido a tus hermanos, no señor, ellos están todo el día preocupados, pendientes de mí, pero tú… ¡Tú eres mala, mala y egoísta!
―Pero si son las ocho de la tarde y me he pasado el día…
―¡Vete a la mierda!, ¡anda!, ¡vete a la mierda! Y ¡déjame tranquila!, ¡que estoy muy cansada de ti!, ¿eh?, ¡a ver cuándo coño te largas y no vuelves! ―siguió farfullando no sé qué y se encerró en el baño.

Llevaba en casa de mis padres algo más de dos meses por vacaciones de verano. Había decidido no viajar, quería disfrutar de Bilbao. Trabajando en Estados Unidos me fascinaba la idea de pasarme tres meses en Bilbao. Iba a ser genial, me decía poco antes de tomar el avión en Huntington. Qué ingenua…
Al llegar a Bilbao, decidí ayudar a mi padre en la edición de unos mapas, para la publicación de su próximo atlas histórico de Vascongadas. Me enrolé en un voluntariado dando clases de español a inmigrantes en una ONG. Me turnaba con mi madre y mis tíos para cuidar a mis abuelos e intentaba, malamente, llevar una relación con Pedro, que desgraciadamente estaba haciendo aguas.
Aun así, para mi madre era la viva imagen de Damien, y yo estaba agotada de escucharla día tras día. Sabía que mi madre era una bellísima persona pero también sabía que a veces el rol de madre le quedaba grande. Mi autoestima estaba de capa caída, sólo contaba los días para salir de aquella casa.

Todavía paralizada en medio del pasillo, decidí contar hasta cinco y arrastrar mis pies hacia el hall.
―¡Elvira, Elvira! ―gritó mi padre desde su despacho.
Respiré hondo y me planté delante de su puerta que estaba cerrada. Preparé mis nudillos y toqué. Toc-toc-toc. Cuando éramos pequeños nos prohibía entrar sin pedir permiso. A día de hoy seguía tocando de forma obediente, aunque no sé si tenía mucho sentido.
Asomé mi cabeza.
Elvira, hija, ¿sales ahora?
―Sí… ―dije con cierta inseguridad temiéndome qué provocaría mi respuesta.
Ah, estupendo, pásalo bien pero antes déjame encima de la mesa la anotación corregida desde el mapa 467 al 504 ―dijo sentado detrás de la enorme mesa y con las manos bajo su canosa barba.
―¿Qué…? ―pregunté sudando.
―Los mapas, hija. Este viernes he quedado con el editor, vamos a ver cómo queda la primera parte.
Dejé con lentitud el bolso en el suelo y me apoyé en el quicio de la puerta.
―Verás… ―dije con enorme esfuerzo― no… no… no los he terminado.
Mi padre tardó en contestar.
―Bueno, pues dame lo que tengas.
No tenía nada. En las últimas semanas no había avanzado nada, me era imposible concentrarme delante del ordenador.
―Mejor el jueves… ¿eh? El jueves te lo entrego todo, ¿vale?
Mi padre chasqueó los dientes y asintió con la cabeza sin decir nada más. En silencio también, cogí el bolso, cerré la puerta y salí de casa.

Una vez en la calle, sentí vibrar el móvil. Era Marieta.
Dime, loca ―contesté esperando el semáforo.
―A ver, enana, hemos quedado a las nueve y media en la terracita del Socaire.
―Ya… vale, pues no, no, no puedo, he quedado con Pedro ―dije cruzando en rojo.
―¿Duermes en su casa?
Buff… no creo, mi madre me la ha vuelto a liar ―le expliqué resoplando.
Elvi, ¿ya le has recordado a tu madre que hace casi treinta años que hiciste la primera comunión?
Pssss… ya sabes cómo es, además vivo en su casa así que… es lo que hay.
Elvira, sinceramente, estás en una situación en la que vas a tener que elegir: o tu madre o Pedro y... entre tú y yo, ¡Pedro está bastante más bueno! ―y se rió como una idiota de su propio chiste, yo también. Después añadió―bueno, tú disfruta y mañana quedamos sin falta.
―Mañana no puedo, tengo que estar en el hospital con mi abuela para darle la comida y la merienda. Y por la noche tengo que trabajar en los mapas de mi padre, que los llevo fatal.
―Jo, neni, pero si no te vemos el pelo.
―Sí, ya… bueno, este finde seguro, que me apetece mucho salir.
―¡Ya! Luego llegará el sábado y nos dirás: es que… jo… me da pereza…―dijo imitándome con voz de niña tonta.
Me reí y me despedí de ella prometiéndole que iba a cambiar.

Entré en el coche de Pedro que estaba esperándome en la esquina de la calle.
Me besó, yo apreté los labios. Ay, qué pesado, le dije. Qué guapa estás hoy, me dijo. ¿Guapa?, pues con qué poco te conformas, contesté. Con demasiado, me dijo, con demasiado, repitió. ¡Anda!, ¡que no seas pesado!, y ¡vámonos ya!, dije impaciente. ¿Cenita en mi casa y luego un poco de sofá?, ¿eh?, me preguntó con cara malo. ¡Noooooo!, que se nos hacen las mil y hoy tengo que dormir en casa que está mi madre que trina, así que unas cañas en algún sitio y ¡hala!, ¡me llevas a casa!, dije yo. Vamos, no seas tonta… quédate a dormir en mi casa, pero si en tres semanas te vuelves a Estados Unidos, ¿qué más dará lo que diga tu madre?, me dijo. ¡Qué fácil lo ves todo!, ¡qué fácil!, ¿no?, claro, como Pedrito ha tenido unos padres que le han consentido todo, pues, ¡hala!, ¡hago lo que me da la gana!, ¡pero yo tengo responsabilidad y mapas!, ¡muchos mapas que hacer!, ¡mapas!, ¡mapas!, grité. Sólo digo que… venga, vente a casa, que te hago un masaje, y si quieres vamos a recoger tu portátil y yo te ayudo con los mapas, ¿eh?, ya vas a ver cómo después te sientes mejor, me dijo. ¡Que no!, ¡que no!, ¡que NOOOOOOOO!, ¡que me agobias, Pedro!, ¡que no sabes cuánto me agobias!, ¡además tú no tienes ni idea de anotar mapas!, ¡que no!, ¡te estoy diciendo que nooooo, que no puedo!, ¿vale?, eres tan insistente que me agotas, ¡me agotassssssss!, le grité.

Pedro se acomodó en su asiento, miró al frente y puso las manos en el volante.
Elvira, me estás machacando y ya no aguanto más ―dijo con una escalofriante seriedad―, sé que no estás pasando por un buen momento, pero lo que no es justo es que proyectes sobre mí toda tu mierda y… ―giró la cara y me miró― me estás haciendo daño, Elvira, mucho daño.
Lo miraba sin decir nada. No me dejes, Pedro, por favor, no me dejes, que sin ti la soledad me quema, suplicaba en absoluto silencio.
Elvira, te digo en serio que me pareces una tía alucinante, nunca he conocido a nadie como tú, de verdad… pero esta relación ya no es saludable, yo… ya no puedo más… ―se le humedecieron los ojos―. Elvi, necesito alejarme un poco de ti, porque esto no va… ya no va ―después de quedarse en silencio un largo rato, me preguntó con cierta angustia― ¿No vas a decirme nada?
―No ―contesté de manera seca pellizcándome un muslo para evadirme de la enorme tristeza que estaba sintiendo en ese momento, y pensar sólo en el dolor físico de mi cuerpo.
Abrí la puerta del coche y salí.
Txiki, yo te quiero… ―me dijo antes de cerrarla.
Ni le contesté, ni me di la vuelta siquiera para mirarlo. Me aferré a la correa de mi bolso con ambas manos, caminé erguida mientras sentía cómo se me dislocaba el alma. Ya no me quedaba nada.