29 jul 2010

¿Quién dijo pecado?

Carrie closet por Sally Glass

Estaba sentada en una cafetería cerca de casa, pero de la casa que mis padres tenían de veraneo, que ridículamente estaba tan sólo a 23 kilómetros de la primera vivienda. Son bilbainadas que siempre me han costado entender.
Me tomaba un café en la mesa junto a la puerta. Miraba al frente. Contaba los pintxos de la barra. El de tortilla parecía un poco seco.
¡Plof! Con el susto todavía metido en el cuerpo, bajé la vista y vi un paquete de tabaco junto a mi taza de café, parecía haber caído del cielo en ese preciso momento. Alcé la cabeza sorprendida y observé al grupo de adolescentes, de la mesa de al lado, hablando con una mujer, sería la madre de alguna de ellas. Tomé el paquete de cigarros entre las manos y me empecé a reír.

Yo nunca tuve ese problema. Jamás en mi vida había escondido cigarrillos para que no los vieran en casa. Es lo bueno de haber disfrutado de una adolescencia un tanto peculiar. Cuando tu madre es un híbrido entre Camilla Parker Bowles y Margaret White, más conocida como la truculenta madre de Carrie, se convierte tu adolescencia en una verdadera película de terror.
Tenía dieciséis años cuando todavía debía esconder los tampones. Mi madre me los había prohibido terminantemente, imagino que porque pensaría que era pecado mortal surcarse con un algodón el orificio vaginal.
Mientras mis amigas tenían montado un complejo dispositivo logístico para hacer desaparecer los paquetes de tabaco: en la maceta del portal, bajo la baldosa que andaba suelta en el callejón antes de llegar a casa, o en lo alto del armario del baño; yo me esmeraba en comprar pequeños paquetes de tres tampax regulares, los amarillos. Los metía en el fondo de la mochila y una vez en mi casa, saludaba a Margaret White fingiendo naturalidad, y, como si de una contrabandista de droga me tratara, apretaba el culo y con sudores llagaba hasta mi habitación. Allí, colocaba un pie en la puerta para que nadie pudiera entrar, sacaba los tampax y los escondía dentro de las medias del uniforme del colegio. Un tampón por cada media, y las colocaba al final, estratégicamente al final del cajón.
¿Fumar?, ¿yo?, ¿para qué?, ¿qué interés podía tener yo en los cigarrillos o porros si cada vez que tenía la regla era un auténtico subidón de adrenalina?, ¡subidón, subidón!

―Esto, perdona…, es mío, ¿me lo devuelves?
Una de las quinceañeras de la mesa de al lado, con un curioso moño en lo alto de la cabeza, me pedía el paquete de tabaco, al parecer la señora que hablaba con ellas acababa de salir de la cafetería.
Extendí el brazo con la palma de la mano abierta ofreciéndole su tabaco.
―Oye, ¿has pensado en fumarte un tampax? ―la chica me miró atónita―. Puro pecado… ―añadió una Carrie White de sonrisa diabólica.

12 jul 2010

Inverosímil

Rosa Meditativa por Salvador Dalí

―¡Para, para! ―dijo Elvira colocando su mano, con gesto involuntario, sobre el volante desde el asiento del copiloto.
Pedro frenó, giró la llave de contacto y el motor cesó. Las luces seguían encendidas enfocando esa mancha rojiza casi desdibujada entre los arbustos, que a Elvira tanto le había llamado la atención.
―¿Qué es eso? ―preguntó la chica soltándose el cinturón de seguridad y acercándose al parabrisas.
Pedro miró a uno de los lados de la carretera y también lo vio.
Era invierno. Sería una noche de diciembre, hacía frío. En Laukiz había nevado, y a pesar de que en la carretera no había cuajado, los árboles y matojos, de ambos lados, estaban blanquecinamente polvoreados.
―¡No salgas! ―gritó Elvira al ver que Pedro ya había abierto su puerta―. Déjalo, si no importa, anda, que hace frío ―y con la mano le hizo un gesto para que volviera, pero Pedro ya estaba fuera del coche.
El joven se acercó al matorral, lo sacudió un poco para quitar la nieve y sonriendo miró al coche. Dentro, Elvira tenía las manos entrelazadas rozándose los labios, como si estuviera rezando o, simplemente, pidiendo un deseo. Qué es, preguntó muda, gesticulando con los labios. Pedro abrió el matorral en dos y la cortó. Con cuidado la portó en una mano hasta llegar, de nuevo, al coche.
―Una rosa, es una rosa… ―contestó Pedro con cierto escepticismo.
―¿Una rosa? ¿En invierno? ―y estirando el brazo, Elvira se la quitó de las manos. Con recelo se la llevó a la nariz. Pedro se rió. Sólo a Elvira se le ocurriría oler una rosa congelada.
―¿Qué haces, boba?
―Comprobar si es de verdad.
Volvió a reírse pero no dijo nada, porque a Pedro no sólo le gustaba ese curioso mundo del otro lado del espejo que mostraba Elvira, sino que, además, lo respetaba con absoluta complicidad.
Arrancó el coche y con lentitud tomaron la carretera. Pedro acarició el muslo de la chica y mirando al frente dijo:
―A veces pasa.
―¿El qué?, ¿qué es lo que pasa? ―dijo ella con la rosa entre ambas manos para no chafarla.
―Que te encuentras con eso, con lo que todo el mundo te aseguraba que no existía.
Elvira sonrió.
―Sí, a veces pasa ―dijo.