17 ene 2011

Cita a ciegas (Parte I)

Salgo de los cines Golem de Plaza España. Me gusta ir a primera sesión de los domingos. La sala suele estar vacía, no más que unos pocos frikis solitarios. Meto las manos en la chamarra vaquera, no hace frío, es agradable. Decido volver a casa andando. Me siento bien. El móvil vibra. Lo cojo. Silvi. Me cuenta algo de una cita. ¿Mimetic?, pregunto. No, me dice ella: Meetic. No la entiendo. Se desespera. Me río. Repite de nuevo todo. Tiene una cita. No quiere ir. Una cita a ciegas en menos de media hora y no quiere ir. Bien, le digo, no vayas. Dice que parece un partidazo. Quiere que vaya yo y le dé mi opinión. ¡¿Qué?! Entonces se ríe ella. Me llama egoísta, mala amiga y amargada. ¡¿Qué?! Se vuelve a reír. Se calma. Me suplica. ¡NO! Sigue suplicando. Vale…, digo. Silvi grita. Dice que me quiere. Le digo que se vaya a la mierda. Se ríe. Yo también. Me da cuatro coordenadas. Marcos. Metro ochenta. Ojazos verdes. Barba de tres días. Seis y media en el Lateral de Chueca. ¿Y si se enamora de mí?, pregunto. Imposible, dice, desde que tienes depresión pareces lesbiana. Genial. Resoplo. Guardo el móvil.
Me reflejo en el escaparate de H&M de Gran Vía. Botas de oso marrones, leggins negros, sudadera de Marshall University, foulard gris con flecos, chamarra vaquera. ¿Lesbiana? Hago una mueca ante el cristal. Me siento ridícula. ¿Por qué hago eso? Sólo me falta hablar sola. Tarada.
Subo los tres peldaños del bar. Tomo aire. Me mentalizo. Es fácil. Hola. Hola. ¿Marcos? Elvira. Silvi está enferma. Adiós. Adiós. Fácil.
Vuelvo a tomar aire. Por fin abro la puerta del bar. Entro. Buscar un metro ochenta entre gente sentada es difícil. Me pongo nerviosa. Me quiero ir. Venga no. Ojazos. Busca ojazos. Buscar ojazos entre gente que no me mira es difícil. Me quiero ir. Venga no: barba. Barba de tres días, barba de tres días. Segunda mesa de la derecha. Hola, digo, ¿Marcos? Levanta la cabeza. Gesto de sorpresa. No, ¿de asco? Qué cabrón, me pone cara de asco. ¿Silvia?, pregunta. No, respondo. Aliviado me sonríe. Cabrón. Me presento. Explico que Silvi está enferma, que lo siente. Vaya, dice, vaya, repite. Abriendo mucho los ojos le digo que me voy. Espera, dice, tómate algo. Miro a la barra. ¿Por qué siempre que te preguntan eso miras a la barra? Es como si esperaras que el camarero te dijera: ¡di que sí, tía!
Me pellizco el labio. No sé. Venga sí, pienso. Bien, pediré un café, le digo.
Ya en la mesa, Marcos habla sin cesar. Revuelvo el café. Qué pesado. Odio los tíos charlatanes. Bajo la vista frotándome el entrecejo. Me aburro. Me dice que es abogado. Menciona algo de su despacho. No sé de qué me está hablando.
Pienso en la película de los Golem. Pienso en si habré apagado la calefacción antes de salir de casa. Pienso en cómo Marieta podrá tener ese pelazo. Pienso en la ensalada de aguacate que me haré para cenar.
Levanto la vista. Pienso en por qué no se calla. Ladeo la cabeza. Finjo escucharle. Ya, ya, ya, digo, claro, claro.
Podríamos salir los cuatro, dice. STOP. Eso lo he escuchado claramente. Pregunto nerviosa: ¿qué cuatro? Silvia, mi amigo, tú y yo, responde. ¿Qué amigo?, pregunto. Del que te hablaba, dice. No sé, digo. El que te comentaba que es tan bajito como tú, añade. STOP.
Bien, sí, sí, vamos a ver. Estoy en un momento de mi vida triste. Apagado. Con emociones difuminadas. La libido la guardo en tarro de formol para conservarla, porque sé que un día volverá. La espero. Es sólo un periodo, un periodo difuminado. Como mis emociones. Asexual. Ameba. Bien, vale. Pero sigo teniendo muy claro que con el único pitufo con el que me iría a la cama sería: Gael García Bernal. Nadie más. Gael. Sólo Gael. ¡El que sea bajita y fea no significa que esté condenada a follar con los de mi misma especie!
No lo veo, digo. Es muy majo, dice. Gael también, pienso. Miro el reloj. Me quiero ir. Bebo un sorbo de café. Se llama Gael, dice. Me atraganto. Me golpeo el esternón. Me ahogo. Marcos me golpea la espalda. Le pido que pare. Bruto. Que me matas, grito. Se para. Carraspeo. Respiro. Carraspeo de nuevo y pregunto: ¿es actor? Se ríe. No, es interiorista, contesta. Me río. Me froto la garganta todavía molesta y me vuelvo a reír. Qué cosas, pienso. Qué cosas.
Vale, ¿el martes?, pregunto. Sí, perfecto, el martes a las ocho aquí, responde. Me despido. Bajo los tres peldaños del bar.
Ya en la calle, miro mis botas de oso y me pregunto dónde habré metido los botines de tacón que me compré en septiembre.
Continuará...

14 ene 2011

Juzgando

Escuchaba los consejos de una tal Sara o Sonia, me la acababan de presentar, era editora además de una enorme gilipollas. Se tomó la confianza de alisarme el cuello de la camisa con una mano, con la otra se sujetaba el mentón mientras me decía que debía ser más segura de mí misma, saber qué tipo de textos escribía, o ¿acaso me creía Dostoievski?, pues entonces no entendía lo absurdo de publicar mi primera novela con pseudónimo, decía que debía concienciarme de que iba a tener críticas e iban a ser muy duros conmigo, sobre todo la gente de mi alrededor, decía que debía tener esa capacidad de autocrítica y por supuesto cambiar mi actitud. ¿Por qué eres así?, terminó preguntándome con un molesto chasquido de lengua.
Cobardemente le dije que tenía razón y me despedí de ella con dos besos.
Al darme la vuelta, apreté los labios y le deseé hongos vaginales.

13 ene 2011

Monopoly familiar

―Avenida de Felipe II, ¿la compras?
―¿Avenida de Felipe?, ¿cuánto cuesta? ―pregunté ladeando la cabeza para ver mejor el tablero.
―Dieciocho mil pesetas ―contestó mi hermano buscando la cartulina con todos los datos de la calle. A Gerardo le encantaba ser la banca desde que éramos niños.
―¿Eso cuántos euros son?
―Qué más dará, mamá, por favor ―dije suspirando.
―¡Uy, qué carácter, hija! ¡Pues da mucho! ―gritó cerrando los ojos, siempre lo hacía cuando se enfadaba, después los abrió y con una voz un tanto infantil continuó diciendo―: Porque a los euros como siempre les hemos quitado ceros pues, oye, que luego piensas que no te cuesta nada y, ¡madre mía, pásalo a pesetas que es otra cosa!
Mi padre empezó con un aburrido discurso económico que preferí obviar. Era un pesado. De medio lado y en bajito, para no menospreciar la oratoria de mi padre, pregunté a mi hermano si alguien había comprado el resto de las calles naranjas.
―La abuela tiene la calle Serrano ―contestó susurrando del mismo modo que lo había hecho yo. Pasábamos de los treinta pero a los dos nos seguía imponiendo el mismo respeto aquel hombre.
No eran muchas las veces que nos juntábamos todos en Bilbao pero la Noche Buena, desgraciadamente, era fecha obligada de encuentro y el Monopoly la tradición personificada en dinero y dados.
Cuando por fin se calló e hizo ese gestito tan soberbio con la mano dando a entender que podíamos seguir jugando, pregunté a mi abuela por la calle.
―Serrano, Serrano, Serrano… ―decía ella buscándola con el dedo índice entre los billetes.
―No, abuela ―dije mostrándole la pequeña cartulina blanca con la banda naranja en lo alto―, es como ésta, eso es el dinero, esto son las fichas de las calles que poseemos ―y volví a zarandear en el aire la de Avenida de Felipe II.
―Ah, pichín, que yo creía que andaba por aquí… ―se encogió sobre la mesa y estirando de nuevo su dedo índice, a modo de aspersor, rebuscó entre las tarjetas que había alineado perfectamente bajo el borde del tablero―. Aquí está, toma pichín, para ti.
―Joder, ya estamos, ¡no!
Se me había olvidado mencionar que mi hermano además de haber sido siempre el banquero se había convertido en el lector oficial de instrucciones, bien sea de juegos como de electrodomésticos. Gerardo, ¿esto cómo va?, le preguntaba en las navidades de 1994 intentando conectar los altavoces a mi nuevo discman. ¡Hijo!, le decía mi madre, mírame si aquí pone que se le pueda echar jabón líquido al lavaplatos. Dice que no. Gracias, cariño. Ningún miembro de la familia había osado a quitarle ese cargo, supongo que más por pereza que por lealtad.
―No, abuela, ¡no!, no empecéis, que al final siempre hacéis las dos lo que os da la gana. ―Y tomando el dorso de la caja del juego, leía en voz alta las reglas para vender o hipotecar las propiedades―. ¿Lo has entendido, abuela?
―Pues no mucho, hijo.
―Déjalo, abuela, que se ha picado ―aconsejé con cierto rintintín.
―¡Qué pedorra, tía! ¡No me he picado pero así no se puede jugar!
―En Serrano se compró José Ángel el piso, ¿no? ―Mi madre en sus mundos.
―No, en Hermosilla. ―Y mi padre la acompañaba.
―¡Pero si es un juego, imbécil! ―recriminé.
―No, en Hermosilla te digo yo que no, porque fíjate, es más, te digo que se lo compró junto al Corte Inglés. ―Mother’s world.
―¿Y qué?, ¡hay reglas, subnormal!, léete las instrucciones, joder, no es mi problema que las tías nunca leáis las instrucciones, ¡se juega así y punto!
―Mmm… no, estás muy equivocada, te confundes con la Casa del Libro, se lo compró junto a la librería ésta de Hermosilla. ―Father’s world.
―Oye, pichines, si os ponéis así, rompo la cartulina de Serrano, la calle no es para nadie y ya. Pedios perdón y daos un beso. ―Grandmother’s wonderland.
―Bueno ―dijo una vocecita al lado derecho de Gerardo―, bueno ―repitió carraspeando―, creo que me toca a mí, ¿no?, es mi turno. ―Anke, la novia de mi hermano tomó ambos dados y los lanzó. Dos seises. Anke era polaca. Anke era preciosa. Anke era todo dulzura. Anke era la reina de las dobles tiradas y aquello le hervía la sangre a Gerardo.
―Vale, vuelves a tirar, pero si te salen otras dos veces dobles vas a la cárcel.
Resoplé tras las directrices de mi hermano, me irritaba tanta exactitud.
―Bien, pero me ha tocado Caja de comunidad ―dijo ella, sin querer saltarse ningún paso. Y es que eran tal para cual, se conocieron siete años atrás en Alemania, estudiando un posgrado de Física Termodinámica en la Universidad de Magdeburgo, con eso creo decirlo todo.
Mi hermano tomó una de las tarjetas del centro del tablero y leyó:
―Por reparaciones en su propiedad pague diez mil pesetas por cada casa, cuéntese como cuatro cada hotel.
―Todavía no tengo nada ―respondió ella aliviada.
―Ricardo… ―comenzó mi madre diciendo muy pensativa―, ¿por qué no compramos una casa en Madrid?, ahora que está la niña allí podríamos invertir ―Mother’s fantasy.
―Tira otra vez ―dijo Gerardo.
―Dos treses ―dijo Anke.
―A la próxima vas a la cárcel ―amenazó Gerardo.
―¡Que siiiiiiiiiiiiiiiiiií, pesa’o! ―grité yo, que no era más que una simple profesora de español.
―Ay, pichines, yo creo que el bogavante me está haciendo gru, gru, gru, gru, lo noto yo, lo noto, ¿a ver si son cacas?
―Tira otra vez.
―Cacas van a ser, ¿eh, abuela?, venga, que te acompaño al baño ―dije levantándome.
―Dos cuatros.
―Bueno, se podría mirar, sí. Esta semana llamo a José Ángel y a ver qué zona me recomienda ―Father’s paranoid schizophrenic.
―¡A la cárcel!