21 jun 2014

Agur, ama




Sobre el ring todo preparado para el combate. En una de las esquinas, en la categoría de peso pesado: Vitatis Fastus; en la de enfrente: mi madre, en la categoría de minimosca. Injusto, lo sé, pero las trampas en este juego las conocemos todos.
—Ama, solo debes estar tranquila, pero pon de tu parte porque esta mala bestia te va a machacar como te despistes —le dije desde el otro lado de las cuerdas mientras le daba un enérgico masaje de hombros.
—Hija, de verdad, estate quieta ya con las manitas, ¡que me vas a descoyuntar! Tanta mierda con el combate. Mira, me tienes, me tienes, ¡vamos!, ¡no te digo hasta dónde me tienes!, ¡pero cómo me tienes! ¡HARTA! Haz esto, ahora lo otro, así no, asá, que lo haces mal, tienes que… ¡Hasta la mismísima tolola! Todo el día con el consejito en la boca, eres la Doña yo sé, ¿eh? ¿Te digo yo cómo deberías hacer las cosas?, ¿eh?, ¿te lo digo? ¡No!, y que conste que sé que hago mal porque tu vida no tiene ni pies ni cabeza, perdiste el norte hace mucho tiempo, pero allá cuidados, ¡allá cuidados! Así que ¿sabes quién va a luchar?, ¿sabes?, ¡pues Rita la Pollera! ¿Que no la conoces?, pues te la presento un día de estos. Harta ya de tanta mierda, hija, de verdad. Te lo repito: déjame un poquito ya a mi aire, que yo también me merezco descansar, ¿o no? No voy a luchar, no voy a luchar y no voy a luchar. ¡Dame un respiro, por favor!, ¿eh?, ah, y una lima que me acabo de partir la uña, si es que me pones de los nervios...
Me bajé del ring mirándola. Sentada en el pequeño taburete sobre la lona, se ajustaba el albornoz con coquetería, como si todo aquello no fuera con ella.
De camino al vestuario a por la lima y un botellín de agua, me encontré con mi hermano Gerardo.
—¿Cómo la ves? —me preguntó dándome un abrazo.
—No hay nada que hacer, dice que no va a luchar y que no va a luchar y que no va a luchar, no hay manera, dice que la dejemos tranquila, creo que es lo mejor. Esa mole la va a machacar, no merece la pena, Gerardo, estamos hablando de Vitatis Fastus. Creo que es mejor anular el combate y que se vaya sin un golpe.
—Ah, fenomenal, así que tiras la toalla. Muy bien. El camino fácil. La huida. Creo que así no se hacen las cosas, Elvira.
Lo miré como se mira a un muro, con la certeza de que las palabras seguirían rebotando.
—Voy a coger una lima, se le ha roto una uña —y me marché.
—Pues luchará, ¿me has oído, Elvi?, ¡luchará como que me llamo Luis Gerardo Rebollo!
Amén.
Diez minutos después regresé al cuadrilátero. Mi hermano de cuclillas frente a mi madre le hablaba con una enorme sonrisa. Ella lo miraba embelesada, podría ser su hijo como el amor de su vida. Me acerqué.
—… así que no te preocupes, no vamos a atacar, lo importante es la defensa, evitar golpes. Eres muy ágil, mamá, sabrás escaquearte. Recorre la lona e intenta cansarlo, necesitamos ganar tiempo, ¿me has entendido? —mi madre asentía embobada—. Cuanto más tiempo consigamos mejor podremos invertirlo en una nueva estrategia, pero tú por eso no te preocupes, nos encargamos nosotros, ¿vale? Solamente sal ahí y defiéndete, sabrás hacerlo muy bien, vales mucho, ama. —Se abrazaron. Gerardo, al oído menos malo, le susurró un te quiero y luego haciéndome un gesto bajó del ring.
Me senté en la lona, junto a ella, apoyada sobre las cuerdas.
—Tienes un hermano maravilloso —dijo mirando al frente, directa a su oponente Vitatis Fastus—. Sé que no me lo merezco como hijo, es excepcional, tan inteligente, siempre supe que iba a ser ingeniero, el mejor de su promoción. Es único, como él no hay dos, eso te lo digo yo.
—¿Y entonces? —pregunté.
—Entonces , ¿qué?
—Que si vas a luchar.
—¡Y dale la burra al trigo! —gritó girando con rapidez la cabeza hacia mí—. ¿Tú qué es lo que no entiendes?, ¡porque no creo que sea tan difícil!
—Mamá, escúchame —dije levantándome y colocándome frente a ella—. Acabas de prometer a Gerardo que lucharías, ¿sí?, ¿te acuerdas?
—¿A Gerardo?
—A Gerardo.
—Gerardo… —se observó la uña rota y se la rozó con la yema del pulgar—. Tu hermano Gerardo es guapísimo, esos ojos verdes que tiene te dejan sin palabras, es guapo de verdad. —Derrotada me dejé caer sobre la lona y la seguí escuchando allí sentada, sintiéndome todavía más pequeña si cabe—. Los tuyos bonitos no son, eso ya lo sabes, no vamos a andar ahora con tonterías pero tienen ese brillito, un brillito que te hace ser muy especial.
Me levanté y la abracé, quería estrujarla completamente pero estaba tan delgadita que me daba la sensación que iría a romperla.
—¿Vas a luchar? —pregunté mirándola. Las dos llorábamos. Nos volvimos a abrazar, y se lo volví a preguntar—: Ama, ¿vas a luchar?
—Anda, dame la lima que esta uña me está dando mucha dentera.
De repente el estadio entero rugió. Al ring saltó el árbitro. Del techo bajó un micrófono de mano que alcanzó y pidió a los púgiles acercarse. Nerviosa ayudé a mi madre a quitarse el albornoz, salí del cuadrilátero y busqué a mi hermano. Llegaba corriendo por uno de los estrechos pasillos que daban al centro. Me cogió por el hombro y juntos observábamos la escena bajo las cuerdas de la esquina.
—Todo va a ir bien —me dijo Gerardo—. No te preocupes.
No pude mirarlo, abrí el botellín de agua y bebí despacio.
El árbitro presentó a los luchadores y cuando todo tendría que dar comienzo, mi madre se acercó a él y le dijo algo al oído. Luego, con calma y sin parar de sonreír, se dirigió a la esquina donde estábamos, se volvió a poner el albornoz y se atusó el pelo.
—Pero, mamá, ¿qué haces? —preguntó mi hermano desde abajo.
—¿Yo?, marcharme. El señor de la pajarita, que es encantador, me ha dicho que la puerta está allí —y señaló al fondo.
Antes de que mi madre pudiera bajar del ring, el árbitro alzaba el brazo de su contrincante y todo el estadio gritó enloquecido. Ya era oficial, Vitatis Fastus había ganado el combate. Me llevé el botellín de agua contra el pecho y me quedé así quieta hasta que me di cuenta de que mi hermano saludaba a alguien con la mano. Me di la vuelta y vi a mi madre ya en la puerta del fondo del estadio. Agitaba la mano y nos mandaba besos al aire. Parecía una reina. Nos hizo reír. Volvíamos a ser dos niños, sus dos niños. Abrió la puerta y se marchó.
—Agur, ama… —dije bajito.
—Agur, ama —dijo Gerardo con un poquito más de voz.

A mi ama