26 dic 2020

Cerebro fraternal

 

Emociones abstractas por Agnes Cecile

Esta pandemia no está siendo nada fácil, no nos vamos a engañar, pero lo que más duro me está resultando es fingir que echo de menos a la gente.

—Ay, Elvi, ni te imaginas las ganas que tengo de abrazarte —me decía alguien por teléfono.

—Sí, y yo, y yo, y yo…

Mi sistema límbico nunca había funcionado acorde a lo establecido.

—Cuando todo esto termine vamos a organizar una gran cena, ¡todos juntos, bien juntos! —me decía otro alguien por teléfono.

—Sí, sí, juntos, juntos…

No le daba demasiadas vueltas, había nacido sin la amígdala cerebral. La incapacidad absoluta de sentir empatía por alguien que aseguraba echarme de menos era cuanto menos curiosa.

Cuidado, por favor, no equivoquemos el mensaje: quiero a la gente, quiero mucho, muchísimo a la gente, pero no tengo ninguna necesidad de verla. Y la pandemia me brinda la oportunidad de relacionarme, aparentemente normal, con la sociedad. Y esta es para mí la tan codiciada normalidad de la que la gente no para de hablar.

Cuando me di cuenta de que hacía algo más de año y medio que no veía a mi hermano y de que ninguno de los dos lo acusábamos, entendí que mi malformación cerebral era una cuestión genética.

—¿Me has llamado? —dije por teléfono tras ver dos llamadas perdidas de mi hermano.

—Sí, esta mañana.

—¿Dos veces? ¿Me has llamados dos veces?

—Sí, te digo que he sido yo.

—¿Y eso? ¿Se ha muerto papá?

—No, no se ha muerto papá.

—¿Seguro? ¿No se ha muerto?

—No, no se ha muerto.

—Ya. Vale.

—Te llamé hace mes y medio y no me cogiste el teléfono así que…

—Ah, pensaste que la que se había muerto era yo.

—No, no he pensado eso.

—¿Por qué no? Podría estar muerta.

—Sí, podrías pero nos hubiera avisado Joan.

—Sí, es cierto. Ya. ¿Y todo bien?

—Sí, todo bien. ¿Tú?

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿todo bien?

—Sí, todo bien.

—Vale, pues a ver si nos vemos pronto.

—Sí, a ver, pero con la pandemia es muy difícil.

—Sí, es muy difícil. Oye, y Feliz Navidad por si no hablamos la próxima semana.

—Ah, vale, sí, eso, Feliz Navidad.

Mi hermano era un pilar fundamental en mi vida. Saber que estaba vivo y saber que estaba bien era esencial para mí, pero no necesitaba nada más y, aunque nunca me lo hubiera dicho, intuía que era algo recíproco. Y con esto aclaro que mi hermano es solo un ejemplo del conglomerado social que configura mi vida. Desde hace casi un año estoy exultante de tener a todos mis seres queridos lejos. La pandemia había materializado las idílicas relaciones sociales con las que tanto había soñado durante toda mi existencia. Te quiero pero no te acerques.

—¡La vacuna ya está aquí! —gritó Joan desde el salón.

Salí de la cocina.

—¿A qué te refieres? —pregunté, Joan no apartaba la vista del televisor.

—A que en 6 meses más del 70% estaremos vacunados y todo volverá a ser como antes, volveremos a la normalidad.

—¿A qué normalidad…?

Sentí cómo la parte vacía de mi cerebro, la interna del lóbulo temporal medial, se agitaba con fuerza y solo me calmó figurarme a mi hermano en la misma situación.

9 dic 2020

La última lista

 

Jack y la muerte de María Rosario Pita Villares

Dreizehntausendzweihundertachtunddreißig —repitió Markus por tercera vez.

Elvira se volvió a desplomar sobre el sofá muerta de risa.

—Por favor, otra vez, otra vez, otra vez… —suplicaba.

Dreizehntausendzweihundertachtunddreißig —dijo por cuarta vez.

Beatriz entró en el salón con un vasito de café para su amiga. Lo dejó sobre la mesita y se sentó en el sillón frente a ellos. Los miraba sin entender muy bien de qué se reían. Quizá por sentirse desplazada o ausente, no lo sabía. Hacía casi dos meses que no veía a Elvira. Terminó la quimio en noviembre y todo parecía estar bien o eso era lo que le habían dicho. Lo cierto es que pocas ganas tenía de salir a la calle y hacer vida normal, la pandemia estaba siendo la excusa perfecta para no ver a nadie, presentía que las cosas no volverían a ser como antes. Algo se había roto dentro de ella.

—Ahora di: cuarenta y cinco mil setecientos cincuenta y cinco —dijo Elvira.

Fünfundvierzigtausendsiebenhundertfünfundfünfzig —tradujo obediente Markus.

Elvira esta vez se dejó caer boca arriba sobre el sofá, se ahogaba con su propia risa. Markus también se echó a reír.

—Vale, ahora di —dijo Elvira recobrando un poquito de aire—: ciento sesenta y nueve mil…

—No, ya está bien. Ya está bien, son números, son solo números —interrumpió Beatriz—, ya vale.

Elvira se incorporó en el sofá sin decir nada. Markus se levantó y le explicó a Beatriz, en alemán, que bajaba a hacer unas compras. En silencio las dos amigas oyeron la puerta de la calle cerrarse, estaban solas.

—¿Tiene azúcar? —preguntó Elvira levantando el café.

—¿Eh? Sí, tres cucharadas.

—Vale, gracias por la diabetes.

Aunque no quería, a Beatriz se le escapó la risa.

—Markus me ha hecho la pregunta, ¿sabes? —dijo Beatriz. Se levantó y se sentó en el sofá, junto a su amiga, aunque con un espacio en medio.

—¿Qué pregunta?

Beatrgggis, ¿qué somos?

—¡Ah, la pregunta! ¿Y?

—Bueno, no quiero entrar en conflictos ni en definiciones sentimentales, no quiero nada que me exija pensar demasiado, así que… bueno, él me explicó que consideraba que llevábamos tiempo suficiente para tener algo más serio y que bueno, que me quería y que bueno… que veía un futuro conmigo y entonces me habló de formalizar lo nuestro y yo le dije que vale.

—Vale.

—Vale.

—Ajá. Se te ve contenta. Muy contenta.

—Elvi…

—Bea, vamos, míralo por el lado positivo, ¡es un tío de 32 añitos que puede decir 100 consonantes seguidas sin ahogarse! ¡Vivan los cunnilingus alemanes!

Y las dos se empezaron a reír como adolescentes. Después Elvira sacó un papelito doblado del bolsillo del pantalón y dijo:

—Es más, con tu permiso me lo voy a anotar en mi lista: Cosas que hacer antes de morir.

—¿De verdad tienes una lista así?

—La idea me la diste tú en aquella fatídica videollamada.

De la mesita  cogió un lápiz y empezó a señalar el papelito mientras decía en voz alta:

—Cunnilingus con un alemán mientras me recita los números del uno al cien mil.

Beatriz se rio tanto que le pidió que le leyera la lista entera. Elvira al principio se negó, le explicó que era algo muy íntimo, pero después de un par de minutos empezó a leerla, parecía que lo estuviera deseando.

—Uno: viajar a Svalbard y ver un oso polar. Dos: quemar una tienda de vestidos de novia. Tres: pasar una noche con Jake Gyllenhaal para que me explique el final de Donnie Darko. Cuatro: celebrar con una fiesta loca la separación de Almudena y su mierda-coach. Cinco: recorrer todos los pueblos españoles en caravana con Joan durante un año. Seis: disolver laxante para caballos en la cerveza de Ernesto Garmendia. Siete: cunnilingus con un alemán mientras me recita los números del uno al cien mil. ¿Qué te parece?

Beatriz aplaudió y gritó que ella también quería una lista, así que Elvira fue a la cocina y rebuscó en el primer cajón de la encimera, sabía que su amiga siempre dejaba allí post-it y bolígrafos. Al regresar al salón le dio un boli negro y un papelito verde y mientras se bebía el café, ya frío, dejó a su amiga anotar sus últimas voluntades.

Después de un rato, Bea le avisó de que había terminado.

—De acuerdo, dime.

—¿Empiezo así sin más?

—Claro, mujer, ¿cómo quieres empezar? Venga, lee tu lista.

—Vale, pero son solo tres tonterías.

—Vale.

—Vale, ¿empiezo?

—¡Beatriz!

—De acuerdo, de acuerdo, vale. Uno: interpretar un papel protagonista en la Hebbel am Ufer. Lo forman tres salas de teatro alternativo de Berlín, ¿sabes? Pero, bah, es una tontería, es imposible, es… qué idiota soy...

—¡Oye! ¿Idiota? Te recuerdo que yo voy a pasar una noche con Jake Gyllenhaal. Sigue.

—Vale —y se retiró un cortito mechón de la frente—. Dos: visitarte en China y follarme a chino.

Y las dos amigas rompieron a reír como tontas. Beatriz se tapaba la cara con el papelito verde mientras que Elvira la señalaba entre carcajadas. Cuando se tranquilizaron, Beatriz retomó la lista.

—Y la última. Tres —cogió aire y lo mantuvo unos segundos antes de hablar—. Tres. Tres… Tres: casarme con Darío.

Elvira la miró sosteniendo una triste sonrisa. Quería abrazarla pero sabía que no podía. Se contuvo pero se le saltaron las lágrimas, quizá porque no reconocía en aquella mujer tan delgada, de pelito tan corto y tan insegura a su amiga. No reconocía a la amiga que tan solo ocho meses atrás estaba tan llena de vida. Ahora, a pesar de estar limpia, poco quedaba de ella.

—Bea…

 —Elvi…

—Te estoy abrazando.

—Lo sé. Lo sé…

Lloraron juntas, en silencio y a metro y medio de distancia.

Al llegar Markus, Elvira pensó que debía marcharse, así que se despidió de su amiga y le prometió llamarla al día siguiente. Markus la acompañó a la puerta y le regaló un breve siebenhundertvierunddreißig, Elvira sonrió y con un gracias entró en el ascensor.

De vuelta al salón Markus se sentó junto a Bea en el sofá y, al ir a retirar el vaso de café, encontró el papelito doblado de Elvira.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras lo desdoblaba.

—Nada, nada, es la lista de… Venga, no lo leas, es muy íntimo, cosas de Elvira, no lo leas.

Pero ya era demasiado tarde y Markus empezó:

—Dos cajas de leche, ½ docena de huevos, tranchetes, pasta (dos de espaguetis y una de macarrones), atún… ¿En serio que para los españoles la lista de la compra es algo íntimo?

Beatriz empezó a reírse y a llamarse a sí misma idiota.

—A veces sí… —contestó.

30 nov 2020

¿Y si la vida fuera la opción B? (Tercera parte)

Fotograma de Back to the future de Robert Zemeckis

Nota: Continuación del relato ¿Y si la vida fuera la opción B y  ¿Y si la vida fuera la opción B? (segunda parte)

—Deja de llorar, tenemos que seguir.

—No quiero continuar, volvamos a Madrid.

Carol retiró la bicicleta de la fachada de hormigón y dijo:

—No podemos volver. Levántate, tenemos que seguir.

Acaricié el suelo de gravilla, intenté alisarlo. Arrastraba la mano por la superficie hacia la derecha y luego hacia la izquierda.

—¿De qué moriste?

—¿Yo? —preguntó Carol y soltó una risotada—. Nunca estuve viva. Ya te lo dije, soy tu ángel de la guarda, no un puto fantasma. A ver si vemos menos películas.

—Y ¿yo?

—¿Tú qué?

—¿De qué voy a morir?

—A este paso de deshidratación. Anda, deja de llorar, levántate y vámonos —La oí acercarse con la bicicleta—. Si quieres te dejo conducir esta vez.

Alcé la vista y me limpié las manos sobre el pecho. Carol me ofreció la bici. Me levanté. Sonreí y me monté apretando con todas mis fuerzas el manillar.

—¡Vienes o qué! —grité. Carol se rio y con energía se sentó en la parrilla abrazándome la cintura.

No di ni tres pedaladas cuando todo empezó a dar vueltas. Intenté sostener el equilibrio sobre la bicicleta pero fue imposible. En esta ocasión el golpe lo recibí en la cabeza. Había aterrizado contra una columna cilíndrica de ladrillo. Me apoyé en ella para levantarme y eché un vistazo a mi alrededor, reconocí aquel enorme vestíbulo.

—¿Atocha? ¡Estamos en la estación de tren de Atocha! ¡Carol, estamos en Madrid! ¡He regresado a Madrid! —Grité con pasión. ¿Cuánto se puede amar a una ciudad?

Vi acercarse a Carol, traía la bicicleta en la mano, me temía lo peor.

—¡Has roto la cadena! —gritó cuando ya me tuvo delante.

—No es mi culpa. Esa bicicleta es de los años 80 por lo menos. Dile a Dios que invierta más en transporte.

—Por favor, no trabajo para Dios.

—Entonces, ¿para Satán? ¿Estoy en las filas de Satán?

—Deja de decir tonterías y ayúdame a buscar el timbre de la bici, se habrá caído por aquí, en tu aterrizaje.

Lo encontré detrás de la columna. Se lo ofrecí a Carol pero me pidió que lo guardara, que en cuanto tuviera un rato lo arreglaría, así que me lo metí en el bolsillo de la chaqueta del pijama. Dejó la bicicleta junto a la columna y me pidió que la acompañara. Lo hice contenta, estábamos en Madrid, sentirme de nuevo en casa me aportó cierta calma.

—Ahí. —Señaló Carol.

Seguí su dedo hasta la puerta de acceso a Largas Distancias. Rebusqué entre la multitud que se agolpaba a la entrada, pero no reconocí a nadie. Carol me cogió de la mano y nos acercamos a una esquina donde parecía haber menos gente. Carol volvió a señalar al frente, fue entonces cuando me vi. Me llevé las manos a la boca y ahogué un gritito. Porque me reconocí cercana, quizá era mi yo de hace 8 o 9 años, no más, pero me di cuenta enseguida de que llevaba lentillas, el calvario de mi ceguera degenerativa todavía no había empezado y parecía otra mujer completamente diferente. Despreocupada, risueña, liberada… ¿Cómo era posible que en tan poco tiempo el sentido de tu vida pudiera cambiar radicalmente? Me froté la cara con cierta desesperación y me tiré hacia atrás el pelo. Carol me hizo un gesto para que nos acercáramos y así fue como lo vi: un Joan de hace 8 años me agarraba de la cintura. Al verlo me reí como una loca. Tenía el pelo larguísimo cogido en una coleta baja y la barba la llevaba al estilo de Lemmy Kilmister, cantante de los Motörhead. Madre mía, mi macarra, qué guapo…

—Bueno, Joan, pues sí, lo he pasado muy bien y quizá en otra ocasión más adelante… —decía mi otro yo.

Miré a Carol, necesitaba contextualizar aquello.

—Encontraste a Joan en la cola de un supermercado —comenzó explicando—, ese mismo día te pidió quedarse en tu casa porque era de Barcelona y todavía no le apetecía regresar. Te prometió que sería solo un fin de semana, que lo podríais pasar bien juntos. Tu opción A fue dejar que aquel fin de semana se convirtiera en 8 años de relación, sin embargo en esta opción B, decidiste que terminado el fin de semana, terminada la relación. Lo has acompañado a la estación para despedirte, Joan regresa a Barcelona y nunca os volveréis a ver.

Con cierta pena volví a mirar a Joan y a mi otro yo.

—Claro, quizá después de verano pueda bajar, ¿te parece? Lo hablamos y bajo sin problema. Barcelona y Madrid están cerca, ¿eh?, ¿te parece? —preguntaba Joan con ese nerviosismo de alguien que no se da por vencido.

—Lo siento, es que no lo veo, Joan, no termino de verlo, lo he pasado genial, pero mi vida en Madrid es un poco caos, el máster, el trabajo, el teatro… Además tú tienes la granja de caracoles y no quiero que…

—Ah, no, no, no te preocupes por la granja. Se la dejo a mi hermano. Sí, sin problema, vamos, los caracoles no son animales de los que te encariñes.

Mi otro yo se rio a carcajadas a mí también me hizo reír. Lo seguí mirando con ternura.

—De verdad, Elvira, en Madrid no te daría problemas, podría encontrar trabajo de lo que sea. ¿Sabes que yo también tengo un máster?

—Ah, ¿sí? ¿En qué?

—En descargar camiones. Ahora te descargo uno aquí y te monto el escenario de un concierto, te descargo otro y te lleno el almacén de un supermercado, otro y te apilo palés de ropa para ese o aquel centro comercial.

—Eres un macarra —dijo mi otro yo riéndose como una tonta—. Me gustas, Joan, de verdad que sí, pero no veo que tengamos futuro. Ha sido divertido, pero creo que buscamos cosas diferentes.

—¿Cosas diferentes? ¿Tú no buscas pasártelo bien en esta vida? —Mi otro yo levantó los hombros y no contestó—. Si me pides que me quede, te prometo que te haré reír cada día de mi vida, porque eres preciosa cuando te ríes así.

—Lo siento, Joan…

Joan abrazó a mi otro yo y antes de marcharse, sacó de su bolsillo un papelillo arrugado, lo estiró y se lo ofreció.

—¿Qué es esto?

—Es un dibujo. Eres tú cantando delante de tu ordenador, es lo que haces nada más levantarte, encender el ordenador y ponerte a cantar. Bueno, sin más, un dibujo tonto, es que me gusta darle al lápiz, ¿sabes? Tonterías para pasar el rato.

—No sabía que dibujaras.

—Bueno, sí, pero eso no te da de comer.

—Vaya, dibujas realmente bien, eres un artista, estoy sorprendida… no sé…

Mi otro yo dobló de nuevo el papelillo y se lo metió al bolso. Con un gracias y un largo beso se despidieron.

Miré a Carol.

—¿Ya estás llorando otra vez? ¡Es que no te aguanto! —me espetó—. Anda, vamos, que esto no ha terminado aquí.

Recogimos la bicicleta junto a la columna. Carol metió la cadena y enderezó el manillar. Le di el timbre pero me dijo que de momento no lo necesitaba así que lo volví a guardar. Me senté en la parrilla de la bicicleta, no pregunté a dónde íbamos, seguía con el corazón apretado, lo cierto es que todo me daba un poco igual.

Esta vez el aterriza no fue menos aparatoso que el resto. Me estampé contra unos taburetes de cocina. Me toqué los dientes, los tenía todos, respiré tranquila y me levanté.

—¿Carol?

Estaba en una pequeña cocina. Me era muy familiar.

—¿Carol?

Al salir al pasillo me di cuenta de que estaba en la anterior casa de Almudena. En la que compartía con César. Carol salió a mi encuentro y me pidió que la acompañara. Entramos en la habitación de Almu. Estaba amaneciendo, empezaba a clarear. Almudena nunca duerme con las persianas bajadas, no le gusta. La encontré sentada en la cama con el móvil en la mano, se lo llevó al pecho y empezó a llorar.

—Almu, ¿qué te pasa?, ¿qué pasa, loca mía?, ¿qué pasa…? —dije acercándome a ella.

No puede oírte, Elvira, no puede oírte.

César se despertó a su lado, asustado la abrazó, ella le dio el móvil, leyó algo y después lo lanzó a los pies de la cama y la abrazó con más fuerza. El llanto de Almudena era paralizante, me apreté las manos contra el pecho, ¿qué te pasa, mi Almu?

Carol recogió el móvil y me lo mostró. Era una conversación de WhatsApp entre ella y yo. Mi último mensaje era del 18 de octubre de 2017 a las 03.47 am:

No me odies, solo cambio de vía. Dicen que en esta no necesito luz. Ven cuando quieras, pero no tengas prisa. Nos vemos, loca mía.

—Después de escribir este mensaje hoy mismo —me explicaba Carol—, abriste la ventana de tu primera buhardilla en la Plaza Olavide y te arrojaste.

—Pero, ¿por qué…?

—En 2014 murió tu madre, dos meses después te diagnosticaron glaucoma. Un año más tarde perdiste la visión completa de tu ojo derecho. Y tras una multitud de tratamientos y 3 operaciones fallidas, el 16 de octubre de 2017 tu oftalmólogo te dice que tu glaucoma no es tratable y que la ceguera completa será inevitable en 4, 5 o 6 años.

—Lo sé, recuerdo esa conversación perfectamente con mi oftalmólogo pero… lo asumo y lo acepto, incluso me río a veces, me río, me, me, me, yo me río…

—No, Elvira, no te ríes, os reís. Joan y tú os reís. Os reís cada día, cada puñetero día os reís a carcajadas de esto o de aquello. Os pasáis el día riéndoos, incluso agradecéis que haya una pandemia mundial para no tener que ver a nadie y quedaros en el sofá haciendo campeonatos de pedos y risas bajo la manta. Elvira, pero Joan no está en este 2017, elegiste la opción B y Joan tomó el tren a Barcelona y no os habéis vuelto a ver desde el 23 de julio de 2012.

—¿No está Joan en mi vida?

—No, no está Joan en tu vida.

—Entonces, ¿mi vida ya no es un chiste?

—No, tu vida dejó de ser un chiste. El dolor se abrió camino hasta que ya no pudiste más.

El ruido de los cristales rotos me sobresaltó.

—Pero, tonta, ¿qué has hecho? Ven, te vas a cortar.

Joan me hablaba desde la puerta de la cocina. Nuestra cocina. La de nuestra pequeña buhardilla en el centro de Madrid. Miré al suelo y vi el vaso de café estrellado.

—Joan…

Me dio la mano y de un salto crucé el charco de cristales.

—Joan, me encanta que hagas de mi vida un chiste…

—¿Ahora te gusta?, ¿ahora sí? Contigo nunca se sabe, de verdad, que me vuelves loco.

—Eres mi opción A, Joan…

—¿Sí? Pues tú eres mi opción Z. ¡Que me tienes contento, Fiona! ¡La Z!

Me reí y lo abracé.

—No soy tan verde como Fiona.

—¡Pero sí tan ogra! ¡Fiona!

Lo besé y me colgué de su cuello.

—¿Sabes que he viajado por mis otras posibles vidas?

—Ah, ¿sí?, y ¿cómo eras en esas vidas? —Me besó en la nariz.

—He sido una nacionalista vasca, católica con 3 hijos; una gorda de 100 kilos con un marido y una hija que me detestaban; y una enferma incapaz de reírse de la vida.

 Joan sonrió y me estrujó entre sus brazos mientras me susurraba que yo estaba muy, muy, pero que muy mal de la cabeza. Y al agarrarme de la cintura para irnos a la cama, me preguntó:

—¿Qué es esto?

—¿El qué? —pregunté yo.

—Esto. —Y del bolsillo de mi pijama sacó el timbre de la bicicleta de Carol.

               

               FIN


10 nov 2020

¿Y si la vida fuera la opción B? (Segunda parte)

 

Fotograma de Back to the future de Robert Zemeckis

Nota: Continuación del relato ¿Y si la vida fuera la opción B?

Nuevamente un fuerte golpe hizo que me arrastrara por un suelo de gravilla con el que me raspé las manos. Me las miré y al ver que tenía algo de sangre las agité al aire.

—¡Carol!, ¿es que en el más allá no os enseñan a montar en bicicleta?

—Ya te he dicho que no vengo del más allá. Anda, levántate.

Dejó la bicicleta apoyada en la fachada de una moderna casa independiente. La formaban 3 cubos gigantes de hormigón blanco superpuestos de manera escalonada. Las ventanas no parecían seguir ninguna regla de simetría, enormes orificios acristalados salpicaban la fachada. Un cuidado jardín la rodeaba y una pequeña piscina rectangular asomaba por la parte de atrás.

—Joder, menuda casita, ¿quién vive aquí? —pregunté.

—Tú. —La miré atónita—. Te casaste con un arquitecto.

—¿Etienne?

—Etienne. ¡Vienes o qué!

Nerviosa seguí a Carol. Entramos en la casa. Del hall pasamos a un impresionante salón minimalista de techos de más de 8 metros de altura.

—Debe haber un error… —dije sin despegar la vista de los colosales muros—. Etienne nunca fue mi opción B. Un día, tras 4 años de relación, él me dejó y ya, nuestra historia no tuvo más opciones.

Carol me sonrió con cierto cinismo.

—Detesto a las mujeres que se hacen las víctimas —dijo y desapareció por un estrecho y larguísimo pasillo blanco que se abría en un lateral del salón. ¡Oye, oye!, le gritaba mientras intentaba seguir su apresurado paso. Se paró en seco y se dio la vuelta—. Agosto, 2008. Singapur. La relación con tu jefe es insostenible. Lanzas tu CV al mundo para comenzar el curso académico en otro país. Recibes 3 ofertas: un colegio internacional en la India, una universidad en EEUU, y un lectorado en Francia, en Lyon, en la misma facultad en la que ya habías trabajado un año antes. Descartas la India, no te interesan los niños. Por lo tanto, tus opciones se reducen a dos: Estados Unidos o Francia. Escribes a Etienne y se lo explicas. Le dices que hay una gran posibilidad de regresar a Lyon. Te contesta un breve email animándote a aceptar el trabajo porque le harías, palabras textuales, “el hombre más feliz del mundo”. Lees su email. Lloras. Lloras. Sigues llorando. Pasas la noche llorando. A la mañana siguiente confirmas a la universidad de EEUU que aceptas el trabajo. Tu opción A fue irte sola a un pueblo estadounidense del que nunca habías oído hablar. Esa fue tu opción A. Y ahora, si dejas de hacerte la víctima, voy a mostrarte lo que hubiera pasado de haber elegido la opción B.

Me quedé petrificada. No es que me hubiera hecho la víctima durante los últimos 13 años, es que simplemente no lo recordaba. Memoria selectiva creo que lo llaman, no lo sé, pero sí es cierto que soy capaz de borrar episodios completos de mi vida. Y, sinceramente, es maravilloso. Pero volviendo al caso, antes de poder asentir, Carol ya había desaparecido. Corrí hasta el final del pasillo. No la encontré. Me metí en una habitación que tenía la puerta entreabierta. Era un dormitorio. Vi a Carol sentada sobre la cama. Con una risita de adolescente me señaló la otra punta de la habitación, junto a la ventana. Un hombre de torso desnudo y jeans sin abrochar hablaba por teléfono de espaldas a nosotras. El corazón me reventó el esternón al escuchar su voz otra vez.

—Oh, madre mía, Etienne… —Me acuclillé y respiré como buenamente pude.

Al darse la vuelta y verlo de nuevo, después de trece años, me quebraron las rodillas y caí al suelo. Me apreté las tripas y empecé a llorar.

—¡Ya estamos otra vez! —espetó Carol.

—Es que lo quería tanto, tanto, tanto… ¿Qué nos pasó?

—Que elegiste la opción A.

—¿Por qué eres tan simple, Carol? ¡La vida no es A o B! La vida tiene pequeños parámetros que hacen que tus decisiones parezcan razonables en un momento determinado pero que llevados a otro punto de la línea temporal son absurdas. Sin sentido. Incluso, incluso… ¡son decisiones de las que te arrepientes día sí y día también! Vivimos siempre en una vida equivocada, ¿no te das cuenta? En una vida que de haber entendido en el presente nuestros errores del pasado, el futuro sería, no sé si correcto, pero sí plenamente justificado y por lo tanto convincente.

—Y ahora le da por filosofar a la llorona…

Carol no me entendía, pero al volver a ver a Etienne había comprendido que fue un error mi opción A. Siempre supe que Etienne y yo formábamos un buen equipo. ¡Míralo! Está como siempre, apenas ha cambiado. Se le ve feliz, tranquilo, la vida junto a mí le sienta realmente bien. Tuvimos nuestros problemitas, sí, claro que los tuvimos pero seguro que supimos hablarlo y solucionarlo, no hay más que verlo, es un hombre pleno junto a mí. Hemos formado el perfecto tándem que siempre creí que fuimos.

—Entiendo, mi amor —decía en francés por teléfono. Me levanté del suelo y me senté en la cama junto a Carol—. Sí, sí, ya sabes, hoy ha hecho algunas preguntas pero no te preocupes por ella, está en su mundo, y así mejor, no da demasiados problemas. No pienses en ello, por favor, mi princesa…

—Oh, está hablando conmigo —dije a Carol—. Siempre me llamaba princesa.

—Ya… —contestó ella.

—…Sí, acabo de salir de la ducha, en 30 minutos salgo para allá… ¿Sí?, bueno, voy a quitarte todo en cuanto te vea… ¿qué?... ¿con la boca? Oh, bebé…

—Buf, es que éramos muy piel con piel, ya sabes, unos guarrillos y, míranos, seguimos igual después de más de 17 años de relación, ¡madre mía! —grité fingiendo vergüenza.

—Ya, piel con piel…

En la habitación entró una jovencita espigada, pelirroja y de ojos miel claro. Confundida miré a Carol.

—Es Marion —me explicó—. Vuestra única hija de 12 años. Te quedaste embarazada al poco de llegar de Singapur. Os casasteis un año después.

—Es igual que él… —dije.

—Lo es, sí.

La niña hizo un gesto a su padre. Etienne terminó la conversación telefónica de manera abrupta y lanzó el móvil a la cama, Carol y yo lo esquivamos con cierta risa.

Su hija le preguntó si se marcharía también este fin de semana.

—Sabes que sí, cariño, el nuevo proyecto está en Ginebra y solo puedo revisar la obra los fines de semana. Salgo en 30 minutos.

—Es que no quiero quedarme sola con mamá, está loca.

¿Hola? ¿Cómo que la princesa está loca? ¿Coucou?

—Marion, no hables así, tu madre está enferma, ten paciencia con ella —contestó Etienne. La miró con cierta pena y luego continuó—: Está bien, ¿quieres pasar el fin de semana en casa de tu amiga Chlóe? Llámala y si le parece bien a sus padres te dejo con ella, me pilla de camino.

—Oh, gracias, papi, ¡gracias, gracias, gracias! —Y tras abrazarlo con fuerza, salió corriendo de la habitación.

—¡Y date prisa, en media hora me voy! —Se rio y terminó de vestirse.

Preparó una pequeña maleta, recogió su móvil de la cama y salió. Carol me estiró con fuerza del brazo y, con un “vamos”, le seguimos. Llegamos hasta la diáfana cocina. Etienne dejó la maletita junto a la puerta y se acercó a la mesa del fondo, una enorme plancha de mármol vetado sobre dos pies de piedra negra.

—Dios mío, Carol, ¿qué es eso…? —pregunté.

Eso eres tú.

En una de las sillas de aquella regia mesa vi a mi otro yo. A mi enorme otro yo. A mi desbordante otro yo. Pesaba por lo menos 50 kilos más que ahora. Me llevé las manos a la boca y retrocedí tres pasos, no lo podía creer, estaba completamente deformada.

—Tienes graves problemas de ansiedad que no sabes gestionar —empezó a explicarme Carol—. Intentas saciarte con comida y el resto del día duermes o lloras. Al poco de regresar a Lyon, las cosas volvieron a ir de mal en peor entre vosotros y teniendo un hijo pensasteis que se solucionarían, sin embargo la llegada de Marion no hizo más que empeorarlas. Etienne enseguida comenzó a hacer su vida fuera de casa, y desde hace 5 años mantiene una relación más estable con Sylvie Morin, su princesa.

No lo entendía. No lo podía entender. Soy independiente. Soy una mujer independiente. Con una carrera profesional que me da libertad para elegir cómo y dónde vivir, ¿por qué no me voy?

—¡¿Por qué no me largo de esta mierda-casa?!

—Primero, porque solo te quedaría la opción de regresar a Bilbao, a casa de tus padres. Tienes 43 años y una simple licenciatura, ni masters ni doctorado, y llevas casi 10 sin trabajar porque no lo has visto necesario ganando Etienne lo que gana. Mira todo esto, os sobra el dinero. Entonces, dime, ¿quién te contrataría ahora con semejante currículo? Y en segundo lugar, estás tan anulada psicológicamente que no tienes capacidad de decisión. Tu única inquietud desde hace 11 años es comer, comer y comer.

Cerré los ojos intentando procesar toda aquella información.

—Elvira —dijo Etienne acercándose a mi otro yo por detrás—. Me voy. Paso el fin de semana fuera, ya sabes, por trabajo, te lo he explicado antes. Me llevo a Marion, la dejo en casa de Chlóe.

—¿No quiere quedarse conmigo? —preguntó mi otro yo sin ni siquiera mirarlo.

—No es eso. Volveremos el lunes por la mañana.

Se dio la vuelta y recogió la maleta junto a la puerta.

—Etienne —dijo mi otro yo con muy poquita voz—, sois todo lo que tengo…

Etienne salió de la cocina sin contestar.

Se me saltaron las lágrimas de la impotencia.

—Dios santo, Carol… ¿qué he hecho con mi vida?

—Elegir la opción B.

                                                                                       (Continuará…)