22 sept 2020

Pingüinos desorientados

Penguin de Susan Gainen


—Es una broma, ¿verdad?

—No, no es una broma. Haz lo que quieras, Elvi. Como tú comprenderás, en estos momentos no tengo tiempo de sacarle brillo a tu ombligo. A mí me encantaría ir, pero por imprevistos de la vida, chica, no puedo, ya ves.

—Bea…

Bea colgó el teléfono. Me sentí mal. Siempre termino sintiéndome mal por algo que hago o digo, de ahí que en la próxima vida me haya pedido no ser yo.

Al rato llamé a Enrique, no me cogió. Huía de todos nosotros. El que finalmente no se hubiera ido a Poitiers era un misterio que parecía no tener ganas de desvelar. Supuse que él sí iría, ¿cómo no iba a ir si era uno de sus mejores amigos o no? Me senté en el borde del sofá y contemplé a mi gato Tomás. Se relamía el culo.

—Eres un guarro, nene.

Me miró y salió del salón. Me fijé en los libros que tenía amontonados sobre la mesita de café. Los alineé mientras leía los títulos. No voy a ir, pensé separando a Thornburg del resto. No, no iré.

Cuatro horas más tarde estaba allí. A pesar de lo grande que era la librería se me hacía pequeña. No es que hubiera demasiada gente, es que la que había formaba grupitos en armoniosa camaradería. Me sentía como un pingüino en medio de una reunión de elefantes. Me acerqué a la barra improvisada que habían montado para el evento y pedí una cerveza.

—Hola, amiga.

Me di la vuelta con el botellín en la mano.

—Hola, camarada —dije. Enrique se bajó la mascarilla y sonrió.

—Nunca hubiera imaginado que vendrías.

—Pues aquí estoy.

—¿Orgullo, curiosidad o morbo?

—Poco amor propio.

Enrique pasó el brazo por mis hombros y me besó en la cabeza.

Lidia, la dueña de la librería, pidió un poco de silencio. Hubo algo de revuelo al fondo y por fin pudimos ver a Ernesto Garmendia sentado en la mesa central presentando su nuevo libro. Dejé la cerveza sobre la barra y me apreté los dedos de la mano derecha contra los de la izquierda.

—¿Estás bien? —me preguntó Enrique.

—Sí —dije cruzando los brazos intentando calmarme.

Después de 40 minutos de presentación con chistes forzados, Ernesto se levantó y comenzó a saludar a los elefantes allí presentes. Enrique y yo no nos movimos de nuestro particular iceberg. Dos cervezas más tarde se acercó. Traía una sonrisa prefabricada.

—Vaya, bonita sorpresa, Elvira, no lo esperaba —dijo.

—El uso de mascarilla es obligatorio —contesté.

Agitó la cabeza contrariado y del bolsillo del pantalón sacó la mascarilla y se la puso.

—¿Y, tú, macho?, te hacía en Francia.

—Cambio de planes, ya sabes —dijo Enrique con la cabeza baja—. Y, oye, enhorabuena por la nueva novela.

—Ah, sí, eso —dije acoplada.

—¿Eso? —cuestionó Ernesto—. ¿Tanto te cuesta darme la enhorabuena? ¿Cuánto tiempo necesitas? No sé, tía, han pasado 10 años. Suficiente, ¿no?

Enrique se giró y pidió su tercera cerveza. Ernesto me cogió del brazo y me apartó un par de metros.

—Sí, han pasado 10 años y ni un puñetero perdón —dije.

—Joder… —Se acercó un paso y me abrazó con lentitud. Me quedé inmóvil, con los brazos muertos—. Sé que hice las cosas mal, Elvi, pero te aseguro que no supe hacerlas mejor en ese momento y ahora ya todo es una bola, es una puta bola de mierda.

Lo abracé. Cerré los ojos y sentí su nuca, navegué 10 años atrás.

—¿Eso ha sido un perdón? —pregunté.

—Sí, es un perdón. Perdona, pitufa, perdóname… —Nos abrazamos con más fuerza—. Y ahora te toca a ti.

Me reí.

—Está bien: enhorabuena por tu novela.

Nos separamos mirándonos con cariño. Supongo que sonreíamos, no lo sé, con mascarilla era difícil de saber.

Al llegar a casa me llamó Bea, me preguntó por la presentación y si se habían respetado las medidas de seguridad por la Covid tan cuestionadas últimamente en Madrid.

—Sí —dije—. Parece que poco a poco recuperamos la normalidad. Poco a poco.

—¿En serio? Se habla de un segundo confinamiento.

Cogí el libro de Thornburg de la mesita y me lo coloqué sobre las rodillas mientras acariciaba la portada.

—Sí, es posible que estemos un tiempo con pasitos adelante y atrás pero, al final, todo volverá a ser como antes.

—¿Lo crees?

—Siempre es así.

Y con desgana tiré el libro al otro lado del sofá.

16 sept 2020

Teatro en tiempos de pandemia

Escribiendo con mala pata o... brazo de Javier Avi


Entro en la sala de teatro. En un céntrico barrio de Madrid. Me quedo quieta. Es un viernes por la mañana y la sala parece estar vacía.
—¿Hola? —digo alzando la voz—. ¿Hola?
Una mujer de mediana edad y enormes caderas asoma la cabeza por la puerta del fondo. Parece confundida.
—Hola, soy Elvira, Elvira Rebollo, he quedado con Álex Santos, no sé si estará.
—¿Eres la del texto?
—Sí —digo cortada porque ella no se desmarca de su gesto serio, puedo verlo, no lleva mascarilla.
—¡Álex!, ¡Álex, la chica que nos mandó la obra está aquí! Es que estamos ensayando, ¿sabes? La puta pandemia nos ha crujido pero bien a todos, nadie se salva. Estamos remontando con infantiles, teatro infantil quiero decir. Funciona, ¿sabes? Y menos mal, porque los adultos no están viniendo, prefieren la playa y las cervezas. Así somos.
—Ya, claro…
—Ahora, los padres traen a sus críos como locos con tal de quitárselos de encima un rato. La idílica paternidad tiene un antes y un después desde el confinamiento, ya me entiendes. ¡Álex, coño, la chica te espera! ¿Tienes hijos?
—¿Eh?, ¿yo? No, no, no.
—De buena te has librado.
—Sí —asiento incómoda.
Álex Santos aparece al fin por la misma puerta del fondo. Habíamos coincidido en varias ocasiones: estrenos, convocatorias... Sin embargo poco habíamos hablado.
—¿Elvira? Perdona, es que estamos ensayando —dice.
—Ya se lo he dicho yo —le espeta la mujer y sale, sin despedirse, por la puerta.
—Sentémonos aquí. —Y señala un alargado sofá de tres plazas que hay en ese pequeño hall.
Se baja la mascarilla y me explica que no la soporta, que le falta el aire.
—Me falta el aire, me falta el puto aire con ella puesta, ¿a ti no?
—No, a mí no —contesto y me ajusto resuelta en el sofá.
Se ríe, parece que mi contundente negativa le descuadra. Ladeo la cabeza y espero a que comience a hablar. Lo hace. Me dice que le ha entusiasmado mi obra.
—Es un texto de fábula —dice.
Fábula. En mi cabeza rebota esta palabra. De un lado a otro. Lo hace lentamente. Está hueca por dentro. Como un globo.
—Por desgracia no podemos programártela. Ahora no. Es imposible. Llevamos todo el verano sacando adelante la sala con teatro infantil únicamente. Es lo que vende. Montar tu obra en estos momentos sería un suicidio.
¿Y por qué me has hecho venir?, pienso.
—Entiendo —digo.
—Pero me ha encantado conocerte.
Ya nos conocíamos, pienso.
—Sí —digo.
—Seguimos en contacto, ¿vale? Nunca se sabe, ahora es un no, pero en el futuro puede que sea un sí, quizá en un año tu obra es el drama de la temporada.
La mascarilla me permite apretar los dientes tanto como quiera. Los aprieto y me levanto del sofá.
—Claro —digo.
—¿Te vas? ¿No quieres ver los ensayos? Igual te interesa la obra. Es tremendamente original y el elenco es bestial. Podrías hablar de ella. Un poco de ruido nos vendría muy bien. Quédate.
Para eso me has hecho venir, pienso.
—Me encantaría pero he quedado —digo.
Se lamenta, parece molesto. Nos despedimos. Salgo del teatro. Camino 2 o 3 manzanas y entro en una cafetería.
—Un café solo —pido ya sentada en la barra.
Saco el móvil y grabo un mensaje de voz a Joan:
—Oye, esto… Voy a pasarme por el Carrefour, ¿quieres algo?
Dejo el móvil sobre la barra. El camarero se acerca y me ofrece el café. Lo cojo.
Me quito la mascarilla y la guardo en el bolso. El móvil vibra. Mensaje escrito de Joan:
Lo siento, amor. Habrá otras oportunidades, seguro. Y si no las hay no pasa nada, nosotros seguiremos bailando en la cocina.
Se me caen las lágrimas. Miro el móvil. Te quiero, pienso.
Gracias, contesto.

8 sept 2020

Ponle salsa

Nail-Polish de Alessio Franceschetto


Saliendo del supermercado a media mañana, el móvil me vibró, lo saqué con intención de saber quién era y volverlo a meter en el bolso. Mi misantropía iba en aumento, sin embargo vi que era Bea. Contesté con cariño. Me contó que Markus le iba a preparar una fiesta de cumpleaños.
—¿Tu cumpleaños no fue el 23 de abril? —pregunté.
—No, el 3 de mayo, tonta del culo.
La cosa era buscar una excusa para celebrar algo en esos momentos tan apagados para ella, así que mintió a Markus. Quería una fiesta. Quería ver a sus amigos. Quería reírse un poco. “¿Sabes, Markus, que la próxima semana es mi cumple?”, le dijo. Recordemos rápidamente que Markus era un jovencísimo alemán que Bea sacó de Tinder para poner celoso a Darío, pero que por diferentes circunstancias fueron quedando y poco a poco parecía que tenían algo más serio, aunque por el momento Markus no le había planteado la mítica cuestión germana de pareja: “Cariño, ¿qué somos?”.
Cuatro días más tarde, Almu, Darío, Enrique y yo estábamos en el ascensor subiendo a la casa de Beatriz.
—¿Entonces es una fiesta sorpresa? —preguntó Darío.
—Sí —contestó Almu—, hablé con Markus. A ver, Bea claro que sabe que venimos, la idea ha sido suya pero Markus piensa que es sorpresa y que todo lo está organizando él.
—Joder, esto no tiene ningún sentido —dijo Enrique.
—Que tú estés aquí y no en Poitiers tampoco tiene demasiado sentido —contesté.
—Ya te estás yendo un poquito a la mierda, Elvi —Enrique.
—¿De qué es la tarta, Almu? —preguntó Darío.
—De mango —contestó.
—¿De mango? —pregunté.
—¿Y de lo de su cáncer qué? ¿Es en plan chungo o qué? —Enrique.
—No sé, después de comerse una tarta de mango quizá —yo.
—¿Y tú qué has traído si se puede saber? —preguntó Almudena molesta.
—¿Yo? Una lata de berberechos.
—Vale, y cuando abra la puerta ¿qué gritamos?, ¿sorpresa? —Darío.
—Eres una cutre, Elvi —Almudena.
—Cada uno que grite lo que le salga de los huevos —yogui Enrique.
Y la puerta se abrió y todos gritamos a la vez:
—¡Sorpresa! —Almudena.
—¡Messi no! —Darío.
Habeas corpus! —Enrique.
—¡Mango! —yo.
Beatriz puso los ojos en blanco y nos llamó imbéciles, luego nos pidió que lo repitiéramos más tarde porque Markus estaba en el baño y debía escucharlo para creer que era realmente una fiesta sorpresa. Así que nos cerró la puerta y pasado un minuto tocamos el timbre. Al rato, junto a Markus, abrió de nuevo y todos gritamos:
—¡Sorpresa! —Almudena.
—¡Miguel Bosé! —Darío.
—¡Emiratos Árabes! —Enrique.
—¡Cómemelcoño! —yo.
Beatriz empezó a agitar las manos frente a sus ojos como si quisiera secarse unas supuestas lágrimas, y empezó a lanzarnos besos desde la distancia. Markus aplaudió, grasias, grasias, decía.
Entramos y fuimos a la terraza. Beatriz se sentó la primera y el resto nos colocamos en los sitios libres manteniendo la distancia de seguridad con respecto a ella. Desde que enfermó casi no nos veíamos y si lo hacíamos siempre con mascarilla y nunca más cerca de metro y medio, es que tengo miedo, me explicaba hacía 3 semanas, tengo mucho miedo. Markus empezó a repartir las bebidas con comentarios jocosos en español. Lo miré con cierta sorpresa y dije:
—Vaya, Markus, tu español ha mejorado mucho.
Grasias, ¡soy alemán!
—¿Qué significa eso? —pregunté.
—Alemanes siempre todo bien hacen.
—Oh, sí, sí, es verdad, la historia lo confirma.
La noche estaba transcurriendo tranquila. De vez en cuando alguien alzaba su botellín y brindaba por Bea, ella como si estuviera recogiendo un Oscar nos repetía lo mucho que nos quería y que sin nosotros no podría salir adelante, todos aplaudíamos y le lanzábamos besos hasta que alguien, al de un rato, volvía a alzar su botellín.
En un momento de la noche, al salir del baño, fui a la cocina, lo cierto es que tenía hambre. Allí me encontré a Bea apoyada en la ventana que daba al pequeño patio interior.
—Qué, Bea, ¿tú también tienes hambre?  —pregunté dándole la espalda para abrir la nevera. No me contestó. Al darme la vuelta con el fuet en la mano me di cuenta de que estaba llorando, llorando de verdad—. ¿Qué pasa, loca?
—Estoy muerta de miedo…
Dejé el fuet en la encimera y me apoyé en la puerta del frigorífico.
—Las cosas no deberían ser así, Elvi, las cosas no las había planeado de esta manera, ¿sabes? Yo ahora tendría que estar contando los días para regresar a Berlín, para darme otra oportunidad en el teatro, para beber cervezas interminables en Kreuzberg, para follarme a 200 alemanes cada semana… Y mírame, me han quitado un trozo de teta y me están achicharrando a quimio. No, Elvi, las cosas no deberían ser así, yo no elegí esta mierda…
Hubo un largo silencio.
—¿Sabes que Almudena ha comprado tarta de mango? —dije.
—¿Qué? —preguntó levantando la cabeza.
—Y me la tendré que comer, ¡y te aseguro que yo esa mierda sí que no la he elegido!
Bea se empezó a reír y a llorar a la vez, se bajó la mascarilla y se llevó las manos a la cara. Eres una imbécil, eres una imbécil, me decía.
—La vida nos la tenemos que tragar, Bea. Si no te gusta ponle kétchup, pero te la vas a tragar sí o sí. No hay más.
No añadió nada. Se sonó los mocos con una servilleta de papel y esperó a que partiera algo de fuet y a que me lo comiera mientras me decía una y otra vez que, con ese corte de pelo, más que a Patti Smith, me parecía a Brian May.
A última hora, Markus trajo la tarta de mango a la terraza y dos velas, una con el número 3 y otra con el 4. Una vez en la mesa, las colocó sobre la tarta formando la cifra 34 y las prendió.
—Markus, están mal —dijo Enrique—. Las velas están al revés, son 43.
Markus lo miró desconcertado y luego dirigió la vista a Beatriz quien con tono meloso le explicó:
—No le hagas caso, cariño, Enrique es un bromista. Están perfectas. Este año cumplo 34 y si todo va bien, el próximo 35. Y a quien no le guste que le eche kétchup. —Se bajó la mascarilla y sopló las velas.