14 dic 2021

El abrigo

 

Marlene Dietrich

Me subí el cuello del largo abrigo clásico. Era negro, cruzado. Lo había comprado hacía poco más de dos semanas. Me acomodé el pelo por dentro y metí las manos en los bolsillos. Dos estudiantes pasaron frente a mí, uno al empujar al otro me dio un codazo en el hombro.

—Disculpe, señora —dijo.

—No pasa nada. —Sonreí tras la mascarilla y sacando mi mano derecha del bolsillo volví a recolocarme el cuello del abrigo.

—Vaya, vaya, no sabía que debajo de tanta morralla se escondía una mujer con semejante clase. —Almudena me abrazó y frotó con energía la espalda de mi nuevo abrigo—. Estás guapísima —dijo y me besó en la mejilla.

Había ido a buscarla al trabajo, a la biblioteca de la universidad. Antes de marcharme a China lo hacía con mucha frecuencia, parece que volvían las viejas costumbres.

—¿Te gusta? —Almudena asintió—. He decidido cambiar algunas cositas de mi persona. Ahora todo va a ser diferente. Quiero darles una buena impresión.

—Ya lo has hecho, te han contratado por tu currículo, no por tu armario. Es una universidad extraordinaria, no sabes cuánto me alegro. ¿Cuándo empiezas?

—A finales de enero —dije y solté una carcajada nerviosa, Almudena volvió a abrazarme. Y juntas empezamos a mecernos de lado a lado, como un muñeco balancín imposible de derribar.

Salimos de la universidad cogidas del brazo. En la cafetería me desabroché el abrigo sin llegar a quitármelo, crucé las piernas a un lado de la silla y observé mis botas altas de piel.

—¡Madre mía! —exclamó Almu mirándolas también—. ¿Cuánto tiempo hacía que no te ponías tacones?

—¿Seis, siete años…? No lo sé, desde que perdí el ojo.

Almudena se quitó la mascarilla y me sonrió por largo tiempo.

—Pareces otra persona, Elvi. —Me frotó el muslo y siguió sonriéndome.

Con teatralidad coloqué parte del abrigo sobre las piernas y me atusé el flequillo.

—Soy otra persona, Almu —dije—. Ya nada puede salir mal.

 

—¿Elvira Catalina Rebollo García?

—Sí, soy yo —dije al teléfono cinco días después.

—Le llamamos del Hospital La Luz de Madrid, su PCR ha dado positivo en Covid-19, por lo que se le aplica un confinamiento de 15 días, el doctor Laucirica le hará el seguimiento telefónico a lo largo de estas dos semanas, si siente disnea, llame al teléfono 91-55545555 o acuda directamente a urgencias, pero solo en caso de disnea, para el resto de síntomas: paracetamol 500 mg. cada 6 horas. ¿Tiene alguna pregunta?

Fui a la habitación, descolgué mi abrigo nuevo, me lo puse sobre los hombros, a modo de capa y, en zapatillas pero con paso decidido, llegué a la cocina. Llené medio vaso de agua y vertí en él un paracetamol efervescente. Con una mano lo alcé a la altura de mis ojos y, mientras observaba las burbujitas, me subí, con la otra mano, el cuello de mi largo abrigo clásico.

 

31 oct 2021

La casa

 

Fotografía: Elvira Rebollo

—Elvisa, esta es tu habitación —dijo la mujer abriendo la puerta—. ¿Te gusta? Mira, ahí puedes dejar la maleta. Ahora lo ves todo oscuro pero mañana te darás cuenta de la claridad. En este lado de la montaña pega el sol casi todo el día. Aunque hayan anunciado lluvias, seguro que nos dan una tregua, disfrutarás del paisaje, ya lo verás.  —Se alisó la papada y me miró sonriente—. Elvisa, qué bonito nombre.

—Elvira —dije—. Con erre.

—¿Y eso?

—Por la abuela de mi madre.

—Vaya, pobre, qué mala suerte.

Y recordándome que la cena era a las nueve, cerró la puerta. Me senté en la cama y me froté la frente con la yema de dos dedos. Cerré los ojos y respiré con fuerza.

A las nueve y diez, desde uno de los extremos del porche, mandaba un audio a Joan para decirle que ya había llegado y que la casa era bastante mejor de lo que esperaba pero que no paraba de llover. Quise decirle que lo quería, que lo quería con locura porque era consciente de la paciencia que estaba teniendo conmigo, pero solo atiné a pronunciar que no se olvidara de poner una lavadora con las toallas blancas.

—Ya estamos cenando, Elvisa —dijo la mujer asomando la cabeza por el portalón de entrada.

—Elvira.

—Lo sé.

Confusa metí el móvil en el bolsillo de atrás de mi vaquero y entré en la casa.

—Ahí, siéntate ahí, junto a Sonsoles.

El comedor era una pequeña estancia con una larga mesa para diez comensales. Obediente me sentí junto a una mujer de mediana edad, menuda, de pelo grasiento recogido en un moño alto y con gesto serio. A mi otro lado no había nadie pero enfrente: una joven pareja, o eso parecía, de poco más de 30 años.

—Hola —dije al sentarme.

—Bueno, este fin de semana solo ocupáis vosotros cuatro la casa, con la lluvia ha habido tres cancelaciones. Elvisa, ¿te gusta la purrusalda?

—Sí. —En verdad no. Odiaba los hilillos del puerro entre los dientes—. Me encanta.

Los jóvenes hablaron de la nueva pandemia que se nos venía encima con la caída de Evergrande. Afirmaban que tener congestionada a China iba a repercutir en una grave pulmonía para el resto del mundo. Parecían entenderse bien. Él aseveraba lo que decía ella y ella dejaba espacio al final de cada frase para que él las pudiera terminar. Los miraba con pereza. Tras arrastrar los trozos de puerro alrededor del plato, me excusé diciendo que salía un ratito fuera. Me apoyé en la barandilla de madera y contemplé una negra lejanía que no parecía ni existir.

—Son demasiado jóvenes —dijo Sonsoles acercándose. Se paró junto a mí y me preguntó qué observaba entre tanta oscuridad.

—Mi vida —dije, se rio y me ofreció un cigarro—. No fumo. —Al mirarla me di cuenta de que estaba acribillada por las arrugas y su expresión quizá no era seria sino cansada. Se llevó un pitillo a la boca—. ¿Y tú, por qué has venido?

—Te podría decir que para tomar aire fresco lejos de la ciudad, cargar pilas y todas esas tonterías que dices cuando no quieres contar la verdad. —Nos miramos y tras un incómodo silencio me preguntó—: ¿Tienes hijos?

—No, por favor —dije con desaire.

—¿No te gustan los niños?

—Vivos no.

—Bueno, supongo que no hay nada que sirva para mucho una vez muerto.

—Los maridos —contesté.

Soltó una tremenda carcajada y después llamó a la mujer. Al asomarse por el portalón le pidió si podía sacar los cafés al porche.

—Claro, queridas, pero no cojáis frío. Os bajaré unas mantas también.

La vimos desaparecer y retornamos nuestras miradas hacia lo negro.

—Yo tengo dos, ¿sabes? —dijo.

—¿Maridos?

Giró la cabeza y sonrió.

—De 17 y 15 años. Viven con su padre. La custodia fue mía pero ellos prefirieron irse con él, ¿y qué puedes decir a dos adolescentes? Los veo muy de vez en cuando. —Se sentó en una de las sillas de plástico, se ajustó el jersey al cuerpo y guardó el cigarrillo porque ni siquiera lo había encendido—. Cada vez que les toca conmigo tienen planes con los amigos o eso dicen. Eso dicen. Eso es lo que dicen y yo, pues… no digo nada, ¿qué voy a decir? Y así llevo tres años. —Me senté a su lado con las piernas estiradas alisándome los vaqueros, como si semejante tela pudiera arrugarse—. Así que sí, estoy aquí para tomar aire fresco lejos de la ciudad, ¿no?

—Y para cargar pilas.

—Y para cargar pilas, sí.

—Los cafés, queridas. —La mujer dejó sobre la mesita de plástico una bandeja con dos cafés solos, una jarrita de leche y un azucarero de porcelana con forma de calabaza—. Las mantas os las traigo ahora mismo. —Entró de nuevo en la casa y salió al de un minuto cargada con dos colchas de colores. Sonsoles se levantó para ayudarla—. Gracias, preciosa. No cojáis frío, disfrutad de la noche y recordad que el desayuno es a las siete y media.

Sus anchas caderas y su enorme desparpajo cruzaron el portalón desapareciendo dentro de la casa. Sonsoles me ofreció una colcha.

—¿Y tú? —preguntó.

—¿Yo?

—¿A cuántos maridos has matado?

—Me hubiera gustado matar a varios, pero nunca me casé con ellos.

Sonsoles echó un poco de azúcar a su café y lo removió con energía. Bebió un sorbito y lo dejó otra vez sobre la mesa.

—¿Te echo azúcar al tuyo?

Crucé las piernas y pensé en si Joan pondría la lavadora o no. Recosté la cabeza sobre el duro respaldo de la silla y dije:

—He empezado un trabajo que detesto. Llevo tres años con una investigación que no tiene fin y que ahora comparto con una francesa que me está quemando los nervios. Y mi chico parece, desde hace semanas, estar rumiando algo que no quiero oír. No quiero… Así que sí, yo también estoy aquí para tomar aire fresco lejos de la ciudad, ¿no?

—Entiendo, entonces mejor sin azúcar.

                                                                                             (Continuará…)

                                

1 oct 2021

La otra

 

Desconocido

Nada más verla, en medio del descomunal hall de la Biblioteca Nacional, me supuse que era ella. Llevaba unos holgados pantalones blancos de lino y una vaporosa blusa azulada a juego de sus finas bailarinas. No era demasiado alta pero sí delgada, bastante, y con un bonito flequillo desfilado que capitaneaba una lisa melena castaña por debajo de los hombros. Parecía estar viendo a la Françoise Hardy de los años 60. Levantó la mano, supongo que sonreía, se le achicaron los ojos, pero con la mascarilla no estoy segura.

—Elvira, oh, Elvira, oh, oh…  —dijo cogiéndome una mano entre las dos suyas—. No sabes cuántas ganas tenía de conocerte. Agustín Pardos me ha hablado maravillas de ti.

—Está muy mayor —dije con una incómoda sonrisa. Y es que nunca sabía reaccionar ante ese tipo de situaciones. En primer lugar, su elegancia me aplastaba como una prensa en un desguace y, en segundo lugar, recibía los halagos como patatas calientes en la boca, rico pero duele; es lo que pasa cuando tu madre solo te ha estado llamando retrasada mental durante años.

Terminamos los trámites para acceder al interior de la biblioteca. Marcaron nuestros dispositivos electrónicos con una pegatina y un código y nos ofrecieron una cinta de la que colgaba una tarjeta de plástico identificativa. Las dos nos la colocamos en el cuello y cruzamos las puertas de cristal que daban al viejo pasillo de suelos de madera.  Crujían a cada paso, a ella no parecía importarle pero yo me ruborizaba con cada chasquido, quería ser invisible. Habían sido muchas las veces que había recorrido ese pasillo pero era la primera que lo hacía con un claro sentimiento de impostora.

—¡Disculpen! —exclamó una mujer de mediana edad que sostenía con los dos brazos una pila de revistas, nos estaba viendo subir las escaleras—. Eso es acceso restringido.

—Investigación —dijo ella mostrando su identificación del cuello.

—Investigación —repetí yo creyéndome Willows de CSI. Lo dicho, impostora.

Llegamos, dos pisos más arriba, a la Sala Larra. Y ella, marcando el paso como lo había hecho hasta ese momento, se sentó en una larga mesa del centro de la estancia.

—Antes de pasar a la hemeroteca, podemos charlar un poquito, ¿verdad? —Su acento era imperceptible. Echó un vistazo a su alrededor—. Y como no hay nadie por aquí, no creo que pase nada por quitarnos las mascarillas.

Se quitó la suya, una FFP2 azul oscura, la dobló con cuidado y la metió en un sobre de papel que dejó sobre la mesa. Sentí vergüenza al meter la mía, una quirúrgica blanca, hecha un gurruño en mi tote-bag. Sonreí.

—Podemos trabajar juntas. Agustín Pardos me ha hablado de tu interés en el proyecto de la Universidad de Toulouse. ¿Conoces Toulouse?

—Solo he estado una vez.

—Pero viviste en Francia, n’est-ce pas?

Me agarré del cuello con delicadeza disimulando una incontrolable agresividad pasiva.

—Sí.

Où?

—Lyon —contesté sonriendo de nuevo. Impostora.

—Oh, Lyon, Lyon, qué hermosa, ¡qué hermosa!

—Sí. Hermosa.  —Sonrisa.

El karma. Quien al cielo escupe…

—Toulouse tiene otra belleza, más natural.

—Natural. —Sonrisa.

—Y no es porque trabaje allí pero creo que la Universidad de Toulouse en Estudios Hispánicos aporta una diversidad difícil de encontrar en otras universidades, no sé si decir, más convencionales. ¿Entiendes a lo que me refiero? —Asentí con la cabeza—. Ahora, Elvira, nuestras líneas de investigación se cruzan y sería imperdonable dejar pasar esta oportunidad. Tratar el suicidio en literatura, bueno, en cualquier ámbito, sigue teniendo gruesas líneas de censura, apenas hay publicaciones, no es fácil, pero juntas, en un mismo proyecto… ¿Estás de acuerdo?

Madame Lemoine, yo…

—Oh, Elvira, s'il te plaît! Geraldine, Geraldine.

—Geraldine —dije nerviosa mientras me apartaba un pelo imaginario del medio de la cara—. Sé que Agustín solo quiere ayudarme y es cierto que estuve a punto de mudarme a Toulouse hace algo más de un año al conocer ese proyecto, eran otras circunstancias: la pandemia, la cercanía, algunas desavenencias con China… Pero ahora mismo, mi objetivo está en Madrid hasta finales del año próximo. Aun así podemos trabajar a distancia, por mi parte estaría encantada.

Se echó hacia atrás ajustándose la blusa a los hombros. Se repasó el labio inferior con la punta de la lengua y después dijo ladeando la cabeza:

—Tarde o temprano tendrás que instalarte en Toulouse. —Coloqué los dedos en el borde de la mesa, como si fuera a tocar un piano y apreté con fuerza—. Cuando termines tu periodo de investigación deberás dar clases, ¿entiendes esto?

Cuando termine mi periodo de investigación, me compraré una casa en medio de la sierra extremeña y viviré junto a Joan. Cuando termine mi periodo de investigación, es posible que esté completamente ciega. Por ello, cuando termine mi periodo de investigación, dedicaré los días, lejos de cualquier atisbo de vida humana, a intentar entender una existencia en obligada oscuridad y gestionaré mi odio a la humanidad empezando por Francia. Pero hasta entonces, Geraldine, trabajaremos juntas los tres meses que has venido a colaborar con mi universidad en Madrid, hasta entonces fingiré interés en tus proyectos y hasta entonces, Geraldine, seré impostora de mi propia vida.

—Claro, entiendo —dije. Sonrisa—. Ahora es mejor que entremos en la hemeroteca si queremos aprovechar la mañana. —Me puse en pie y sin ya vergüenza saqué la mascarilla de mi bolso, como si de un kleenex usado se tratase, y me la coloqué.

Por la tarde, bajaba la cuesta de Mesón de Paredes, en Lavapiés, hasta llegar al portal de Enrique. Subí el pequeño peldaño y presioné el portero automático.

—¿Sí? —preguntó su voz.

—Enrique, soy yo —contesté e inmediatamente después oí un clic. Volví a tocar, oí de nuevo el clic y silencio—. Enrique, voy al café de enfrente, te espero, baja, por favor. —Clic.

Pedí un café solo y me senté junto a la ventana. Saqué del bolso la última novela de Franz Werfel que había comprado. Acaricié la portada y la dejé sobre la mesa. Vertí un sobrecito de azúcar en el café y removí largo rato.

—¿Está libre?

—¿Qué?

—Esta, ¿está libre? —Una chica de poco más de 20 años sujetaba el respaldo de una de mis sillas.

—Sí, esa sí. La otra no.

Acerqué la silla que quedaba y puse mi bolso encima. Abrí el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato sentí el bolso depositarse sobre la mesa. Giré la cabeza y vi a Enrique sentándose en la silla con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre las rodillas.

—Hola —dije.

—No voy a pedirte perdón —dijo con la vista baja—, no me hubiera importado matarte.

—Hola —volví a decir. Levantó la cabeza y me miró—. ¿Quieres un café, camarada?


23 sept 2021

Noche de petunias rojas

 

Daisy de Flower Pop Art

Almudena y Elvira cruzaban la Plaza de la Paja. Hacia arriba, dirección a sus casas. Eran las dos de la mañana. Caminaban despacio, cogidas del brazo como dos viejas a la cola de un cortejo fúnebre. Almudena llevaba un pequeño tiesto con petunias rojas, lo sostenía con fuerza en su brazo izquierdo. Elvira cabizbaja se frotaba el cuello dolorido intentando entender lo que había sucedido aquella noche. Miró a su amiga buscando respuestas y se percató de las petunias. Sorprendida paró el paso.

 

—¿Estás segura de que no le importa que vaya yo? —preguntó Almudena.

—No, no le importa —contestó Elvira.

Almudena y Elvira cruzaban la Plaza de la Paja. Hacia abajo, dirección a la casa de Beatriz. Eran las nueve de la noche. Caminaban con brío, decididas. Su amiga celebraba una fiesta en su nueva casa para despedir el verano.

—¿Vive en un palacio? —preguntó Almudena empujando el portón de la calle.

—Algo así… —Elvira alzó la vista a los altísimos techos escayolados de la entrada.

El pequeño palacete de mediados del s.XIX había sido reformado y convertido en tres casas independientes. El padre de Beatriz había alquilado la del primero, con jardín privado. Algo absolutamente prohibitivo en pleno centro de Madrid.

—¿Qué hace esta aquí? —espetó Beatriz al abrirles la puerta.

—Tienes una casa preciosa, Bea —dijo con rapidez Elvira y, de medio lado, se coló dentro.

—Yo si quieres me voy, yo…

Pero antes de que Almu pudiera seguir victimizándose, Elvi la agarró del brazo y la empujó hacia adentro.

—¡¿Qué hace esta aquí?! —exclamó Enrique apareciendo por el pasillo.

—¿Yo? —preguntó indignada Elvira que seguía sosteniendo el brazo a Almudena—. ¡Soy amiga de Beatriz!

 —Bea, lo siento, pero si ella se queda nosotros nos vamos.

Y es que después de aquel accidentado ménage à trois, hacía más de un mes, no habían vuelto a tener contacto.

—¡¡¿Qué hace este aquí?!! —gritó esta vez Elvira al ver a Markus en la puerta del fondo con una cerveza en la mano.

—¡Te recuerdo que es mi novio! —Bea.

—¡Creo que él no piensa lo mismo! —Elvi.

—¡Si ella se queda nosotros nos vamos! —Enrique.

—No, si la que se va soy yo… —Almu.

—¡De eso nada, que se vaya Markus! —Elvi.

—¡Es mi casa! —Bea.

—¡Jèrôme, nos vamos! —Enrique.

—¡Silencio! —Darío entró en el hall dando palmas—. ¡Basta ya! ¡Centrémonos! Hemos pasado por una pandemia, nevadas históricas, inundaciones, incendios, volcanes y China está a punto de meternos en la Tercera Guerra Mundial. Señores, centrémonos, así que: ¿quién quiere vino y quién cerveza?

Elvira estaba sola sentada en uno de los taburetes altos de la isla de la cocina, sostenía una copa de vino. Llevaba mirando los imanes de la nevera más de 20 minutos.

—Dice un parajo que hablas alemán.

Elvira giró la cabeza y vio a Markus en la puerta.

—¿Un parajo? —Se rio.

—Sí, dice un parajo, dice eso un parajo.

—Pájaro. Pero no es correcto, se dice “me ha dicho un pajarito que…”.

—Me ha dicho un parajito que…

Elvira empezó a reírse. Dejó el vino sobre la isla y lo miró.

—¿Amigos? —preguntó él.

—Yo no tengo amigos.

—¿Enemigos?

—Enemigos —contestó ella. Extendió la mano y se la ofreció. Markus la apretó con firmeza.

—Ay, que nos van a oír… —susurraba Almudena a Darío sentada en la encimera del baño, tenía las piernas abiertas, con el vestidito subido hasta los muslos, y él estaba perfectamente encajado—. No, no… Darío, las bragas no, no… no me las quites, aquí no…

—Nadie nos oye… están el jardín…  

—Ay… esto no está bien… —Las bragas terminaron deslizándose hasta sus tobillos.

—Pues a mí me parece que no puede estar mejor....

—¿Dónde está Darío? —pregunto Beatriz meciéndose en el balancín con una sola pierna.

—Creo que en la cocina —contestó Enrique.

—¿Y Almudena? —volvió a preguntar.

—Ella no lo sé.

—¿La chica de gafas gojas? Crgeo que al baño —explicó Jérôme.

—En el baño, ya… —Al ver aparecer a Elvira en el jardín le preguntó—: ¿Darío está en la cocina?

Elvira se sentó en el borde de una enorme maceta que parecía hospedar a una extraña palmera raquítica y, mirándolos a todos, asintió con la cabeza, después añadió:

—Son granates, Jèrôme, las gafas de Almudena son granates, no son rojas.

—¿Pog cuá odias como así a los frganseses?

—No los odio. —Bebió un sorbito de vino y luego dejó la copa en el suelo. Cruzó las piernas y se atusó el flequillo hacia un lado—. Simplemente creo que su existencia no es del todo necesaria en este mundo.

—¡Gasista!

—¿Racista yo? No os culpo por alimentaros de queso y beber cerveza con sirope de fresa, no os culpo por considerar a Carrère como lo mejor que tenéis en literatura, no os culpo por no entenderos al hablar en cualquier otro idioma. No os culpo. No te culpo, Jèrôme, por ser francés. No es tu culpa, naciste así. No soy racista, soy benevolente. Comprendo tu dolor.

—¡Yo la mato, yo la mato! —Enrique se puso en pie y decidido cogió a Elvira de la camiseta y la levantó en el aire—. ¡Te voy a matar!

Bébé, oh, là là!, ¡no, no! ¡Trgganquilo, mon bébé!, ¡vas a matag a ella, vas a matag a ella!

—¡Eso quiero!

En el momento en que Markus quiso interceder, Beatriz regresó al jardín gritando que Darío no estaba en la cocina. Su novio se acercó y sujetándola por el brazo le dijo en alemán al oído:

—Deja de buscar a tu amigo. Yo estoy aquí. He venido. No me avergüences.

—¡Pues vete! —gritó ella en español zafándose con rabia—. ¡Vete!

—¡Me matan! —gritaba Elvira desde el aire.

—¿Qué pasa aquí? —Darío salió corriendo del baño con la camiseta en la mano.

—¡Cabrón! —gritó Beatriz al verlo.

—¡¿Qué pasa?! —Detrás Almudena—. ¡La vais a matar! ¡Ay, Elvira! ¡Bajadla!

—¡Diles que no me maten, Almudena! Que por caridad. Así diles. ¡Diles que no me maten!

Darío no vio venir el golpe. El puño de Markus apareció de la nada. Sintió que el labio se le reventaba y que el azulejo del jardín le helaba la mejilla.

Mais, qu'est-ce que c'est?!!!

Backpfeifengesicht!!!

—¡Animal!

—¡Me matan!

—¡Te mato!

—Cabrones… —Beatriz cayó de rodillas al suelo y bramó con fuerza—: ¡Cabrones! ¡A vuestra puta casa todos! ¡Todos!

 

—Almu, cariño, ¿de quién es ese tiesto?

—¿Este? De Beatriz —dijo y lo sujetó frente a ellas con las dos manos. Ambas amigas ladearon la cabeza para verlo mejor—. Son bonitas, ¿verdad? Petunias creo que son.

—Petunias, ya. Y Almu, cariño, ¿por qué te has llevado un tiesto con petunias de la casa de Beatriz?

Almudena levantó los hombros y volvió a rodear el tiesto con tan solo su brazo izquierdo.

—Porque me he puesto tan nerviosa al no encontrar las bragas que he cogido lo primero que he visto.


27 ago 2021

Francia, revista musical

 

Lina Morgan en La tonta del bote, 1970

Elvira bajaba la escalinata exterior de la Biblioteca Nacional de Madrid como si de una vedette se tratara. Enrique, al pie de las escaleras, puso los brazos en jarras y resopló. Era la primera vez que alguien la iba a buscar y eso le hizo tanta ilusión como para sacar su dotes teatrales.

—A que me parezco a Norma Duval —dijo terminando con los últimos tres escalones de un salto.

—Más bien a Lina Morgan —contestó Enrique. Le pasó el brazo por los hombros y emprendiendo el paso la besó en la cabeza—.  ¿Qué tal, amiga?

—Muy bien, camarada.

—¿Cómo va tu visión de Unamuno?

—Con niebla, mucha niebla.

Al salir del recinto ajardinado de la biblioteca, Enrique se separó de su amiga y con un tono serio le agradeció que quisiera conocer a su nueva pareja.

—De verdad que no entiendo esta manía que tenéis todos de buscar la aprobación de los demás sobre vuestras parejas. Si te gusta a ti, pues ya está, ¿qué más dará lo que piense el uno o el otro?

—Tu opinión me importa muy poco, pero en dos días estreno en Plasencia la obra que he dirigido, vamos a ir todos juntos y quiero que sea un viaje tranquilo.

—¡¿Acaso yo no soy una mujer tranquila?! ¡Dime!, ¿eh?, ¡¡¡¡¡¿no lo soy?!!!!!

Dos jóvenes que iban delante se dieron la vuelta. Enrique los miró y señaló a Elvira gesticulando como si de una loca se tratara.

—Solo te pido que lo conozcas y que seas amable con él. Nada más. En Plasencia necesito tener un ambiente agradable. Conócelo y sé amable. Fácil.

—¡Siempre soy amable!

Entraron en una pequeña cafetería del barrio de Las Letras. Enrique señaló una mesita del fondo. En ella un hombre atractivo, de poco más de 30 años, alzó la mano.

—Uy, es monísimo —masculló Elvira acercándose.

—Vale, aquí estamos —dijo Enrique algo nervioso—. Bien, esta es mi amiga Elvira —ella se quitó la mascarilla y sonrió ampliamente—, vale, bueno, bien… y… este es mi chico: Jérôme.

—¿Cómo? —A Elvira se le acababa de borrar la sonrisa de un plumazo.

—Jérôme —repitió Enrique fingiendo no saber que un huracán le acababa de arrancar la cabeza.

—¿Cómo que Jérôme? —insistió ella.

Mais, sí, sí, Jérôme, Jerôme —dijo esta vez el propio chico.

Elvira giró con lentitud la cabeza para mirarlo, sus vertebras crujieron acompasadas. Esbozó una siniestra sonrisa y preguntó:

—¿Y de dónde eres, Jérôme?

—De Frgggansia.

—¿De Frgggansia? —repitió abriendo los ojos como un tarsero filipino—. ¿Eres de Frgggansia, Jérôme?

Mais, oui, de Frgggansia, Frgggansia.

—Bien, vale, fenomenal, ahora que ya os habéis localizado en el mapa, decidme qué queréis beber, voy a pedir.

Su novio dijo que nada, tenía la cerveza recién empezada y su amiga:

—Por favor, para mí una tila —y arrastrando la silla, provocando un ruido bastante molesto en todo el local, se sentó.

Al quedarse solos, el joven Jérôme intentó sacar algo de conversación. Le contó lo mucho que le gustaba Madrid y lo curioso que había sido empezar una relación con Enrique, después le preguntó si conocía Francia. Elvira cerró los ojos y contuvo la respiración, ni Belén Esteban en sus mejores tiempos.

—Un poco, sí —contestó.

Enrique llegó. Dejó las bebidas sobre la mesa y notando la tensión en el ambiente decidió sacar el tema Covid que siempre es muy socorrido.

—Oh, teggible, teggible, en Frgggansia más de cien mil muergtos.

—Bueno, ya quedáis menos —dijo Elvira y aleteando las pestañas bebió un sorbito de tila.

Al día siguiente, Elvira bajaba concentrada la escalinata de la Biblioteca Nacional cuando vio en el jardín a Enrique. Automáticamente se giró y apresuró el paso escaleras arriba.

—¡Elvira!

Elvira paró en seco y de espaldas gritó:

—¡Se ha equivocado, señor, me confunden mucho pero no soy ella!

—¡Baja!, ¡ya!

Se dio la vuelta y empezó a bajar los escalones con lentitud, de uno en uno. Al terminar se acercó a su amigo y moldeando su tono de pura inocencia le explicó:

—Es que como soy ciega, ya sabes… mi horrible enfermedad… Así que debo tener mucho cuidado con las escaleras, siempre me caigo...

—¿Sí? Pues ayer bien que las bajabas como Norma Duval.

—Uy, uy, uy, Norma Duval dice, no, no, como mucho a lo Lina Morgan.

—Estoy enfadado, Elvira.

—Su obra que más me gusta es Celeste… no es un color.

—No quiero que vengas a Plasencia, no quiero que me estropees un fin de semana tan importante para mí y lo vas a hacer.

Elvira se agarró de los pulgares, se los apretaba con fuerza.

—También me gusta mucho la de Dame coco, Darío.

—Y después, hasta que no soluciones tus problemas y dejes de apuntar con ellos a la gente que te rodea prefiero no verte más. Hasta aquí, Elvi, hasta aquí. No fue justa esa manera de cargar contra Jérôme toda la tarde, fuiste cruel, es muy buen tío y no voy a dudar si tengo que elegir entre él o tú. Lo tengo claro. Reflexiona un poco porque me parece que te vas a quedar muy sola, ¿lo entiendes?

Elvira lo miró y cogiendo un poquito de aire dijo:

—Aunque en realidad mi favorita es La tonta del bote.