22 dic 2023

"Este no es nuestro muerto"

 

El jardín de la muerte de Hugo Simberg

Almudena nos había dejado frente al Tanatorio Sur de Madrid con el único cometido de encontrar la sala 304. Tras aparcar el coche, ella se reuniría con nosotros. A priori el objetivo era fácil. Sin embargo, teniendo en cuenta que el equipo lo formábamos: su madre demente, su hijo botarate y su amiga mongola, la cosa no podía salir bien.

El ascensor se paró en el tercer piso y ordené a Abel que le diera la mano a su abuela. Giramos a la izquierda porque simplemente la derecha nunca me gustó.

—¿Es por aquí?  —me preguntó Abel.

—Sí, es por aquí. No sueltes a tu abuela, hay mucha gente.

La puerta de la tercera sala estaba abierta. No quise hacerlo, pero me pudo la curiosidad así que eché un rápido vistazo a su interior.

—Hay huevos rellenos —dije parándome frente a la puerta.

—¿Qué? —preguntó Abel.

—Huevos rellenos. Esos cocidos que se hacen con bonito y mayonesa, aunque yo los prefiero de chatka y gamba. Hay una mesa entera ahí dentro.

—Pero no es la sala 304.

—No, es la 321. Sala 321 con huevos rellenos. Cogemos uno y nos vamos.

—Vale. ¿Abuela tienes hambre?

Los tres entramos en la sala. No era especialmente grande pero allí podría haber 50 personas. Supuse que el difunto sería un ser querido, algo que me hizo reflexionar sobre mi último adiós; estaría a regañadientes mi hermano con su mujer y Almudena consolando a Joan, haciéndole entender que la defenestración había sido la mejor opción de entre todas las que baraja, por lo menos la casa se quedaba limpia.

Nos acercamos a la mesa y me di cuenta de que también había pulguitas de tomate con anchoa y triangulitos de queso untable con salmón. Cogí una servilleta y coloqué un huevo relleno encima, qué suerte, tenía gamba. Sonreí a Abel y le pedí que diera un triangulito a su abuela, era blando y lo podría comer bien.

—Hola, hola… Gracias por venir.

Frente a mí tenía una mujer menuda de avanzada edad que sonreía con languidez. Ladeó la cabeza y extendió sus brazos. Apreté el huevo en la servilleta y ladeé también la cabeza, porque si no empatizas con el dolor, imítalo.

—Sí…, cómo no iba a venir. ¿Qué tal…? ¿Qué tal…?

Me preguntó si el viaje se me había hecho largo. Apretando los labios negué con la cabeza. Siempre me habían dicho que tenía una cara bastante estándar por lo que podría pasar por la cuñada o prima o sobrina o tía lejana de alguien. Así que allí estaba yo recibiendo el profundo pésame de aquella mujer desconocida, mientras mi huevo relleno se me chafaba entre celulosa.

—¿Lo has visto ya? —me preguntó.

—¿A quién?

—A tu tío. —Y lanzó la mirada a la vitrina del fondo donde pude ver el féretro con la tapa abierta rodeado de coronas de flores—. Lo han dejado guapísimo.

Que la muerte y yo fuéramos íntimas amigas no significaba que lo fuera también de los muertos. Eran cosas muy diferentes. Aquella veneración por los seres inertes nunca la había entendido.

—No, todavía no, ahora enseguida voy a verlo… —dije y frotándole el brazo derecho me di media vuelta.

—Venga, nos vamos… —susurré al reencontrarme de nuevo con Abel—. Coge un par de pulguitas para tu madre y vámonos.

Abel obediente, envolvió los bocadillos en servilletas y se metió cada uno de ellos en los bolsillos de la cazadora. Mientras se lo veía hacer, era consciente de que algo no correspondía con lo que supuestamente tendría que ser. Di un paso atrás para ver la escena con mayor perspectiva y fue entonces cuando me di cuenta.

—Abel, ¿dónde está tu abuela?

Abel, a modo de periscopio, hizo un rápido recorrido a su alrededor.

—Estaba aquí —dijo—. La he soltado un minuto para que comiera mejor el triangulito.

—¡¡¡Abeeeel…!!! —grité sin hacerlo—. Te doy un nanosegundo para que la encuentres.

El bolso me vibró. Mientras veía desaparecer a Abel entre los sentidos familiares, saqué el móvil: Almudena.

—Ya he aparcado.

Tragué saliva, dejé en la mesa la servilleta con el huevo espachurrado e intenté aclararme la voz carraspeando.

—Fantástico, Almudena, eso es genial, ¡genial!, ¡bravo!, ¡bra-vo!

—…

—…

—¿Qué pasa, Elvi?

—¿Qué pasa de qué?

—Elvira, ¿estáis en la sala 304? ¿Has visto a mi tía?

—La he visto. La he visto, sí. Aunque no era exactamente tu tía.

—…

—Digamos que era otra tía. Muy maja también, muy atenta y considerada. Me ha preguntado por el viaje.

—¡¡¿Qué viaje?!!

Me derrumbé.

—Ha sido problema del ascensor, Almu, yo quería ir hacia la derecha, pero nos guiaban hacia la izquierda y luego, tu hijo, ya sabes, está en una edad tan difícil…, y los huevos, Almu, han sido los huevos.

—¡¡Elvira!!

—Estamos en la sala 321 —y colgué.

Localicé la cabeza de Abel entre el tumulto.

—¿La has encontrado?

—No.

—Pues tu madre viene hacia acá. A ver cómo le explicas la que has liado.

—¿Yo? ¡Ha sido culpa tuya! Se lo pienso decir a mamá. ¡Tú y tus huevos!

—¡Mis huevos!

—Sandra… pero Sandra, oh, Sandra, oh, cariño. —Un hombre octogenario me estaba abrazando—. Cariño mío, estando tan lejos y has venido. ¿Raúl está contigo? —Atónita miré a Abel, el viejo también lo hizo—. ¡Mecachis en la mar salada! Raúl, hijo, no te hubiera reconocido en la vida, mírate, qué mayor, ¿diecisiete, dieciocho?

—Mmm… Dieciocho.

—¡Mecagüen la leche! ¡Meca…! —Y lo abrazó con fuerza—. ¿Ya has visto a tu abuelo? ¿Ya lo habéis visto? —preguntó está vez mirándome a mí.

—No, ahora vamos —contesté.

—Id, porque transmite mucha paz. Se fue como era él, sin dar guerra y eso se nota. Es como si estuviera dormidito, plácido. Además, le hemos puesto el traje militar. —Abel y yo abrimos los ojos cual tarseros amarrados a un árbol—. Imponente, está imponente.

—¿Hola? —Almudena—. De la frase “Sala 304”, ¿qué no entendéis?

El viejo miró a Almudena. Almudena a Abel. Abel a mí y yo al viejo. Y esta vez, todos estábamos en el árbol.

—¿Dónde está tu abuela?

—Le han puesto el traje militar —contestó Abel.

—Imponente —añadí yo.

—¿Dónde-está-mi-madre?

—¿Eres hija de María Asunción? —el viejo.

—¡¡¿Dónde… —Abel se la llevó antes de que pudiera terminar su alarido.

 —Está muy afectada —expliqué al octogenario de quien me despedí inmediatamente después.

Intenté buscarlos por la sala. No daba con ellos. Pensé que desde la esquina del fondo tendría buena visibilidad. Allí, con los dedos pegados a la vitrina, encontré a Sabina. Miraba fijamente el féretro.

—Sabina, te estábamos buscando, anda, ven. —Le cogí una de las manos e intenté separarla del cristal.

—Lo han vestido como a un payaso —dijo.

—Sabina, este no es nuestro muerto. Vámonos —dije.