21 dic 2022

Little Sin

Vieja mesándose los cabellos de Jan Massys

                              

    —¿Con muerto te refieres a muerto, muerto? —Al escucharlo, Almudena clavó la vista en su amiga Elvira que estaba a su lado con un café hablando por el móvil—. Claro, pues sí, muerto entonces. —Almudena cruzó los brazos sobre la mesa y la observó intrigada—. Uy, no, no, el mío sigue vivo, habrá que esperar. —Elvira rio con ganas, se despidió de su interlocutor con un beso y dejó el móvil en la mesa—. Mi amiga Débora, encontraron a su padre muerto en casa, un infarto o vete a saber qué. ¿Pedimos algo de comer?

     —Nunca me acostumbraré, eres un monstruo.

    —Es lo que hay. ¡Perdona! —exclamó al camarero levantando el brazo—. ¡Una tostada Little Sin, por favor!

    —¿Con jamón o salmón? —gritó el chico desde la barra.

   —¡Salmón, gracias! Qué mono es… —añadió levantando las cejas. Después se fijó en Almudena que tenía la cabeza baja y estrujaba con lentitud el sobre del azucarillo—. Vamos, Almu, no te pongas así. Spoiler: todos vamos a morir. —Se rio y frotó la espalda de su amiga.

    —En serio, ¿no tienes miedo?

    —¡¿A morirme?! Nunca pensé que llegaría a los 40 y, mira, llevo 5 años extras. En realidad me sobran, no tengo más narrativa que añadir a mi existencia. Mis días hace tiempo que se convirtieron en una sucesión repetitiva de hechos sin sentido, vida lo llaman. Vida. Pues para quien la quiera. Yo ya he tenido suficiente.

    —Y aquí llega su Little Sin, señora, y no tenga cuidado, el pan está tierno —dijo el camarero depositando el plato con la tostada en la mesa.

    —Gracias, qué buena pinta. —Lo vio regresar a la barra y añadió—: Tú piensas en tirártelos y ellos solo ven a una vieja con problemas dentales. La vida, Almu, la vida. La mierda de vida.

    —A la muerte no, pero a la vejez sí. Estás acojonada, Elvi.

    Elvira sonrió. Volvió a frotarle la espalda con mimo y después miró su plato. Acarició con el cuchillo el huevo poché. Presionó sobre él y dejó que la yema se desparramara sobre el aguacate y la fina loncha de salmón.

    —Y pensar que por esto voy a pagar 12,70 €. La vida.

   —La vida en el centro de Madrid, sí —dijo Almudena—, esa vida. Pronto nos echaran a todos. Nos mandaran al extrarradio. Dejarán el centro solo para turistas y ricos. Y nosotras no somos ni lo uno ni lo otro.

   —Sí que lo estoy. —Almudena la miró contrariada—. Acojonada. Lo estoy. Si soy incapaz de atar una soga a la viga de mi salón, ¿cómo no me va a aterrar la vejez?

    —Elvira… —dijo su amiga agarrándole de la mano—, no pierdas la esperanza, siempre pueden diagnosticarte un cáncer terminal.

   Los dos mujeres se miraron un instante antes de romper a reír. Eran tal para cual. Compartieron la tostada, se terminaron los cafés, pagaron a medias y salieron de la cafetería cogidas del brazo.

    De camino a casa de Almudena, Elvira se apretó a su amiga para camuflar el frío y dijo:

    —Quizá no esté tan mal eso de hacerse viejas. No sé. Es posible que conserve algo de vista, que las tetas no me cuelguen más allá del ombligo, que el extrarradio me encante… —Almudena rio—. Mira a tu madre, ¿78?

    —¡Ochenta y tres años!

    —Madre mía, y ¡mírala! Desde que la tienes en casa Abel está mucho más sereno.

    —Sí, es una muy buena influencia para él.

    —Lo es, es extraordinaria. Se encarga de todo.

    —Cada vez menos, porque últimamente la veo un poco flojita pero sí, me ayuda mucho, la verdad. Sé que echa de menos la casona del pueblo, pero allí sola no podía quedarse, son muchos años los que tiene por muy bien que esté.

    —Claro, claro, mejor en Madrid. Aquí está bien, firmaría por llegar a su edad así. Tu madre resta temor a lo que se nos viene. Es admirable.

    Llegaron al portal de la casa de Almudena y Elvira se apoyó en la fachada.

    —Te espero aquí, bájame los libros —dijo.

    —No, mujer, sube. Así saludas a mi madre que le hará ilusión.

    Al abrir la puerta de casa, Almudena voceó un hola que fue respondido por su madre e hijo desde el salón. Ambos estaban sentados en el sofá, Abel más bien tumbado. Elvira al entrar besó la cabeza del chico quien la miró con asco.

    —Hola, Sabina, ¿cómo estás? —preguntó acercándose a la vieja y besándola en la sien.

    —Bien, hija, bien, cómo iba a estar. Bien, bien.

    Elvira le frotó el brazo y la miró con cierta lástima.

    —Echas de menos el pueblo, ¿verdad?

    —Pues bueno, a días. Días un poco más, días un poco menos.

    Almudena entró en el salón con tres libros en la mano.

    —Toma —dijo ofreciéndoselos a Elvira—. Te pueden servir. No tengas prisa, me vale con que me los devuelvas después de año nuevo.

    Elvira se lo agradeció y los metió  en el bolso. Después ayudó a Sabina a levantarse del sofá.

    —Gracias, hija, las rodillas no son lo que eran, una ya está mayor.

    —¿Mayor? Estás estupenda, Sabina. Lo comentábamos viniendo para acá.

    —Pues no tanto. Oye, dime, ¿pasarás las navidades con tus padres?

    Elvira apretó los labios y sonrió con cierto nerviosismo.

    —Bueno, bueno… las pasaré con la familia de mi marido, sí. Yo no tengo padres, Sabina. Mi madre murió hace ya 8 años y mi padre… Yo no tengo padres.

   —Vaya, cielo, cuánto lo siento, cuánto lo siento. Te has tenido que sentir muy sola, pobrecita… ¿Y tú? —preguntó acercándose a Almudena—, ¿tú tienes padres, bonita?

    Almudena palideció, se apretó el vientre con las manos y dijo bajito:

    —Sí… Tengo madre, vive conmigo…

    —Oh, eso está bien, muy bien —dijo y con una serena sonrisa salió del salón.

 

27 nov 2022

Que por qué te quiero

     

Shakin' Hands With The Holy Gosht de Balckberry Smoke


    Me desperté con la cara de Tomás a 5 centímetros de la mía. Parpadeé y él acortó la distancia un centímetro más. Tumbado sobre la almohada parecía estar poniendo huevos. Hola, gato, le dije. Saqué una mano de debajo del edredón y le acaricié las orejas. Hola, gato. Me olisqueó la nariz y se bajó de la cama de un salto. Me puse una vieja sudadera de la Trinity College y descalza me asomé al salón. Joan estaba sentado en su escritorio con los auriculares puestos. Hola, feo, le dije. No se giró, no se movió, no me escuchó. Me miré los pies desnudos y apreté los dedos contra el suelo. Hace frío, feo. Lo observé dibujar impasible y entré en la cocina. Alcé los brazos y fingí ser Tomás desperezándose. Pensé en los días que tenía una vida, una vida sin terminar y eran muchos, demasiados. Apreté el botón de la máquina de café. Joan siempre me dejaba preparada la dosis y el vaso, con tan solo una pequeña presión del dedo índice mi día daba comienzo. Vi salir el oro negro, me acerqué a la cafetera e inspiré con fuerza. Dejé el café sobre la mesa y fui al baño. No reconocí a la mujer del espejo. Me senté en el váter y me enrosqué papel higiénico sobre los dedos a modo de ovillo. Tiré de la cadena, Tomás apareció como alma que lleva el diablo. ¿Por qué te gusta tanto el agua si luego no puedes ni acercarte a ella? Me lavé las manos y saludé a la mujer que tenía enfrente. La llamé vieja y acabada. Sentada a la mesa, bebí el primer sorbo de café, cerré los ojos y deseé que el día estuviera acabando. Me gustaba descontarlos, uno menos. Uno menos. Tomás se sentó sobre mis pies desnudos y eso me reconfortó. Agaché la cabeza por debajo de la mesa y lo vi mirándome. Gracias, gato. Joan entró en la cocina dando una palma, ¿qué pasa aquí?, y se rio a carcajadas. Dime que es un chiste que sigamos vivos, le dije. Se colocó en el medio de la cocina y empezó a mover el culo de un lado a otro. Ven, me dijo. Me levanté sacudiendo a Tomás. Joan me agarró de las manos y me apretó contra él. Empezó a tararear Shakin’ Hands with the Holy Gosht de Blackberry Smoke. Me reí. Mi chico sabía dibujar pero no cantar. Nos balanceábamos de un lado a otro sin ningún ritmo, parecíamos dos sombras trastornadas en mitad de un pasillo abandonado. Me soltó y dio un par de palmas subiendo el tono. Sabía que su alma estaba en Atlanta. Cogí a Tomás del suelo y, levantándolo hacia los cielos, jaleé a Joan. El pobre animal se columpiaba en el aire mientras los dos gritábamos everybody knows, baby take it slow! Tomás se zafó y huyó de la cocina. Yo me acuclillé para verlo correr mientras me reía agarrada al pijama de Joan. Con un último grito, Joan se calló y con los brazos en cruz dio las gracias a la turba que había llegado desde tan lejos para oírlo cantar. Me ayudó a levantarme y cuando me tuvo frente a él, me sacudió el cabello de un lado a otro y después, con toda esa maraña de pelo sobre la cara, me beso. ¡Buenos días, nena!, dijo.

 

6 nov 2022

No es cosa de dos

 

Raíces de Frida Kahlo

Hace 8 semanas

Almudena giró el botellín de cerveza sobre la barra y después, con una sonrisa forzada, se recolocó en el taburete.

—¿Tú no piensas lo mismo? —preguntó Darío.

—Me encanta que los bares hayan recuperado las barras. La pandemia se ha hecho eterna pero otra vez estamos aquí —dijo ella sin quitar el ojo de su bebida.

—Almudena, hace tiempo que no estamos bien, yo no sé, pero no estamos bien.

—Yo sí estoy bien.

—Almu, no, no es verdad. Son muchas cosas: tu madre viviendo contigo, tu hijo que no es fácil, son muchas cosas. No estamos bien. Los dos lo sabemos.

 Almudena levantó el botellín, lo sostuvo un tiempo en el aire y luego lo volvió a dejar sobre la barra. Se giró y miró a Darío.

—Yo sí estoy bien.

—No, no los estás, ninguno de los dos lo estamos.

Hace 6 semanas

—Son unos cobardes. Todos. Son unos cobardes. ¿Qué fila tenemos? —preguntó Elvira.

—La sexta —contestó Almudena que la seguía por el pasillo central del teatro con el móvil en la mano.

—Disculpe, señor, esa butaca es nuestra, tenemos la 13 y la 15, ¿lo ve? —Elvira quitó el teléfono a Almudena y se lo mostró al caballero de la sexta fila.

El hombre resopló, con pereza recogió su chaqueta posada en la butaca de delante y se levantó. Las dos amigas se apartaron para que el señor pudiera salir al pasillo.

—¿Y cuál es mi butaca entonces? —preguntó con desgana.

Elvira lo miró y sin contestar entró en la fila seis. Hizo un gesto a su amiga y ambas se sentaron en sus asientos.

—Cobardes e inútiles —dijo Elvira inclinándose sobre el oído de Almudena—. A partir de cierta edad los hombres deberían desintegrarse automáticamente. Puff, game over.

Hace 4 semanas

—Yo no sé, Darío…

—Sí, Almu, sí… los dos queremos…

—Ya bueno, yo quería un café… yo… hablar….

—Los dos sabíamos que esto iba a pasar si subía a tu casa…

—Yo… Yo… Espera, me hago daño en la espalda, en la cama mejor...

—Lo deseábamos… tanto, tanto, Almu… Lo estábamos deseando los dos… ¡Oh, Dios!

—No grites, mi madre está en el salón… En salón, mi madre… Darío…

—Hacía un mes que lo estábamos deseando… Así, oh, Almu, así, los dos…

Hace 3 semanas

—¡¿Qué?!

—No grites, Elvira, te lo pido por favor. Demasiado tengo encima como para aguantar tu furia.

—¿Ya saben lo que van a pedir las señoras? —Un joven camarero, sosteniendo una libretita, las señalaba con un bolígrafo y una cínica sonrisa.

—De momento con que nos dejes de llamar señoras me conformo —contestó Elvira.

—Oh, disculpen, por supuesto, pero pensaba que a su edad llamarlas chicas sería una falta de respeto.

Elvira, sin dejar de mirar al joven, comenzó a juguetear con los cubiertos de la mesa. Cogió la cucharilla de postre y la golpeó repetidas veces contra la mesa formando un molesto repiqueteo, después la dejó junto al cuchillo y con una enorme sonrisa dijo:

—Para mí, rabo de toro, por favor.

Hace 12 días

—No sé, solo digo que, que, que, ¡no sé, Darío! —gritó Almudena en su tercer intento de abrocharse el sujetador—. Pensaba que, que lo estábamos intentando, yo, no sé ni qué decir.

—Toma —dijo Darío ofreciéndole las bragas que estaban en el suelo sobre sus calcetines.

—Gracias. Darío, no entiendo nada. —Se puso las bragas y se sentó en la cama.

—Los dos teníamos claro que esto podía pasar, Almu. Somos adultos, estaba claro. Era cuestión de tiempo. Hemos roto hace casi dos meses pero hace más de un año que no estábamos bien y los dos lo sabíamos. Lo raro es que no nos haya pasado antes.

—¿Antes?

—Que haya aparecido Claudia en mi vida y que nos estemos conociendo era lo más normal, esto iba a pasar sí o sí.

—Pero, ¡¿por qué te sigues acostando conmigo?!

—¡Porque los dos lo queremos!

Hace 4 días

Almudena se empezó a reír al ver a su amiga Elvira sentada en un banco del parque de El Retiro con una larga gabardina y unas enormes gafas de sol.

—Pareces una pervertida —le dijo al acercarse. La besó y se sentó a su lado—. ¿Llevas algo debajo?

—Claro que no, voy desnuda. Me encanta asustar a los hombres mostrándoles el cuerpo de una mujer de casi 50 años sin operar. ¿Qué tal estás?

Almudena se recostó en el banco, echó la cabeza hacia atrás y se detuvo observando el lento baile de las copas de los árboles.

—Me gustaría ser así de flexible —dijo. Alzó una mano y comenzó a seguir el ritmo del vaivén de las ramas.

Elvira se recostó también, pegó la cabeza a la de su amiga y alzó de igual manera la mano.

—Lo eres —dijo—. El mundo no quiebra por la flexibilidad de la mujer.

 

8 sept 2022

Besos hay que no te doy

 

Bésame mucho. Tercer acto de Camila López

Entré en casa de Almudena. Dejé sobre la mesa de la cocina el pan y los huevos que me había pedido comprar. Le pregunté a Abel por su madre. El chico veía la tele en el salón. No me contestó. Su abuela, en cambio, me sonrió sentada a su lado. Ha subido donde la vecina un momentín, me dijo. Me acerqué a ella y la besé en la cabeza. Solo mirarla me provocaba lástima. Hacía 6 semanas que vivía en Madrid y no entendía muy bien por qué. Era mayor y quizá estar sola no era lo más conveniente pero Madrid la estaba matando. Le pregunté si echaba de menos su casa en la Mancha. Cada día, me dijo. Me senté en el reposabrazos del sofá y le dije que a mí me pasaba lo mismo con Singapur. Ella se sorprendió. Le conté que allí conocí al hombre más espectacular del mundo. Se rio con pudor y luego me llamó sinvergüenza. Me levanté y abracé por detrás del sofá a Abel, aspiré con todas mis fuerzas el olor de su cuello y lo besé en la oreja. De una cachetada me apartó. Oí la puerta de casa. Corrí y desde el pasillo saludé a Almudena. Se ladeó y mostrándome una mejilla me pidió un beso. Se lo di y cogidas del brazo entramos en la cocina.

—¿Has traído los huevos? —preguntó. Señalé la mesa—. Gracias. Voy a hacer una tortilla, quédate a cenar.  

—No, solo quería daros un beso. ¿Estás bien?

Almudena asintió con la cabeza pero con los labios apretados. Sonreí, besé la punta de los dedos de mi mano y luego se los estampé en la frente.

Llegué a la calle Princesa. Me paré en el número 33 y alcé la vista al edificio de enfrente. Las cortinas del quinto piso estaban echadas. Caminé 10 pasos calle arriba, me detuve y los desanduve. Volví a mirar el edificio. Crucé la carretera y plantada ante el portal 38, piqué el quinto derecha. La voz de Dolores, preguntando quién era, se escuchó cansada.

—Soy yo, Dolores, abre —dije, ella gritó.  

—Está ya acostado —me dijo al abrir la puerta de casa, como si de un secreto se tratara—. Pero ya sabes que tarda en dormirse. Pasa, anda, cielo, que le va a hacer mucha ilusión verte. No dice nada, pero ya le conozco, se ha quedado como un pajarito. Te echa de menos.

Dolores encendió la luz del largo pasillo por lo que al abrir la puerta del dormitorio se iluminó parte de la estancia. Me confundió con ella y pidió que saliera, que lo dejara solo.

—Agustín, soy yo —dije bajito.

—¿Yo? ¿Qué yo?

Me coloqué al lado de la cama. Él estaba recostado sobre tres grandes almohadones.

—Yo —repetí. Encendí la luz de la mesilla y nos miramos.

—Si has venido a que te pida perdón, ya puedes irte.

—No he venido a eso.

—¿A qué entonces?

—A darte un beso.

—Tú no das besos.

—Ahora sí. —Me incliné hacia él y lo besé en la mejilla. Lo sentí estremecerse.

—Perdóname…

—Tú no pides perdón.

—Ahora sí…

Llegué a casa y encontré a Joan en la misma postura en la que lo había dejado cuatro horas antes. Sentado en su escritorio con la cabeza gacha sobre unos dibujos y un lápiz en la mano derecha.  Me apoyé en su mesa y le quité los auriculares, no pareció sobresaltarse.

—¿No te he asustado? —pregunté.

—Te he oído llegar. ¿Vas a cenar algo?

Le estiré de la barba y lo besé en los labios.

 

15 ago 2022

En un lugar de la Mancha...

 

Encina de Marta Salvador Mancho


Con un ¿ya estamos todos? de Almudena desde el asiento del conductor de un viejo Citroën Xsara verde metalizado, comenzó el viaje. Su hijo y yo intercambiamos una condescendiente mirada. Estábamos sentados detrás porque a mi amiga no le gusta tener a nadie de copiloto, dice que le pone nerviosa. Como pasajeros no podíamos compartir su entusiasmo. Abel estaba a punto de cumplir 14 años y a esa edad hacer cualquier cosa con su madre era peor que tomar la libre decisión de tirarse de un avión sin paracaídas. Yo acababa de cumplir 45 años y pasar dos días en una casa de pueblo perdida en la sierra de la Mancha era inyectarme la eutanasia sin previo consentimiento.

—Lo vamos a pasar fenomenal —decía mirándonos por el espejo retrovisor—. Hay que oxigenarse. Respirar y abrazar las entrañas de la madre tierra. Decid: adiós, Madrid, ahí te quedas. ¡Vamos, decidlo! ¡Adiós, Madrid, ahí te quedas! ¡Vamos, chicos!

Yo quería a Almudena aunque a veces fantaseara con su muerte.

Tras poco más de hora y media de viaje, aparcamos frente a una enorme casona de piedra a unos quince minutos del pueblo más cercano. Del portalón salió una mujer de entre 80 y 200 años con los brazos en alto. Llamaba a Almudena entre sollozos. Almudena la abrazó y después señaló el coche, dentro seguíamos Abel y yo con cara de si no te mueves no te ven.

—Sal tú primero, es tu abuela —dije al chico dándole un codazo. Abel salió y abrazó a la vieja, era cuatro veces más grande que ella. Todos giraron la cabeza. Bajé del coche y saludé desde la distancia—: Hola, ¿qué tal?, ¿qué tal?, hola, hola. —Miré al cielo buscando el helicóptero de rescate.

La madre de Almudena, agarrándome con fuerza del brazo, me obligó a entrar en la casa. Olía a piedra mojada y, aun siendo tan solo las 11 de la mañana, la oscuridad campaba a sus anchas, la mayoría de las contraventanas estaban cerradas. Me dijo que me parecía a su prima hermana, tan poca cosa como ella, me lo tomé como un halago aunque no sé muy bien por qué. Me soltó y volvió a abrazar  a su hija. Almudena la mecía entre sus brazos y le decía que no llorara que ya estaban juntas. No hacía ni tres semanas que se habían visto pero aquella mujer parecía vivir en un sistema temporal ralentizado.

Salí de la casa y respiré profundo. Abel descargaba las mochilas del maletero.

—¿Te ayudo? —pregunté.

—Me puto da igual.

—¿Ya estamos con el puto, Abel? —Me miró y con una sonrisa sarcástica me hizo una peineta. Suspiré y mascullé el nombre de Dios una docena de veces.

Descendí por el sendero de la casa unos 300 metros. Miré a mi derecha y vi árboles, a la izquierda más árboles y volví a suspirar pero esta vez sin blasfemar. Me tapé los ojos con las manos y pensé en las calles de Madrid: gritos, empujones, sirenas, carcajadas, ruedines de maletas, el piu, piu, piu de los semáforos en verde…

Me senté sobre una piedra plana en el borde del camino. Cogí un palito y dibujé cuatro rayas en el suelo. No sé si pasaron 20 minutos o dos horas, quizá me estaba adaptando al sistema temporal de la vieja, cuando vi pasar a Almudena. Iba decidida con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de la falda. Llegó hasta una encina no demasiado alta que parecía estar doblada por hastío. Almudena la tocó y besó su tronco. Se acuclilló y agrupando hojarasca del suelo la aplastó contra una raíz sobresalida, como si quisiera reforzarla en su sitio.

—¿Amando a la tierra madre? —pregunté riéndome desde mi piedra.

Almudena se giró desde el suelo. Al verme se levantó y se sacudió las manos.

—Comeremos pronto, mi madre tiene otro horario —dijo. No sonrió y emprendió el camino de vuelta a casa.

Después de comer fregaba los platos mientras Almudena preparaba café en una vieja italiana. Estaba seria.

—¿Todo bien? —pregunté.

—Claro, todo bien. —Ladeó la cabeza y sonrió sin despegar los labios. Vertiendo el café en las anaranjadas tazas de cristal añadió—: Como sé que te gusta estar sola, por la tarde puedes salir a leer. Detrás de la casa, junto a lo que era el establo, hay una mesa de piedra, si le pasas un trapo puede valerte, estarás bien allí. Yo bajaré al pueblo con mi madre, quiero que la vea alguien.

—¿Va todo bien? —volví a preguntar.

—Claro, todo bien. Abel también se queda.

Despedí con la mano el coche mientras lo veía bajar por el camino de gravilla. Sonreía fingiendo ser parte de la familia que decía adiós a unos parientes el domingo por la tarde tras la visita. Desorientada entré en casa y busqué en mi mochila el libro para leer.

—¿Sabes que podría matarte, enterrarte y negar que fui yo?

Me di la vuelta y encontré a Abel apoyado en el quicio de la puerta de la habitación.

—Ah, ¿sí? Y si no fuiste tú, ¿quién sería, el oso Yogui? —De un manotazo lo aparté. Bajé las escaleras y salí de la casa.

—¡Nadie encontraría tu cuerpo! —le oía gritar desde dentro de la casa, al salir bajó el tono—: Diría que te fuiste al bosque a leer.

—¿Quién se iba a creer eso? ¿Yo, voluntariamente, adentrándome en el bosque?, ¿en serio? Detesto la naturaleza y tu madre lo sabe, así que te acusaría de asesinato, buscaría mi cuerpo y te pasarías el resto de tu vida entre rejas. Fin de la historia. ¡Y deja de ver tanto True Crime, te están trastornando!

Me senté en la mesa de piedra de atrás de la casa y abrí el libro por la página 126. Carraspeé al sentir a Abel sentarse a mi lado.

—¿Tú serías capaz? —preguntó.

—¿De qué…?

—De matar a alguien.

Cerré el libro y lo miré. Podría aparentar 17 incluso 18 años, tenía un cuerpo fornido pero su cara era la de un niño y, ahora, la de un niño asustado. Le acaricié la sien, qué pasa, Abel, pregunté.

—Que lo tengo por las dos partes. —Apoyó los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos.

—¿Qué tienes?

—Eso…

—¿Eso?

—Lo de estar pirado. Estoy puto pirado como ellos.

—¿Como quiénes?

—Mi padre, joder, lo sabes, tú lo sabes, tú lo conociste… —Repasé con el dedo índice el lomo del libro, tenía la vista baja y contuve una fuerte respiración que hizo que se me inflara el pecho con dolor. Hubo un silencio porque mi cobardía me impedía explicar nada como adulta—. Y mi abuelo… —dijo. Sorprendida lo miré sin decir nada—. Se colgó de un pino, de uno de los de por ahí, de los del camino, de esos, uno de esos, joder, no sé… Mi madre no cuenta mucho pero se le debió de ir la olla, se le fue al viejo. ¿Entiendes?, ¿eh?, ¿entiendes lo que te digo?

Qué puedes decirle a un adolescente aterrado de su propia sangre. Le acaricié la espalda y le pedí perdón por no tener respuestas. Él me sonrió y me dejó que lo abrazara, lo hice por mucho tiempo, no sé cuánto, pero lo sentí largo. Después se desprendió y lo vi desaparecer en el bosque.

Bajé el camino de gravilla y me senté en la piedra plana. Dejé el libro en el suelo y observé la encina de enfrente, a la que Almudena había besado aquella mañana, me agarré el estómago y lloré con rabia por no entender el dolor de alguien a quien tanto quieres.

Pasaron 30 minutos o 3 horas, cuando vi llegar el Citroën Xsara verde metalizado. Las vi bajarse del coche y entrar en la casa. Con paso lento llegué a la puerta y me senté en el poyo de la entrada. Apreté el libro en el regazo y cerré los ojos.

—¿Has leído mucho?

Los abrí y vi a Almudena sentada a mi lado.

—Sí, es un bonito lugar para leer.

—Me alegro —dijo. Miró al frente e hizo una larga pausa—. Tengo que llevarme a mi madre a Madrid, a vivir conmigo, ya no se puede quedar sola.

A tientas busqué su mano a mi lado y se la apreté con fuerza.

 

19 jun 2022

Y cuando no distingas el día de la noche

 

Tratado sobre la ceguera "el día de la pedid de mano" pensando en Goya y sus caprichosos de Carmen Mansilla


—¿Así me lo pagas?

—No te debo nada, Agustín —responde Elvira—. No debo nada a nadie.

—¡Necia! —El viejo profesor golpea con debilidad el apoyabrazos del sillón—. ¡Necia! ¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida!

—¿Qué es lo que pasa? —Dolores entra al salón y agarra del brazo a Elvira.

—¡Estúúúúúúúpida!

—Pero, ¡virgen santa!, señor Agustín, no le diga semejantes barbaridades.

—Déjale, Dolores, déjale. Yo me voy.

—¡Sí, que se vaya, que se vaya! ¡Necia, malcriada! ¡Fuera, desagradecida! ¡Fuera, estúpida!

Elvira nerviosa recoge su boso del extremo del sofá central y sale del salón. Detrás, a paso apurado, la sigue Dolores.

—Por Dios santo, no se lo tomes en cuenta, cielo, no se lo tomes…  —Elvira abre la puerta de la casa y sale al rellano—. Cariño, ya sabes que desde que le dio eso —se toca con el índice la sien—, no ha vuelto a ser el mismo. Él te quiere, lo sabes, ¿verdad? Oh, cielo, no llores ven aquí, anda, ven.  —La abraza con fuerza y Elvira solo piensa en el fracaso de Toulouse, sus consecuencias.

—Es que salió todo mal… todo mal…

—Bueno, bueno, ellos son franceses, no son como nosotros; hablan diferente, comen diferente, ellos pues son…, son franceses, muy franceses. —A Elvira se le escapa la risa, se separa un poco y se limpia los mocos con el dorso de la mano—. Cochina, espera, que te saco algo para que te limpies. —Entra en casa y al cabo de un minuto sale sacudiendo un trapo al aire—. Toma, hija, está limpio, del cajón. Pobrecita mía.

—Me superó  —dice devolviéndole el trapo—, no sabía que me fuera a costar tanto la estancia, ni 5 días pude aguantar, no lo soporto, es un país que me ahoga, no puedo, yo no, no puedo, no puedo, Dolores, aunque me suponga tirar a la mierda toda la investigación, no puedo estar allí, no puedo...

—¡Pues si no puedes, no puedes y se acabó! Que estoy yo de tanto héroe… ¿Te digo hasta dónde estoy de todos esos súper héroes que lo hacen todo bien?, ¿te lo digo? —Se acerca a ella y baja la voz—. Hasta el culito de delante, me entiendes, ¿no? —Agacha la cabeza y se mira la entre pierna—. ¡Hasta ahí! A esta vida hemos venido a pasárnoslo bien, que ya nos tocará sufrir en el purgatorio. Y si es tan humillante para el señor Agustín que te hayas vuelto, pues mira, que levante ese culo enrome del sillón y que lo encamine a Toulouse, que ¡aquí paz y luego gloria! —Las dos se ríen—. Eso, cielo, tú ríete, ríete que es muy bueno, la risa almidona el alma. Oye, ¿te parto un poco de sandía y te la llevas en un táper?, que con este calor te va a saber a gloria bendita.

Dice que no y la abraza de nuevo antes de irse.

Elvira entra en Pepe Botella. La cafetería tiene una luz demasiado tenue y tropieza con la primera mesa. Oye un “qué torpe” que llega dos mesas más adelante de dos chicos jóvenes que se ríen. Ella los mira, los sonríe  y les desea un glaucoma calentito a cada uno de ellos, porque para eso siempre es muy generosa.

Se sienta en la mesita junto a la ventana y se coloca el bolso sobre el regazo.

—¿Qué va a tomar?

Elvira levanta la cabeza y ve a una mujer de mediana edad frente a la mesa.

—Un café solo, por favor.

—Enseguida. ¿Se ha hecho daño?

—¿Cómo?

—Cuando se ha caído.

—No me he caído.

—Ya. Es por la luz, le pasa a mucha gente.

Elvira agacha la mirada lamentándose de su carácter. Se pellizca los pulgares.

—Tengo baja visión  —dice alzando la cabeza.

—Vaya, ¿quiere que suba la intensidad de la luz?

—No —sonríe—, es muy amable, junto a la ventana estoy bien.

La camarera se va y Elvira saca su móvil del bolso. Lo deja sobre la mesa y se detiene viendo, a través de la ventana, a una adolescente tomándose un selfie, y reflexiona sobre lo vieja que se ha hecho de repente porque aquella chica le parece insultantemente joven. Apoya el codo en la mesa y la cabeza en la mano y suspira.

—Señor, señor, señor, estas cafeterías tan antiguas son incómodas para todo. Lo de sentarse le lleva a una la mismísima eternidad. Eternidad, que por otro lado, ya no tengo.

En la mesa de al lado una vieja intenta sentarse. Es delgada, tremendamente arrugada y con un corte a lo Cleopatra, el pelo blanquísimo pero poca cantidad. Elvira no la considera especialmente elegante pero le llama la atención su largo abrigo blanco casi hasta los pies. La observa. Es ciega. Pliega el bastón y lo guarda en su bolso.

—Es un abrigo muy bonito y es usted muy valiente al llevarlo en esta ola de calor —dice Elvira un tanto sorprendida de sí misma, porque nunca entabla conversación con desconocidos.

La vieja gira la cabeza en busca de la voz.

—A mí edad, una ya no siente ni frío ni calor. ¿Te gusta? —pregunta acariciándose las solapas.

—Sí, mi madre tenía uno igual. No sé dónde estará ahora.

—¿El abrigo o tu madre?

—El abrigo —responde sonriendo.

—El café —anuncia la camarera depositándolo sobre la mesa—. Y usted, ¿qué va a tomar, señora?

—¿Yo? —pregunta la vieja—. Soy ciega no sé a quién pregunta.

—Oh, lo lamento, sí, le digo a usted, señora.

—Un café solo, por favor.

La camarera se va y Elvira la sigue observando detenidamente.

—¿Qué miras?

Elvira da un respingo.

—Pensaba que era ciega.

—Lo soy, pero tienes la respiración de un jabalí y está en mi dirección.

Elvira se ríe, después pregunta:

—¿Cómo es? ¿Cómo es ser ciega?

—¿Qué quieres escuchar? ¿Que es un regalo de Dios? ¿Que es un aprendizaje diario? ¿Que es un reto apasionante? ¿Que las cosas ocurren por algo? ¿Qué quieres que te diga?

—La verdad.

La vieja se atusa el flequillo y se ahueca su fina melena.

—Ser ciega es la mayor tragedia de mi vida, pero a todo se acostumbra una. El cuerpo, desgraciadamente, se adapta y entonces tú te adaptas con él. Y todos los pensamientos de acabar con tu vida, todas las diferentes maneras de poner fin a tu existencia empiezan a evaporarse porque la tragedia pasó a ser simple resignación. Está bien, dices, vale, mi vida ahora es así, bien, bien y, mira, seamos sinceras, lo agradeces porque suicidarse es un jaleo, que si me ahorco pero el nudo nunca te lo haces demasiado fuerte y te quedas tirada en el suelo del salón con la cuerda en la mano y con cara de idiota, que si me corto las venas ya que parece fácil en las películas, lo consiguen con dos pequeños cortes en la muñeca, pero ¡virgen santa del amor misericordioso!, ¿alguien me puede decir cuántas venas tienes que cortarte para morirte? —Elvira estalla en una carcajada—. Así que optas por quedarte, vivir a oscuras y esperar a morirte algún día.

—Supongo que eso lo esperamos todos.

—¿Hoy no ha sido un buen día?

—¿Cuándo lo es?

—Vaya, vaya, vaya. Huelo a drama. —Elvira, con calma y confianza, le relata su bochornosa huida de Toulouse y, como consecuencia, su fracaso en la investigación de más de 4 años, y del poco sentido que tiene nada—. Tranquila, tranquila, la terminarás, de verdad, terminarás esa dichosa investigación.

—¿ Y luego?

 —¿Luego? Luego te preguntarás y ahora qué. Y entonces intentarás lo de la cuerda dos veces y lo de la cabeza en el horno una, solo por emular a Sylvia Plath porque tu horno será eléctrico. Te separarás porque tu dolor ensuciará el amor de odio. Verás a tu hermano morir de otra enfermedad heredada de tu padre y aborrecerás tanto que él siga vivo, mientras que a los que amaste murieron, que creerás volverte loca, hasta desear matarlo con tus propias manos, y tendido en la cocina lo dejarás con un suspiro de aire para hacerlo sufrir en su propia agonía. Marcharás lejos, a una pequeña casa en mitad de la sierra manchega, y asumirás tu cegara sin tratamiento pasando las tardes en una descolchada silla en el jardín mirando al frente y, cuando no distingas el día de la noche, te cortarás las venas y corriendo buscarás tiritas porque tu cuerpo no desparramará suficiente sangre como para dejarte sin vida, y comprenderás que estás condenada a vivir. Mirarás, entonces, a tu perro Orfeo y le explicarás que es hora de volver a la civilización. Regresarás a Madrid y vivirás en una nueva buhardilla del centro, y te llamarán la loca del abrigo blanco. Y ansiarás encontrarte con tu yo de hace 45 años para decirle que no sufra, que nada importa, que no intente cambiar las cosas porque todo vuelve al mismo lugar. Aquí.

 —El café solo, señora. Se lo digo a usted. —La camarera toca el antebrazo de la vieja y se va.