29 ago 2019

En la cama con Heidegger

Martin Heidegger de David Levine


Almudena estaba rota de la risa escuchando las anécdotas de Beatriz en Berlín. Me encantaba verla así, sobre todo esa noche. Me hacía sentir un poco menos mala amiga.
Aquella tarde estaba frente al ordenador resoplando, llevaba en aquella postura 3 horas, cuando me llamó Almudena para invitarme a la inauguración de su nuevo piso. Me llevé el móvil a la frente y pensé rápidamente una excusa para no ir. No es que no quisiera, es que la liada que tenía encima era cuanto menos surrealista. Por la mañana, la Decana Wang me había llamado desde China, al ver su nombre como llamada entrante me hizo presagiar lo peor, y así fue.
—¿Que se ha confundido Novela Realista con Realismo Social?
—Eso es, Elvira. Ayer cuando recibimos tus programas nos dimos cuenta de que debió de haber problemas con la traducción y de ahí la confusión.
—¿Confusión? No es una confusión, Profesora Wang, ¡es un tremendo error a una semana de empezar las clases!
Joan, que estaba sentado a mi lado en el sofá, me pidió que me calmara gesticulando con las manos. Lo hice, bueno, lo intenté.
—Lo siento, Profesora Wang, estoy un poco nerviosa porque no me esperaba que se pudieran confundir los nombres de mis asignaturas. Y, ahora que sé que en verdad imparto Novela Social y no Novela Realista, me supone volver a empezar, prepararlo todo de nuevo, y no tengo ni 7 días para hacerlo.
—Oh, Elvira —dijo riéndose—, estate tranquila, por favor, confiamos en ti, lo prepararás muy bien y los alumnos seguirán encantados contigo, eres una profesora extraordinaria, todos los dicen. Bien, nos vemos la próxima semana, cuídate.
Y así se lavó las manos, señores. Los chinos eran únicos en pasarte un marrón y, encima, hacer que estuvieras orgullosa de él.
—Almu, es que… de verdad que hoy no puedo, ni te imaginas la que tengo encima…
—Ya, claro, pero me hace tanta ilusión.
Y es que cuando tu amiga, tu buena amiga, la que quieres con locura, pronuncia la palabra “ilusión” después de haber pasado unas semanas horribles, te doblegas.
—Vale, ¿pero te importa que lleve a Darío y a Beatriz? —La preocupación de la confusión de China no me iba a dejar disfrutar de la noche, así que qué mejor idea que llevar a tus dos amigos actores como parapeto—. Son amigos del primer máster. Yo creo que te los presenté, pero igual ni te acuerdas, hace 9 años, claro. Son majísimos, se marcharon de Madrid un tiempo y, hará cosa de un año, nos hemos vuelto a juntar. Te partes con ellos, de verdad.
Por suerte vivía en Madrid y traficar con amigos era de lo más habitual, porque de haber estado en Bilbao esta situación hubiera sido imposible:
—Elvi, ¿cómo que quieres traer a dos amigos de fuera a la cena de la cuadrilla?
¡Alerta, alerta! ¡Muros de contención social elevados! Vale, soy un poquito exagerada, no es así exactamente, por supuesto que alguien que no pertenezca a una cuadrilla bilbaína puede pasar un rato en ella, siempre y cuando entregue las 4 cartas de recomendación firmadas por uno o más miembros de la cuadrilla y se asegure que su estancia sea absolutamente esporádica. Es decir, bajo ningún concepto se admitiría la repetición del convite, evitando así el riesgo a una posible permanencia indefinida. Y es que Bilbao es un poquito cerrado, a ver, entiéndase cerrado como: hermético, impenetrable, sellado e inaccesible. Pero por lo demás es una ciudad preciosa, y más ahora con el Guggenheim.
—¡Claro! —exclamó Almudena—. Pensaba en un mano a mano, tú y yo, pero me encanta que vengan, además ahora que te vuelves a China me conviene conocer a gente. Perfecto, pues avísales, a las 20:30 en casa.
Y allí estábamos, llevábamos sentados casi 4 horas en el salón del nuevo piso de alquiler de Almu. Nos habíamos trincado, además de la cena, dos botellas de vino (íbamos por la tercera) y unas poquitas de cervezas.
—¡Te lo inventas todo, Bea, por favor! —gritó Darío muerto de la risa.
Beatriz apoyó los codos sobre la mesa y se escondió la cara entre las manos, como si aquello le fuera a devolver su tono serio, el que había perdido hace algo más de una hora relatando todo tipo de desvaríos en Alemania.
—Os lo digo en serio, los hombres alemanes son así, ¡no me lo invento! Mira, tú conoces a un tío que te gusta, ¿no?, yo por ejemplo, en el bar donde trabajaba, siempre llegaba un tío im-pre-sio-nan-te. No os hablo de un lechoso, era un morenazo de ojos verdes, mezcla de turco y alemán, ¡lo más! Entonces mi cerebro reconoce que me gusta, lo miro, él me mira, lo sonrío, él me sonrío, mi cerebro reconoce que yo le gusto. Me acerco, le pregunto si quiere que le sirva otra cerveza, me dice que sí, le guiño un ojo, me sonríe con timidez y agacha la cabeza, mi cerebro reconoce que esa noche me lo tiro. Bien, ¿qué pasa finalmente?, que el tío paga y se va, ¡se va!, ¿se va?, ¡sí, se va! Conclusión, sus señales no corresponden a las nuestras, las únicas señales que entiende un alemán son verbalizar un alto y claro “me gustas, tío”. Si no, os aseguro que no lo captan, creo que piensan que les faltan parámetros para entender la situación pre apareamiento.
Todos nos reímos. Almudena me sirvió más vino.
—Me encanta esta chica —me dijo llenándome la copa.
—Así que, claro, cuando conocí a Karl anduve más espabilada. Me lo presentó una amiga en una fiesta, y lo mismo, miradita por aquí, sonrisita por allá y pensé: si seguimos así, otro que se me va. Fui directa, y le propuse ir a mi apartamento, lo entendió y yo entendí lo mal que lo había hecho hasta el momento, porque llevaba 5 meses en Berlín y seguía casta y pura.
—Los parámetros, Bea, los parámetros —dijo Darío. Me hizo mucha gracia, me divertían sus puntualizaciones.
—Eso debió de ser. La cosa es que yo estaba loca con mi novio alemán, y mi novio por aquí y mi novio por allá, llevábamos 3 meses y todo iba fenomenal, hasta que un día después de follar, me pregunta: “¿Beatrgggis, qué somos?”, coño, que se me pone existencialista… “¿Qué somos?”, repitió. Yo de verdad que estaba completamente perdida, pero tampoco quería que pensara que era una simple, así que le suelto: “Somos Dasein, cariño”.
Darío y yo rompimos en un verdadero ataque de risa. Él empezó a aplaudir, y yo me tuve que poner de pie porque de la risa empezaba a faltarme el aire.
—¡Mira, cómo se ríen estos! ¿Qué hubierais hecho vosotros? Heidegger es muy socorrido para estos momentos. Conclusión, mi Karl de existencialista tenía más bien poco, lo que me estaba preguntando era que si éramos novios formales o si lo nuestro era un rollito.
—¿Y tú que le dijiste? —preguntó Almu porque Darío y yo seguíamos descompuestos.
—Uy, yo me hice la tonta, no le iba a decir que llevaba teniendo novia desde hacía 3 meses, le hubiera explotado la cabeza. Así que en ese momento acordamos que éramos una pareja formal, establecimos nuestro aniversario y él lo anotó en su Google Calendar, y todos contentos.
—Qué diferente de un español, ¿verdad?
—La noche y el día, Almudena. ¿Quieres más vino?  —le preguntó ya rellenándole la copa sin esperar respuesta. Habían congeniado muy bien las dos, y eso me gustaba. Mirándolas me volví a sentar—. Bueno, pues esperad que viene lo mejor… Llegó el año de noviazgo, ¿no?, y todo muy bien si no fuera porque el chico había establecido únicamente dos días a la semana para follar.
—¿Cómo que dos días establecidos?, no entiendo.
—Ni yo, Darío, hijo, eso no lo entiende nadie. A ver, nunca se establecieron como tal de forma oficial, pero sutilmente los martes y viernes eran los únicos días que follábamos. Al principio pensé que era casualidad hasta que un domingo le empecé a meter mano y me dijo claramente que no faltaba tanto para el martes, que no fuera impaciente.
—Hostias… —dijo Almu mirándome, buscando cierta complicidad, pero yo había entrado en el bucle de la risa tonta y todo me parecía ya un despropósito—. ¿Y qué hiciste?
—Uy, pues buscarme a otro.
—¡Muy bien, Bea! —aplaudió Almu.
—No, no, no, pero sin dejar a Karl, ¿eh? Claro, yo ahora soy una cuarentona a la que, sinceramente, muchas veces le da pereza follar, pero con treinta y pocos era lo único que me apetecía hacer, ¡por favor! Así que no podía dejar a Karl, porque yo me imaginaba que sería lo mismo con el nuevo. Por lo tanto, que si uno establecía los martes y viernes, el otro podría hacerlo los miércoles y domingos y, amigos míos, ¡así me hacía la semanada!
Darío se levantó y con las manos en alto empezó a alabarla.
—¡Eres la mejor, Bea!
Yo intenté hacerlo también pero entre el pedo que llevaba y la risa que no me daba tregua, aborté el plan.
—Así que conocí a Otto, y lo mismo: sonrisita, miradita, “me gustas, tío”, tres meses de probaturas, y la pregunta: “¿Beatrgggis, qué somos?”, y claro, llegados a ese momento, y compartiéndolo con Karl, yo ya lo tenía muy claro: “tú no sé, yo bastante puta”. —Todos explotamos en carcajadas y aplausos—. Ah, y nuestros dos días fueron los lunes y los sábados.
Cogí una servilleta y me sequé los ojos, parecía una vieja pero me había hecho reír tantísimo que no podía parar de llorar. Adoraba a Bea y su sentido del humor, era imparable.
—Y ahora, Bea, ¿sales con alguien? —preguntó Almudena.
La atmósfera cambió de color y yo me arrepentí de no haber hablado antes con Almu para contárselo, ni me di cuenta, de hecho se me había olvidado, Beatriz hacía que siempre se nos olvidara.
Darío y yo quedamos en silencio, un silencio espeso, intencionado, cobarde.
—No, Almudena —respondió Beatriz—. Ahora no salgo con nadie. —Nos miró pero yo agaché la cabeza y la oí continuar—: Mi chico murió hace año y medio, con su moto, volviendo de trabajar.
—Oh, lo siento muchísimo, Beatriz, siento haberlo preguntado, si es que a veces… Lo siento mucho.
—Gracias, no te preocupes, de verdad. Pero, sí, fue un golpe duro, porque era español, si hubiese sido alemán la pérdida no habría sido tanta.
Y, sin querer, nuevamente me brotó la risa tonta, Darío no tardó en seguirme y Almudena, aunque le daba cierta vergüenza, terminó riéndose con nosotros, y es que Beatriz era esa mujer que sobrevivía haciendo de la vida un continuo chiste, porque si no, según ella, no merecía la pena vivirla.
—Bueno, cuando paréis de reír, os cuento mi verano en Nueva Delhi y cómo conocí a Suhas, pero antes abrimos otra botella, ¿no?


23 ago 2019

Para cuando las ranas críen pelo


Kermit the frog. Sesame Street

Nota: Para contextualizar este relato te aconsejo que leas el anterior: Find a light

—De verdad, Alejandro, que te agradezco mucho que te hayas acercado para hablar un poquito mejor— dijo Enrique a un joven que no llegaría a los 30 años. El chico había mandado un texto dramático a la nueva sala teatral de Enrique y parecía que este veía alguna posibilidad de llevarla a escena. Estaban sentados en la mesa de su pequeño despacho, un habitáculo de 2x2 detrás del escenario—. Hasta diciembre está todo programado. Pero, como ves, todavía estoy seleccionando textos para cubrir parte de 2020, de marzo a julio. Y sinceramente tu texto me ha llamado mucho la atención además...
¡Crash! Los dos miraron a la puerta que estaba abierta y vieron a Elvira que llevaba con dificultad un maniquí desnudo al que se le acababa de caer una pierna.
—Elvira, ¿estás bien?
—¡Sí, sí, todo controlado! —voceó mientras intentaba recoger la pierna del suelo con la mano izquierda sin soltar el resto del maniquí, que lo tenía sujeto bajo el brazo derecho.
—¡Si no puedes, no te preocupes, que luego lo hago yo!, ¿vale?
—¡Puedo, puedo! ¡Yo puedo!
¡Crash! Ahora uno de los brazos también cayó al suelo.
—¿Elvira?, ¿Te ayudo, mujer?
—¡No, no, no! ¡Puedo yo sola! ¡Puedo yo!
—Bueno, es una amiga que me está ayudando a organizar un poco esto —explicó Enrique al chico—. Le cuesta aceptar ayuda, es de Bilbao.  —Y los dos se rieron.
No pasaron ni 15 minutos cuando ambos volvieron a mirar a la puerta tras escuchar como si alguien arrastrara un cadáver, mientras emitía gemiditos de lo más ambiguos.
—Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya, más, un poco más… ya, joder… oooh… mmmmm…
—¿Elvira? ¿Eres tú? —preguntó Enrique, sin todavía ver a nadie a través de la puerta.
—¿Eh?, oh, sí, ¡soy yo!, ¡estoy llevando los focos, que como pesan tanto, los estoy arrastrando sobre una lona que he encontrado!
—¡¡¿Los focos?!! ¡Pero no seas bruta, mujer, que te vas a deslomar! —gritó mirando a la puerta pero sin llegar a levantarse—. ¡Deja eso que luego lo hago yo con ayuda de dos colegas!
—¡No, no, no! ¡Puedo yo! ¡Puedo yo! ¡Todo controlado!
Enrique miró al chico y levantó las cejas.
—Bueno, vamos a dejarla a su aire.
Y su aire apareció dos minutos más tarde por delante de la puerta:
—Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya… ya, coooño… oooh… mmmmm… —Elvira, al verlos que la miraban, paró y los saludó con entusiasmo—. ¡Hola, chicos! Enrique, si quieres luego coloco los focos, no me cuesta nada.
—¡Ni se te ocurra, que te vas a matar, mujer! Déjalos en el escenario que los colocamos nosotros a la tarde.
—Vale, como quieras, pero que sepas que puedo yo, ¿eh?, puedo yo.
—Lo sé, de verdad, gracias, Elvira —contestó Enrique con cierta pena, se sentía mal por no programar sus textos dramáticos. Su decisión no le parecía justa, y es que sabía que su amiga amaba tanto el teatro que le daba lo mismo firmar una obra teatral como arrastrar por el backstage 45 kilos de focos, a personas así siempre había que darles una oportunidad, pero él no lo iba a hacer y lo tenía muy claro, los negocios eran otra cosa.
—¡No es nada, ya sabes que me encanta! —y con una enorme sonrisa desapareció tirando de la lona—. Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya… ya, coooño…
Enrique chasqueó la lengua intentando evadirse de su último pensamiento de culpa y volvió al chico.
—Bien, Alejandro, entonces no sé si tienes alguna idea de la puesta en escena, porque sabes que yo trabajo con una compañía y, si estás de acuerdo, le pasaríamos el texto y que le dé forma, es la manera más fácil de trabajar, cada uno a lo suyo, ¿me entiendes? A veces cuando el dramaturgo se mete demasiado en el montaje, las cosas no terminan bien, de verdad que…
—Vale, pues los focos ya te los he dejado en el escenario —interrumpió Elvira entrando con desparpajo en el despachito.
—Ya, bueno, vale, pues, perfecto —respondió Enrique descolocado con la nueva interrupción—. Mira, Elvira, te presento a Alejandro Mardones, si todo va bien estrenará aquí su primera obra.
Elvira le sonrió. Alejandro se puso de pie para darle dos besos pero ella se apresuró a estrecharle la mano, detestaba los besos de desconocidos.
—Encantada, Alejandro —dijo—, ya sabes que aquí solo programamos comedia comercial.
—¿Programamos? —repitió Enrique algo confuso.
—Sí, Enrique me ha explicado las características del texto que andaba buscando y he tenido suerte.
—No, Alejandro, no es una cuestión de suerte, en el teatro se tiene talento o amigos —matizó ella—. Pero a veces puedes ser tan, tan, tan, tan inútil que hasta teniendo ambas cosas, tus obras queden guardadas en un fichero de tu ordenador llamado “Para cuando las ranas críen pelo”.
El chico se rio, Enrique agachó la cabeza. Elvira se despidió de los dos, dando una palmadita en el hombro a Alejandro y animándolo a que nunca dejara de escribir y a Enrique diciéndole que lo llamaría esa noche para tomar algo. Salió del despacho y antes de que pudiera cruzar el pequeño escenario, Enrique, que había salido detrás de ella, la llamó:
—¡Elvi, espera! —se acercó—. Ya sabes cómo funciona esto, lo siento de verdad, de verdad, me siento fatal, pero el dinero manda, estoy hasta arriba de deudas, ni te imaginas… ojalá pudiera programar lo que realmente me gustara.
—Mentiroso, mi obra no te gusta.
—Hombre, un poco sí…
Los dos se rieron.
—Elvi, yo sé que alguien, un día, leerá tus obras y tendrás el lugar que te mereces en el teatro.
—Mentiroso. —Sonrió y sacó de su bolso los auriculares, se los puso y, dándose la vuelta, dijo adiós con la mano a su amigo.
De camino a casa, pensó en la lástima que provocaba en algunos de sus amigos y empezó a perfilar mentalmente una nueva obra de teatro sobre ello, porque, quién podía saberlo, quizá las ranas mutaran algún día.


18 ago 2019

Find a light


Mala noche de Javier Avi

—¿Ya la has leído? —preguntó Elvira a Enrique, en tono confidencial.
Enrique la miró con una sonrisa, dejó de preparar las bebidas sobre la encimera y se giró hacia ella.
—Está muy bien escrita, Elvi, pero no puedo programártela.
—¿Y eso?
—La sala es nueva, necesita público, y comedias es lo que piden. Si queremos que esto funcione vamos a programar comedia comercial, ya sabes que una sala nueva de teatro tarda en arrancar, son muchos gastos.
—¿Comedia comercial? —preguntó ella con media sonrisa sin entenderlo demasiado.
—Elvira, tu obra es densa, es plomiza, a ver, entiéndeme, es buena, ¡es-muy-buena!, no digo que no. Y, sí, el existencialismo está bien, pero, coño, Elvi, ¡se me quedarían todos dormidos!, no encaja con lo que la gente demanda últimamente.
—Ah, ¿no?, y ¿qué demanda?, ¿comedia ligera? —dijo con cierta rabia contenida, después cogió medio limón que había en la encimera y se lo llevó a la nariz—. El teatro no es un lugar para divertirse.
—Dile al Lorca que llevas dentro que deje de dar el coñazo, que hay que comer del teatro. Toma —le dio un mojito recién preparado—, y cuando termines una comedia comercial, pásamela y la sala será tuya. Pero hasta entonces olvídate de ofrecerme personajes suicidas y sinsentidos vitales, ¿vale?
—¡Chicos, Ernesto acaba de llegar! —gritó Beatriz abriendo la puerta de la cocina.
Rebobinemos. Tres días antes, Joan se había marchado de Madrid, era su semana de soltero y dejaba a Elvira de rodríguez. Se querían con locura pero, para qué engañarse, las semanas en las que viajaban por su cuenta eran gloria bendita para ambos. Los años pesaban, así que para Elvira las noches locas madrileñas dejaban paso a charlas y debates literarios en casas de unos y otros. Esa misma mañana, sin ir más lejos, Elvira se plantó en casa discutiendo, sobre Unamuno, con Darío y Beatriz, a quienes había conocido nada más llegar a Madrid, 9 años atrás, y coincidir en su primer máster. Después, los dos dejaron la ciudad e intentaron hacerse un hueco en el teatro expresionista, uno en Buenos Aires y la otra en Berlín. Tras 4 años como camarera en la capital alemana, Beatriz volvió  a Madrid y su padre la metió en su empresa como administrativa; Darío no tuvo mejor suerte, un par de obras estrenadas y 7 años como profesor de teatro gestual al otra lado del charco le bastaron para decidir volver, haría cosa de 2 años, y continuar como docente en una pequeña escuela de artes escénicas. Con el regreso de Darío a Madrid, volvieron a retomar contacto los tres. Su amor por el teatro y su convencimiento de que querer no es poder, los mantenía muy unidos.
—Entonces… —recopiló Elvira con Tía Tula en la mano—, incluiríais esta —y zarandeó la novela en el aire— y Niebla, y de teatro: El otro, ¿no?
—A ver, yo de teatro metería La difunta, El otro no, creo que si tus estudiantes no han oído hablar de Unamuno, meterles un obrón así, los va a descolocar —puntualizó Beatriz desde el sofá.
—Bueno, Elvi, no te comas la cabeza, esta noche pregúntale en la fiesta a Enrique, que es un máquina en Unamuno.
—¿Qué fiesta? —preguntó sorprendida.
Beatriz miró con reproche a Darío y terminó explicándolo.
—Nada, que he organizado una cenita en casa, para los de siempre: nosotros, Enrique, Sofía…
—Ah, muy bien, claro, además tengo negocios que hablar con Enrique, genial, pero no me habías dicho nada, mujer.
—Elvi —dijo finalmente Beatriz—, es que la cena la hago porque Ernesto está en Madrid, y va a venir, claro.
—¿Qué Ernesto? —preguntó con los ojos como dos boyas.
—Ernesto. Ernesto Garmendia —contestó Darío.
Rebobinemos. Hace 9 años, en aquel primer máster, Ernesto Garmendia era parte fundamental del grupo. Era un cuarteto muy bien avenido: Darío, Bea, Elvi y Ernesto. De hecho, y sin entrar en demasiados detalles, Elvira y Ernesto mantuvieron una relación de poco más de 6 meses, tan pasional como dañina. Estrenaron una obra juntos en Madrid y compartieron muchas ideas, ideas que, sin tener del todo claro su autoría, Ernesto terminó llevándose a México, donde vive desde hace 8 años, y donde se ha hecho un nombre como dramaturgo y director de escena.
—Yo ahora voy —dijo Elvira a Beatriz mientras pegaba un buen trago a su mojito.
Enrique salió de la cocina y ella allí se quedó mirando al infinito y preguntándose por qué todo le salía tan rematadamente mal.
Al pasar a la enorme terraza que Bea tenía en su diminuto piso de Chueca, encontró a todos felicitando a Ernesto. Sonaba Blackberry Smoke de fondo, el ambiente era festivo. Darío, al percatarse, se acercó a Elvira que entraba con cautela y sujetando el mojito con las dos manos no se fuera a caer y era su única arma para esa noche.
—Tranquila, ¿vale? —le susurró Darío al oído—, Ernesto acaba de anunciar que ha firmado un contrato con Seix Barral, tres novelas en 6 años. —Y repitió—: Tranquila, ¿vale?
—Vale… —contestó, y se sentó en una enorme maceta. Parecía una niña sin amigas en el recreo.
—¡Pitufa! —Frente a ella se había plantado Ernesto con los brazos abiertos—. ¡Joder, loca mía! ¡Lo menos hace 8 años que no nos vemos!, ¿no?
Elvira se levantó de la maceta, dejó el mojito en el suelo y lo abrazó. Se sintió incómoda porque él la apretaba demasiado, no había tanto cariño que demostrar, es más, no había cariño, por su parte ninguno, desde luego. Detestaba aquel chico y se dio cuenta con el primer beso que le dio en la comisura de los labios. Elvira sintió asco. Con disimulo, se limpió la humedad con la yema de los dedos y sonrió con esfuerzo.
—Pitu, estás igual, igual, igual… —dijo observándola de arriba a abajo, algo que también la incomodó.
Kiehl’s —respondió ella—. Enhorabuena por Seix Barral —dijo con muchísimo esfuerzo para aparentar naturalidad en su tono.
—Gracias, loca mía, impensable, ¿eh?, pero todo es posible, solo hay que querer. Y ¿tú? Sigues dando clases, ¿no?
Nunca una afirmación le había sonado tan hiriente.
—Sí, sigo dando clases.
—Bueno, si te gusta, ¿verdad? Al final consiste en hacer lo que a uno le gusta y punto.
El Pozo fue idea mía —dijo Elvira de repente, mirándolo sin atisbo de rabia, su tono era neutro y cansado.
—¿Cómo? —Ernesto parecía confundido. Se rio, y miró a su alrededor, todos parecían estar a otra cosa—. No te entiendo, Elvira.
—La obra: El Pozo, con la que ganaste el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos, era mía. —Su tono seguía siendo el mismo, plano, aséptico.
 —Elvira, no sé a qué viene esto, pero El Pozo la escribí yo antes de irme a México.
—La escribiste tú, pero la idea fue mía, incluso la estructura de los 5 actos fue cosa mía, y tú y yo lo sabemos.
—Elvira, no culpes a los demás de lo que no pudiste hacer.
—No te culpo, Ernesto, ya no culpo a nadie.
Elvira cogió el mojito del suelo y lo dejó sobre la mesa del salón, luego se acercó a Beatriz, “me marcho”, le dijo.
—¿Ya? —preguntó ella. Elvira asintió—. Bueno, como quieras, ¿a que no ha ido tan mal? Tuvisteis vuestras cosas, pero Ernesto es un tío íntegro y además te adora.
Elvira no añadió nada, la abrazó y salió de la casa. Bajando por las escaleras se paró en el segundo piso, intentó respirar fuerte pero no pudo y lo intentó una segunda vez, asustada se agarró a la barandilla y se agachó, volvió a coger aire y por fin, al soltarlo, le salió un grito silencioso. Empezó a llorar y se arrodilló en el suelo y lloró y lloró y lloró y lloró porque el tiempo se le acababa y las ganas de luchar también. La enfermedad avanzaba y la ceguera completa llegaría pronto y ahora ya se sentía preparada, porque esa noche había descubierto aliviada que, por fin, tendría la excusa perfecta por no haber llegado nunca a lo que siempre quiso ser. Y mientras tanto seguiría dando clases.


15 ago 2019

Aplícate

Tienes un mensaje de Javier Avi

—Me alegro de que os hayáis animado al final —dijo Cesc girando la cabeza hacia el asiento de atrás del coche—. Lucía y yo no las teníamos todas con nosotros, ¿verdad? —Y buscó la mirada cómplice de su mujer en el asiento del copiloto—. Lucía, le he dicho esta mañana, a que estos dos nos dejan plantados como de costumbre, porque tenéis que reconocer que os gusta poco salir con gente, ¿eh?
—Bueno, cada uno… ¿verdad? —intentó suavizar Lucía.
Mientras, en el asiento de atrás, Joan y Elvira miraban al frente sin nada que añadir porque estaban más que acostumbrados a que todos criticaran su relación. Llevaban casi 8 años juntos y efectivamente evitaban salir con amigos comunes y sobre todo con parejas. Aquello no era lo suyo. Elvira disfrutaba de las noches de Madrid por su cuenta y Joan, mucho más retraído, prefería organizar pequeñas escapadas con amigos. Pocas normas había en su relación, excepto la de la puerta, que siempre debía quedarse abierta. “Nunca vuelvas a cuestionarme, ¿de acuerdo?”, le espetó Elvira a Joan a los pocos meses de empezar a vivir juntos, “si algo no te gusta, ahí tienes la puerta, siempre estará abierta, y además no soy de las que pide explicaciones, te vas y punto”. Y sí, Joan pensó en cruzarla varias veces, “pero para qué”, le dijo una vez, “si me voy a pasar el resto de mi vida pensando en ti”. Elvira encontró en Joan a un hombre al que podía amar sin límites, por eso a veces hacía trampas, y sabiendo lo complejo que era compartir la vida con ella, solía entornar la puerta, nunca lo admitía pero no quería que aquel chico lo tuviera tan fácil para irse. Juntos habían creado un micro universo al que nadie estaba invitado, disfrutaban el uno del otro y no necesitaban compararse a otras parejas para reestablecer los valores de su relación. Su baza era la risa, se pasaban el día riéndose a carcajadas por cualquier cosa: un comentario, un tropezón, un chiste malo o un pedo. Ellos iban por libre, de siempre y no podían entender que los demás no quisieran hacerlo también y les recriminaran que no salieran juntos. Así que finalmente Joan y Elvira eran los raritos, una pareja peculiar y “mejor no les digas nada”.
Pero aquella tarde no tuvieron escapatoria. Habían alquilado una casita en la costa, pensaban encerrarse durante dos semanas para hacer lo que más les gustaba: dibujar a uno, leer a la otra, y no hablar con nadie a los dos. Sin embargo el plan se les truncó cuando Cesc, amigo de la infancia de Joan, les tocó a la puerta del chalecito.
—¡Joder, Joan! Tu madre nos dijo que estabais aquí, porque no me digas que no es casualidad que nosotros hemos alquilado el chalet de final de la calle.
—Sí, mucha casualidad, y qué discreta mi madre… —dijo Joan descompuesto.
—¡Venga!, pues nos vamos los cuatro a comer una paella que conozco un sitio donde las hacen de muerte.
—No, si es que nosotros íbamos a preparar una barbacoa y luego además el gato…
Y la abuela que fuma, que nada, que dos horas después estaban sentados en el asiento de atrás de aquel coche escuchando cómo no se podía ser tan poco sociable.
—Oye, Elvira, y cuéntanos, que ahora vives en China, ¿no? y ¿cómo es posible tú allí y Joan aquí? Yo no sé si las relaciones se pueden mantener así, de verdad, chicos, ¿es posible?
—Bueno… —empezó diciendo Elvira.
—A ver, no me malinterpretes, que cada uno hace lo que quiere, ¿sabes?
—Claro, las parejas… ¿verdad? —añadió Lucía.
—Sí, cariño, las parejas esto y lo otro, pero es China, ¿entiendes? —le azuzó su marido—, que no está aquí al lado y son dos años, que oye, que bien por ti, Elvi, ¿sabes?, con dos huevos, pero una pareja es una pareja y, no sé, igual me equivoco, pero el día a día es lo que da forma a la relación.
—Joan y yo tenemos clara nuestra relación, gracias, Cesc —contestó Elvira con ese tono impertinente, que le caracteriza, para zanjar una conversación.
—Claro, claro, si es que las relaciones… ¿verdad? —suavizó una vez más Lucía.
—Igual, Joan, tiene algo que decir, ¿no?, vamos, digo yo —insistió Cesc.
—¿Yo? —preguntó sorprendido Joan, como si nada de lo que estuviera ocurriendo en ese coche fuera con él—. Es su vida y poco o nada me gusta opinar de la vida de los demás.
Elvira no pudo evitar sonreír, no había un hombre igual, o por lo menos ella no lo había encontrado en sus 42 años de vida. Lo miró con admiración y luego, como una quinceañera, le pellizcó el muslo a escondidas.
—Ay, la vida de los demás… ¿verdad?
La música del coche se cortó y dio paso al tono de una llamada. Cesc miró en la pantalla del coche y cortó la llamada.
—¿No contestas, cariño?
—No, es del trabajo, no te preocupes. Me machacan ¿sabéis? —dijo dirigiéndose al fondo del coche—. Dicen que en tu salario se refleja estar pendiente del móvil las 24 horas del día pero sinceramente no creo que me paguen tanto. —Y se rio.
Elvira detestaba a ese tipo de hombres que se hacían los importantes hablando de su trabajo y después eran unos patanes. Así que empezó a mirar por la ventanilla del coche. La música volvió a cortarse y saltó de nuevo el tono de llamada.
—Begoña —dijo Lucía leyendo la pantalla central del coche.
—¿Cuántas veces, cariño, te he dicho que no me gusta que hagas eso? Es una llamada privada.
—Lo siento, cielo, pero si es que hoy en día ¿qué es privado?, ¿verdad?, con la aplicación esta de Apple Carplay todo salta al altavoz, y ¡menos mal porque es comodísimo!, no sé antes cómo podíamos conducir.
—¿Y va bien la aplicación? —preguntó Joan.
—Pues mira, al principio no, pero con las nuevas actualizaciones es estupenda, te lee los mensajes de WhatsApp, ¡y sin equivocarse! Ay, cariño, ¿te acuerdas al principio?, ¡qué barbaridades escribía en el dictado de voz! —explicó Lucía y empezó a reírse como si no hubiera un mañana.
Elvira desde atrás la miraba sin poder entender cómo las personas podían tener un sentido del humor tan diferente.
—Begoña, de recursos humanos, me tiene acribillado —explicó Cesc a Joan y Elvira.
—Acribillado lo tiene, soy testigo, porque ayer si no te llamó 5 veces, no te llamó ninguna, ¿verdad? —apuntó su mujer.
—Y volviendo a vosotros —retomó Cesc—, vamos, que vuestra relación se basa en lo que diga la parienta y los demás a callar, ¿no? ¡Ja, ja, ja, ja!
Elvira cerró lentamente los ojos inspirando con fuerza, intentando buscar un pensamiento que le trajera la calma porque estaba a punto de explotar en un discurso contra el macho ibérico. Joan sí se disponía a decir algo, pero en ese momento la música volvió a cortarse y esta vez saltó una voz mecanizada del ordenador del coche:
 —Mensaje nuevo de WhatsApp. Begoña ha dicho: “Por favor, cógeme el teléfono, tenemos que hablar…
—¡Joder, con la mierda de la aplicación de mis cojones! —gritaba Cesc apretando todos los botoncitos que tenía en su volante.
—…me parece bien que estés de vacaciones con tu familia, pero hace 11 días que no sé nada de ti…
—¡Me cago en su puta madre, su putísima madre!, ¡joder!, ¿cómo mierda se apaga esto?
—…te echo de menos, llámame, amor, me estoy volviendo loca”. ¿Quieres enviar una respuesta?
—¡NO! ¡No joder, no!
Lucía, Joan y Elvira miraban al frente como si una palanca rigiera sus cabezas. Cesc daba golpes al volantes con un continuado joder, joder, joder… que fue decreciendo hasta desaparecer, y así los cuatro quedaron en silencio. Pero de pronto, Lucía, reajustándose el cinturón de seguridad, añadió:
—Efectivamente, cariño, no te pagan lo suficiente, porque esto te va a salir caro, ¿verdad?


4 ago 2019

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Next de Javier Avi

—Entonces todos los libros de esta estantería son tuyos, ¿verdad? —pregunté.
Almudena me contestó desde la cocina, mientras guardaba en una caja, minuciosamente envueltos en papel de periódico, los platos.
—Sí, tanto esos del salón como los de la habitación, son todos míos. Los de César son solo los de su escritorio.
Me di la vuelta y me fijé en su escritorio, los conté rápidamente, había cinco.
—Vaya, míralo por el lado bueno, te está dejando un lector de mierda, no merece la pena.
Oí primero un suspiro y luego su llanto. Fui corriendo a la cocina.
—Ay, Almu, lo siento, si soy una boca chancla, si no lo decía en serio, yo… lo siento, no quise… —Nunca quería, pero siempre terminaba haciendo daño a las personas que más me importaban, tenía un don, un don de mierda.
Hacía dos semanas Almudena me llamó. Me ha dejado, me dijo. Preguntar por qué era absurdo, te dejan porque ya no te quieren, que más dará los detalles, no te quiere, vete, y hazlo cuanto antes. La escuché en silencio al otro lado del teléfono y le dije que contara conmigo para vaciar su parte del piso, que me diera tiempo porque marchaba a Bilbao unos días, que no se preocupara, que a la vuelta lo solucionaríamos todo. Poco había que solucionar, simplemente organizar las cajas.
—Yo le quiero… —dijo. Me dio muchísima pena, esa pena tan espesa que la puedes palpar desde fuera, incluso su enorme volumen da pudor, esa pena que nadie quiere llevar a cuestas pero que al final somos muchos a quienes, sin querer, se nos ha colgado del cuello más de una vez.
Abracé a Almudena, no soy de abrazos, pero podía sentir su desconcierto, su “no lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo…”. Y es que no hay que entenderlo, a veces solamente hay que acatar y sufrir y dejar que el tiempo maniobre estrategias para hacerte creer que los sentimientos se van disipando, aunque no sea así.
—Lo sé.
—Y yo no he hecho nada malo.
—Claro que no, Almu, pero el amor, a veces, es así. Y las relaciones empiezan y se acaban y lamentablemente, por mucho que nos hagan creer lo contrario, no es cosa de dos sino de uno.
—Yo le quiero… mucho…
—Lo sé.
La tarde pasó entre lloros, papel de periódico, cinta aislante, cajas y etiquetas. Sobre las once de la noche, Almu sacó dos cervezas de la nevera, me dio una y nos sentamos en el suelo de la cocina, apoyadas yo en la lavadora y ella en los cajones de los cubiertos.
—Nunca me había pasado algo así —dijo—, me refiero a una decisión tan unilateral en la que no te dan opción. Me cuesta tanto entenderlo y él no me explica nada… No sé, ¿a ti te han dejado alguna vez? —me preguntó.
Conocía a Almudena desde hacía 9 años, los mismos que llevaba viviendo en Madrid. Me enamoró su fuerza, sacar adelante a un hijo siendo madre soltera en una ciudad tan ingrata como Madrid no era fácil y ella siempre lo hacía con muchísimo sentido del humor. La quería, la quería como a pocas amigas se quiere ya con 42 años. Así que para qué contarle que solamente me había dejado un hombre, hacía 12 años, y todavía lo recordaba como si hubiera ocurrido ayer, para qué contarle que también fue de la noche a la mañana, para qué contarle que todavía guardas intacto el tono de desprecio con el que te lo dijo, para qué contarle que el desconcierto del principio nunca se disipa, para qué contarle que el tiempo no es un aliado y para qué contarle que nunca vuelves a decirle a un hombre que lo amas porque piensas que ese fue el error. Para qué.
—Muchos, Almu, a mí me han dejado muchos, y te aseguro que de todo se sale. —Y bebí un trago de cerveza sin poder mirarla a la cara.
—Mientes fatal, pero te quiero.
Me hizo reír. La miré, alcé el botellín y brindamos:
—¡Por el próximo! —gritó.
—¡Por el próximo y por sus más de 5 libros! —grité yo.