28 abr 2020

Humilladas

Fotografía de Ed Van Der Elsken


Me levanté con la sensación de que aquel día iba a ser tranquilo, quizá demasiado. Estaba de vacaciones. Sí, mencionar vacaciones mientras vives en un país en estado de alarma por el cual llevas 6 semanas sin poder salir de casa, resulta cuanto menos paradójico. Pero lo estaba, estaba de vacaciones. Es decir, mis desesperantes clases de Fonética online quedaban canceladas durante 10 días y tan solo aquello me daba la vida. Dedicaría la jornada a leer. Leería y disfrutaría del confinamiento como solo los misántropos sabemos hacer.
Mientras me preparaba el café, Beatriz me llamó 3 veces. Miré el móvil en las tres ocasiones pero no contesté. Cogí mi café y fui al salón para elegir la lectura entre mi montaña de libros todavía no leídos porque, es cierto, tengo un ligero problema con el tsundoku. Seleccioné a Kawabata. Beatriz me volvió a llamar. Esta vez contesté, si no me iba a dar la tabarra todo el día.
—¿Has visto el corto de Enrique? —preguntó.
No supe muy bien qué contestar, sabía que aquello me iba a traer problemas.
—Sí —dije finalmente—. Me lo mandó el domingo.
—Bien, ¿y?
Enrique había elaborado un corto cinematográfico de 7 minutos. La propuesta salía de una productora que apoyaría económicamente a los tres más originales. La idea cobraba singularidad puesto que todas las películas habían sido realizadas durante el confinamiento, es decir, tanto los actores como el director estaban cada uno en su casa. En el corto de Enrique aparecían tres actrices y ninguna era Beatriz, así que sabía perfectamente a qué se refería.
—No sé a qué te refieres, Bea. —Si es que al final el premio a mejor interpretación me lo iba a llevar yo.
—Me refiero a que ¿por qué me ningunea siempre de esta manera sabiendo que soy actriz?
—Hombre, Bea, actriz, actriz, ya no eres…
—Soy tan actriz como tú escritora, ¡así que no me toques los cojones que aquí hay puñaladas para todas!
—Sí, sí que eres actriz, sí. —Y pegué un sorbo a mi café lamentándome de haber contestado a su llamada. Adiós a mi día tranquilo.
—Llámalo y pídele explicaciones.
—No le pienso llamar, Bea. Si tienes un problema con él, lo llamas tú.
—Tú tienes más confianza con él. Llámalo. Me lo debes.
—¡No te debo nada! ¡Estás loca! ¡No voy a llamarlo!
—Hola, Enrique, ¿qué tal? —Yo, 10 minutos después—. Nada, que estoy aquí dándole vueltas a tu corto… Sí, sí, eso es, ¿no?, qué difícil montarlo cada uno en su casa… Claro, Claro… Un trabajazo el de las actrices, sí… Ya… Oye, la del cuchillo es… Ajá, es verdad, Marina Santisteban… Sí, que trabajó en la obra de Ismael Cerzo, es verdad… ¡Claro, claro! Es que al verla, me recordó mucho a Beatriz, ¿no? Y claro, me he dicho: qué raro que Bea no quisiera participar… ¿Eh?, no, no, no, no, no he hablado con ella… De verdad, Enrique, que no me ha pedido que te llame, ¿no me conoces o qué? —Pegué otro sorbo a mi café, esta vez lamentándome de que no fuera cerveza—. Sí, su físico la condiciona mucho… Ya, demasiado exuberante… Sensual, sí, mucho… Bueno, ella es actriz, al final es una cuestión de interpretar el personaje, ¿no?... Ya, que no sabe… Hombre, yo creo que si está bien dirigida puede hacer cualquier papel… Claro, claro, en este caso estando cada uno en su casa, difícil dirigirla, sí, tienes razón… —Y no sé qué más me dijo porque ya me bloqueé pensando en cómo se lo iba a contar a Beatriz.
Esperé su llamada leyendo el libro de Kawabata sin poder pasar, en realidad, de la primera línea.
30 minutos después:
—A ver, Bea, en realidad, ya sabes cómo van estas cosas. La idea del corto fue de Marina Santisteban, la que sale al final con el cuchillo, que ya sabes que ha trabajado mucho con Cerzo, ¿no? Bueno y, claro, ya tenía todo el elenco montado. Solamente le pidió a Enrique que le escribiera el texto y que las dirigiera, pero poco pudo decidir él, porque si no, ya me ha dicho que hubiera contado contigo de cabeza. —And the Oscar goes to… ¡Elvira Rebollo!
Tardó en contestar y yo me puse muy nerviosa.
—Está bien —dijo al fin—, escríbeme un texto. Escríbeme un texto para mí sola.
Puse los ojos en blanco. Eso me pasaba por intentar ser buena amiga.
—No, Bea, yo no puedo escribirte un texto. —Vamos a ser sinceros, a Enrique no le faltaba razón, Beatriz era una actriz muy estereotipada, ella misma explotaba su perfil de mujer fatal y no parecía querer trabajar otros registros.
—Pues puedo interpretar uno de tus textos oscuros, esos sobre el suicidio, puedo hacerlo.
—No, no puedes.
Entendió mi tono tajante, por no decir soberbio. Colgó con un “está bien”. Después me sentía mal, pero tampoco la llamé de nuevo. Pensé que ya se le pasaría igual que a mí. Sí, ya se nos pasaría. Cogí de nuevo a Kawabata y me hundí en el sofá.
El resto de la mañana pasó tranquila, más o menos. La profesora Wang me llamó para informarme de con quién estaría en la mesa de tribunal de las tesis pero no mencionó el programa de asignaturas del próximo semestre, y a mí era lo que me preocupaba realmente. Así que me inquieté pero sin más. Preparé la comida con Joan, comimos, tomamos nuestro largo café de sobremesa, él se fue a dormir la siesta y yo caí de nuevo en el sofá.
Cuando iba por la página 72, mi móvil vibró. Estaba convencida de que sería Bea, pero no, fue Vero. Descolgué enseguida, querría hablar de las mesas de tribunal.
—Loca de mi vida, ¿sabes quién me ha llamado hace 3 horas?
—Elvi…
—La profesora Wang. ¿Crees que es un acercamiento?
—No sé. Elvira…
—A ver, yo creo que sí, pero no ha dicho nada de quitarme a los grupos bajos para el próximo curso. Y, Vero, te lo digo muy en serio, esas clases atentan contra mi salud, ¡mental y física!
—Elvira, su mujer se ha enterado.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
—¿Qué?
—La mujer de Antonio. Se ha enterado.
¡Cierren escotilla! ¡Inmersión, inmersión! ¡Accionen bombas de estabilización! ¡Timones listos para el descenso! ¡Aumenten presión! ¡Presión al MÁXIMO!
—Huye —dije.
—¿Cómo? ¿Quieres que me esconda bajo el mar?
—Algo así, sí. —Mi submarino ya estaría a más de mil metros de profundidad—. Desaparece, Vero.
—Es que no entiendo cómo Antonio ha dejado que pase algo así. Su mujer vio en su móvil una foto nuestra en Londres, abrazados frente a la puerta de Daunt Books. Antonio no supo qué contarle. Al final le explicó que yo era una amiga suya de hace años, y que nos habíamos encontrado de casualidad, que no le había comentado nada antes porque no le dio ninguna importancia. Ella debió ponerse muy nerviosa y discutieron bastante… —Yo tenía los ojos como platos escuchando todo aquello—. Dice que después de explicárselo varias veces y calmarla, se lo creyó.
—Vale, Vero —dije y tomé aire—. Su mujer no se lo ha creído, porque eso no hay quien se lo crea. Su mujer sabe perfectamente quién y cómo es su marido por eso le miró el móvil.
—Hablaron de mí, Elvi. Tuvieron una conversación sobre mí. Me hace sentir tanta vergüenza… tanta, tanta vergüenza. Yo he intentado llevar esto con mucho respeto, sé que suena raro decirlo. ¿Qué respeto vas a tener si te tiras al marido de otra? pero, de verdad, nunca quise saber nada de su mujer ni de sus hijas, siempre quise mantener los dos mundos muy separados, yo… Elvi, he sido respetuosa, yo, yo… Tuvieron una discusión sobre mí, yo… Esto… He sido muy, muy respetuosa. Él ha sido tan torpe, muy torpe… Siento muchísima vergüenza.
Ese tal Antonio no es que hubiera sido torpe es que había sido un completo inútil, además de un imbécil redomado.
—Se acabó, Verónica. Bloquéalo como contacto en WhatsApp, Wechat, Gmail, y en todas las redes sociales. Bloquéalo y no vuelvas a ponerte en contacto con él jamás. Vuestra relación ha dejado de ser algo divertido para convertirse en un problema. Él ha demostrado que tiene muy pocas luces, no obstante nunca hay que subestimar la ira de una esposa engañada, así que desaparece. Déjale a él solito que recomponga a su familia perfecta.
—Siento tanta vergüenza, Elvira… Tanta, tanta vergüenza de mí misma…
Tragué saliva, no sabía qué decir. Agaché la cabeza y mirando al suelo esperé a que ella añadiera algo, pero no lo hizo. Colgó así, en silencio.
Me recosté de nuevo en el sofá. Estaba descompuesta. Miré el techo escalonado de la buhardilla por lo menos durante una hora sin saber cómo reaccionar. Después tomé el libro y continué leyendo en la página 73. Dos horas más tarde, terminé el libro. Lo acaricié y lo dejé a un lado. Cogí mi móvil y grabé un audio de WhatsApp:
—Bea, estaba pensando que quizá podría escribirte un texto. Puedo escribir un monólogo intimista, ¿te gustaría? Algo sobre la humillación, sobre cómo los demás consiguen con muy poco que nos avergoncemos de lo que somos… (Silencio prolongado. Me agarré del cuello, me entraron ganas de llorar.) Perdóname, Bea, por favor.
Un minuto después me mandó un mensaje escrito:
De momento escríbeme ese monólogo y ya veremos si te perdono.
Sonreí y besé la pantalla del móvil.


21 abr 2020

Con clases y a lo loco

Con clases y a lo loco de Javier Avi


—No puedo… —suplicaba a Joan que me estiraba de las piernas para sacarme de la cama.
—Sí puedes. Elvi, en 20 minutos empiezas la clase, venga.
—No puedo…
Sí pude. Me arrastré hasta la cocina, Joan me había preparado el café.
—¿Qué jersey te vas a poner?
—El granate —contesté.
Joan trajo el jersey de la habitación. Me lo puse por encima del pijama.
—¿Tengo muy malos pelos?
—Lávate por lo menos la cara, anda.
—No puedo… —farfullaba de camino al baño.
Al regresar a la cocina Joan me abrazó.
—Cuando termines la clase de hoy habla con la decana. Dile que te dé más asignaturas de posgrado, así no puedes seguir.
Sí, la profesora Wang me había castigado ese semestre dándome el curso de Fonética con alumnos de primero. Lo que significaba que dar clases, y además online, se había convertido en una verdadera tortura china, literal. “Te necesito en los primeros cursos, no tienen buena base”, me dijo. Yo lo que necesitaba era pensar en la forma de abandonar este mundo. Barajaba la defenestración, el envenenamiento y, cómo no, el horneado de cabeza.
Por fin me senté delante del ordenador. Lo encendí. Resoplé. “No puedo…”, dije unas 13 veces más. Apreté los ojos. Busqué los archivos de fonética. Fijé la unidad 3. Coloqué mi móvil  en el manos libres y a través del Wechat llamé, por videollamada, a los primeros 8 estudiantes del grupo A.
La imagen se conectó.
—¡Hola! —exclamé una falsísima sonrisa—. ¿Qué tal, chicos?
Y con aquella pregunta comenzaba la tortura.
—Plofesola, bien, plofesola, ¿y usted?
—Profesora, ¿verdad? Prrrrofesora, -ra, -ra, ¿verdad? Estoy bien, sí.
—Sí, plofesorrzzzrrzzza.
—Perfecto, ¿me decís los nombres, por favor?
—Cántalo.
—¿Te llamas Cántaro? —Los estudiantes chinos se ponían nombres en español para que los profesores que no sabíamos mandarín pudiéramos recordarlos con mayor facilidad, pero la elección de estos era cuanto menos singular.
—Sí, Cántalo.
—Perfecto, ¿más?
—Pau Gasol.
—Muy bien.
—Plofesorrrzzza, me llamo Arcoíris.
—Fenomenal. ¿Más? —Silencio—. Bueno, ya me iréis diciendo vuestros nombres. Ahora vamos a empezar. Por favor, unidad 3.  Hacemos el ejercicio 2, repetid detrás de mí, por favor: Cenicero.
—Maluma.
—¿Perdón? Cenicero. Repetid: Cenicero.
—Me llamo Maluma, plofesola.
—Ah, muy bien. Cenicero.
—No, Maluma, plofesola.
—Vale… —Respiré hondo y me imaginé mi caída desde el quinto piso, la degusté—. Cántaro, tú sola, ejercicio 2. Cenicero.
—Cenicero —todos.
—No, solo Cántaro. Cántaro, por favor.
—Sí, plofesola, aquí, aquí.
—Sí, ya sé que estás ahí. Cenicero.
—Cenicero —todos.
—Me llamo Piña, plofesola.
—Vale, bueno, no es necesario que me digáis más nombres, ¿sí? Hacemos los ejercicios. Siguiente palabra: Zozobra. Repetimos, por favor.
—Zozobla —algunos.
—Cenicero —otros con peor wifi.
—Zozobrrrrrrra, brrrrra, brrrra —subrayé.
—Zozobla, bla, bla, bla.
—Vale, repetimos: Rrrrrrrrrrrrrrr.
Todos se rieron.
—No nos reímos, por favor. Rrrrrrrrrr. Venga, Piña, tú sola.
—¿Yo?
—Sí, Piña, tú, tú.
—Sí, yo Piña, Piña.
Cerré los ojos un instante y reflexioné sobre lo mala persona que tuve que haber sido en mi otra vida.
—Rrrrzzzrrzzzrrrddddssssrrrzzss —algunos.
—Bla, bla, bla —otros.
—Tú, tú, tú —Piña.
—Continuamos. Ejercicio 4. Lee la palabra correcta y deletrea.
—Yo no hablo, plofesola.
—Sí, no hablamos todos, ¿vale? No podemos hablar todos, poco a poco.
—Poco, sí, complendo, plofesola, soy Tiburón. Poco.
—Eso es. Poco.
—Poco —todos.
—No, lo decía por Tiburón —yo.
—Poco —Tiburón.
—Vale, muy bien. Maluma, por favor, primera palabra, lee y deletrea.
—¡Sí! Ciluela.
—Ciruela —corregí.
—Sí, ciluerrrda.
—Muy bien. ¿Cómo se escribe?
—Sí, ge-i-ele-u-i-rrrrdddssrr-e.
—Ajá, perfecto. —Y aprieto los dientes porque de solo pensar que mi director de tesis me estuviera viendo, me entraban ganas de llorar—. Bien, y ahora vamos a cerrar los ojos y en estos 10 minutos que nos quedan, vamos a interiorizar, de forma individual y en completo silencio, todas las palabras que hemos visto en clase.
—Sí, plofesola.
—Sí, glacias, plofesola.
—Sí, cenicelo.
—En silencio, chicos, en completo silencio. Es importante el silencio en fonética. Muy importante.
La clase terminó y, antes de que me diera cuenta, ya tenía a los 8 siguientes estudiantes online.
—¡Hola! ¿Qué tal, chicos?
—Plofesola, bien, plofesola, ¿y usted?
—Profesora, ¿verdad? Prrrrofesora, -ra, -ra, ¿verdad? Estoy bien, sí.
—Sí, plofesorrzzzrrzzza —todos.
—Perfecto, ¿me decís los nombres, por favor?
—Messi.
—Me llamo Ballena, plofesola.
Y fue en ese momento cuando me decanté. Lo tuve claro, así que les pedí un minuto a mis estudiantes. Me levanté. Fui a la cocina. Abrí el horno y metí la cabeza. En mi último segundo de vida pude escuchar a Joan detrás de mí:
—¡Cenicero!

13 abr 2020

Coleando

Enmascarado de Javier Avi


Estoy en la calle. En la cola del supermercado. Esperando a entrar. Delante de mí tengo a unas 15 personas.  Así que la línea llega a la zapatería. Allí me compré las parisinas plateadas. Cómo te gusta el brili-brilli, dijo Joan cuando se las enseñé. Miro el escaparate, está tapado por una lona. La tienda lleva 4 semanas cerrada, igual que el resto de comercios. Que no se me olviden los guisantes. Que no se me olviden los espárragos. Me ajusto los auriculares. Escucho Faber. Cantautor suizo. Beatriz me lo descubrió, como a todos los grupos alemanes que también escucho. Pienso en ella. En su pelazo negro y largo. Me toco el mío, es fino y pobre. Me lo retiro detrás de la oreja. Un coche de policía pasa con lentitud, su copiloto lleva el brazo fuera y nos observa uno a uno. Si fuera Beatriz le lanzaría un beso. Me rio. Nadie se da cuenta, llevo mascarilla. Agacho la cabeza y me sigo riendo. La echo de menos. Su terraza, nuestros vinos. La cola avanza. Me paro frente a la cafetería de la esquina. Tiene la persiana bajada. Un café, por favor, dije a Joan hace dos días al entrar en la cocina. ¿Un café?, marchando, dijo él, 1’50, señorita.
—Un café, por favor —murmuro—. Un café. Un café, por favor —sigo murmurando—. Un café, por favor…
Me bajo la mascarilla y cojo un poco de aire. Levanto la cabeza. Veo el cielo, el mismo cielo que veo desde nuestra buhardilla día tras día. Bajo la cabeza y veo el pavimento, sonrío, me gusta más. Junto los pies con un toc-toc de talón. Cierro los ojos. Estoy en el camino de baldosas amarillas. Me rasco la frente. Abro los ojos y otro coche de policía pasa observándonos. Me subo la mascarilla. No hay que tocarse la cara, no hay que tocarse la mascarilla. Me la vuelvo a bajar. Me doy la vuelta y la mujer, que tengo a metro y medio detrás, me sonríe. Detesto la falsa empatía que crece en estos días. La miro seria y me doy la vuelta. Que no se me olviden los guisantes. Ni los guisantes ni los espárragos. Guisantes y espárragos. Avanzamos. ¿No tienes ganas del día en que podamos abrazarnos?, me preguntó Almudena ayer por teléfono. No, contesté. ¿No quieres unirte a nuestra videollamada grupal?, me preguntó Blanquita hace tres días por teléfono. No, contesté. ¿No quieres participar en un video todos cantando animando a Gael?, me preguntó Silvia la semana pasada por teléfono. No, contesté. No, contesto. ¡No, coño! ¡No!
—¡NO!
El chico, que tengo a metro y medio por delante, se da la vuelta. Lo sonrío. A él sí. El pack de tarada que sea completo. Me subo la mascarilla. Otro coche de policía. Los miro. El copiloto me mira. Pienso de nuevo en Beatriz. Avanza la cola. Me pregunto si podré volver a China este semestre. Pienso en Verónica. Pienso en nuestras conversaciones nocturnas de balcón a balcón. Mi Vero. Quiere asesinar a sus sobrinos. Me rio. El chico de delante se vuelve a dar la vuelta. Que no se me olviden los guisantes. Miro la acera de enfrente. Una mujer camina con dos bolsas de la compra. Se parece a mi madre. Tiene su pelo. Es rubia. Me toco el mío. Es fino y pobre.
—Un café, por favor…
Avanzamos. Suspiro. Saco el móvil. Cambio de música. AnnenMayKantereit. También me los descubrió Beatriz. La echo de menos. Mucho. Extiendo la mano al frente. La contemplo. Es pequeña y gordita. Ladeo la cabeza y vuelvo a bajar la mano. Guisantes y espárragos. ¿Te quedarás completamente ciega?, me preguntó Almudena hace 6 años. Eso dicen, contesté yo.
—Eso dicen…
Me muerdo los carrillos por dentro. Con fuerza. Avanzamos. Bruce Springsteen. Saco el móvil. Cambio de música. Tunnel of Love. Álbum favorito de mi madre. Tenía unos ojos preciosos. Tristes. Mi madre tenía unos ojos tristes preciosos. Los míos ciegos. Un coche de policía pasa. Las 5 personas que tengo delante agachan la cabeza. Nos observan. Avanzamos. Entro en el supermercado.
Llego a casa. Joan recoge las bolsas.
—¿Todo bien? —me pregunta.
—De vuelta me ha parado la policía, me han pedido la documentación.
—¿Y eso?
—No sé, no sé qué de un beso. Están algo alterados. —Le doy la espalda y sonrío.
—Ten cuidado —me dice y vuelve a las bolsas. Comienza a vaciarlas—. Cariño, ¿no íbamos a comer menestra?
—Sí —respondo.
—¿Y dónde están los guisantes y los espárragos?


3 abr 2020

En busca del tiempo perdido

Compañeros en la Luna  de Javier Avi


—Voy a aprovechar el confinamiento para aprender a tejer y te voy a hacer un jersey de lana  —dije a Joan mientras preparaba el café.
—Ajá.
Joan dice que cuando no sé en qué invertir mi tiempo lo termino haciendo en actividades digamos que poco prácticas para mi vida, como cuando me dio por aprender coreano o cocina molecular o maquillaje de caracterización o Aikido o… Pero no es cierto, ¡claro que no es cierto!

Hace algo más de 8 años vivía en Madrid y todos mis amigos del máster habían triunfado. Es decir, Beatriz decidió irse a Berlín para empaparse del teatro épico alemán, Darío a Buenos Aires para formarse en teatro del cuerpo, Ernesto acababa de ganar el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos con una obra que en origen era mía y Enrique, con la coartada de escribir teatro, se había esfumado de mi vida. Vale, es cierto que yo hacía año y medio había publicado mi primera novela y ahora la editorial me pedía la segunda, a lo que me negaba en rotundo porque antes de seguir escribiendo mierda prefería tirarme por la ventana.
—¿Piensas en tirarte por la ventana frecuentemente, Elvira? —me preguntaba Óscar, mi psicólogo.
—No, no, no, frecuentemente no, solo a veces.
—Ajá.
Tampoco me veía con fuerzas para embarcarme en un doctorado en ese momento, aunque algunos profesores me insistieron en ello, pero no. Yo quería algo que… yo… a mí lo que en realidad me llenaría sería…
—¿Astrofísica? —me preguntó Gael con cara de avestruz.
—A ver, se trata de unos cursos que imparten en el Planetario, es dificilísimo tener plaza pero voilà!, lo conseguí.
—Ajá.
Me sentía muy bien, en ese momento me sentía realmente bien. Lo tenía todo: acababa de dejarlo con Rafa, un hombre que había terminado con todo mi almacenamiento de dopamina; seguía teniendo un trabajo en una universidad de Madrid que detestaba, pero estaba muy bien pagado; mis amigos se habían evaporado, pero es lo que ocurre siempre al terminar una fase de tu vida; y desde hacía un par de meses me había inscrito en Meetic solicitando a hombres no más lejos de 100 metros de mi casa y ahí estaban.
—¿Y tú sabes capoeira? —me preguntó Marcos o Martín o Mateo o como coño se llamara ese tío de Meetic que solía venir a mi casa a dormir cuando no lo hacían Andrés o Ángel, Carlos o Cosme, o Tito o Teo.
—¿Yo? No, me gustaría aprender Aikido.
—Mira. —Y se levantaba de mi cama y así, como dios lo trajo a este mundo, se ponía a practicar capoeira—. Es importante levantar mucho la pierna, así, así, así, ¿lo ves?
 —Ajá.
El primer día de clase llevé un cuaderno azul, como el cielo. Iba a ser una astrofísica y tenía que estar preparada. El aula era pequeña y me senté en la tercera fila. Seríamos unos veinte. Mis compañeros empezaron a presentarse en voz alta, de uno en uno. Yo, mientras esperaba mi turno, abrí el cuaderno y en la primera página escribí en letras redondas ASTROFÍSICA y debajo dibujé una luna con nariz, ojos y boca.
—Me llamo Francisco Javier, tengo 43 años, soy matemático y doy clases en el Instituto Miguel Hernández.
—Oh, perfecto, un matemático, nos vendrás muy bien —dijo la profesora—. ¿Qué más?
—Hola a todos, me llamo Vera, tengo 27 años, soy periodista y divulgadora científica y trabajo para la revista Muy Interesante.
—Vaya, ¡qué interesante! —Y ella sola se rio—. Bien, ¿más?
—Bueno, hola, me llamo Elvira, tengo 33 años y soy filóloga.
—¿Perdona? —preguntó la profesora acercándose a mí.
—Filóloga.
—Ajá.
No me importó. La Astrofísica era mi vida y no me iba a dar por vencida. Además nunca había encajado en ningún grupo ni social ni académico ni humano.
—¡¿Cómo que se casa Nerea?! —grité a Marieta por teléfono.
—Que no me chilles, enana de mierda, y apunta su cuenta bancaria, le tienes que ingresar 150 euros.
—Jodeeeeer, pero ¿por qué se casan?, ¡¿por qué?!
—Porque es lo que hace la gente. La gente que no somos ni tú ni yo, pero gente, gente a fin de cuentas. Elvira, esa gente, que no somos ni tú ni yo, pertenece a un grupo humano especial en el que se tiene pareja y esa pareja le propone matrimonio porque le quiere. La gente, que no somos ni tú ni yo, se quiere, se-quiere 
—Ya. Yo tuve un novio que un día me prometió que nos casaríamos porque “Te quiero, reinita”, 3 semanas después me confesó que se tiraba a su ex y después huyó a Finlandia con la excusa de hacer el proyecto fin de máster. Nunca más supe de él. Pero me quería, me quería mucho.
—Ajá.
El curso de Astrofísica terminó y guardé  mi cuaderno azul junto al naranja de coreano. 

—Pon los brazos en cruz para tomarte las medidas.
Joan dejó su café en la mesa y se puso en medio de la cocina con los brazos en alto.
—Pero, cariño, ¿no crees que sería mejor que primero aprendieras a tejer y luego, ya si eso, me tomaras las medidas?
—Aprender a tejer… Ya… no sé, es que ahora mismo estoy pensando que esto de la cuarentena se va a alargar mucho y que quizá me apunte al curso, de 5 semanas, de Criminología que ofrece online la Universidad de Salamanca.
—Ajá.