27 ago 2021

Francia, revista musical

 

Lina Morgan en La tonta del bote, 1970

Elvira bajaba la escalinata exterior de la Biblioteca Nacional de Madrid como si de una vedette se tratara. Enrique, al pie de las escaleras, puso los brazos en jarras y resopló. Era la primera vez que alguien la iba a buscar y eso le hizo tanta ilusión como para sacar su dotes teatrales.

—A que me parezco a Norma Duval —dijo terminando con los últimos tres escalones de un salto.

—Más bien a Lina Morgan —contestó Enrique. Le pasó el brazo por los hombros y emprendiendo el paso la besó en la cabeza—.  ¿Qué tal, amiga?

—Muy bien, camarada.

—¿Cómo va tu visión de Unamuno?

—Con niebla, mucha niebla.

Al salir del recinto ajardinado de la biblioteca, Enrique se separó de su amiga y con un tono serio le agradeció que quisiera conocer a su nueva pareja.

—De verdad que no entiendo esta manía que tenéis todos de buscar la aprobación de los demás sobre vuestras parejas. Si te gusta a ti, pues ya está, ¿qué más dará lo que piense el uno o el otro?

—Tu opinión me importa muy poco, pero en dos días estreno en Plasencia la obra que he dirigido, vamos a ir todos juntos y quiero que sea un viaje tranquilo.

—¡¿Acaso yo no soy una mujer tranquila?! ¡Dime!, ¿eh?, ¡¡¡¡¡¿no lo soy?!!!!!

Dos jóvenes que iban delante se dieron la vuelta. Enrique los miró y señaló a Elvira gesticulando como si de una loca se tratara.

—Solo te pido que lo conozcas y que seas amable con él. Nada más. En Plasencia necesito tener un ambiente agradable. Conócelo y sé amable. Fácil.

—¡Siempre soy amable!

Entraron en una pequeña cafetería del barrio de Las Letras. Enrique señaló una mesita del fondo. En ella un hombre atractivo, de poco más de 30 años, alzó la mano.

—Uy, es monísimo —masculló Elvira acercándose.

—Vale, aquí estamos —dijo Enrique algo nervioso—. Bien, esta es mi amiga Elvira —ella se quitó la mascarilla y sonrió ampliamente—, vale, bueno, bien… y… este es mi chico: Jérôme.

—¿Cómo? —A Elvira se le acababa de borrar la sonrisa de un plumazo.

—Jérôme —repitió Enrique fingiendo no saber que un huracán le acababa de arrancar la cabeza.

—¿Cómo que Jérôme? —insistió ella.

Mais, sí, sí, Jérôme, Jerôme —dijo esta vez el propio chico.

Elvira giró con lentitud la cabeza para mirarlo, sus vertebras crujieron acompasadas. Esbozó una siniestra sonrisa y preguntó:

—¿Y de dónde eres, Jérôme?

—De Frgggansia.

—¿De Frgggansia? —repitió abriendo los ojos como un tarsero filipino—. ¿Eres de Frgggansia, Jérôme?

Mais, oui, de Frgggansia, Frgggansia.

—Bien, vale, fenomenal, ahora que ya os habéis localizado en el mapa, decidme qué queréis beber, voy a pedir.

Su novio dijo que nada, tenía la cerveza recién empezada y su amiga:

—Por favor, para mí una tila —y arrastrando la silla, provocando un ruido bastante molesto en todo el local, se sentó.

Al quedarse solos, el joven Jérôme intentó sacar algo de conversación. Le contó lo mucho que le gustaba Madrid y lo curioso que había sido empezar una relación con Enrique, después le preguntó si conocía Francia. Elvira cerró los ojos y contuvo la respiración, ni Belén Esteban en sus mejores tiempos.

—Un poco, sí —contestó.

Enrique llegó. Dejó las bebidas sobre la mesa y notando la tensión en el ambiente decidió sacar el tema Covid que siempre es muy socorrido.

—Oh, teggible, teggible, en Frgggansia más de cien mil muergtos.

—Bueno, ya quedáis menos —dijo Elvira y aleteando las pestañas bebió un sorbito de tila.

Al día siguiente, Elvira bajaba concentrada la escalinata de la Biblioteca Nacional cuando vio en el jardín a Enrique. Automáticamente se giró y apresuró el paso escaleras arriba.

—¡Elvira!

Elvira paró en seco y de espaldas gritó:

—¡Se ha equivocado, señor, me confunden mucho pero no soy ella!

—¡Baja!, ¡ya!

Se dio la vuelta y empezó a bajar los escalones con lentitud, de uno en uno. Al terminar se acercó a su amigo y moldeando su tono de pura inocencia le explicó:

—Es que como soy ciega, ya sabes… mi horrible enfermedad… Así que debo tener mucho cuidado con las escaleras, siempre me caigo...

—¿Sí? Pues ayer bien que las bajabas como Norma Duval.

—Uy, uy, uy, Norma Duval dice, no, no, como mucho a lo Lina Morgan.

—Estoy enfadado, Elvira.

—Su obra que más me gusta es Celeste… no es un color.

—No quiero que vengas a Plasencia, no quiero que me estropees un fin de semana tan importante para mí y lo vas a hacer.

Elvira se agarró de los pulgares, se los apretaba con fuerza.

—También me gusta mucho la de Dame coco, Darío.

—Y después, hasta que no soluciones tus problemas y dejes de apuntar con ellos a la gente que te rodea prefiero no verte más. Hasta aquí, Elvi, hasta aquí. No fue justa esa manera de cargar contra Jérôme toda la tarde, fuiste cruel, es muy buen tío y no voy a dudar si tengo que elegir entre él o tú. Lo tengo claro. Reflexiona un poco porque me parece que te vas a quedar muy sola, ¿lo entiendes?

Elvira lo miró y cogiendo un poquito de aire dijo:

—Aunque en realidad mi favorita es La tonta del bote.

 

21 ago 2021

China talibán

 

Reunión en Tianjing de Wang Yi, ministro de Asuntos Exteriores de China, y Abdul Ghani Baradar, cofundador de los talibanes y jefe de su comisión política.


―Es un Gobierno deshumanizado ―dijo Elvira apoyada en el escritorio que el viejo profesor Pardos tenía en su estudio―. Siento una enorme decepción.

―Querida ―dijo él desde su butaca―, la decepción no es más que la mala percepción que tenemos a priori de las cosas. China es un monstruo capaz de devorar a sus propias crías. El que tú lo estés descubriendo ahora no significa que no lo haya sido siempre.

Elvira agachó la cabeza y acarició la vieja madera del escritorio con delicadeza.

―El mundo se acaba ―dijo.

―El mundo acabó hace tiempo. Llevamos siglos dejándonos arrastrar por movimientos temporales cíclicos, repetitivos, previsibles y sin embargo, con cada nuevo acontecimiento, fingimos sorpresa y lo hacemos, mi querida alma, porque si no qué sentido tendría seguir respirando, quién soportaría lo absurdo de una existencia ya vivida, para qué.

―Para qué…

―Dame un beso. ―Elvira alzó la cabeza y lo miró con ternura, se acercó y se acuclilló junto a la butaca―. Tonta idealista de besos dosificados. ―Acariciándole la mano, Elvira se levantó.

―Siento dolor.

―Porque todavía no estás muerta. ¡Dolores, Dolores, Dolores! ―gritó el viejo. La puerta del estudio se abrió con ímpetu y Dolores apareció con un trapo entre las manos.

―Pero ¿qué pasa, qué pasa, qué es lo que pasa? Tanto grito, tanto grito.

―No lo repita todo, que parece el corifeo. Tráigale sandia a Elvira, haga el favor.

―¿Sandía? Pues sandía, sandia, sandía se traerá.

―¡Y dale con el repiqueteo!

―No, no quiero sandia, gracias, Dolores ―intervino Elvira.

―Sí quiere, sí, tráigale sandia.

―Sí quiere, sí quiere, sí, sí, pues sandía, sandía se traerá.

―¡Paciencia, señor!

Elvira se rio y Dolores agitando el trapo al aire salió de la estancia repitiendo paciencia, paciencia, paciencia.

La antigua estudiante del profesor se acercó a la biblioteca, a una de las tres paredes de aquel enorme estudio que estaba forrada por estanterías que iban del suelo al techo. Los libros se amontonaban sin ningún tipo de orden, aunque ella conocía a la perfección su disposición. Examinó el estante que más cerca le quedaba a la vista.

―Tengo en casa cuatro libros tuyos, te los devolveré en la próxima visita.

―Voy a cumplir 80 años, no creo que haya próxima visita.

―Entonces te los llevaré a tu tumba.

―¡La sandía! ―exclamó Dolores entrando en la sala. Dejó un plato con la fruta troceada sobre el escritorio―. ¡Hala, que con este calor es mano de santo! ―y dirigiéndose a Elvira añadió―: ¿Te quedas a comer, preciosa?

―No, Dolores, gracias, hoy no puedo.

―No, no puede, debe adornar de flores mi lápida.

―¡Oy, oy, oy, qué cosas, qué cosas, qué cosas, señor Agustín, qué cosas! ―y con un baile de aspavientos salió.

Elvira se acercó a la mesa y observó el plato. El profesor Pardos la miraba desde su butaca.

―Ojalá pudiera templar tu dolor pero solo tengo fruta ―dijo.

 

12 ago 2021

Psicopatía veraniega 2

 

"Christine de Pizan"


―Oye, perdona, perdona, oye, ¡oye! ―el chico chistó a su vera pero hasta que no chasqueó los dedos frente a su pantalla del portátil, Elvira no levantó la cabeza. Esta vio a un joven de pie junto a ella moviendo los labios, se quitó los auriculares y, disculpándose primero, le pidió que repitiera―. Que estás haciendo mucho ruido y molestas a toda la biblioteca.

―¿Se oye la música? ―preguntó mostrándole los auriculares.

―No, es tu teclado.

Elvira miró primero al teclado y riéndose volvió a mirarlo a él.

―Es una broma, ¿no?

―No. Tecleas muy fuerte. Molestas. Si quieres trabajar te vas al piso de arriba, esta es la sala de consulta.

―Estoy consultando ―levantó el libro que tenía sobre la mesa, junto a su ordenador, y se lo acercó―. ¿Lo ves? Consulto.

―Te aconsejo que te compres una funda de goma para tu teclado ―y señaló algo 4 sitios más a la derecha, Elvira se levantó un poco de la silla y vio un pequeño ordenador plateado con una alfombrilla de silicona sobre las teclas.

―Gracias, lo haré.

Elvira hizo amago del volverse a poner los auriculares creyendo que aquel gesto sería suficiente para terminar la conversación y volver a sus textos, sin embargo no fue así. El joven permaneció de pie sin dejar de mirarla.

―¡Así nos va y luego pasa lo que pasa! ―exclamó de pronto y luego, a grandes zancadas, regresó a su mesa.

La mujer se sintió incómoda y se agitó en su silla. Buscó un poco de apoyo pero era agosto y tan solo había otra joven en la sala tres filas más adelante que, además de tener puestos los auriculares, llevaba 3 horas de reloj sin levantar la vista de sus libros, Elvira llegó a pensar que era de atrezo.

Después del incidente le costó concentrarse, así que terminó por cerrar el portátil y mirar fijamente el libro que había solicitado en consulta. Acarició la portada y resopló, a pesar de estar resguardada bajo el aire acondicionado de la biblioteca sabía que Madrid ardía a 40°. Observó sus uñas, las tenía pintadas de negro, pensó que al llegar a casa las cambiaría por el granate cereza mate que le había regalado Almudena. Tamborileó la mesa y miró a su derecha, 4 sitios más allá localizó al tarado, calificativo con el que lo había fichado mentalmente. Pasaba las hojas con energía de atrás hacia adelante, revisaba cada una de ellas un par de veces. Las volteaba como si tuvieran prisa por ser seleccionadas. Elvira lo observó durante al menos diez minutos después, con decisión, se levantó y se dirigió hacia él.

―Oye, perdona, perdona, oye, ¡oye! ―exclamó entrometiendo su mano entre sus ojos y el libro. El chico levantó la cabeza y se quitó los tapones de las orejas. ¿Tapones?, cabrón, pensó Elvira dándole tiempo a guardarlos en la cajita transparente de plástico―. Que estás haciendo mucho ruido y molestas a toda la biblioteca.

―¿Perdona?

La mujer señaló desde arriba el libro.

―Las páginas. Las pasas muy fuerte. Molestas. Si quieres leer te vas al piso de arriba, esta es la sala de consulta.

―¿Perdo… perdona? ¡Estoy consultando!

Elvira ladeo la cabeza y levantó las cejas, sonrió pero con la mascarilla el joven no pudo verlo.

―Entiendo ―dijo―, en ese caso te aconsejo que la próxima vez solicites documentos digitales. ―Se giró y señaló algo 4 sitios más a la izquierda.

El chico alzó la cabeza y vio el portátil de la mujer. Sin añadir nada abrió su cajita transparente de plástico y se puso de nuevo los tapones. Elvira no se movió de su lado. El joven desconcertado la miró, se quitó uno de los tapones y preguntó:

―¿Qué?

―¡Así nos va y luego pasa lo que pasa!

Y, con pasitos cortos pero bien marcados, Elvira regresó a su mesa. Abrió el portátil y con energía comenzó a teclear de nuevo: “Son muchos los ejemplos que demuestran que la imitación es una manifestación característica de los personajes con rasgos psicopáticos en el teatro español de finales de…”.

 

4 ago 2021

Psicopatía veraniega

 

Foto: Elvira Rebollo

Estaba recostada en la tumbona, frente a una pequeña piscina de diseño que daba a las faldas de toda la sierra malagueña. Llevaba leyendo casi una hora, no podía pedir más. Joan y yo habíamos alquilado una casita en medio de la nada y todo estaba siendo perfecto, idílico, placentero, imperturbable…

―¡Joaaaaaaaaan!

―¿Qué? ―dijo asomando la cabeza desde la barandilla de la terraza del segundo piso.

―¡Tenemos un problema!

 

―Tenéis un problema ―dijo Beatriz mostrándome un top de tiras, de los que nunca sé cómo se ponen. Lo volvió a dejar en la estantería al ver mi mueca―. Estamos pasando por una pandemia. Nos han aislado durante meses, has estado en China bajo unas condiciones lamentables en cuarentena, y aun así os vais a alquilar una casa en mitad de la montaña sin vida humana a 30 km a la redonda. Perdona, de esta faldita ¿tienes la talla M? ―La dependienta le contestó que iría a ver, Bea suspiró y revisó la falda poco convencida―. Con unas sandalias de tacón alto puede quedar bien, ¿no?

―No nos gusta la gente ―contesté. Beatriz me pidió que le sostuviera el bolso para probarse una chaqueta de punto sin mangas.

―¿Te gusta?

―Me aburro.

―Te aguantas. Me lo debes. Ya sé que eres comunista, minimalista, anti consumista y una misántropa de mierda, pero me lo debes. Te recuerdo que tu amiguita se tiró al amor de mi vida en mi propia casa.

―Pensaba que el amor de tu vida era Markus.

Beatriz me miró con rabia.

―Aquí la tiene ―dijo la dependienta ofreciéndole la falda talla M.

Bea la cogió molesta por todavía no saber qué contestarme, ni le dio las gracias.

―No sé por qué siempre defiendes a Almudena.

―Porque es bonita.

Lanzó la falda hecha una bola a la estantería y levantando la voz me pidió que saliéramos de la tienda porque parecían no gastar en aire acondicionado.

Me encantaba verla caminar por la Gran Vía madrileña, desprendía toda la seguridad que una persona podía llevar sobre sus hombros. Su casi metro setenta desfilaba con una elegancia sutil de una mujer delicada y firme a la vez. La admiraba, había sabido sacudirse las secuelas del cáncer y recuperar su vieja personalidad desbordante, era asombrosa. Al pararse frente al semáforo se giró para buscarme.

―Entre ese nuevo corte de pelo y ese peto tan horroroso, pareces un espantapájaros. Anda, vamos, que ya está en verde ―dijo.

Cruzamos la carretera y nos sentamos en una terracita de la Plaza Luna.

―Te pongas como te pongas no pienso perdonar a Almudena.

―Ya lo has hecho.

Beatriz se llevó el botellín de cerveza a la boca y sonrió mirándome fijamente.

―Me das mucho asco, Elvi. Tienes ese toque de profesora condescendiente que da mucha rabia. Siempre lo sabes todo, ¿no?

―Todo.

―Me gustaría saber qué harías si me follara a Joan.

―Nada. Soy comunista, lo comparto todo.

Beatriz se rio y bebió un largo trago de cerveza.

―Joan y tú sois una pareja de psicópatas bien avenida. Y, repito, tenéis un problema. Daría lo que fuera por entender qué vais a hacer en esa casa en mitad de la montaña los dos solos. Estoy convencida de que queréis deshaceros de un cuerpo. No me extrañaría que lo hubierais matado durante el confinamiento, y a lo largo de todo este tiempo lo tuvierais en vuestro congelador, quizá un vecino molesto o el repartidor de Amazon o el de Glovo, ¿se demoró en traeros la comida?, ¿ya estaba fría?, ¿no quiso devolverte el dinero?, ¿lo atizaste con la plancha o simplemente lo empujaste escaleras abajo?

Sonreí y pedí al camarero otros dos botellines.

 

Joan bajó a la piscina y se acercó a la tumbona.

―¿Qué hacemos con él?  ―pregunté.

Joan se colocó al otro lado para verlo mejor. Se acuclilló junto a él y lo observó de cerca durante un par de minutos.

―A este hay que enterrarlo, el anterior lo tiramos entre las piedras del barranco y me supo mal, se lo comerán los carroñeros, es triste.

―¿Te encargas tú?

―Sí, no te preocupes.

Lo sonreí, verdaderamente hacíamos un buen equipo.

―Tomás, ¿qué vamos a hacer contigo? ―recriminé al gato que me miró sin apartarse ni un centímetro del pájaro muerto.