Vendedoras de rosquillas de Manuel Wssel de Guimbarda |
—Sí, Elvira a veces trabaja un poco a regañadientes, sobre todo últimamente, demasiado distraída pero
lo lleva todo al día —dijo Geraldine sacudiendo al aire los dedos tras partir
una rosquilla en dos. Elvira, sentada en el tercer peldaño de la escalera móvil
de la biblioteca del profesor, la miró con hastío—. Y usted, Agustín, ¿cómo
pasa los días?
—Pues aquí, ya me ves, más muerto que vivo.
—No diga eso, yo lo veo muy bien. Tenía ganas de pasar a
visitarlo pero con esto de la pandemia me daba miedo.
—Tranquila, mala hierba nunca muere —interrumpió Elvira.
El profesor la miró y le lanzó un beso con su temblorosa
mano. Elvira rio.
—Sois como un padre y una hija.
—Somos como dos amantes que jamás tuvieron la suerte de
encontrarse —corrigió el profesor.
Geraldine, contrariada ante su respuesta, volvió a agitar
los dedos aunque ya no tuviera azúcar que retirar. Elvira se levantó golpeando
el suelo con el tacón para estirarse el pantalón y se dio la vuelta a fisgonear las estanterías.
—¿Te gustan las rosquillas, bonita? —preguntó Dolores
entrando en el salón—. ¿Las tenéis en Francia?
—Sí, sí, las tenemos. Están muy ricas.
—Claro, pero seguro que así no, así no las tendréis,
vosotros haréis rosquillas francesas. Estas no son francesas, tienen anís, no
son como las que habrás comido, las mías van cargaditas, ¡come, hija, come más!
—Dolores cruzó los brazos y esperó a que Geraldine se llevara otra a la boca.
—Vamos, déjala tranquila, Dolores.
—Uy, pero señor Agustín, si yo la dejo, ¡claro que la dejo!
No te sientas forzada, ¿eh, bonita?, que yo te lo digo por hacerte un bien que
se te ve muy delgada, ¡tú come!
—¡Dolooores, por favor!
—Dolores, ¿te sientas un ratito con nosotros? —preguntó
Elvira vaticinando una divertida tarde si se unía a la reunión.
—Bueno, pero solo
un ratín, que tengo muchísimas cosas que hacer. —Se sentó en la mesa, frente a
Geraldine y cogió una rosquilla, después se la mostró con parsimonia como si
quisiera darle instrucciones de cómo proceder.
—Y entonces, ¿tendréis la investigación concluida antes de marchar
a Toulouse?
—No lo creo, Agustín —contestó con cierta frustración
Geraldine—. En Toulouse estaremos las dos primeras semanas de julio y hasta
mediados de octubre no la habremos acabado. —Se giró y miró a Elvira buscando
su confirmación pero esta seguía de espaldas rebuscando entre las estanterías—.
Le comento lo de Toulouse, tu estancia, ¿Elvira? —Ella a lo suyo—. ¿Elvira?
—¡¡Elvira!!
—Ay, señor Agustín, qué susto, qué susto, qué susto, por
Dios, ¡no grite de esa manera!
Elvira se dio la vuelta con quietud y miró a su profesor.
—¿Qué?
—¿Dónde estabas?
—Cerca de ti, queriéndote.
El profesor sonrió.
—Tú no sabes querer.
—Aprendo.
—¿Aprendes?
—Me enseñas.
—Poco he podido enseñarte yo, quizá una vez muertos…
quizá con la eternidad por delante… quizá entonces…
—Quizá.
Geraldine se levantó, se colocó el abrigo y dijo que se
marchaba.
—¿Ya, bonita? ¿Te pongo unas rosquillas en un táper y te
las llevas?
Dijo que no con cierta molestia, parecía que su delicada educación
francesa se hubiera evaporado y el verdadero carácter estuviera rompiendo el
cascarón. Se acercó al profesor y con un forzado abrazo se despidió. A Elvira
le dio un beso en la mejilla izquierda y después abandonó el Huerto. Dolores la
acompañó a la puerta y al cerrarla volvió al salón. Recogió el plato de
rosquillas de la mesa.
—Cielo, ¿te quedas a cenar? —preguntó.
Elvira miró al profesor.
—Sí, hoy me quedaré. —Dolores salió y Elvira se sentó en
la butaca junto a la de Agustín—. ¿Y si nos morimos ahora?
—Si nos morimos ahora tropezaremos con la eternidad y,
entonces, aprenderemos a querernos. Así será, quizá.
—Quizá —contestó y cerró los ojos.