20 mar 2022

Rosquillas en el Huerto de los Olivos

 

Vendedoras de rosquillas de Manuel Wssel de Guimbarda

—Sí, Elvira a veces trabaja un poco a regañadientes, sobre todo últimamente, demasiado distraída pero lo lleva todo al día —dijo Geraldine sacudiendo al aire los dedos tras partir una rosquilla en dos. Elvira, sentada en el tercer peldaño de la escalera móvil de la biblioteca del profesor, la miró con hastío—. Y usted, Agustín, ¿cómo pasa los días?

—Pues aquí, ya me ves, más muerto que vivo.

—No diga eso, yo lo veo muy bien. Tenía ganas de pasar a visitarlo pero con esto de la pandemia me daba miedo.

—Tranquila, mala hierba nunca muere —interrumpió Elvira.

El profesor la miró y le lanzó un beso con su temblorosa mano. Elvira rio.

—Sois como un padre y una hija.

—Somos como dos amantes que jamás tuvieron la suerte de encontrarse —corrigió el profesor.

Geraldine, contrariada ante su respuesta, volvió a agitar los dedos aunque ya no tuviera azúcar que retirar. Elvira se levantó golpeando el suelo con el tacón para estirarse el pantalón y se dio la vuelta a fisgonear las estanterías.

—¿Te gustan las rosquillas, bonita? —preguntó Dolores entrando en el salón—. ¿Las tenéis en Francia?

—Sí, sí, las tenemos. Están muy ricas.

—Claro, pero seguro que así no, así no las tendréis, vosotros haréis rosquillas francesas. Estas no son francesas, tienen anís, no son como las que habrás comido, las mías van cargaditas, ¡come, hija, come más! —Dolores cruzó los brazos y esperó a que Geraldine se llevara otra a la boca.

—Vamos, déjala tranquila, Dolores.

—Uy, pero señor Agustín, si yo la dejo, ¡claro que la dejo! No te sientas forzada, ¿eh, bonita?, que yo te lo digo por hacerte un bien que se te ve muy delgada, ¡tú  come!

—¡Dolooores, por favor!

—Dolores, ¿te sientas un ratito con nosotros? —preguntó Elvira vaticinando una divertida tarde si se unía a la reunión.

 —Bueno, pero solo un ratín, que tengo muchísimas cosas que hacer. —Se sentó en la mesa, frente a Geraldine y cogió una rosquilla, después se la mostró con parsimonia como si quisiera darle instrucciones de cómo proceder.

—Y entonces, ¿tendréis la investigación concluida antes de marchar a Toulouse?

—No lo creo, Agustín —contestó con cierta frustración Geraldine—. En Toulouse estaremos las dos primeras semanas de julio y hasta mediados de octubre no la habremos acabado. —Se giró y miró a Elvira buscando su confirmación pero esta seguía de espaldas rebuscando entre las estanterías—. Le comento lo de Toulouse, tu estancia, ¿Elvira? —Ella a lo suyo—. ¿Elvira?

—¡¡Elvira!!

—Ay, señor Agustín, qué susto, qué susto, qué susto, por Dios, ¡no grite de esa manera!

Elvira se dio la vuelta con quietud y miró a su profesor.

—¿Qué?

—¿Dónde estabas?

—Cerca de ti, queriéndote.

El profesor sonrió.

—Tú no sabes querer.

—Aprendo.

—¿Aprendes?

—Me enseñas.

—Poco he podido enseñarte yo, quizá una vez muertos… quizá con la eternidad por delante… quizá entonces…

—Quizá.

Geraldine se levantó, se colocó el abrigo y dijo que se marchaba.

—¿Ya, bonita? ¿Te pongo unas rosquillas en un táper y te las llevas? —preguntó Dolores levantándose también.

Dijo que no con cierta molestia, parecía que su delicada educación francesa se hubiera evaporado y el verdadero carácter estuviera rompiendo el cascarón. Se acercó al profesor y con un forzado abrazo se despidió. A Elvira le dio un beso en la mejilla izquierda y después abandonó el Huerto. Dolores la acompañó a la puerta y al cerrarla volvió al salón. Recogió el plato de rosquillas de la mesa.

—Cielo, ¿te quedas a cenar? —preguntó.

Elvira miró al profesor.

—Sí, hoy me quedaré. —Dolores salió y Elvira se sentó en la butaca junto a la de Agustín—. ¿Y si nos morimos ahora?

—Si nos morimos ahora tropezaremos con la eternidad y, entonces, aprenderemos a querernos. Así será, quizá.

—Quizá —contestó y cerró los ojos.