31 oct 2021

La casa

 

Fotografía: Elvira Rebollo

—Elvisa, esta es tu habitación —dijo la mujer abriendo la puerta—. ¿Te gusta? Mira, ahí puedes dejar la maleta. Ahora lo ves todo oscuro pero mañana te darás cuenta de la claridad. En este lado de la montaña pega el sol casi todo el día. Aunque hayan anunciado lluvias, seguro que nos dan una tregua, disfrutarás del paisaje, ya lo verás.  —Se alisó la papada y me miró sonriente—. Elvisa, qué bonito nombre.

—Elvira —dije—. Con erre.

—¿Y eso?

—Por la abuela de mi madre.

—Vaya, pobre, qué mala suerte.

Y recordándome que la cena era a las nueve, cerró la puerta. Me senté en la cama y me froté la frente con la yema de dos dedos. Cerré los ojos y respiré con fuerza.

A las nueve y diez, desde uno de los extremos del porche, mandaba un audio a Joan para decirle que ya había llegado y que la casa era bastante mejor de lo que esperaba pero que no paraba de llover. Quise decirle que lo quería, que lo quería con locura porque era consciente de la paciencia que estaba teniendo conmigo, pero solo atiné a pronunciar que no se olvidara de poner una lavadora con las toallas blancas.

—Ya estamos cenando, Elvisa —dijo la mujer asomando la cabeza por el portalón de entrada.

—Elvira.

—Lo sé.

Confusa metí el móvil en el bolsillo de atrás de mi vaquero y entré en la casa.

—Ahí, siéntate ahí, junto a Sonsoles.

El comedor era una pequeña estancia con una larga mesa para diez comensales. Obediente me sentí junto a una mujer de mediana edad, menuda, de pelo grasiento recogido en un moño alto y con gesto serio. A mi otro lado no había nadie pero enfrente: una joven pareja, o eso parecía, de poco más de 30 años.

—Hola —dije al sentarme.

—Bueno, este fin de semana solo ocupáis vosotros cuatro la casa, con la lluvia ha habido tres cancelaciones. Elvisa, ¿te gusta la purrusalda?

—Sí. —En verdad no. Odiaba los hilillos del puerro entre los dientes—. Me encanta.

Los jóvenes hablaron de la nueva pandemia que se nos venía encima con la caída de Evergrande. Afirmaban que tener congestionada a China iba a repercutir en una grave pulmonía para el resto del mundo. Parecían entenderse bien. Él aseveraba lo que decía ella y ella dejaba espacio al final de cada frase para que él las pudiera terminar. Los miraba con pereza. Tras arrastrar los trozos de puerro alrededor del plato, me excusé diciendo que salía un ratito fuera. Me apoyé en la barandilla de madera y contemplé una negra lejanía que no parecía ni existir.

—Son demasiado jóvenes —dijo Sonsoles acercándose. Se paró junto a mí y me preguntó qué observaba entre tanta oscuridad.

—Mi vida —dije, se rio y me ofreció un cigarro—. No fumo. —Al mirarla me di cuenta de que estaba acribillada por las arrugas y su expresión quizá no era seria sino cansada. Se llevó un pitillo a la boca—. ¿Y tú, por qué has venido?

—Te podría decir que para tomar aire fresco lejos de la ciudad, cargar pilas y todas esas tonterías que dices cuando no quieres contar la verdad. —Nos miramos y tras un incómodo silencio me preguntó—: ¿Tienes hijos?

—No, por favor —dije con desaire.

—¿No te gustan los niños?

—Vivos no.

—Bueno, supongo que no hay nada que sirva para mucho una vez muerto.

—Los maridos —contesté.

Soltó una tremenda carcajada y después llamó a la mujer. Al asomarse por el portalón le pidió si podía sacar los cafés al porche.

—Claro, queridas, pero no cojáis frío. Os bajaré unas mantas también.

La vimos desaparecer y retornamos nuestras miradas hacia lo negro.

—Yo tengo dos, ¿sabes? —dijo.

—¿Maridos?

Giró la cabeza y sonrió.

—De 17 y 15 años. Viven con su padre. La custodia fue mía pero ellos prefirieron irse con él, ¿y qué puedes decir a dos adolescentes? Los veo muy de vez en cuando. —Se sentó en una de las sillas de plástico, se ajustó el jersey al cuerpo y guardó el cigarrillo porque ni siquiera lo había encendido—. Cada vez que les toca conmigo tienen planes con los amigos o eso dicen. Eso dicen. Eso es lo que dicen y yo, pues… no digo nada, ¿qué voy a decir? Y así llevo tres años. —Me senté a su lado con las piernas estiradas alisándome los vaqueros, como si semejante tela pudiera arrugarse—. Así que sí, estoy aquí para tomar aire fresco lejos de la ciudad, ¿no?

—Y para cargar pilas.

—Y para cargar pilas, sí.

—Los cafés, queridas. —La mujer dejó sobre la mesita de plástico una bandeja con dos cafés solos, una jarrita de leche y un azucarero de porcelana con forma de calabaza—. Las mantas os las traigo ahora mismo. —Entró de nuevo en la casa y salió al de un minuto cargada con dos colchas de colores. Sonsoles se levantó para ayudarla—. Gracias, preciosa. No cojáis frío, disfrutad de la noche y recordad que el desayuno es a las siete y media.

Sus anchas caderas y su enorme desparpajo cruzaron el portalón desapareciendo dentro de la casa. Sonsoles me ofreció una colcha.

—¿Y tú? —preguntó.

—¿Yo?

—¿A cuántos maridos has matado?

—Me hubiera gustado matar a varios, pero nunca me casé con ellos.

Sonsoles echó un poco de azúcar a su café y lo removió con energía. Bebió un sorbito y lo dejó otra vez sobre la mesa.

—¿Te echo azúcar al tuyo?

Crucé las piernas y pensé en si Joan pondría la lavadora o no. Recosté la cabeza sobre el duro respaldo de la silla y dije:

—He empezado un trabajo que detesto. Llevo tres años con una investigación que no tiene fin y que ahora comparto con una francesa que me está quemando los nervios. Y mi chico parece, desde hace semanas, estar rumiando algo que no quiero oír. No quiero… Así que sí, yo también estoy aquí para tomar aire fresco lejos de la ciudad, ¿no?

—Entiendo, entonces mejor sin azúcar.

                                                                                             (Continuará…)

                                

1 oct 2021

La otra

 

Desconocido

Nada más verla, en medio del descomunal hall de la Biblioteca Nacional, me supuse que era ella. Llevaba unos holgados pantalones blancos de lino y una vaporosa blusa azulada a juego de sus finas bailarinas. No era demasiado alta pero sí delgada, bastante, y con un bonito flequillo desfilado que capitaneaba una lisa melena castaña por debajo de los hombros. Parecía estar viendo a la Françoise Hardy de los años 60. Levantó la mano, supongo que sonreía, se le achicaron los ojos, pero con la mascarilla no estoy segura.

—Elvira, oh, Elvira, oh, oh…  —dijo cogiéndome una mano entre las dos suyas—. No sabes cuántas ganas tenía de conocerte. Agustín Pardos me ha hablado maravillas de ti.

—Está muy mayor —dije con una incómoda sonrisa. Y es que nunca sabía reaccionar ante ese tipo de situaciones. En primer lugar, su elegancia me aplastaba como una prensa en un desguace y, en segundo lugar, recibía los halagos como patatas calientes en la boca, rico pero duele; es lo que pasa cuando tu madre solo te ha estado llamando retrasada mental durante años.

Terminamos los trámites para acceder al interior de la biblioteca. Marcaron nuestros dispositivos electrónicos con una pegatina y un código y nos ofrecieron una cinta de la que colgaba una tarjeta de plástico identificativa. Las dos nos la colocamos en el cuello y cruzamos las puertas de cristal que daban al viejo pasillo de suelos de madera.  Crujían a cada paso, a ella no parecía importarle pero yo me ruborizaba con cada chasquido, quería ser invisible. Habían sido muchas las veces que había recorrido ese pasillo pero era la primera que lo hacía con un claro sentimiento de impostora.

—¡Disculpen! —exclamó una mujer de mediana edad que sostenía con los dos brazos una pila de revistas, nos estaba viendo subir las escaleras—. Eso es acceso restringido.

—Investigación —dijo ella mostrando su identificación del cuello.

—Investigación —repetí yo creyéndome Willows de CSI. Lo dicho, impostora.

Llegamos, dos pisos más arriba, a la Sala Larra. Y ella, marcando el paso como lo había hecho hasta ese momento, se sentó en una larga mesa del centro de la estancia.

—Antes de pasar a la hemeroteca, podemos charlar un poquito, ¿verdad? —Su acento era imperceptible. Echó un vistazo a su alrededor—. Y como no hay nadie por aquí, no creo que pase nada por quitarnos las mascarillas.

Se quitó la suya, una FFP2 azul oscura, la dobló con cuidado y la metió en un sobre de papel que dejó sobre la mesa. Sentí vergüenza al meter la mía, una quirúrgica blanca, hecha un gurruño en mi tote-bag. Sonreí.

—Podemos trabajar juntas. Agustín Pardos me ha hablado de tu interés en el proyecto de la Universidad de Toulouse. ¿Conoces Toulouse?

—Solo he estado una vez.

—Pero viviste en Francia, n’est-ce pas?

Me agarré del cuello con delicadeza disimulando una incontrolable agresividad pasiva.

—Sí.

Où?

—Lyon —contesté sonriendo de nuevo. Impostora.

—Oh, Lyon, Lyon, qué hermosa, ¡qué hermosa!

—Sí. Hermosa.  —Sonrisa.

El karma. Quien al cielo escupe…

—Toulouse tiene otra belleza, más natural.

—Natural. —Sonrisa.

—Y no es porque trabaje allí pero creo que la Universidad de Toulouse en Estudios Hispánicos aporta una diversidad difícil de encontrar en otras universidades, no sé si decir, más convencionales. ¿Entiendes a lo que me refiero? —Asentí con la cabeza—. Ahora, Elvira, nuestras líneas de investigación se cruzan y sería imperdonable dejar pasar esta oportunidad. Tratar el suicidio en literatura, bueno, en cualquier ámbito, sigue teniendo gruesas líneas de censura, apenas hay publicaciones, no es fácil, pero juntas, en un mismo proyecto… ¿Estás de acuerdo?

Madame Lemoine, yo…

—Oh, Elvira, s'il te plaît! Geraldine, Geraldine.

—Geraldine —dije nerviosa mientras me apartaba un pelo imaginario del medio de la cara—. Sé que Agustín solo quiere ayudarme y es cierto que estuve a punto de mudarme a Toulouse hace algo más de un año al conocer ese proyecto, eran otras circunstancias: la pandemia, la cercanía, algunas desavenencias con China… Pero ahora mismo, mi objetivo está en Madrid hasta finales del año próximo. Aun así podemos trabajar a distancia, por mi parte estaría encantada.

Se echó hacia atrás ajustándose la blusa a los hombros. Se repasó el labio inferior con la punta de la lengua y después dijo ladeando la cabeza:

—Tarde o temprano tendrás que instalarte en Toulouse. —Coloqué los dedos en el borde de la mesa, como si fuera a tocar un piano y apreté con fuerza—. Cuando termines tu periodo de investigación deberás dar clases, ¿entiendes esto?

Cuando termine mi periodo de investigación, me compraré una casa en medio de la sierra extremeña y viviré junto a Joan. Cuando termine mi periodo de investigación, es posible que esté completamente ciega. Por ello, cuando termine mi periodo de investigación, dedicaré los días, lejos de cualquier atisbo de vida humana, a intentar entender una existencia en obligada oscuridad y gestionaré mi odio a la humanidad empezando por Francia. Pero hasta entonces, Geraldine, trabajaremos juntas los tres meses que has venido a colaborar con mi universidad en Madrid, hasta entonces fingiré interés en tus proyectos y hasta entonces, Geraldine, seré impostora de mi propia vida.

—Claro, entiendo —dije. Sonrisa—. Ahora es mejor que entremos en la hemeroteca si queremos aprovechar la mañana. —Me puse en pie y sin ya vergüenza saqué la mascarilla de mi bolso, como si de un kleenex usado se tratase, y me la coloqué.

Por la tarde, bajaba la cuesta de Mesón de Paredes, en Lavapiés, hasta llegar al portal de Enrique. Subí el pequeño peldaño y presioné el portero automático.

—¿Sí? —preguntó su voz.

—Enrique, soy yo —contesté e inmediatamente después oí un clic. Volví a tocar, oí de nuevo el clic y silencio—. Enrique, voy al café de enfrente, te espero, baja, por favor. —Clic.

Pedí un café solo y me senté junto a la ventana. Saqué del bolso la última novela de Franz Werfel que había comprado. Acaricié la portada y la dejé sobre la mesa. Vertí un sobrecito de azúcar en el café y removí largo rato.

—¿Está libre?

—¿Qué?

—Esta, ¿está libre? —Una chica de poco más de 20 años sujetaba el respaldo de una de mis sillas.

—Sí, esa sí. La otra no.

Acerqué la silla que quedaba y puse mi bolso encima. Abrí el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato sentí el bolso depositarse sobre la mesa. Giré la cabeza y vi a Enrique sentándose en la silla con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre las rodillas.

—Hola —dije.

—No voy a pedirte perdón —dijo con la vista baja—, no me hubiera importado matarte.

—Hola —volví a decir. Levantó la cabeza y me miró—. ¿Quieres un café, camarada?