30 may 2021

Ratitos disfrutones

 

Desconocido

—¿No hay cerveza? —pregunté en chino a la dependienta del supermercado del campus, una joven de poco más de 20 años con camiseta roja y pantalones azules que reorganizaba las baldas del segundo pasillo.

—¿Cerveza? Hay. Hay cerveza. Hay, hay. —Dejó su tarea y se encaminó al fondo del supermercado. Allí me señaló casi una docena de cajas alineadas en el suelo—. Cerveza.

Lo primero que pensé fue que habría una nueva normativa en la que estaría prohibido exhibir la cerveza en los supermercados de dentro de la universidad, las reglas en China se modifican cada 5 minutos y esta última no la conocía, desde luego.

—Bien —dije—. ¿No hay cerveza fría?

—¿Fría? Hay. Hay cerveza fría. Hay, hay. —Se dio media vuelta y me mostró un pequeño frigorífico—. ¿Cuántas?

—Quiero dos. Perdona ¿esa cuál es?

—¿Esta? —repitió alcanzando una lata verde y blanca—. Esta es cerveza local.

—Bien, quiero dos —dije, así que me dio dos de las locales—. No, quiero dos Tsingtao y locales. —Así que me quitó esas cervezas y sacó una Tsingtao y una local. Dos en total. —No, no quiero así —dije algo nerviosa en mi chino macarrónico—. Quiero cuatro, cuatro.

—Ah, bien, bien. —Y sacó cuatro cervezas Tsingtao y cuatro locales y me las puso sobre los brazos, encima de las dos que ya tenía de antes—. ¿Bien?

—Muy bien —respondí, era viernes noche y mi fuerza para discutir se la había llevado una pésima semana.

La acompañé hasta la caja registradora y justo antes de poder dejar las 10 cervezas sobre el mostrador escuché:

—Oh, ¿la ayudamos, profesora?

¿Profesora? Giré con pavor sosteniendo parte de las latas de cerveza con mi barbilla.

—Chicos, ¿qué tal? —dije a un grupito de tres estudiantes de grado—. No, no, no os preocupéis, puedo yo sola.

Y me di la vuelta fingiendo naturalidad, como si aquella escena no representara claramente el ocaso irremediable de una profesora ya sin vocación. Deposité las latas en el mostrador y tragué saliva.

—¿Va a hacer una fiesta, profesora?

—¿Qué?

—Una fiesta. ¿Con los profesores Raúl, Marina y Verónica?

—¿Eh?

—¿Con todos los profesores?

—Eh… sí… sí, sí, voy a hacer una fiesta en mi casa, todos los profesores van a venir. Todos, todos.

Nerviosa, sin dejar de mostrar una falsa sonrisa, pagué con la aplicación de Wechat y con impaciencia metí las 10 latas en la pequeña bolsita de plástico. Adiós, chicos, dije saliendo por fin del supermercado y sintiéndome algo liberada. Esta semana no había hecho más que empeorar mi situación en China. Había caído al pozo, me habían tirado. Y lo más triste es que no fue solo Samara sino que mi Verónica estaba a su lado para ayudarla.

—Elvi, te prometo que solo le dije que no ibas a renovar, nada más —intentaba explicarse Verónica, el martes, sentada frente a su mesa del despacho sin atreverse a mirarme—. No tenía ni idea de que Narumi lo iría contando por ahí y mucho menos que dijera las cosas que ha dicho de ti, todo fue un malentendido. Créeme, nunca hablaría mal de ti, bueno, ni mal ni bien, no sé… fue… yo…

Sentí el agua fría del pozo calarme primero la espalda y después el cuerpo entero. Con lentitud recogí mis cosas del despacho, las fotos, los libros y el bote de los bolígrafos y lo metí con desgana en el bolso.

—¿Qué haces, Elvi?

—Trabajaré desde casa en mis horas libres. Así tienes más espacio para ti y para tus chismes con Samara.

—Elvira, no seas injusta, todo ha sido un malentendido y te prometo que jamás volverá a pasar. Pero entiéndeme, necesito a Narumi. La necesito, debo seguir viéndola, Osaka no va a ser fácil, tengo que ir muy preparada, ella me puede ayudar mucho.

—Por muy raro que te parezca, Vero, yo a mis amistades no les saco provecho, solo ratitos disfrutones. Ya ves qué simple soy.

Me coloqué el bolso en el hombro y salí del despacho sin un adiós que cerrara la puerta. Desde el martes no había vuelto a saber nada de Verónica y parecía que iba a ser la tónica de mi nueva vida en el campus.

Atravesando el aparcamiento del supermercado comencé a tararear mi canción para los malos momentos:

—Un suicida se balanceaba sobre la cornisa del CapitoooôôÔÔÔL y como veía que no se tiraba fue a llamar a otro suiciiiiîÎÎÎda, dos suicidas se balanceaban…

Nos la inventamos Enrique y yo, hará cosa de 11 años, sentados en un banco de la Plaza de las Descalzas a las 4 de la mañana, tras una noche para olvidar.

Ya en casa dejé la bolsa de latas de cerveza sobre la encimera de la cocina.

—… doce suicidas se balanceaban sobre la cornisa del…

Saqué una lata y la abrí, pegué un primer sorbo a morro y poco convencida cogí un vaso y vertí el resto. Rebusqué en el bolso y comprobé el móvil, tenía 3 llamadas perdidas de Almudena, hoy no, Almu, pensé en voz alta, hoy no. Tomé la cerveza y me senté en el sofá. Abrí la última conversación con Joan en WhatsApp y lo llamé.

—¿Joan?

—¿Elvi? Jo, qué liada tengo.

—¿Te llamo en otro momento?

—No, amor, dime, dime, ¿pasa algo? Raro que me llames a estas horas.

—No, no, nada, solo que pienso cosas, cosas… Sé que no soy fácil, sé que una persona fácil no podría sentirse tan sola, y yo…

—Joder, ya está vomitando otra vez. ¡Tomás!, ¿qué pasa, Tomás? Este gato no está bien, no está bien. Perdona, cariño, es que ya andaba mosqueado porque hace dos días que no hace cacas, así que he pensado en llevarlo al veterinario y, mira, preparando el trasportín otra vomitona y es la tercera en la mañana, joder… Cacas no pero lo que vomita este gato, la madre que…

—Ya… Sí, sí, pobre, a ver si las cacas… Bueno, te llamo luego, ¿prefieres?

—No, no, mi vida, dime, dime. Voy bien, le acabo de meter en el trasportín, salimos para el vete, dime, tengo un ratín antes de llegar.

—Vale, ¿sí?, de acuerdo. No, verás, es que me doy cuenta de que quizá mi forma de ser no es conveniente, la culpa no siempre puede ser de los demás…

—¡Trinidad! Sí, tranquila, me lo llevo al veterinario, pero está bien, que hace dos días que no hace cacas. Claro… ¡Pues justo estoy hablando con ella! Ahora se lo digo, no te preocupes, adiós, adiós. Trinidad que muchos besos, que la escalera sin ti no es lo mismo. Qué buena mujer es esta señora.

—Sí, dale muchos besos también a ella. No, a ver, lo que te decía, era que a veces peco de culpar a los demás y… Si el problema es mío debo solucionarlo desde dentro y voy a cambiar, Joan, sé que para ti no es fácil estar conmigo…

—Cariño, por favor, no digas eso, eres la mujer más… ¡Adela!, pues ya ves, que le gusta darnos sustos, me lo llevo al veterinario, que no hace cacas… Sí, dos días ya sin hacer cacas.  —Me bebí el vaso de un trago—. Sí, sí, si vomitar vomita mucho pero cacas nada, nada de cacas. —Miré seria a la pared, por lo menos no teníamos hijos—. Sí… Parece que muy bien, sin problemas. En julio ya llega, ahora, casualidad, la tengo al teléfono, vale, vale, de tu parte. Oye, muchos besos de Adela, la de la farmacia, me ha preguntado por tus ojos, con ganas de verte.

Fingí estar recibiendo una llamada entrante de la profesora Wang y colgué prometiéndole que lo llamaría al día siguiente. Me levanté y abrí una nueva lata de cerveza, esta vez no la eché en el vaso. Pegué un par de sorbos y la dejé sobre la encimera de nuevo. Miré a través del ventanal de la cocina y no sé si fue porque vi pasar a una pareja de estudiantes cogidos de la mano o porque uno de los árboles del camino estaba torcido o porque la papelera desbordaba basura, no lo sé, la cosa es que me llevé las manos a la boca y ahogué un grito que llevaba tiempo agarrado a mis costillas. Qué espesa es la soledad cuando no es elegida.

A mi lado vi el móvil vibrar, llamada de Almudena. Hoy no, Almu, hoy no. Y lo ignoré.

—Quince suicidas se balanceaban sobre la cornisa del CapitoooôôÔÔÔL y como veían que no se tiraban fueron a llamar a otro suiciiiiîÎÎÎda, dieciséis suicidas… —El móvil volvió a vibrar, esta vez acepté la llamada—. ¿Qué?

—Elvi, te necesito, la acabo de liar muy, muy, muy gorda.

Cogí mi lata de cerveza y me senté en el suelo de la cocina apoyada en los muebles bajos. Escuché a Almudena. Su ex César se casaba. Hasta ahí nada interesante, un idiota menos en el mercado. Todo bien. El problema llegó cuando hoy, Almudena, después de comer y algo aburrida, decidió cotillear quién era esa tal Sandra Mejías Salvador, futura mujer de César. Y no se le ocurrió mejor idea que hacerlo por Instagram.

—No tienes Instagram.

—Un poco sí —contestó.

—¿Un poco?

—Es un perfil falso. No soy yo, bueno, soy yo pero no, es para ver cosillas, ya sabes.

—Ya, para ver si la nueva mujer de tu ex es mejor que tú o no.

—Exacto.

—Viva la sororidad.

La cuestión es que entre cotilleo y cotilleo le dio sin querer a dos fotos “me gusta”.

—¡Sopla! —dije.

—¿Qué?

—¡Sopla!, a veces se van los corazoncitos de “me gusta” soplando.

—¡Elviraaaaaa!

Y entonces empezó el…: Nunca me ayudas, no te tomas en serio mis problemas; eso no es verdad, sopla y si no funciona, cierra la aplicación, reinicia el móvil y ya; ¿pero qué tontería es esa?; pues sopla más fuerte; ¡eres una inútil, Elvi!; ¡jajajajajaja!; puta, no te rías; ¡sopla!; ¡jajajajaja!, coño, ya soplo; jajajajajajaja; jajajajajajaja; dieciocho suicidas se balanceaban sobre la cornisa…; ¿qué hacemos?; ¡haces!; ¿qué hago?; no te conoce, síguela; ¿qué?; ¡síguela!, jamás adivinaría que ese falso perfil pertenece a la ex de su marido; ¿la sigo?; ¡sopla primero!; jajajajajaja; jajajajajaja; ¡ya!, ¡la sigo!, ¡la sigo!, ¡qué fuerte!; qué perra, sigues a la mujer de tu ex; ¡zorra! Jajajajajaja; ¡puta! Jajajajajajaja; ¡sigo a la mujer de mi ex!

No sé ni el tiempo que estuvimos riéndonos hasta que Almu con su inocencia dijo:

—Ay, Elvi, no sé qué haría sin nuestros ratitos disfrutones.

Se me atascaron sus palabras tan dentro que tuve que soltar el vaso de cerveza y apretarme con ambas manos el esternón para ver si pasaban. Imposible, estaban agarradas bien adentro y, aunque intenté contralarme, empecé a llorar con una angustia espesa e inagotable. Almu quiso tranquilizarme con mucho cariño pero el llanto no cesaba, me daba golpecitos en el pecho para intentar que remitiera pero hasta que no pasó largo rato, no pude dejar de llorar.

—Elvi, cariño, ¿pero qué te ha pasado?

—Nada —respondí—, que he vomitado porque llevaba dos días sin hacer cacas…

 

15 may 2021

Samara

 

Samara por Guacala

Hace 19 años recibía una llamada en mi Nokia 3210. En la pantalla aparecía el nombre de Jaime.

—¿Qué? —contesté mientras abría la cama y me metía dentro.

—Siete días… —y colgó.

Esa misma noche habíamos ido al cine a ver la película de The ring y lo que no sabía es que mi amigo iba a estar con la bromita más de mes y medio. Un año más tarde, viviendo en China, compré en un bazar una copia de la versión japonesa y la guardé. Pocos meses después, cuando Jaime vino a visitarme, la vimos juntos y, como si de dos expertos críticos de cine nos tratásemos, coincidimos en que la japonesa era muy superior a la norteamericana, principalmente por la fotografía, sí, sí, si, por la fotografía.

Esta semana, 19 años más tarde, recibía una llamada de Wechat en mi Huawei Nova 6. En la pantalla aparecía el nombre de Jaime.

—No te lo vas a creer —dije nada más aceptar la llamada. Y cogiendo el vaso de café me senté en el sofá de mi nuevo apartamento en China.

—De ti cualquier cosa.

—He conocido a Samara.

 

Entré en el despacho que compartía con Verónica quejándome de los alumnos de 4º y de sus TFGs.

—Y luego, claro, querrán aprobar, pues dime cómo, ¡¿cómo?! —Dejé los libros sobre mi mesa, me senté y con la silla de rueditas me acerqué hasta ella—. ¿Nos vamos a comer?

—Oh, Elvi, lo siento, ya le he dicho a Narumi que iríamos juntas.

Verónica desde que llegamos de nuestra cuarentena había estrechado lazos con el Departamento de Japonés. En parte lo entendía, había decidido no renovar, el próximo semestre se mudaba a Japón donde daría clases en la Universidad de Osaka. Supongo que afianzar su nivel de japonés era una prioridad, lo que me chirriaba era su novedosa amistad con Narumi, ya que antes de la pandemia tuvo más que palabras con ella por, supuestamente, un malentendido que dejó en muy mal lugar a Verónica y por el que nunca recibió una disculpa.

—¿Con Narumi? ¿Otra vez? No sabía que te había pedido perdón.

—No empieces, Elvi. Es otra cultura.

—Ya, la del harakiri pero a terceros, ¿no?

—¿Qué quieres que haga? Me quedan dos meses aquí, quiero disfrutarlos. A ti no te gusta ir a la ciudad, te pasas el día en el campus mirando el lago.

—¿Qué tiene de malo el lago?

—¡Que es agua estancada, por dios!, que necesito salir, despejarme. Y con Narumi puedo hacerlo, además practico mi japonés. ¿Qué otras opciones tengo? Dime, ¿eh? ¿Quieres que salga con Esteban o Raúl o Marina?

—Buff, no, por favor. Qué pereza.

Lo cierto es que nuestro Departamento estaba constituido por una fauna bastante poco agraciada; desde el necio que con un CAP se cree Camilo José Cela, al aventurero que estudió filosofía y aterrizó en China para vivir la experiencia o la psicóloga, casada con un ingeniero que mandaron a China con un contrato expat, quien decide probar suerte en la enseñanza porque parece “guay”. Y es que mientras a los profesores chinos se les exige un doctorado, a los extranjeros simplemente ser nativos y tener un master en cualquier grado. Vero y yo habíamos entendido que en China era imposible hacer carrera, por eso no íbamos a renovar, estaba claro que las universidades chinas preparaban un ejército de profesores altamente cualificados porque era cuestión de tiempo (muy poco tiempo) deshacerse por completo de la mediocridad extranjera que inundaba sus departamentos.

—¡Lo ves! Narumi es la mejor opción, además es un encanto, solamente hay que conocer su forma de ser y entenderla.

En esta vida estoy enamorada de dos mujeres, una es Almudena, porque no conozco persona más bonita y otra es Verónica porque admiro su inteligencia y su incapacidad de ver la maldad en los demás.

—Está bien —dije—, voy con vosotras. —Vero me miró aterrada—. Tranquila, no le voy a decir nada, voy a comportarme como una mujer madura, empática y muy, muy, muy, muy respetuosa.

—Te ha crecido mucho el pelo, Narumi —dije en inglés. Estábamos las tres sentadas en una mesa cerca de la puerta de la cantina. Narumi me sonrió y dijo que sí, que le gustaba así. Miré a Verónica y le dije en español—: Se parece a Samara saliendo del pozo.

Verónica apretó los ojos, respiró profundamente y no contestó. Inmediatamente se dirigió a Narumi y le preguntó por su comida.

—Muy rica —contestó—. Me gustan mucho las berenjenas así cocinadas, es una receta china que siempre preparo cuando regreso a Japón.

—Oh, perdonad, me están llamando —dije y metí la mano en el bolso. Saqué el móvil, me lo acerqué a la oreja y luego ofreciéndoselo a Verónica le dije—: Es para ti.

—¿Para mí? ¿Quién es? —Nerviosa se lo colocó en la oreja sin mirar la pantalla, entonces arrimándome a ella, que la tenía al lado, le susurré en español: “Te quedan siete días…”—. ¡¡Elvira!!

Empecé a reírme como una idiota acordándome de Jaime, porque solo Joan y él me permiten seguir siendo una niña a mis 43 años. Después me pidió que me marchara, que seguro que llegaba tarde a mi clase.

—No tengo clase —refunfuñé.

—Sí que la tienes. Elvira, vete. —Esta última frase la dijo en español y apretando los dientes, así que supe que tenía que irme sí o sí.

—Adiós, Samara —dije con una sonrisa al levantarme de la mesa. Oí suspirar a Vero.

Una semana más tarde estaba en el despacho peleándome con la impresora cuando Verónica entró.

—¿Sabes por qué este cacharro no funciona? —pregunté.

—Porque habrás hecho algo mal. ¿Vamos a comer?

Sorprendida la miré. Hoy era jueves, y los jueves tenía comida con su íntima amiga Narumi y algunos profesores del Departamento de Francés. No sé exactamente cuándo se instauró ese ritual, solo recuerdo que el primer día que me lo propusieron dije un rotundo NO, antes muerta que comer con un ramillete de franceses gangosos. Sí, me llevo mal con toda la universidad si es lo que os estabais preguntando.

—Hoy es jueves —intenté aclarar.

—Lo sé, pero no voy a ir a comer con ellos.

Entonces me lo contó. Parece ser que Narumi, hacía un par de días, le dijo que Cédric le había hecho un par de comentarios muy desafortunados sobre su no-renovación, parece ser que había dado a entender que era el Departamento el que no quería hacerle un nuevo contrato, parece ser que explicó que Verónica dejaba mucho que desear como profesora según comentarios que había escuchado de sus propios alumnos.

—¡Oh, por favor! —exclamé—. Todo el mundo sabe que Cédric es un misógino de mierda. Piensa que la mujer solo sirve para parir a sus hijos, llevar su apellido y follársela 2 días, mínimo, por semana. Así está, más solo que la una a sus 38 años. Porque tanto Cédric, como especímenes como él, cuando se topan con un cerebro de mujer colapsan. Son pura inseguridad. Machirulos acojonados. Necesitan decir mentiras sobre las mujeres como tú, vuestra inteligencia les revienta la cabeza. Ni caso, ¡ni caso!

—Lo sé, pero me afecta… Además decir tales cosas sabiendo la relación que tengo con Narumi, no sé… Es un poquito de mala persona.

Me hizo reír con ese inocente “poquito”.

—Bueno, no te preocupes, ¿sabes lo que vamos a hacer? Narumi, tú y yo, nos vamos a ir a la cantina y nos vamos a poner de berenjenas hasta las orejas. Venga, coge tu bolso.

—Vale, pero Narumi no viene, se ha ido a comer con ellos.

Estaba casi saliendo por la puerta pero me paré en seco y retrocedí hasta plantarme frente a ella.

—¿Ellos? ¿Con quién?

—Con los franceses —contestó.

Dejé de nuevo el bolso sobre la mesa, me apoyé en ella y me crucé de brazos.

—¿Narumi ha ido a comer con Cédric?

—Sí, claro, ellos son amigos.

—¿Amigos? —No tenía sangre, tenía fuego—. Si tan buenos amigos son, ¿por qué te cuenta sus conversaciones privadas en las que te deja en tan mal lugar? ¿Cuál se pensaba Narumi que iba a ser tu reacción? ¿Por qué te ha dicho semejante cosa si luego ella va a seguir manteniendo una amistad cordial con él? ¿No tiene principios? ¿A qué se dedica, a traficar con el corre-ve-y-dile? ¿Qué coño…?

—Elvira, no empieces, Narumi lo ha hecho por mi bien, para que sepa cómo es realmente Cédric.

—¡Todos sabemos cómo es Cédric!, ¡Cédric es gilipollas, lo dice su pasaporte, no hace falta indagar mucho! ¡Virgensantadelamormisericordioso! ¡Verónica, por favor! ¡POR FAVOR!

—Ves, no te puedo contar nada porque enseguida te pones a gritar…

—Escúchame. —Me acerqué a la puerta y la cerré, al volver me senté en mi silla—. Tenemos a la Samara liberada, sacando agua como una loca para no regresar jamás al pozo de donde nunca debió salir, nos va a ir eliminando una a una y ha empezado contigo, de momento los jueves te ha sacado de la comida con los gabachos, mientras ella se ha quedado dentro reinando el cacareo. Está bien —dije. Respiré y me recoloqué en la silla—. Nos quedan solamente dos meses en esta universidad, pero podemos salir por la puerta grande o con una reputación muy cuestionable. Sabes que esos chismes en China, aunque sean mentira, corren como la pólvora.

—¿Y qué vamos a hacer?

 

—Y ¿qué vais a hacer? —preguntó Jaime.

—Sinceramente, no lo sé.

—Pues date prisa en pensar algo porque te quedan seis días…

 

10 may 2021

Las videollamadas las carga el diablo III

Marc Riboud


En Madrid, cuarto piso de la Plaza de Cascorro, 2. Domingo a las 23.07.

Almudena entra en la habitación de su hijo de 12 años.

—Abel, hace una hora que debías estar en la cama. Te lo pido, por favor, apaga la consola. No me mires así, no soy tu enemigo. Me habías prometido que cumplirías los horarios. Tenemos un trato.

—Tendremos un trato cuando vea a mi padre. Este verano me voy con él.

—¡Abel!

—¡Muérete!

En el campus de una ciudad del norte de China. Sexto piso del edificio de profesores extranjeros. Lunes a las 05.07.

Elvira da vueltas con la cucharilla al café recién hecho. Mira por la ventana de la salita de estudio. A pesar de la hora, es completamente de día y muchos estudiantes se dirigen a la pista de atletismo para hacer deporte. Intenta sacudir la cucharilla en el borde del vaso, se le resbala, cae al suelo, al agacharse pierde el equilibrio y derrama el café sobre uno de los libros del escritorio que está bajo el ventanal. Joder, gime, joder, joder, joder. Con una servilleta de papel intenta limpiarlo. La servilleta se desmenuza y pelotillas compactas de papel con olor a café se incrustan entre las páginas. Joder. Se sienta frente al escritorio, mira su desordenada mesa, su sucio libro y colocando las manos entre las piernas comienza a llorar.

En Madrid, en un diáfano salón de un chalet en Puerta de Hierro. Domingo a las 23.07.

Beatriz niega con la cabeza mientras escucha a su padre sentada en la repisita de la chimenea.

—No es eso lo que he querido decir, cielo. Sabes que esta es tu casa. Tu madre y yo estamos encantados de que te quedes, por eso no queremos que te precipites con un nuevo proyecto. Berlín puede esperar. Quizá lo que necesites es encontrar tu espacio otra vez en Madrid.

—¿Mi espacio? ¿Aquí? ¿Con vosotros?

—Cielo, no te preocupes por eso, alquilaremos un nuevo apartamento. Algo pequeño para ti. Quizá una buhardilla, ¿te gustaría, eh, pajarito? Podría ser en Malasaña o La Latina o Chueca… No sé, un barrio con vida en el que tú te encuentres a gusto, cielo.

—Cariño —interrumpió su madre—, deja de huir, por favor. Primero Múnich con ese chico, ahora… Tu padre tiene muchísima razón. Además, ¿qué tiene Berlín que no tenga Madrid?

—Una vida propia, mamá. Una-puta-vida-propia.

Beatriz sale del salón, sube las escaleras y se encierra en su vieja habitación. Alcanza el móvil y escribe en el grupo de Wechat que comparte con sus amigas Almudena y Elvira, desde que esta última se marchara allí a trabajar.

¿Podéis hablar un ratito? ¿Videollamada? Me va a estallar la puta cabeza. Elvira, ¿estás despierta?

Elvira se seca los mocos con la manga del pijama y coge el móvil al sentirlo vibrar sobre la mesa y responde:

Dame 5 minutos.

Almudena lee ambos mensajes sentada en el retrete. A mí dame 10, contesta.

Doce minutos después, las tres amigas están conectadas.

En la parte de arriba, a la izquierda, se ve a Beatriz. Con el pelito corto pero lo suficientemente largo para tenerlo bastante alborotado. Una camiseta de tirantes negra y un ancho jersey gris que deja su hombro derecho al descubierto. Sostiene  en la mano un botellín de cerveza.

A la derecha, no se ve a nadie. Supuestamente debería estar Elvira pero está desplomada sobre la mesa. Y en la fila de abajo, en el centro, se ve a Almudena. Media melena, flequillo y gruesas gafas de pasta azul. Está comiendo medio sándwich de pavo.

—Elvi, no te vemos, ajusta el portátil —dirige Beatriz.

—Estoy aquí —dice alzando una mano—, aquí.

—Ya, pero no te vemos.

Elvira levanta la cabeza y Almudena da un respingo.

—Pero, ¿qué mierda te pasa?

Elvira se acerca a la cámara de su portátil y dice muy despacio:

—Sacadme de aquí ya. Ya. Ya.

—¿Qué coño…?

—No soporto ni un día más en este país. Todo es gris. Alguien hizo desaparecer los colores. Los días están apagados, con esa pegajosa niebla. Y hay tantos, tantos, taaaaantos conflictos entre los profesores que en vez de una universidad parece un patio de colegio. No lo soporto. Sacadme ahora mismo, por favor, os lo suplico… —comienza a llorar de nuevo.

Beatriz se ríe y le pide que se calle, que no sea niña, que tan solo le quedan dos meses.

—Dos meses es suficiente para acabar con una persona…

—Pero, Elvi, loca mía, pensaba que lo peor ya había pasado —explica Almudena—. La cuarentena terminó y ahora es disfrutar de tu idílica vida en el campus.

—Aquello no fue una cuarentena, fue un campo de reeducación. Solo les faltó hacerme dos trencitas en el pelo, vestirme de verde y sacarme al campo a arar la tierra.

—¿Estoy oyendo quejarse a la comunista convencida? —preguntó Beatriz. Elvira volvió a desplomarse sobre la mesa—. Vamos, Elvi, ¿qué quieres?, ¿regresar a Madrid? ¿Sabes la que se ha liado este fin de semana con el fin del estado de alarma? Van a colapsar los hospitales otra vez, esto está lleno de subnormales.

Elvira levanta la cabeza:

—¿Subnormales? ¿Hablamos de mi Departamento?

—O de mi hijo…

—Almu, debes enderezar a ese niño, como no lo hagas ya, te va a comer en unos años —explica Beatriz.

—¡Ya lo está haciendo! No sé cómo pararlo.

—Tráelo a China. Tres semanas en un hotel de Tianjin de cuarentena y… voilà, ¡como nuevo! Se le quita la tontería de raíz, bueno, luego también se le quitarán las ganas de seguir viviendo, pero ese es otro tema...

—Quiere ver a su padre.

—Dile que está muerto.

—Apoyo a Bea.

—¿Cómo le voy a decir semejante barbaridad?

—Abel, tu padre ha muerto.

—Apoyo a Elvi.

—¡Estáis mal de la cabeza! ¡Las dos!

—Almudena, cuanto antes nos deshagamos de los padres, mejor. Y no lo digo yo: Kafka, Kierkegaard, Unamuno, Freud, Nietzsche…

—Elvi, tu filosofía y tú os podéis ir a la mierda.

—Supongo que hasta que no muera mi padre estaré atada a su vida —dice Beatriz—. Y, aunque me incomoda, me aporta mucha seguridad. No lo voy a negar, me gusta pensar que mi vida está resuelta. Sí, soy una privilegiada, ¿debo avergonzarme? Soy una hija florero, soy una hija florero. —Se pone de pie con los brazos en cruz y grita—: ¡Soy una hija florero! Todo lo que he tendido en mi vida ha sido gracias a mi señor padre, todo, ¡todo!

—Bueno, el cáncer fue tuyo, solo tuyo.

—¡Elvi! —reaccionó Almudena.

Beatriz empieza a reírse. Se sienta y mira a cámara:

—Sabes, Elvi, cuando no tengo un buen día, como hoy, me gusta tomarme mi tiempo. Reflexiono y pienso mucho en ti y eso me reconforta. Sí, porque saber que me parezco tan poco a ti me da tranquilidad.

—¿Te has enfadado? —pregunta ella parpadeando con rapidez. Al no recibir respuesta insiste—: Almu, ¿Bea se ha enfadado?

—Sí, Elvi, Bea se ha enfadado, no ha estado bien.

Elvira se deja caer con lentitud sobre la mesa. Levanta una mano y agitándola en el aire dice:

—Está bien, cuando empiece mi segunda vida, me avisáis.

En Madrid, cuarto piso de la Plaza de Cascorro, 2. Domingo a las 23.57.

Almudena entra en la habitación de su hijo. Está sobre la cama, sigue despierto. Ella respira profundamente y se apoya en la puerta.

—Abel... —Hace una pausa, duda. Termina diciendo—: Me acaban de llamar, mañana tenemos que hablar.

—¿Sobre qué?

—Duérmete, es tarde, hablamos mañana.

Almudena sale y cierra la puerta apretando los labios.

En Madrid, en un chalet de Puerta de Hierro. Domingo a las 23.57.

Beatriz se cuela en la habitación de sus padres. Se acuclilla frente a la cama, en el lado de su padre.

—Papá, ¿duermes? ¿Papá?

El hombre se despierta sobresaltado.

—¿Qué pasa, pajarito?, ¿estás bien? ¿Ocurre algo?

—Nada, es solo que… Bueno, me gustaría una buhardilla en La Latina, quiero estar cerca de mis amigas, son unas idiotas, pero me harán compañía.

—Claro, cielo, claro. Oh, qué alegría le vas a dar a tu madre. Claro, mañana lo buscamos, pajarito mío.

Beatriz lo besa y sale del dormitorio.

En el campus de una ciudad del norte de China. Sexto piso del edificio de profesores extranjeros. Lunes a las 05.57.

         Elvira sigue desplomada en su escritorio, con la manga de su pijama llena de mocos, murmurando, como si de un mantra se tratara, sacadme de aquí…