28 feb 2020

Noches de consultorio

Autor desconocido.


Nota: Para entender mejor este relato, te aconsejo leer antes: Lunes de consultorio.

—¿Te lo puedes creer, Elvi? ¿Te lo puedes creer? ¡Está con otra tía!
Era la noche del martes o del miércoles. Sostenía mi segunda copa de vino en la terraza de la casa de Bea, mientras la escuchaba gritar.
—Sí, es… es… —decía yo y pegaba otro trago de vino, el día se me estaba haciendo largo.
—Darío con otra tía, por eso no se ha querido mudar a mi casa, ¿cómo iba a hacerlo si estaba saliendo con esa pava? ¡Es que está con ella desde octubre! ¿Tú lo sabías?
—¿Yo? No, no lo sabía.
Sí, sí lo sabía.
Hacía una semana desayunaba con Darío:
—Gracias, Elvi, por quedar. Sé que andas liada con tus cosas…
No es que estuviera liada con mis cosas, de hecho, últimamente estaba bastante dispersa. Con esto del coronavirus, no terminaba de organizarme ni con las clases online ni con los artículos. Todo estaba en el aire y la profesora Wang no podía concretarnos nada porque tampoco ella sabía la fecha de regreso a China. Intentaba planificarme un horario pero me resultaba difícil cumplirlo.
—… pero quería hablarte de Bea, sois muy buenas amigas y quizá por eso puedas ayudarme.
Darío me contó que el día anterior había quedado con Bea. Sí, eso también lo sabía, habíamos comido juntas. Y también me contó que le propuso mudarse a su casa. No, eso no lo sabía porque supuestamente Bea me prometió no pedírselo. Sin embargo supongo que para eso están las amigas, para escucharlas y luego hacer lo que te salga del toto.
—Entiéndeme, Elvi, me encanta Bea. Joder, ¿a qué tío no le gusta Bea? Pero pensaba que todo iba a ir más lento, más tranquilo, bueno, como es ella, que todo se lo toma a chufla, no sé si me entiendes. —Sí, le entendía—. Yo es que he conocido a alguien, nada serio, ¿sabes? Pero quiero seguir conociéndola.
Se llamaba Eva. Era estudiante en su escuela de Expresión Corporal y llevaban follando desde octubre. No podría llamarse relación porque tan solo tenía 23 añitos y había muchas cosas que a Darío no le encajaban.
—¿Qué hago, Elvi?
Temía esa pregunta que todos me hacían.
—De momento pedirme otro café, anda.
El desayuno se alargó más de la cuenta. Por fin, sobre las 09.30 nos despedimos acordando que, en cuanto él tuviera tiempo, se lo contaría a Bea, porque si se trataba de mantener una relación abierta, Bea era idónea para ello.
 —¡Y me pide que tengamos una relación abierta!
Bueno, igual Bea no era tan idónea para ello.
—¿Estamos locos? ¿Holaaaaaa?
—Hola… —De un trago me terminé el vino. Me había equivocado.
 —¿En qué cabeza cabe que quiera compartir a Darío?
En la mía. Me serví la tercera copa, lo necesitaba, sí, verdaderamente el día se me estaba haciendo largo. Demasiados errores.
A las 11 de la mañana estaba subida a un taburete rebuscando entre las estanterías de una vieja librería de segunda mano, cuando mi móvil vibró. Llamada entrante de Vero.
—Dime, loca de mi vida.
—Ya han pasado 10 días y no sé nada de Antonio. Evira… yo…
Me bajé del taburete y haciendo un gesto al librero, que estaba detrás del mostrador y que custodiaba mis libros hasta ahora elegidos, salí de la tienda.
—Vero, a veces los hombres necesitan tiempo, a veces…
—¡Elvira, basta! Ha tomado una decisión y me ha dejado fuera.
Sí, la había dejado fuera. Diez días eran demasiados para un silencio que no fuera acompañado de una intención. Me senté en un bolardo que había en la acera, frente a la puerta de la librería y suspiré derrotada, la jugada me había salido mal.
—Está bien, Vero, pues ahora intenta olvidarlo y ya. Y ya.
—¡No es tan fácil! ¿Qué crees? Echo de menos sus mensajes diarios, sus audios, sus fotos, echo de menos… ¡Echo de menos que esté ahí! ¡Ahí! Ahí… coño, joder, ahí para mí.
—Vero, lo sé, pero ya está. Esto no iba a ninguna parte. Ahora intenta olvidarte de él poco a poco y ya está.
—Elvi, es que tú no me entiendes.
Claro que la entendía. Nueve años atrás, yo vivía en Madrid desde hacía poco más de un año. Estaba de pie en el salón de mi casa con unos leggins y una camiseta de tirantes llorando frente a mi amigo Gael que me sujetaba por los hombros intentando tranquilizarme.
—Cari, basta, te lo pido, por favor —me rogaba.
—No puedo, el dolor viene de aquí. —Y le señalaba las tripas.
Hacía 4 años que me había dejado Etienne, mi ex por excelencia, y hacía 4 años que lloraba sin consuelo. Hacía uno que había empezado terapia para poder aprender a continuar con mi vida sin él y hacía 10 minutos que le había mandado el último mensaje por el chat del Skype.
—Es que no me contesta… —le explicaba a Gael.
—No, cari, no te contesta porque te pidió hace dos meses que no le escribieras más y llevas en la última hora 4 mensajes.
—Es que no me contesta…
—Cariño, escúchame, él ya no te quiere.
—No me digas eso…
—Es que ya no te quiere.
—Sí… un poco sí.
—No, ni un poco, nada. Hace 4 años que no te quiere.
Me senté en el sofá como quien teme romperlo.
—Igual incluso más…, ¿verdad…? —dije.
—Sí, igual incluso más. —Se sentó a mi lado—. Cariño, debes pensar que Etienne ha muerto porque si no, no vas a salir de este bucle desesperante, imaginándote una y otra vez cómo sería tu vida si no te hubiera dejado. Es que, Elvi, llevas mucho tiempo atascada, se acabó, Etienne ha muerto.
—¿Muerto…?
—Sí, muerto, chimpún. ¡Venga —exclamó dando una fuerte palmada—, ya puedes empezar con tu vida! Vamos, empieza lavándote el pelo que das asco, ¡vamos!
—Vale… —Entendí aquello.
20 minutos más tarde, al salir de la  ducha, Gael, que preparaba macarrones, me peguntó que qué hacía sentada en mi escritorio.
—¿Eh?, nada, escribiendo un mensaje a Etienne para decirle que tú me has dicho que debo pensar que se ha muerto y que ya no le volveré a escribir nunca más. Seguro que a este mensaje me contesta.
Gael me lanzó la cuchara de palo con todas sus fuerzas.
El timbre en la casa de Bea sonó y yo me quité a Vero, a Etienne y a Gael de la cabeza.
—Voy yo —dije.
Al abrir, Almudena me abrazó. Pasamos juntas a la terraza. Bea le sirvió una copa de vino.
—Bueno, ¿y esta reunión de chicas, así, a mitad de semana? —preguntó.
—Darío está saliendo con una tía, ¿lo sabías? —dijo Beatriz.
—Oh, no…, no, no lo sabía.
Sí, sí lo sabía, se lo había contado yo.
—Pero, Almu, espera que hay más. Lo mejor de todo es que me propone estar con las dos a la vez hasta ver si alguna relación sale adelante.
—Oh, por favor, ¿qué dices? ¡No me lo puedo creer!
Sí, sí se lo podía creer porque eso también se lo había contado yo y le pareció bien. Me terminé la tercera copa. Almudena me miró y yo miré al suelo, quería que mi vida terminara en ese momento. Al verme tan agobiada empezó a hablar de su fin de semana en Segovia. Saqué el móvil y le escribí un mensaje a Vero, me sentía fatal.
La he cagado. STOP. Lo siento. STOP. Soy la peor consejera amorosa del mundo. STOP. Pero tú sigues siendo la mujer más increíble que conozco. STOP. Así que haz lo que quieras. STOP. Si necesitas verlo, escríbele y díselo. STOP. Como yo, él tampoco querrá perderte. STOP y FIN.
—… A ver, los niños se lo han pasado muy bien, parece que van a hacer buenas migas.
—¿Pero tú no ibas a cortar con Carlos? —pregunté guardando el móvil en el bolso.
—Ah, ¿le ibas a dejar? —Bea.
—A ver, sí, de hecho se lo he dejado caer.
—¿Caer? —yo.
—Pues en plan, bueno, ya si eso el próximo fin de semana no salimos de Madrid, ¿no? Vaya, para que vea que no siempre voy a estar disponible para viajar.
Bea y yo nos miramos y luego miramos a Almu.
—¡Es que, chicas, es difícil cortar con un coah!, porque te empieza a liar la cabeza con proyectos y con un futuro tan bien estructurado que… que… ¿A quién no le gusta saber qué va a hacer en el futuro?
—A mí —respondí sirviéndome la cuarta copa.
Mi bolso vibró, saqué el móvil. Mensaje de Vero:
O pones STOP o pones FIN, pero nunca los dos, idiota.
Me reí. El móvil volvió a vibrar. Nuevo mensaje de Vero:
No le voy a escribir. Tomé una decisión. Algún día dejaré de echarle de menos, no?
Sí, algún día. CAMBIO.
Que no se dice CAMBIO para terminar. Coño.
Perdón. COÑO y CAMBIO.
Jajsjaksksjajajajskakasjaja!!! Gilipollasssss!!!
Y tan muerta de risa estaba guardando el móvil que no me di cuenta de que me había quedado sola en la terraza.
—¿Chicas? —pregunté entrando en la casa. Empezaba a notar las 4 copas de vino, todo parecía tambalearse.
Las encontré en la cocina. Bea estaba muy alterada y Almudena al verme me hizo un gesto con la mano de “aquí se va a liar pero bien”. Bea salió gritando y en bajo pregunté a Almu qué mierda estaba pasando.
—Darío está subiendo por las escaleras —dijo repitiendo el mismo gesto con la mano.
—Vale, tú y yo no sabemos nada, putas como gallinas, no, putas y muertas, gallinas muertasss, bueno, ¡sssshhhht! —Sí, confirmamos que ya estaba borracha.
Oímos la puerta, la voz de Darío y los gritos de Bea. Almu y yo nos agarramos de la mano.
—Necesito más vino… —dije, me estaba mareando.
Entraron en la cocina.
—¡Y te atreves a venir a mi casa después de proponerme la guarrada de la relación abierta! —Bea.
—¡Pero por qué te enfadas conmigo si la idea fue de Elvira!
Adiós. Cerré los ojos creyendo que así nadie podría verme.
—¡Serás puta!
Seguí sin abrirlos fantaseando que Bea se lo estaba diciendo a Almudena.
—A ver, por favor, calmémonos todos —pidió Darío.
Pero lejos de calmarnos la cosa se calentó todavía más cuando Almu, en un torpe gesto por ayudarme, le confesó que ella también lo sabía. Bea nos echó de su casa. En el descansillo no dejaba de chillar lo malas amigas que éramos.
—Yo te quiero, Bea… —le decía intentando abrazarla con el abrigo a medio poner.
—¡Que no me toques, mentirosa!
—Menudo pedo llevas, trasto. Almudena, ¿os pido un taxi?
—Yo te quiero, Darío…
—No, tranquilo, Darío, la acompaño a casa dando un paseíto, a ver si se le pasa. Anda, Elvi, ven, dame la mano que nos vamos a casa.
—Adióssss, amigosss, os quiero… Follad y sed libressss…
—Lo haremos, trasto —dijo Darío lanzándome un beso a las escaleras.
—¡¿Cómo que lo haremos?! Antes tendrás que explicarme muchas cosas, ¿no?
Se metieron en casa pero yo seguía diciéndoles adiós con mano.
Ya en la calle, Almu me colocó bien el abrigo.
—¡Ay! —exclamé—. Me vibra el chocho.
Almudena se rio y me sacó el móvil del bolso.
—Anda, toma.
—¿Qué pone…?
—Mensaje de WhatsApp de Verónica China.
—Acepto.
—Que no tienes que aceptar nada, que es un mensaje, ¿te lo leo?
—Acepto.
—Joder, qué pesadita eres, Elvi. A ver, ¿cómo se desbloquea tu patrón de seguridad?
—Así. —Y recuerdo dibujarlo en el aire una y otra vez, oía a Almu reírse.
—Pareces el Zorro. Vale, aquí está. Te leo el mensaje entonces, ¿no?
—Acepto.
—Bueno, pues Verónica China escribe: “He recibido mensaje. STOP. Ha comprado los billetes. STOP. Llega a Londres el sábado por la mañana. STOP. No eres tan inútil. COÑO y CAMBIO”. No sé, yo no he entendido nada, vosotras sabréis de qué va esto. ¿Quieres contestarle?, ¿eh, Elvi?, ¿te ayudo a cont…? Pero, pero, pero ¿por qué lloras, tonta?

26 feb 2020

El profesor y Abel

Mistaken Identity de Ken Wong


—Y tú, ¿estás vivo o muerto?
Preguntó Agustín Pardos a Abel.
—¿Yo?
El niño con cierto nerviosismo miró a Elvira que se reía apoyada en la enorme biblioteca que el profesor tenía en el salón de su casa. Había pedido permiso a su amiga Almudena para presentar a su hijo, de 11 años, a Pardos. Últimamente el niño tenía ciertas inquietudes filosóficas y creyó que conocerlo le haría bien.
—Claro, tú, porque yo ya sé que esa señorita —dijo señalando a Elvira— lleva muerta mucho tiempo.
—Yo estoy vivo.
—Ya. ¿Y cómo estás tan seguro?
Abel volvió a mirar a Elvira que seguía la conversación divertida.
—Porque respiro.
—Ah, porque respiras. Interesante. ¡Deja de respirar!
—¿Qué?
—¡Vamos, chico, deja de respirar!
Elvira, con una sonrisa, le hizo el gesto de que obedeciera, así que el niño cogió aire y dejó de respirar. El viejo miró el reloj de pared que tenía enfrente y comenzó a contar los segundos:
—… cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce…
Y el niño soltó el aire como si saliera de golpe de debajo del agua.
—Bien, chico, mi enhorabuena, has estado doce segundos muerto.
El viejo y el niño se miraron.
—¿Puedo beber agua? —preguntó entonces Abel desconcertado.
—¿No prefieres un whisky seco?
—No, prefiero agua.
Elvira se rio.
—Anda, ve a la cocina y pídeselo a Dolores.
Elvira le abrió la puerta del salón y, mostrándole el largo y oscuro pasillo, le señaló que si torcía a la izquierda encontraría la cocina en la segunda puerta, la de vidrieras. El niño salió.
—Y tú, ¿no me vas a dar un beso?
—Te he dado dos al llegar, Agustín —contestó cerrando de nuevo la puerta del salón.
—Dosificas tus besos como quien dosifica su aire en un momento de pánico.
Elvira sonrió y volvió a plantarse frente a la biblioteca.
—¿Te importa que me lleve un par de libros?
—¿Cuántos me debes?
—Prometo devolvértelos todos antes de regresar a China.
—Hablo de los besos, ¿cuántos me debes?
Se dio la vuelta y vio a su viejo profesor mirando al suelo. Se acercó a su butaca y, apoyándose en uno de los anchos reposabrazos, lo besó en la mejilla.
—Me llevo estos dos, ¿vale? —dijo mostrándole los libros.
—No sabía que los muertos leyeran.
Ella sonrió y de un saltito se puso en pie.
—No estoy muerta, Agustín, no lo estoy.
—Lo estás. Seca de vida.
La puerta del salón se abrió. Abel entró con su vaso de agua. Los dos adultos lo miraron cómo se acercaba a la butaca que estaba junto a la de Agustín. Antes de sentarse dejó el vaso en la mesita de café.
—Ya lo sé, profe —dijo.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó él.
—Ya sé porque estoy vivo.
—Ah, bien, dime, ¿por qué?
—Porque estoy todavía lleno de agua.
Todavía. Bien, chico, vamos por buen camino —dijo mirando a Elvira que se apretaba los libros contra el pecho—. Entonces, Elvira, ¿quieres un vaso de agua tú también?
Ella lo miró seria.
—No, yo prefiero un whisky seco.

18 feb 2020

Lunes de consultorio

Consultorio radiofónico de Elena Francis. (Autor desconocido.)


—Menuda putada lo del coronavirus, pensaba que la próxima semana estaríamos ya en China con nuestra vida. Tengo ganas de volver, menuda putada…
Escuchaba por el móvil a Verónica. Estaba apoyada en la fachada trasera de la biblioteca, serían las 10.30 de la mañana, hacía mi primer descanso.
—Hombre, yo agradezco quedarme unas semanas más por Madrid, pero esto pinta para largo —contesté.
Me había llamado ella. Estaba en Londres, en casa de su hermana que acababa de dar a luz a su segundo hijo y Vero había ido a ayudarla un poco. Pero como yo, el tema de los niños no era su fuerte, además quién iba a imaginar que terminaría quedándose con ella más de un mes. El Gobierno chino no terminaba de levantar la cuarentena y desde la oficina de Relaciones Internacionales de la Universidad habían cancelado nuestros vuelos de regreso hasta nuevo aviso.
—Es que, Elvi, es imposible dormir en esta casa, empiezo a desquiciarme y volver a España con mi madre es todavía peor. ¡Dios, necesito recuperar mi vida! ¡Coño ya!
—¿Qué pasa, Vero? —pregunté separándome un poco de la pared.
—Nada, lo de siempre —dijo con desgana.
—¿Antonio?
Esperó a contestar.
—El fin de semana pasado iba a ir a Barcelona a verlo, así lo habíamos acordado. Ya sabes que él tampoco puede regresar a China, ¿no? Y el jueves me llamó y que no, que le parecía muy arriesgado teniendo a su familia tan cerca. No sé, tía… Lo de siempre.
Solté el aire lentamente por la nariz.
—Bien, que vaya él a Londres.
—No, no, él no puede, porque su mujer le ha puesto una movida para tenerlo localizado siempre.
—¿Unos cascabeles en el prepucio?
—Qué idiota eres… Espera, que salgo al jardín y así podemos hablar mejor. —Le di un tiempo a que saliera de la casa—. Debe ser una aplicación en el móvil, un rastreador, vamos.
—Pues nada, que se quede con su mujer atado a la pata de la cama con grilletes y tú sigue viviendo libre, no es tu problema. No nos vamos a despeinar por una tontería así. Corta toda la relación con él y punto. Invierte más tiempo en Ranjit y si no: Next. Aquí nadie es imprescindible.
—Ya, bueno, hay otra cosa…
—Ay, madre… —dije y me volví a apoyar en la fachada del edificio.
—Me llamó ayer, y… bueno… —La escuchaba con los labios apretados, me esperaba lo peor—. Dice que se arrepiente mucho de no habernos visto y quiere que vaya a Barcelona el finde del 29 de febrero. Y claro, no sé… ¿Qué hago, Elvi?
No había nada que me molestara más que un hombre indeciso, porque o bien lo era porque te estaba tomando el pelo o bien lo era porque su escasa materia gris no le daba para procesar con mayor rapidez, y a ninguna mujer le gustan ni los sinvergüenzas ni los idiotas.
—Vale, apunta, vas a escribirle un mensaje.
—No, Elvi, ¡tus mensajes no!
—Apunta: Antonio, si quieres verme, súbete tú a un avión con tus enormes cojones y ven a Londres. Si no, no es necesario ni que contestes a este mensaje. Punto.
—Elvira, no puedo escribirle eso, porque si no me contesta… si, al final, él no me contesta, yo, yo, yo me muero, me muero…
Sí, lo sabía.
—Mándale el mensaje ya. Luego me cuentas.
Colgamos y al hacerlo me di cuenta de que tenía tres audios de Beatriz. Los escuché antes de entrar de nuevo a la biblioteca. Quería que nos viéramos hoy, me contaba que a la tarde había quedado con Darío y que antes necesitaba hablar conmigo. Le contesté con un audio también, pidiéndole que me viniera a buscar a la biblioteca a las 14.30 para irnos a comer.
Sobre las 12 Vero me escribió un mensaje:
No me contesta, tía.
Tranquila, está procesando, que se tome su tiempo. Le respondí.
Estaba siendo difícil concentrarme en mis libros entre tanto mensaje.
Sobre las 13.30 me escribió Almudena:
Estás libre esta tarde?, unas cañas? Necesito hablar.
He quedado con Bea para comer, si quieres vente, si no puedes quedamos a las 18.00 dónde me digas.
No puedo. Mucho curro. 18.30 en la Plaza Luna, vale?
Oki. Y le mandé muchos besos con corazones.
A las 14.00, un nuevo mensaje de Vero:
Tíaaaa, no le voy a volver a ver nunca más, estoy de los nervios, no sé por qué te tengo que hacer caso. Le voy a escribir diciendo que voy a Barcelona. Se acabó, me da igual ser una arrastrada, necesito que esté en mi vida.
Rápidamente apreté el microfonito verde de la conversación del WhatsApp y me agaché debajo de la mesa para grabar el audio:
—¡¡Nooooooo…!! ¡No…!, ¡¿me oyes…?! ¡Suelta el móvil ahora mismo…! ¡Aguanta, aguanta, AGUANTAAAA…!
Me levanté como si no hubiera hecho lo que había hecho. Dejé el móvil en la mesa con cierta ceremoniosidad y sonreí a la chica que tenía a mi lado. Luego me retiré el pelo por detrás de los hombros y volví a mis libros como si fuera la mujer más erudita del planeta aunque en realidad estuviera pensando en los cascabeles de Antonio.
A las 14.40 Beatriz vino a buscarme. Me ayudó a recoger mis cosas. Al salir, Bea aprovechó para guiñar el ojo a dos chavales de no más de 20 años y a sacarle la lengua de forma descarada a un hombre de nuestra quinta, que la miró perplejo.
En el restaurante, me fijé en lo despampanante que era Bea. Llevaba una camisa con tres botones desabrochados dejando ver parte de su sujetador negro de encaje. Su larga melena morena, cortada a capas, nunca la llevaba recogida y se la agitaba con la mano derecha constantemente. Y siempre sonreía y cuando lo hacía achinaba los ojos, era un encanto.
—Estás preciosa, Bea.
—Oh, gracias, tonta del culo.
Después de que nos trajeran la ensalada para compartir, empezó a contarme que nunca se había sentido tan bien. Bien de verdad, me decía. Nunca se había podido imaginar que tendría algo con Darío y realmente estaba encantada. Y sí, lo estaba, se mostraba exaltada, no podía dejar de agitar las manos en el aire y de reírse con ganas por cualquier comentario que ella misma hacía. La observaba con envidia, porque no sé el tiempo que hacía que no me sentía tan viva como ella. Cogí mi copa y bebí un poco de vino y la seguí escuchando embobada, hasta que dijo algo que hizo que dejara la copa otra vez sobre la mesa y le pidiera que lo repitiera.
—Perdona, ¿qué?
—A ver, sé que es muy pronto, pero por qué esperar. Pasamos de los 40, es una tontería seguir perdiendo el tiempo.
—Sí, Bea, pero no creo que proponerle que se mude a tu casa sea la mejor idea.
—¿Por qué no?
—¡Porque os liasteis por primera vez la semana pasada!
—¿Y?
Vibró mi móvil sobre la mesa. Lo miré. Mensaje de Vero:
Lo siento, tía, no me puedo arriesgar, no puedo. Estoy mirando vuelos a Barcelona, los hay baratos, voy a comprar uno, tengo que ser sincera con lo que siento y quiero verlo.
—Perdona un momento —le dije a Bea. Luego apreté el microfonito verde del WhatsApp—: ¡Mecagüenlahostiaputaya! ¡Que dejes de mirar el móvil, coño! —Volví a dejar el móvil sobre la mesa—. Perdona, lo de Darío, ¿no?
—¿Y eso?
—Nada, nada, una amiga de China que tiene problemas con un geolocalizador.
Beatriz asintió pero creo que ni llegó a escucharme, picó un trocito de pan y retomó su tema.
—No sé, Elvi, pensaba que tú me ibas a apoyar. Nosotras hablamos el mismo idioma.
No se trataba de entenderse, porque claro que la entendía, entiendo a Bea perfectamente siempre. Esto era diferente, se trataba de tener cabeza. De aminorar la exaltación para apreciar y, sobre todo, conservar una situación que queremos que dure. Y, por supuesto, proponiéndole que se mude a su casa lo único que iba a hacer era agobiar a Darío y espantarlo, y así se lo dije.
—¿Tener cabeza? ¿El amor es una cuestión de cabeza?
—Sí, lo es. A nuestra edad, por suerte, lo es. Sabemos gestionar mucho mejor nuestros sentimientos y el tener tantas experiencias a la espalda nos ayuda a saber lo que nos conviene y lo que no. El amor se cocina en la cabeza y el deseo en la vagina, el corazón no sirve más que para darnos infartos.
Bea se rio. Se agitó el pelo y luego cogió su copa de vino. Antes de beber, me preguntó:
—¿Joan sabe el monstruo que tiene en casa?
—Lo sabe.
La comida continuó entre risas. Bea se relajó y sacó su artillería pesada sobre anécdotas de dos rombos. Después fuimos a tomar café, porque decidió que ya no volvería a la oficina, era lo bueno de trabajar para su padre, que el horario podía ser bastante flexible. Nos despedimos sobre las 18.00, había quedado con Darío  y prometió no acelerarse, me dijo que me llamaría al día siguiente para contármelo todo.
—Bueno, todo, todo, todo no es necesario, Bea.
Me abrazó y antes de despedirnos me aconsejó que me echara más colorete porque tenía la cara bastante amarilla.
A las 18.43 estaba entrando en la Plaza Luna. Vi a Almudena sentada en uno de los bancos de piedra junto al restaurante chino. Me saludó con la mano en alto, así que yo empecé a bailar al estilo danza contemporánea, arrastrando los pies y haciendo contorsiones raras con los brazos. Sabía que Almu pasaba mucha vergüenza ajena cuando empezaba así. Se dio la vuelta y fingió no conocerme. Yo solté tal carcajada que unos niños, que andaban por allí jugando, se me quedaron mirando con cierto temor.
—A mí estas tonterías de teatro, no, por favor, ¿eh? —me dijo mientras me daba dos besos. Yo me seguía riendo, la adoraba.
Nos fuimos a tomar unas cañas a un bar de la Calle Pez. La conversación importante tardó en arrancar, empezó contándome que tuvo que comprar otro hámster y decirle a Abel que Roco había vuelto.
—¿Y se lo creyó? —pregunté.
—No,  claro que no, tiene 11 años, pero me lo agradeció igualmente. Es muy bueno.
—Sí, sí que lo es.
Cuando el tema del hámster y de la bondad de su hijo se terminaron por fin me habló de lo que nos había llevado hasta allí.
—Es Carlos, ¿sabes?
—Me lo suponía —dije pegando un sorbo a mi cerveza.
Me contó que Carlos estaba organizando un fin de semana en Segovia para que Abel y sus dos hijos se conocieran.
 —¿Estamos hablando de un fin de semana familia-feliz?
—Algo así —contestó mirando al camarero que nos dejaba sobre la barra otras dos cañas.
—Bueno, te vas con una tropa de tres niños dirigida por un coach a comer cochinillo. Pinta bien.
—Quiero dejarle.
—¿Qué?
—Quiero dejar a Carlos. No es para mí. Me saca de quicio que organice cada salida que hagamos durante la semana, es que no deja ni la mínima oportunidad a la improvisación y, vale, lo puedo llevar, pero no lo quiero para Abel. Un hombre que le ordene su vida con listas y cuadrantes y cada dos por tres le pregunte: ¿ya sabes lo que quieres hacer este verano?, ¿ya sabes lo que quieres hacer el próximo curso?, ¿ya sabes lo que quieres estudiar en la universidad?, ¿ya sabes, ya sabes, ya sabes? ¡Tiene 11 años!
—Es coach.
—¡Es mierda!
Me entró la risa. Me encantaba ver a Almu enfadada. Era muy habitual verla melancólica, desanimada, frustrada pero enfadada, realmente enfadada, era difícil de verla y ahora creo que lo iba a disfrutar.
—Bueno, pues déjalo, ya está.
—Sí, pero no sé cómo hacerlo.
—¿No? Muy fácil: Carlos, adiós.
Las dos nos empezamos a reír. En ese momento me vibró el móvil. Era un audio de Vero. Le pedí a Almudena un minuto para poder escucharlo. Estaba llorando, me decía que sentía que la había cagado y que por hacerse la dura ya nunca volvería a ver a Antonio y no estaba preparada para eso. Después de escucharlo le dije a Almu que me diera dos minutos, que tenía que llamar a una amiga. Salí del bar y marqué la llamada desde el WhatsApp. Descolgó, seguía llorando. Le pedí varias veces que se tranquilizara. Que se preparara un té, de esos ingleses, que saliera al jardín de la casa de su hermana y que se lo bebiera allí con calma, porque le dije:
—No puedes estar con un hombre que considera su vida mucho más importante que la tuya. No puedes permitir que la menosprecie de esta manera, haciendo y deshaciendo planes según su conveniencia. Hoy, por fin, esto se lo has dejado bien claro, lo has hecho, Vero. Ahora dale tiempo para que decida si, bajo estas condiciones, quiere jugar o no. Y si lo hace es porque entenderá que las decisiones que tome a partir de ahora no solo serán pensando en él sino también en ti. ¿Vale?
—Vale…
—¿Te vas a hacer un té?
—Sí.
Al entrar de nuevo en el bar, Almu me propuso salir a pasear. Nos bebimos las cervezas, pagamos y tomamos la Gran Vía. Íbamos agarradas del brazo, parecíamos dos viejillas a la salida de misa. Durante el camino fingíamos posibles situaciones que se encontraría al intentar cortar con Carlos. Practicamos los diálogos e incluso los gestos. Nos reímos bastante. Sobre las 21.00 nos despedimos en Quevedo. Al igual que Bea, me dijo que me llamaría para contármelo todo, pero a ella no le tuve que censurar aquel todo.
Decidí volver a casa dando otro paseo. Me puse los auriculares, me conecté el Spotify y fui bajando San Bernardo. A medio camino mi móvil vibró. Estaba convencida de que sería Vero. Lo saqué del bolso, vi la pantalla, no era Vero, era Darío, un audio, apreté su reproducción, la música cesó y la voz de Darío comenzó a oírse clara y tranquila:
—Elvi, trasto, sé que andas muy liada con tus cosas, tus estudios pero me gustaría charlar contigo, no sé. Si mañana vas a la biblioteca podríamos desayunar antes juntos, sobre las 7.00 ó 7.30, a mí me va bien. Dime algo. (Silencio). Dime algo, ¿vale?
Y con media sonrisa, guardé el móvil en el bolso pensando que el martes también tendría que abrir el consultorio.

11 feb 2020

Beatriz

Beatriz de Javier Avi

—¡¿Que no hay qué?!
A Elvi le iba a dar un infarto y yo me estaba descojonando de risa.
—Ya le dijimos a su marido, cuando alquiló la casa, que no había cobertura, señora.
—¡¿Qué marido?!
Es que a Elvira se le iban a saltar los ojos.
—A su marido, señora —repitió la dueña de la casa señalando a Enrique.
—¡Eso no es mi marido!
Ay, que me moría, yo ya estaba rota de la risa. Miré a Darío que me hizo una señal para salir de la casa.
—Joder, es que menuda la gracia de Enrique de traernos aquí —dijo Darío ya estando fuera. Yo es que no podía ni contestarle, estaba en pleno ataque de risa oyendo los gritos de Elvira—. Tía, Bea, qué puta eres.
—Es que me descojono con ella, le va a dar un ataque de ansiedad como no le pongan internet.
Elvira salió de la casa con el móvil en alto, iba de un lado a otro.
—¡Que no hay cobertura, tía, que no hay cobertura, tíaaaaa! Y que la señora esta no tiene wifi porque dice que es una casa para reconectarse con la naturaleza, me cago en la naturaleza, me cago en Enrique, ¡¡me quiero moriiiiiiÎÎÎÎrrrRRRR!!
A ver, la cosa era que Enrique después de la cena chunga en mi casa nos invitó a comer en la suya y nos propuso un proyecto. Nos dijo que estábamos muertos, acabados, que éramos unos putos fracasados. Vale, eso ya lo había dicho yo en mi casa, creo que no hacía falta ir a la suya para que nos lo repitiera, pero aun así lo volvió a decir y aun así lo escuchamos de nuevo y asentimos. Parecíamos unos putos tarados diciendo que sí a todo después de tomarnos las pastillas de las siete. Así que nos propuso encerrarnos, durante un fin de semana, en una casa de campo en la Sierra madrileña para crear nuestro proyecto. Joder, la cosa así, diciendo “proyecto” no sonaba nada mal, por lo que nos engatusó a todos. Lo que no nos imaginábamos era que lo de “encerrarnos” iba a ser literal.
—¡Yo me voy, Bea! —me gritó Elvi.
Le agarré del brazo para decirle algo, pero la miré y me volvió a entrar la risa, así que ella también se rio y entramos en nuestro bucle de la risa imparable. Yo es que con esta chica me parto. La conocí hace mogollón de años haciendo un máster y desde el principio fue así, vernos y mearnos. Y la tía tiene muchos problemas con la gente y yo lo entiendo. A ver, Elvi no es fácil, de risas es guay pero, joder, llévale la contraria, te cruje. Empieza con sus miradas y luego, ¡boom!, te suelta una de sus crueldades. Lo peor de todo es que da en la diana, porque a ella le flipa la gente y la analiza desde un lado aparentemente inofensivo pero, claro, luego si quiere hundirte lo hace con tan solo dos palabras. Elvira tiene amigos o enemigos, no conozco a nadie que diga: “¿Elvira?, no sé, no la conozco mucho”, ¡ja!, te digo yo que no. ¿Yo? Yo la amo. Al poco de conocernos, le dije un lunes al llegar a clase: “Tía, menudo fin de semana, terminé destrozada, el sábado me tiré a 4”. Y ella me preguntó súper seria: “Pero ¿a los 4 a la vez o de uno en uno?”. Buah, mira, la quise con mi vida entera, dije, a esta niña me la quedo yo para siempre y hasta hoy. La adoro. A ver, nuestra relación no solo es hablar de polvos que sí, lo hablamos y tenemos nuestras listas de mejor folladores y de los peores y es la hostia, pero también hablamos de nuestras movidas. Yo sé lo de sus ojos, lo de la enfermedad esa chunga que tiene y joder… A ver, no lo habla abiertamente, siempre que le preguntas te dice: “Muy bien, muy bien”, y tú dices: “Ah, vale”. Pero, bufff, cuando bebe más de la cuenta se viene abajo y te habla del miedo. Tiene miedo, mucho miedo. ¡Coño!, le digo yo, pero ¿cómo no vas a tener miedo si, en poco tiempo, te vas a quedar ciega y lo único que sabes hacer es leer y escribir?, y entonces ella me dice que soy una amiga de mierda y lloramos juntas, porque creo que tiene razón. Luego me dice que lo bueno de quedarse ciega es que no volverá a ver mi cara de sandwichera, sí, ella dice: sandwichera. Entonces yo le pregunto: “Vale, ¿qué es cara de sandwichera, tonta del culo?”, porque yo amo a Elvira pero eso no quita para saber perfectamente que es tonta del culo.  Y dice: “¿Pues qué va a ser?”, ¡no tiene ni idea!, y entonces, claro, nos descojonamos de risa otra vez. Sí, es una putada, se va a quedar ciega pero, joder, es que es tonta del culo y no puedo parar de reírme con ella y sus movidas. También nos reímos de las mías, ¿eh? Elvi es un puto desastre con la fechas pero hace tres semanas me dijo, en mi terraza, así como que no quiere la cosa: “Hace dos años ya, ¿no?”. Sabía  de qué me hablaba así que le contesté: “Sí, la próxima semana hará dos años que el gilipollas se mató con la moto”, y luego nos empezamos a reír y a gritar gilipollas tan alto y tan fuerte que a mí se me saltaron las lágrimas de impotencia, supongo, o de dolor, no lo sé… ¡GILIPOLLAS, GILIPOLLAS! Y ella me abrazó y yo le dije: “Puta ciega de mierda, sabes dar en la diana”.
—Chicos, Blanca se va ya. Me ha explicado cómo funciona la chimenea y la caldera del agua, está todo listo para empezar a trabajar —dijo Enrique desde lo alto de las escaleras.
La señora de la casa se despedía con la mano. Entró en su coche y se fue. Nos quedamos solos e incomunicados, empezaba lo bueno.

Por la tarde, desde el ventanal del salón, Darío y yo mirábamos a Enrique y a Elvira discutir en el jardín. Sé que se quieren pero se llevan a matar. Son demasiado parecidos, eso es lo que les pasa. El proyecto lo iban a diseñar ellos porque se consideran así mismos las cabezas pensantes, Darío y yo las putas marionetas parlantes de sus textos. Nunca vi más feliz a mi padre que ofreciéndome el puesto de administrativa en su empresa, supongo que así pensaría que me olvidaría de ser actriz, y así lo he hecho. En realidad nunca me sentí como tal, a ver, hacía mis cosas, grabé tres anuncios y cuatro cortos, pero lo mío era el teatro. Me fui a Alemania enamorada de Brecht: No hay nada como la guerra. Cuentan que acaba con los más débiles, pero estos también revientan cuando hay paz. Y, en cambio, la guerra nos da de comer a los que resistimos. Me fui a Alemania soñando que triunfaría en los escenarios y que me follaría a un montón de alemanes y, al final, terminé 5 años sirviendo cervezas y me tuve que echar dos novios para que los polvos semanales me salieran a cuenta. La guerra nos da de comer a los que resistimos, yo no resistí, le iban a dar mucho por culo a Berlín, pero yo no podía más, mi padre ya lo sabía. No me dijo nada cuando lo llamé, pero él ya sabía 5 años atrás que fracasaría y no me dijo nada ni antes ni después. Me alquiló el piso en Madrid y me dio trabajo. En casa, le he oído decir a sus amigos que soy especialista en teatro vanguardista alemán, yo lo miro y sonrío, él evita hacerlo y es cuando me doy cuenta de que le doy vergüenza, soy su única hija y no sabe ni qué decir de mí a sus amigos. Podría decirle: Sé echar buenos polvos, papá, todos los tíos me lo dicen, que follar conmigo es una puta locura. Pero no, claro que no se lo digo y yo también siento vergüenza, y me bebo la copa y me despido de todos, les digo 4 freses en alemán a lo Marlene Dietrich para que vean que mi padre invirtió bien su dinero y ellos aplauden y mi padre sigue sin mirarme y yo salgo y me aprieto el abrigo en el ascensor. Necesito salir, le digo a Elvira por teléfono, vale, me contesta ella, y salimos y bebemos y termino con uno o con otro y ella me besa y me dice que se va a casa, se va a casa con Joan y yo la odio, la odio porque se va a casa con Joan y hace dos años que yo no puedo volver a casa con Pablo.

—¿Me pasas las patatas? —pidió Enrique a Darío.
Estábamos cenando. Había preparado carne empanada con patatas y ensalada.
—Claro, toma. Bueno, y ¿tenemos proyecto o no tenemos proyecto?
—No lo tenemos y nunca lo tendremos —Elvira.
—¿Por qué eres tan jodidamente cansina? —Enrique—. ¿Por qué vas por la vida con tu puto pesimismo crónico amargando a los demás? ¿Por qué no te cuelgas de una puta vez y nos dejas en paz?
Se hizo un silencio denso y molesto. Elvira no levantó la vista de su plato, pero sí dejó con cuidado los cubiertos a un lado.
—Vale… ¿Alguien más quiere patatas? —Darío.
“Está atada a la cama del hospital con correas”, me dijo Elvira. Yo acababa de salir de trabajar, del garito en Kreuzberg, sería la una de la mañana o algo más, estaba llegando andando a mi casa y sujetaba el móvil con mi hombro mientras me liaba un cigarrillo. Yo la escuché, claro que la escuché pero qué puedes responder a eso, qué mierda le dices a tu amiga cuando sabes que a su madre le espera una de las peores muertes. “Hoy ha vuelto a venir al bar el medio turco de ojos verdes”, le dije. “¿Sí?”, me preguntó ella. “Sí”, le respondí. “Ya, ¿es guapo?”, “Sí, mucho”, “Ya, tíratelo”, “Sí, lo haré”, y yo me reí y ella empezó a llorar y me pidió que no colgara el teléfono. Tiré el cigarrillo y me apoyé en la pared del supermercado al final de la Bergmannstraße y la oí llorar durante más de 20 o 30 minutos, y luego, silencio, colgó sin decir nada y yo guardé el móvil en el bolso y comencé a caminar de nuevo hasta llegar a mi casa.

—Pensaba que era la única despierta —dije.
—No, ya ves, llevo desde las 5 de la mañana dando vueltas por la casa —respondió Darío.
—Difícil dormir después del show de anoche, ¿no? No sé cómo lo hacemos pero en las cenas siempre la liamos.
Darío se rio.
—La próxima vez escondemos los cuchillos porque, un día, estos dos van a matarse sin miramientos. ¿Te hago un café?, ¿quieres? —me preguntó.
—Sí, por favor —contesté fijándome en su barba, era cortita, de unos cuatro o cinco días—. Es pelirroja.
—¿Qué?
—Tu barbita es pelirroja.
—Ah, sí, no sé por qué pero me sale pelirroja. ¿A qué hora crees que regresaremos a Madrid?
Siempre pensé que Darío era gay. De esos tíos que lo son pero no lo dicen porque creen que a nadie le interesa tu orientación sexual. Así que yo me supuse que, bien, vale, muy mono, pero es gay. Es gay. Nunca me mira. Es gay. Salimos juntos, bebemos y nunca repara en mí, es gay. No lo dice, pero es gay, sí. “Os presento a Marta, mi chica”, vale, no es gay. Es mono, es hetero, tiene novia y es fiel, joder. Joder. La tal Marta le dejó al poco de un año, yo me alegré, ella era chunga, de esas tías raras. Pero no rara como Elvi que sabes que en cualquier momento te puede descuartizar mientras escucha El ocaso de los dioses de Wagner, sino rara de las tías que repiten las dos últimas palabras de tu frase y luego se te quedan mirando sin añadir nada más. De las raras que dudas entre si será asperger o simplemente revela cierta carencia afectiva. Rara. Así que cuando le dejó, me alegré. Darío no tanto y se fue a Argentina en busca del Teatro del Movimiento, lo mismo que yo a Berlín buscando el Teatro Épico. Cada uno en una parte del mundo buscando y buscando sin encontrar nada más que mucha decepción con la que llenar la maleta de vuelta. Siempre me gustó, sí, él siempre me gustó.
—¿Bea?
—¿Qué?
—Que si sabes a qué hora regresaremos a Madrid.

—¡Jodeeeer! ¡Joder, joder, joder!
Los gritos eran de Elvira que nos acababa de encontrar follando a Darío y a mí en la encimera de la cocina. Darío se subió los pantalones, yo me bajé la camiseta larga y salí corriendo detrás de Elvira.
—¡Tía, espera! —dije alcanzándola en el hall.
—¡Coño, Bea, esto es demasié! En una casa de más de 400 m2, ¿me vas a decir que no había habitaciones libres?
—Bueno, ya sabes que esto viene así, de repente.
—¿De repente?
—De repente.
—Perdona, Elvi, ¿te hago un café?, ¿quieres? —Darío.
—¡Vale! —gritó Enrique bajando las escaleras—. En 10 minutos todo el mundo desayunando. Tenemos proyecto.
Los tres lo miramos.
—¿Qué proyecto? —preguntó Elvira subiendo el primer escalón.
Enrique la miró desde 4 escalones más arriba.
—Un proyecto —contestó.
—Entonces, Enrique, ¿te hago un café?, ¿quieres?

A las siete de la tarde estaba entrando en mi diminuto apartamento de Madrid. Me descalcé y me lancé al sofá. Miré la foto que tenía enfrente, en la estantería de los libros, sobre el escritorio, en la que salía abrazada a Pablo. La repetimos siete veces, yo quería que saliera natural. “Natural ya no es si vamos por la cuarta”, me dijo. “No me entiendes”, le decía yo, “natural, la quiero natural”. “Cariño, es mejor que te vayas a casa”, me dijo mi padre, dos meses después, cuando por sorpresa apareció en el departamento de cuentas de su empresa. Me sujetó por los hombros y me dijo: “Es mejor que te vayas a casa, yo te acompaño, cielo”. Los padres de Pablo lo llamaron a él, no a mí, lo llamaron a él, quizá me veían demasiado insensata para entender una situación así, para entender que la moto de Pablo se había encajado bajo un camión, para entender que su hijo había muerto por insensato, por esa insensatez que, más que seguro, la había aprendido de mí, de la chica loca e insensata con la que salía. Llamaron a mi padre porque entendieron que parte de la culpa era mía. Yo lo entendía todo. Claro que lo entendía. Entendí que para comprender algo así había que desentender la vida entera y volverla a entender desde el más absoluto vacío. Ocho días más tarde llamé a Elvira y comencé a llorar, le pedí que no me colgara, lloré durante más de 30 minutos y después le dije que ahora la entendía, ella dijo: “Vale”, y colgó.
Me levanté y cogí la foto. La miré y sonreí.
—Tenemos un proyecto, Pablo. Tengo un proyecto.
Abrí el primer cajón de mi escritorio y la metí allí.