17 feb 2019

Despertares


Despertares de Javier Avi

A las 4 de la mañana eché a Joan de la cama. Quería dormir en diagonal. Siempre había dormido en diagonal y en ese momento me apetecía volverlo a hacer.
―No quepo ―dije.
―Mides un metro y medio… cabes perfectamente... ―contestó somnoliento, acariciándome la espalda como si fuera un bebé al que hubiera que tranquilizar a media noche.
―No, no quepo ―repetí.
Joan, resoplando cogió su almohada, se levantó y arrastrándose lo oí llegar al salón donde cayó peso muerto en el sofá. Yo, recuperando mi terreno, me expandí cual pulpo desperezándose. Al de unos minutos se subió Tomás, nuestro gato, a la cama y comenzó a hacerse un hueco apretándose junto a mi cadera.
―Tú, bicho, fuera, hoy la cama es solo mía.
El gato saltó al suelo no sin antes regalarme un zarpazo de los suyos.
Volví a abrir los ojos exactamente a las 8:47, según mi móvil. Me di la vuelta, miré al techo y me pregunté por qué seguía viva.
―¡¿Por qué?! ―grité y me incorporé en la cama suspirando.
―¿Por qué qué? ―preguntó Joan asomando la cabeza por la puerta de la habitación. Tenía un vaso de café en la mano y a Tomás en el hombro.
―¿Por qué no me he muerto ya…?
―Buenos días, mi dulce Fiona.
―¿Fiona? ¿Lo dices porque soy un ogro?
―No, amor, lo digo porque siempre te despiertas con ese tono verde de piel que tanto me enamora.
Me dio tal ataque de risa que caí de nuevo en la cama panza a arriba. Joan dejó el café en la mesilla y se unió a mis risas. Nos tiramos en la cama casi 20 minutos más intentando parar de reír pero era mirarnos y empezar de nuevo. Tomás nos observaba desde la mesilla, custodiando el café, y pensando que de entre todos los humanos había ido a caer a la casa de los más idiotas.
Ya en la cocina y después de haber desayunado, Joan dijo que se duchaba primero. Era domingo y queríamos aprovechar las primeras horas de la mañana para trastear tranquilamente por el barrio. Pero antes de entrar al baño, me abrazó.
―Te voy a echar de menos ―me dijo.
―¿Cuando me muera?
―Sí, cuando te mueras ―y se rio apretándome mucho más fuerte.
Lo cierto es que llevaba muerta mucho tiempo y por eso me marchaba.

Hacía seis meses me llegó la oferta de una universidad en el extranjero en la que valoraban principalmente mi especialidad en textos teatrales, y me propusieron un proyecto difícil de rechazar.
―Pero ¿a China? ―preguntó Joan un tanto incrédulo cuando le conté la llamada que acababa de recibir aquella tarde.
―Sí, a China.
―¿Eso te hace feliz?
―Mucho… ―y comencé a llorar porque no entendía cómo el ser tan feliz podía doler tanto.

Empezar una nueva vida sola a mis casi 42 años no era lo que había planeado. Tampoco marcharme cargando con una enfermedad crónica y degenerativa. Tampoco dejar al amor de mi vida junto a un gato vengativo. De hecho, creo que no había planeado nada porque nunca pensé que llegaría a los 42 años, siempre me había imaginado metiendo la cabeza en un horno mucho antes. Pero quién habría adivinado que el amor me ataría a esta vida, un amor al que ahora abandono para seguir estando viva.
Y allí, en la cocina, a una semana de irme, Joan me tenía sujeta por un poco más de tiempo.

12 feb 2019

El mal de Cósimo


Ilustración: 'Café literario' por Javier Avi

―Antes de empezar, para que no perdáis el tiempo, me acabo de leer el audiolibro de El rey recibe de Mendoza y me ha decepcionado bastante.
―José, por el amor de dios, los audiolibros no se leen, se escuchan. Se escuchan, José.
―No sé, Marga, el concepto es el mismo.
―No puede ser el mismo, hijo de mis amores, cuando no se realiza el ejercicio de leer. Leer es leer y escuchar es escuchar. Es muy simple, lo dice la RAE.
Rebobinemos. A las 18:10 de la tarde del domingo pasado, los 5 miembros del club de lectura ‘El mal de Cósimo’ se sentaron en la mesa del fondo de una moderna cafetería en el centro de Malasaña. Pidieron tres cafés y dos tés y Elvira, además, quiso probar la tarta de zanahoria que terminaría compartiendo con Ángela, como siempre. Tras 20 minutos diciendo lo ocupadísimos que estaban todos con sus respectivas vidas, y lo mucho que se habían echado de menos, comenzó la tertulia literaria, no sin antes lanzar algunas recomendaciones:
―Antes de empezar, para que no perdáis el tiempo, me acabo de leer el audiolibro de El rey recibe de Mendoza y me ha decepcionado bastante.
―José, por el amor de dios, los audiolibros no se leen, se escuchan. Se escuchan, José.
―No sé, Marga, el concepto es el mismo.
―No puede ser el mismo, hijo de mis amores, cuando no se realiza el ejercicio de leer. Leer es leer y escuchar es escuchar. Es muy simple, lo dice la RAE.
 Él, José. 34 años. Dependiente de una librería madrileña, en la que los visten a todos con chalecos verdes. Licenciado en Historia del Arte y terminando su tesis doctoral: “Traslación de la pintura a la literatura en la Europa de los siglos XII al XIV”. Ella, Marga. 38 años. En paro. Graduada en Magisterio. Obtuvo un 9,5 en su TFG, lo dice siempre que puede.
―Hombre, creo que Marga tiene razón, leer, lo que se dice leer no es.
Él, Luis María. 43 años. Dependiente de una librería madrileña, en la que los visten a todos con chalecos naranjas. Licenciado en Filología Inglesa. Dejó su tesis doctoral al comprobar que le pagaban casi el doble como dependiente que como profesor asociado en la Universidad Autónoma
―Ay, que me ahogo. ¡Agua!
Ella, Elvira. 41 años. Experta en atragantarse. Las multitareas nunca fueron lo suyo. Licenciada en Filología Hispánica. Su especialidad en textos teatrales le han llevado a practicar ante el espejo, desde hace años, su discurso para cuando gane el Premio Pulitzer por escribir la mejor Obra de Teatro. “Gracias”, dirá y lanzará un beso al aire, acompañado de un sobreactuado llanto. “Gracias, gracias, gracias”.
―Gracias.
―De nada, pero bebe despacio no te vaya volver a pasar.
Ella, Ángela. 44 años. Su tesis doctoral sobre la novela breve del Siglo de Oro le hizo un hueco como profesora asociada en la Universidad Complutense. No se casó ni quiso tener hijos para disfrutar de su libertad e independencia. Ahora con los 700€ brutos que gana al mes, vive compartiendo piso con 3 desconocidos.
―A ver, Luis María, no me vengas tú con esas, mi querido filólogo. Todos sabemos que la tradición oral fue vital en la conservación de la literatura antes del siglo XV, pero ahora los audiolibros están mal vistos ―explicó José algo exaltado. Después tomó aire e hizo amago de llevarse su taza de café a la boca, pero justo en el momento en el que sus labios la iban a tocar, la apartó y la volvió a dejar sobre la mesa con un provocativo choque de platillos―. Y una cosa más te voy a decir, a mí esta condescendencia no me mola un pelo.
―¿Yo condescendiente?
―No, tú no, Luismari, creo que el muchachito se está refiriéndose a mí ―aclaró Marga―. Aunque mi TFG fuera sobre el tema y sacara un 9,5, parece ser que algunos piensan que poco puedo aportar y no saben debatir sin insultar; pandilleros los llaman en mi casa.
Ángela le dio un disimulado codazo a Elvira. Elvira la miró. Ángela levantó las cejas, Elvira también. Ángela negó disimuladamente con la cabeza, Elvira también y quiso añadir el torcer la boca. Ángela la torció un poco también, cerró dos veces los ojos y se pasó la lengua lentamente por dentro del mentón. Elvira ya no supo qué hacer porque llevaba un buen rato perdida. Como decíamos antes, lo suyo no eran las multitareas y todavía estaba intentando tragar el trozo de tarta de zanahoria que con el agua se le había hecho bola. Ángela al ver que Elvira dejaba de interactuar puso los ojos en blanco y le espetó:
―¡Pero quieres tragar de una puñetera vez!
De inmediato Elvira se llevó las manos a la boca para intentar evitarlo pero no pudo, explotó en una enorme carcajada y esparció por toda la mesa, a modo de misiles, una desagradable masa pastosa.
―¡Será marrana la tía! ―gritó Ángela sin poder contener la risa. No entendía cómo su amiga podía ser tan fina hablando de Unamuno y su trágico sentido vital, y luego tener unas maneras alimenticias tan discutibles. Sea como fuera siempre terminaban tronchadas de la risa.
―Chicas, siempre estáis igual ―dijo Marga mientras cogía una servilleta para limpiar su parte de la mesa―. Y os recuerdo que no nos reunimos una vez al mes para el jijí jajá. Porque si es así, ya no contéis más conmigo, que una tiene muchísimas cosas que hacer.
Repetimos. Ella, Marga. 38 años. En paro.
―Tienes razón, lo siento ―dijo con cinismo Elvira tramando, acto seguido, la manera de torturarla―. Bueno y cambiando de tema, ayer terminé la novela de Luna de Miguel, qué buena, esta chica es portentosa. ―Mintió. Ni se la había leído ni se la iba a leer, no por nada sino por falta de tiempo en esta vida, había que elegir. Sin embargo sabía que, diciendo lo dicho, acababa de soltar la granada sobre la mesa.
―¡La mamarracha esa no escribe una mierda!
¡Boom!, explotó y por supuesto fue Marga quién tiró de la anilla. Era tan simple como eso. Y continuó:
―¿Qué puede contar una veinteañera que  se pasa el día sacándose selfies con cara de susto?
Todos rieron aquella ocurrencia. No le faltaba razón.
Y después de discutir media hora más sobre lo que es literatura y lo que no y sobre la mercantilización instagramera a la que estaban sometidas la gran mayoría de editoriales de este país, comenzó la charla sobre el tema que los había reunido: si la obra de Gorki fue o no el germen de la llamada literatura soviética. José decía que sí, sí y sí aun habiendo leído tan solo un par de libros suyos. Ángela que no, no, y no, acusando directamente a Stalin de estrategia propagandística, conocía la obra completa. Marga que eso nunca se podría saber, no se había leído nada de Gorki. Luis María que Marga tenía razón, decía que quizá había leído algo suyo, hace años, pero que ya no se acordaba. Y Elvira, tras haberse atragantado dos veces más mientras los escuchaba, les aseguró que el teatro de Gorki parecía estar escrito por un ser sobrenatural.
―Ese no es el tema, Elvi ―apuntilló José.
―El teatro siempre es el tema ―respondió ella, y miró a Ángela para compartir el triunfo de aquel zasca. Su amiga solo pudo abrazarla muerta de la risa mientras la llamaba tonta del culo.
Una hora después pidieron la cuenta. Durante 15 minutos hubo bailes de números, y tráfico de billetes que iban y venían con monedas sobre la mesa que parecía que nadie quería coger como cambio. Algo no encajaba, faltaban 3 euros. Vuelta a empezar. Que si tú qué has tomado y qué has puesto, que si yo como le pongo a ella me cojo esto, pero si le pones por qué te coges, que cada uno ponga lo suyo. Faltan 2 euros. Vuelta a empezar.
―¡Pero, chicos, no puede ser tan complicado! ―gritó Marga harta de estar rodeada de aquellos animales―. Ángela, por favor, pásame la cuenta que quiero ver lo que dice.
―¡Uy, uy, uy, uy, uy, uy! ―exclamó José poniéndose de pie. Levantó el brazo y fingió tocar una campana estrepitosamente―. ¡Prrrrrrrrrrr! ¡Campana y se acabó! Si Marga de la cuenta ver lo que dice quiere / del audiolibro, José,  leer sugiere.
Todos aplaudieron muertos de la risa.
―¡Bravo! ―gritó Elvira, y es que al final no le faltaba razón: el teatro siempre es el tema, por suerte.