26 ago 2020

Gente bonita


Bonito de Jarabe de Palo

Almudena se rio tapándose la boca. Sabía que no debía hacerlo, no era el momento de reírse, pero su amiga Elvira siempre le hacía hacer cosas de las que luego sentirse mal. Almudena pensaba que su amiga Elvira era cruel en muchos sentidos, mientras que Elvira pensaba que Almudena era una persona bonita. Elvira tenía dos personas bonitas: Joan y Almudena. Los calificaba así porque eran los únicos seres humanos que conocía que sería incapaz de atribuirles un adjetivo negativo. Cuando Elvira se enfadaba con su novio lo miraba con rabia y finalmente le gritaba frustrada: “Eres, eres, eres… ¡eres un oso hormiguero!”, Joan se reía y después de unos días le dejaba sobre su almohada un dibujo de un oso hormiguero con peto al que le salían corazones dirigidos a una hormiguita de enormes pestañas. Elvira cogía el dibujo y pensaba en lo bonito que era, lo infinitamente bonito que era Joan.
—Qué bonita eres, Almu —dijo Elvira. Almudena se quitó la mano de la boca y le sonrió sincera—. Bonita de verdad.
—¿Y yo? —preguntó Bea.
—¿Tú qué?
—¿Yo no soy bonita?
—No, tú no —contestó Elvira sin dudar.
—¿Ni en momentos como este eres capaz de decirme algo bueno?
Verdaderamente no era buenos tiempos. Las cinco últimas semanas habían sido un carrusel de emociones para Beatriz, una tortura emocional de la que no había hecho más que  empezar a participar. Se estaba acomodando porque sabía que eso era solo el principio.
“Me han encontrado un bultito en la teta”, dijo Bea a Elvira hacía 5 semanas por teléfono, “lo van a analizar”, “vale”, contestó ella. “¿Es malo?”, le preguntó Almu a Elvira, por teléfono, al día siguiente, “no lo sé, le darán los resultados en 21 días”. Una semana más tarde Elvira volvió a llamar a Almu para decirle que sí, que era malo, que la operaban, “¿cáncer?”, preguntó.  “Es cáncer. Pero lo han cogido a tiempo, tanto es así que me han dicho que al operarme y quitármelo no tendrán ni que darme quimio”, dijo Bea a Elvira, por teléfono, el día anterior. Tres semanas más tarde, tras la operación, “todo ha ido bien, pero le van a dar quimio para estar seguros”, dijo Elvira a Almu, por teléfono, “claro, hay que estar seguros, estas cosas… señor, ay, señor…”. Clic.
Nueve días después de la operación estaban las tres amigas en el salón de la casa de Bea, demasiado calor para disfrutar de la enorme terraza, así que bajo el aire acondicionado se reían e insultaban a partes iguales.
—¿Y si vuelven a decretar el estado de alarma y me cancelan las sesiones de quimio? ¿Qué voy a hacer entonces?
—Eso no va a pasar —dijo Elvira firmemente.
—¿Cómo lo sabes? ¡Mira lo que te pasó a ti! Y porque tu oftalmólogo es Dios y movió cielo y tierra para poder operarte en plena pandemia pero ¿y yo? ¡¿Y yo?!
—Eso no va a volver a pasar, la gente está muy concienciada —mintió con la mirada clavada en Almudena evitando así cruzarse con la de Bea—. Los hospitales no se van a volver a colapsar, la gente apenas se junta en grupos, y si lo hace, ni se toca. He visto a grupos de amigos dejando ¡hasta tres metros de distancia de seguridad! Saben que hay otras enfermedades, saben que algo así no se puede repetir, hay muchos daños colaterales, la gente tiene miedo, está siendo muy responsable.
—¿En serio, Elvi?
Elvira miró a su amiga y parpadeó rápidamente. Tragó saliva.
—En serio, Bea.
—Oh, no, no, no, no llores, Bea, vamos… —dijo Almu—. Te traigo un poquito más de zumo, ¿vale?, te va  a hacer bien, ya verás. —Y salió del salón.
—No llores, Bea, de verdad, no llores porque no merece la pena —dijo Elvira mirándola seria—. La vida es así, muy perra. ¿Te gusta leer?, pues te dejo ciega. ¿Te gusta follar?, pues te amputo las tetas.
—Elvira, ¿para qué mierda has venido? —preguntó Bea.
—Para consolarte.
—Pues te aseguro que no lo estás consiguiendo, hija de la grandísima puta.
—Ya… me pasa mucho, pues no sé hacerlo mejor…
—¿Y ahora de qué os reís? —preguntó Almudena entrando en el salón y viendo a sus amigas tronchadas de risa en sendos sofás—. Toma, recién exprimido. —Y ofreció a Bea el vaso de zumo.
Elvira volvió a pensar en lo bonita que era Almudena. Bonita de verdad.
—Y tú, Almu, ¿cómo estás? —le preguntó.
—¿Yo? No sé, muy bien, claro, no me pasa nada a mí, yo… ¿de qué me puedo quejar? ¡Madre mía, estoy genial! Estoy tranquila. Vendrán tiempos mejores, claro. Y en unos años Abel ya será adulto, ¿no?, eso es importante, que crezca, que crezca rápido, muy rápido… Tener un hijo crecido es importante. Tener un hijo lejos de la adolescencia es importante. Por eso que la pase rápido, tan rápido que casi ni me dé cuenta, ¿verdad? Eso es importante, muy importante… porque… porque… no lo soporto, no soporto a mi hijo… No puedo más…
—¡Pero, Almu, no llores! —dijo Elvira riéndose.
—Es que no lo podéis entender. Es desquiciante, chicas, de verdad. Solamente hace lo contrario de lo que le pido para cabrearme. Busca en todo momento la manera de hacerme daño. Ayer me dijo que lo odiaba porque me recordaba a su padre, ¿os lo podéis creer? ¿Cómo me dice algo así? Me siento impotente. Se supone que los hijos te deben de querer y cuando Abel me muestra tanto odio me… me… anulo, no entiendo mi papel, no entiendo nada…
—Mujer, es lo normal, en la adolescencia odiamos a nuestros progenitores, punto —dijo Bea.
—¡Claro! —siguió Elvira—. Tonta, es la adolescencia aunque, bueno, yo a mis 43 añitos sigo deseando la muerte de mi padre cada puñetero día.
—No, Elvi, eso no… —Bea en tono confidencial.
—¿No…?, ¿esto no consuela…? —Elvi, imitando su tono aun sin saber por qué.
Almudena sacó de su bolso un kleenex, se bajó la mascarilla y se sonó la nariz.
—Es que hay más… —Sus dos amigas la miraron con ansia—. Le he encontrado una cajita con maría. Sabía que esto iba a pasar. Dentro de dos semanas cumple solo 12 años pero hace tiempo que dejó de parecer un niño. Estoy desesperada, estoy desesperada…
—Almu —empezó diciendo Bea—, está experimentando. Marihuana, bueno, pues marihuana. Está situándose, recolocándose en este mundo, asumiendo quién eres tú, quién fue su padre, por qué lo abandonó, y sobre todo quién es él. Síguele de cerca, pero deja que pruebe, deja que se drogue, que se alcoholice y que folle como un loco, porque igual a los 40 tiene un cáncer en los huevos y se arrepiente de no haber hecho cosas, de no haber vivido lo suficiente. Quizá a los 40 tenga miedo a morir, porque la vida le supo a poco, quizá la muerte le parezca precipitada y sin sentido, quizá, solo quizá. Almu, déjalo libre para que nunca se arrepienta de estar vivo y para que la muerte lo pille saciado y cansado aunque tan solo tenga 40.
Elvira se llevó las manos al pecho.
 —¿Y ahora por qué lloras tú, tonta del culo? —le preguntó Bea.
—Porque tú también eres bonita, bonita de verdad —contestó.

12 ago 2020

Monstruos en agosto

Fotograma de 'Nosferatu' de Murnau de 1922


Deseo la muerte de mi padre cada día, cada día, cada día, cada día… ¿en qué me convierte eso?
—En un monstruo —me contestó Gael en agosto de hace 9 años, sentado en un banco de El Retiro mientras se comía un helado.
En agosto de 2020 desayunaba una tosta con tomate y aceite en una cafetería de Chueca con Alba.
—Ni te imaginas lo agotada que estoy, Elvi, ni te lo imaginas…
Alba daba vueltas a su café con la cucharilla, llevaba haciéndolo dos o tres minutos, el soniquete del metal con la cerámica no parecía molestarla, a mí sí. La paré con la mano.
—Un día se acabará —dije.
—¿Cuándo? —preguntó desquitándose bruscamente de mi mano—. ¿Eh?, dime, ¿cuándo?
Conocí a Alba hará cosa de 6 años, cuando hacía una sustitución de 3 meses en una universidad privada a las afueras de Madrid. El ambiente esnob y pijo que allí se respiraba era surrealista tanto por parte de los alumnos, la mayoría extranjeros, como por los profesores. Alba y yo éramos las únicas docentes que llegábamos hasta el enorme campus en transporte público y aquello nos unió. Los trayectos en bus eran de casi hora y media y aprovechábamos para criticar, entre risas, la universidad pero también, y sobre todo, para hablar de nuestras cosas. Hicimos muy buenas migas, tanto fue así que, aun habiendo terminado la sustitución, seguimos quedando con cierta asiduidad hasta hoy.
—No lo sé —contesté.
—Ese es el problema, Elvira, que nadie lo sabe. Nadie. —Un niño de la mesa de al lado tiró un tenedor al suelo, Alba lo miró con reproche—. Que el que mi madre me tuviera con 45 años no fue mi problema, ¿me entiendes? Que el que la mujer quisiera cumplir su deseo de convertirse en madre a toda costa no fue mi problema. Pero aquí estoy, limpiándole el culo desde hace dos años, aquí estoy. Claro que sí, a esa mujer brillante que jamás se imaginó que perdería completamente la cabeza a los 84 años, ¡jamás! Eso les pasa a otros, ¿entiendes? ¿Mi madre? ¡Lúcida hasta los 100! ¿Cómo una profesora de Literatura Comparada iba a perderla? Tendrás madre hasta hartarte, me decía. ¿Sí? ¿A los 39 me harté? Bueno, qué digo a los 39, a los 35 ya empecé a notar que las cosas que decía no eran coherentes, pero te hace gracia, ¿sabes? Al final lo tomas como anécdotas, ¡mi madre es un caso!, te dices a ti misma. —Pegó un sorbo de café y continuó—.  ¿No te acuerdas cuando trabajábamos en la universidad y me llamó su vecina para decirme que mi madre estaba tirando el papel higiénico por el patio gritando que estaba nevando? ¿Te acuerdas? —Asentí—. Y las dos muertas de la risa, ¡mi madre es un caso!, ¡mi madre es un caso!
Me reí. Recordé aquel momento perfectamente. Retiré el plato de la tosta, apoyé los codos sobre la mesa y reposé la barbilla en mis manos. No dije nada, solo la miré.
—Todo fue de mal en peor y, sí, a mis 39 la bañé por primera vez y creo sinceramente que no me correspondía hacerlo, o no por demencia. Que se hubiera caído, vale. Que tuviera un cáncer y la quimio la dejara sin fuerzas para hacerlo sola, vale. Pero, ¿por demencia?, ¿en serio? ¡Eooooo! ¡Hola! Tengo 39 años, una mujer joven, que decide ser soltera y sin hijos para disfrutar de una larga independencia, porque me corresponde por edad. Me corresponde, Elvi. ¡Me corresponde, coño! —Dio un golpe en la mesa que hizo que me sobresaltara—. Ahora tengo 41 y llevo dos años viviendo con ella, con una vida hipotecada. ¿Y sabes por qué?, porque mi madre quiso cumplir un deseo, y… Mira, Elvira, mira… los hijos no son deseos, ¿sabes?, no lo son. Deseos son los que escribes en la lista de Amazon. Esos son los deseos, ¡esos son los putos deseos!
Alargué la mano y le agarré la muñeca.
—Alba…
—Perdona, perdóname, es que estoy sobrepasada. Lo siento… ¿Tienes un kleenex?
Inmediatamente busqué en mi bolso. Saqué el pequeño paquete de pañuelos de papel y se lo ofrecí.
—Nadie sabe cuánto va a durar esto —dijo mientras se sonaba la nariz—. ¿Un año? ¿Dos? ¿Cuatro? ¿Diez? Elvira, ella no está mal, solamente ha perdido la cabeza. No sabe quién soy, no sabe quién es ella, no sabe quiénes son sus cuidadoras, no sabe que tiene que comer, no sabe que tiene caca en el pañal, no sabe nada, es un bebé otra vez. Es un bebé de 86 años. ¿En eso nos vamos a convertir, Elvira? Después de todo una vida vamos a terminar cagándonos encima y repitiendo 50 veces al día ‘tápame los pies, que tengo frío, Ricardo’. ¡Vete a saber tú quién coño es Ricardo!
No quise pero me reí, ella también.
—Es lo que somos, Elvi, un cerebro que tiene los días contados y como nos falle se acabó nuestra dignidad. Por lo menos ni tú ni yo torturaremos a nuestros hijos a que lo vean. Deberemos encontrar a ese tal Ricardo para que nos tape los pies y nos limpie el culo. —Rompimos a reír. Bebió algo más de café y con serenidad dejó la taza en la mesa—. Cada día al despertarme, me quedo unos segundos inmóvil en la cama, deseándolo. Sí, como ella cuando tenía 45 años y se creía una mujer rompedora por quedarse embarazada estando soltera y siendo tan mayor. Mi madre siempre a contracorriente, qué mujer, ¿verdad?, qué mujer... Pues yo también, Elvi, me despierto y lo deseo en silencio, desde la cama, mirando a la pared. Lo deseo, lo deseo y lo vuelvo a desear con fuerza. Y luego me levanto y lo primero que hago es ir a su habitación y comprobar si sigue respirando. Y sigue, claro que sigue respirando y el mundo se me cae encima, Elvi… se me cae encima, porque no lo soporto más. Porque no es mi responsabilidad haber sido su deseo... Porque... porque qué cosas, ¿eh?, su deseo fue darme la vida y ahora el mío es quitársela, ¿en qué me convierte eso?, ¿eh?, dime, ¿en un monstruo?
Estiré la mano sobre la mesa, le acaricié la suya.
—No llores, Alba, no llores, porque todos somos monstruos, y ellos lo fueron primero.

6 ago 2020

Satélites casposos

Amigas, verano de Sara Herranz 


—Elvi, muchas veces me pregunto por qué eres así —dijo Natalia sonriendo.
Natalia es uno de mis satélites. Forjar una amistad en Madrid no es fácil, todos vamos y venimos. Mi propio grupo se había evaporado durante años y ahora parecía que estaba a punto de hacerlo otra vez. Con la crisis asomando la cabeza, Enrique emigraba a Francia, Bea tenía los días contados para regresar a Berlín, Darío, con su nuevo amor, barajaba las posibilidades de mudarse a Edimburgo, y yo a China. La única que se mantenía era Almudena, a dónde quieres que vaya con Abel, me decía con cierta frustración. Madrid es una ciudad de gente sin un destino claro, aquí los amigos nos agrupamos durante un tiempo y luego ya se verá.
Natalia, en cambio, optó por seguir las reglas del juego. Su vida era una gruesa línea recta. Con 18 años, se mudó de Salamanca a Madrid para estudiar en ICADE, allí conoció a su futuro marido, compraron un bonito piso en Río Rosas que vendieron, tras casarse y tener a su primer hijo, para adquirir una casa en Las Rozas con jardín y piscina, y los veranos los pasan en su segunda residencia de Menorca, porque las salidas en barco les encanta a los niños, me decía. Natalia es una mujer a la que nunca habría elegido como amiga pero que en un caótico Madrid alguien te la presentó un día y sin querer la tenías en tu lista de contactos y así, de la forma más tonta, llevábamos más de 7 años quedando dos o tres veces al año. Natalia es uno de mis satélites, no es una amiga pero ahí está.
—¿Así? —pregunté.
—Ya me entiendes.
No, no la entendía. Nunca la había entendido. Sonreí y pegué un sorbito a mi café. La terraza de Fuencarral, en la que nos habíamos sentado, estaba prácticamente vacía. Al dejar de nuevo la taza sobre le platillo, observé el sobre de azúcar a medio abrir, lo estrujé con dos dedos.
—Ya sabes, me sorprende que sigas haciendo las cosas que haces —dijo.
Me ahuequé el flequillo sin demasiadas ganas, necesitaba hacer algo con las manos y mi nuevo corte de pelo me brindaba esa posibilidad.
—Vives como una eterna adolescente —continuó diciendo—, ya me entiendes.
Levanté la mano y el camarero se acercó.
—La señora quiere pagar —dije señalando a Natalia.
—Claro, una cerveza y un café son 5’70€, por favor.
Natalia sacó la cartera de su Gucci tricolor y pagó con la tarjetita dorada.
Me levanté de la mesa diciendo lo mucho que me había alegrado verla y que debíamos repetir, ella asintió con cierto rubor. Me puse la mascarilla y me marché.
A la altura de Tribunal, Almudena me llamó. Estaba desquiciada, me pedía consejo para poder librarse de un hijo preadolescente, me hizo reír. Quedamos en vernos en 20 minutos en la terracita del nuevo Palentino de Malasaña.
—¿Cómo le voy a dejar pasar la noche fuera? —empezó diciendo Almu ya sentadas en la terraza—. ¡Tiene 11 años! Que los padres de Nicolás no están y que van a ir muchos amigos a su casa. Bien, Abel, le he dicho, ¡pero tú no vas! Hombre, por favor… Mi primer porro fue a los 13 ¡no se me olvida!, y él es bastante más espabilado que yo a su edad, así que… ¡blanco y en botella!
—¡Leche! —grité y las dos nos empezamos a reír como idiotas.
A los 10 minutos llegó Bea. Nos contó algo de Markus, el joven bávaro que se había sacado de la chistera para dar celos a Darío; nos contó algo de Gonzalo, un cuarentón divorciado de Tinder con que había pasado un par de noches; nos contó algo del instructor de Yoga del balneario al que fuimos hacía unas tres semanas; y nos contó algo de Darío, que no podía dejar de pensar en él.
—Llámalo —dije.
—Elvi, no tengo 15 años, las cosas ahora no se hacen así —contestó.
—Mira, Bea —dije cruzando las piernas—, acaban de decirme que soy una eterna adolescente, así que llámalo. En la adolescencia se nos está permitido equivocarnos, ¿no?, pues llámalo, ya lo solucionaremos después.
Beatriz sonrió, dijo un tímido “vale”, sacó el móvil de su bolso y se alejó de la mesa. Un segundo después, miré a Almu que se llevaba el móvil a la oreja:
—Está bien, Abel, puedes dormir esta noche en casa de Nicolás, sé responsable, por favor… —Quedó en silencio unos segundos—. Y si no, ya lo solucionaremos después.