26 may 2020

De terraceo pandémico

Terraza de café por la noche de Vicent Van Gogh

—Sentaos más separados, he sacado sillas para todos. Coged cada uno vuestra cerveza del cubo, no toquéis el resto. No hay vino, porque lo de compartir las botellas no terminaba de verlo claro. Darío, por favor, no te quites la mascarilla. —Beatriz daba instrucciones sin parar, parecía nerviosa, muy nerviosa—. Bueno, y me alegro mucho de que estéis aquí otra vez. —Extendió los brazos y, sinceramente, no supimos cómo reaccionar a ese gesto, así que nos quedamos en nuestro sitio esperando el pistoletazo de salida—. Vale, podéis coger ya las cervezas. —Los 5 nos levantamos a la vez—. ¡De uno en uno! ¡La distancia de seguridad, por favor! ¡Dos metros! ¡Dos metros!
—Bea, tu casa entera mide 40 metros cuadrados —dije volviéndome a sentar.
—Vamos a morir todos…
Beatriz había desarrollado un pánico incontrolado a ser contagiada. Durante la Fase 0.5 Almudena y yo habíamos hecho por encontrarnos fortuitamente en nuestros paseos nocturnos o incluso a la salida de alguna librería, pero Beatriz nunca quiso salir de casa. De hecho, en un primer momento decidimos celebrar la llegada a la Fase 1 en una terracita en la Plaza de la Paja, pero “para estar en una terraza estamos en la mía”, y así fue. Fuimos llegando a las 20.30 a su casa y según cruzábamos la puerta nos obligaba a descalzarnos y nos untaba de arriba abajo con solución hidroalcohólica.
—Es normal que te sientas así, Beatriz, es una reacción habitual ante la incertidumbre de los cambios y eres valiente expresándolo, eres muy valiente. Que no te quepa duda que todos padecemos ese temor y gracias a ti nos sentimos menos solos ante nuestro miedo.
—Qué bien que hayas venido, Carlos —dije con mi sonrisa de cartón.
La noche transcurría sin demasiada alegría por describirlo de alguna manera. Beatriz pulverizaba con desinfectante todas las superficies que íbamos tocando. La teníamos pegada a cada uno de nosotros con el Sanytol en la mano.
—¡Bea, no me sigas! —grité desesperada.
—¿A dónde vas?
—¡A mear!
—Vale, pero no te sientes en la taza.
No había pasado ni una hora y aquello parecía de todo menos un reencuentro de amigos tras sobrevivir a una pandemia. Además Enrique nos contó que no había conseguido la financiación de la productora que había organizado el concurso al que presentó su corto.
—Joder, lo siento, macho —dijo Darío—. Era bueno, de verdad, el final me costó entenderlo pero era bueno.
—Cagüen dios, Darío, no había que entender nada, era lo que era, ¡punto!, que a veces pareces idiota —le espetó Enrique.
—Pues… menos mal que no llueve, ¿verdad? —dulcificó Almudena.
—Sí, sí, sí, menos mal —todos.
Beatriz, con cara de agobio, entró en casa. Hice un gesto a Almudena para seguirla. La encontramos en su habitación, sentada al borde de la cama con la cabeza entre las manos y murmurando que todo se acababa.
—Hombre, de momento la cerveza sí, solo quedan 3 botellines —dije y luego me senté a su lado.
—¡Elvira, a dos metros de distancia!
A Almudena le entró la risa. Me levanté y me apoyé en la pared junto a ella que me contagió la risa.
—¡No os riais, perras! El mundo se acaba y os da igual…
—Bea, por favor, es solo una pandemia mundial. —Ahí estaba yo sentando cátedra.
—Perdona, Elvira, por no desear la muerte tanto como tú, perdóname por no entender el ciclo de la vida, perdóname por sentirme aterrada por los 30 mil muertos de coronavirus, perdóname por darme cuenta de que ya empiezo a envejecer, perdóname por la angustia de sentir que soy incapaz de parar el tiempo, por darme cuenta de que estoy en un momento de mi vida en el que ya solo puedo perder cosas… Ya perdí a Pablo, ¿voy a perder a mis padres ahora?, ¿a los dos a la vez? Todo se acaba… Todo…
Almudena y yo nos dimos la mano, apoyé la cabeza en su hombro y ella luego lo hizo en la mía. Y así, con las cabezas amontonadas, Almudena le dijo que nosotras no nos acabaríamos nunca. Beatriz contestó con un tímido  gracias y levantó despacito la cabeza.
—¡Joder, pero dejaos de sobar! ¡A dos metros! ¡El virus con vosotras se está retroalimentando, es inagotable! —Y salió de la habitación como si le quemara el culo.
Almudena y yo nos tiramos en la cama muertas de la risa, hasta que la vimos entrar de nuevo con… ¿una aspiradora? Le quitó la boquilla aplanada y con tan solo el tubo comenzó a aspirar… ¿el aire?
—¡Está por todas partes! —gritaba.
Almu y yo no supimos reaccionar, la situación se nos escapaba de las manos. Darío llegó alarmado por los gritos. Al ver a Bea nos miró desencajado, y luego intentó quitarle la aspiradora.
—¡No me toques! ¡Que nadie me toque! Necesito ducharme, necesito ducharme… —Comenzó a quitarse la ropa con asco.
—Está bien, está bien, no pasa nada —dije intentando controlar la situación—. Darío, vete a la terraza, seguro que el coach tiene muchas cosas interesante que decir, corre, vete, nos quedamos nosotras con ella, no pasa nada, aquí no pasa nada. —Darío, muy poco convencido, salió de la habitación y yo cerré la puerta.
Almudena me ayudó a levantar del suelo a Bea y la sentamos en la cama. No dejaba de llorar. Me acuclillé frente a ella, a una distancia prudente para no ponerla nerviosa. Almu se volvió a apoyar en la pared.
—No quiero morir… —dijo bajándose un poco la mascarilla y secándose la nariz con el borde del dedo índice.
—Pues vas a morir, de eso estoy segura —dije.
—¿Sabes que eres una puta mierda de amiga? —preguntó y Almu se rio.
—Lo sé —contesté—. ¿Os podéis creer que el otro día les dije a mis amigas de toda la vida de Bilbao que las quería lejos?
—Qué bestia, ¿por qué les dijiste algo así? —preguntó Almu y se acercó un poquito.
—Estábamos chateando todas en el grupo de WhatsApp y tuvieron típico momento de exaltación de la amistad con una canción de Jarabe de Palo que mandó una de ellas. Así que empezaron a decir que si os quiero, que si tengo los pelos de punta, que si muero por volver a abrazaros, que si no puedo parar de llorar, que si amigas para siempre, que si, que si, que si… Que vamos, que yo quería ser como ellas, una persona con sentimientos, una persona que se emociona con canciones de Jarabe de Palo. Entonces me lancé y les mandé un audio expresándome… pero ya sabéis que no sé hablar del amor, así que me puse nerviosa, me bloqueé y en vez de decirles que desde lejos las quería, terminé diciendo: “¡Os quiero lejos!”. Y luego me entró la risa y no pude ni arreglarlo. Ahora ellas sí que me quieren y mucho.
Almudena y Bea estaban tronchadas de la risa y por una vez me alegré de ser tan inútil con mis sentimientos, no hay mal que por bien no venga.
Beatriz se tranquilizó bastante. Nos habló con calma de lo que una situación así le estaba haciendo sentir, de lo vulnerable que se había descubierto al no saber gestionar todo aquello sin ansiedad, de lo triste que era recordar la vida sin Pablo, de asustarse por quererse muerta más pronto que tarde y del placer que era comer la Nocilla a cucharadas.  Después se duchó y Almudena y yo regresamos con el resto.
Todavía nos dio tiempo, antes del toque de queda de las 23.00, a compartir las 3 cervezas que quedaban y a reírnos un ratito más en la terraza. Estaba siendo todo muy raro, no fue el encuentro esperado, no fue la exaltación prevista de quien no se ve en mucho tiempo, fue más bien un ya estamos de vuelta y ¿ahora qué?

15 may 2020

Disociados

Autor desconocido


—Te vas a quedar muerta. Esta es una vajilla en porcelana de San Claudio. ¿Ves los ribetes dorados? Estampada en greca de rocalla. Una joya de 1956. La encontré en el Rastro por 60 euros, ¡todo el juego! 20 platos llanos, 12 soperos, 3 fuentes, ensaladera, entremesera y salsera, ¡60 euros!, ¿qué te parece?
PAUSA
Agosto de 2015. Casa de Sergio y Raquel. Sergio era amigo de la infancia de Joan. Raquel su mujer. No puedo olvidar la pasión con la que aquella mujer, a la que acababa de conocer, me enseñaba su casa. Vivían en un chalecito en el norte de Madrid. Raquel me mostraba con entusiasmo cada uno de los rincones. Yo intentaba buscar con la mirada a Joan pero Sergio se lo había llevado al jardín a preparar la barbacoa, porque en aquella casa los roles de género estaban bien definidos: los hombres al fuego y las mujeres a los platos.
Lo cierto es que nos habíamos pensado muy mucho el ir. La pareja se había mudado a Madrid desde Barcelona hacía algo más de dos años y llevaban tiempo invitándonos y siempre poníamos excusas. Debo explicar que Joan y yo no nos sabemos relacionar. Interactuar con otros seres humanos no es lo nuestro. Todos nos aburren. Sin excepción. Nosotros nos bastamos solos. Uno le mira al otro y le dice “cara pan” y el otro contesta “cara pitilín”, entonces es probable que uno se empiece a reír primero, el otro le siga, después a uno se le escape un pedo y ya tenemos la tarde echada. La profundidad de nuestra relación se basa en esto. Así que cuando nos plantan delante de otra pareja no tenemos nada de lo que hablar. Sin embargo, Joan creyó que si en aquella ocasión aceptábamos la invitación, dejarían de pedírnoslo y así podríamos volver a nuestra maravillosa vida de absoluto aislamiento social.
REBOBINEMOS
—… ¡60 euros!, ¿qué te parece?
—Mágico.
Sí, dije mágico. Mágico. Cuando no sé qué contestar me pongo nerviosa y digo palabras que no he utilizado jamás en mi vida y luego sonrío. También es cierto que podría haber sido peor y responder cosas como “glande” o “maremoto”, lo he hecho. La profesora Wang al poco de conocerme me invitó a comer y me preguntó cuál era mi plato favorito. “Glande”, le respondí. Luego recé para que además de china fuera sorda.
—¿Ves el tapizado de esta butaca? Lo hice yo misma. Tócalo, es de ante. —Ahora estábamos en el salón—. Tócalo, no tengas miedo. ¿Qué te parece?
—Asteroide.
En el cuarto de baño de invitados, de la planta baja, me subrayó la gran idea de haber empapelado las paredes.
—Me costó mucho tomar una decisión. El alicatado es éxito asegurado, pero le quería dar un ambiente más cálido, y eso solo lo podía ofrecer el papel pintado. Lo mejor es utilizar papel de vinilo por su resistencia al agua. Y cuando lo tuve claro me decanté por este, es hermoso, ¿verdad? Las margaritas y las espigas de trigo convierten el baño en luz y oro, todo un acierto. Es uno de mis lugares favoritos.
—Sí —dije.
—Perdona, ¿sí qué?
—¿Eh?, sí, sí a todo. —Y sonreí. Me estaba coronando como la novia retrasada del amigo de su marido.
Una vez sentados a la mesa, Sergio empezó a alagar a su mujer. Lo cuidadosa y detallista que era con todo. Decía que se levantaba como un torbellino a las 6 de la mañana, organizaba perfectamente la casa y después se iba al banco a trabajar, que no entendía cómo podía hacerlo todo y todo tan bien.
—Es maravillosa —dijo. Se miraron y se dieron un pico mientras Joan y yo sonreíamos como quien lo hace a su médico tras darle  cita para una colonoscopia.
Para cortar aquel merengue se me ocurrió decir algo.
—Tenéis una casa preciosa.
—Bueno, la cambiaría por vuestra buhardilla en pleno centro de Madrid, vivir en esa calle es un lujo. Tenéis mucha suerte —dijo Sergio.
—¡Qué bohemio! Vivir en una buhardilla de una gran ciudad. Seguro que la tienes puesta ideal, Elvira —dijo Raquel antes de preguntar—: ¿El suelo lo tenéis porcelánico, tarima flotante o madera natural?
—Chispeante —contesté y cogí la copa de vino a punto de llorar.
—Me gustan las lentejas con kétchup —añadió Joan ¿para echarme un cable?
—Vaya, pero hoy tenemos hamburguesas a la barbacoa, Joan —aclaró Raquel.
—Sí, las hamburguesas también me las como con kétchup.
Apreté los labios, veía imposible justificarnos como personas normales en aquel momento.
El postre nos lo tomamos en el jardín. Raquel empezó a contarnos que plantaba no sé qué tipo de flores porque eran resistentes al calor seco de Madrid, y que los arbustos tan altos del fondo estaban abonados con no sé qué caca que traían de Albacete. Mientras, yo me apuñalé el corazón con una daga, me ahorqué 2 veces en el árbol más alto del jardín y me arranqué los ojos con la cucharilla del postre.
Cuatro horas después nos despedían en la puerta de su casa.
—Debemos repetirlo —dijo Sergio.
—Claro, cualquier día de estos —contestó Joan.
Yo, con disimulo, mientras decía adiós con la mano a los anfitriones, le pellizqué el culo a Joan, me sentía liberada, él  me dio un manotazo en el muslo, yo le estiré de la camiseta y él me torció el dedo meñique, grité entre risitas. Y sí, así fue como nos vieron marchar de su casa. Los amigos raros, a los que por supuesto no iba a volver a llamar, se iban por fin.
Al llegar a nuestra destartalada buhardilla, nos quitamos los zapatos y nos tiramos en el sofá.
—¡Cara pitilín! —grité.
—¡Cara chispeante!  
Y los dos empezamos a reírnos como verdaderos idiotas. El pedo, esta vez, se me escapó a mí.

10 may 2020

Las videollamadas las carga el diablo

Friends and a telephone por StudioStoks


Videollamada. En la pantalla de un ordenador aparece la cara de tres mujeres residentes en Madrid. Llevan 57 días confinadas en sus casas por una pandemia que afecta al mundo entero porque un chino se comió un murciélago en diciembre de 2019.
En la línea de arriba, a la izquierda aparece Almudena: 44 años, bibliotecaria en la UCM, madre soltera y superviviente. Media melena con flequillo, a lo Amélie. Camiseta negra con ilustración de los Blackberry Smoke,  diseñada por Joan, pareja de Elvira. Gafas azules, grandes y de pasta. Sin maquillaje.
A la derecha, Elvira: 42 años, escritora fracasada, imparte clases online a compatriotas del que se comió el murciélago. Pelo recogido en un moño alto. Sudadera granate de la Trinity College. Gafas negras, grandes y de pasta. Sin maquillaje y con un poco de dentífrico junto a la nariz para, supuestamente, secar un grano.
Abajo, Beatriz: 41 años recién cumplidos, actriz fracasada, trabaja de administrativa en la empresa de su padre. Melena larga y suelta. Camiseta blanca de tirantes, sin sujetador. Pintalabios mate rojo-cereza, grueso eyeliner negro y pendientes grandes de aro.

ALMUDENA. A ver, el truco está en añadir aceite en vez de mantequilla, sale mucho más esponjoso.

BEATRIZ. Esponjoso sí que me queda, el problema es que al sacarlo del horno se me desinfla cual polla asustadita.

ELVIRA.¿De verdad que me habéis convencido de la mierda de esta videollamada para hablar de bizcochos?

BEATRIZ. Y de pollas.

ALMUDENA. Elvira, ¿de qué quieres que hablemos? Llevamos dos meses encerradas, ya no tenemos vida. Y como somos tan imbéciles seguiremos así eternamente, somos de las pocas Comunidades que no pasamos a la Fase 2.

BEATRIZ. Fase 1.

ALMUDENA.¿Qué?

BEATRIZ. Estamos en la Fase 0, Almu.

ALMUDENA. ¿Cómo vamos a estar en la Fase 0? Si estuviéramos en la Fase 0 de la desescalada, no habríamos ni arrancado.

BEATRIZ. Es que no hemos arrancado.

ELVIRA. Lo que yo no entiendo es que si se trata de una desescalada, ¿por qué no hemos empezado a contar desde la Fase 4?, ¿entendéis?, 4, 3, 2, 1 y 0. Así la gente lo entendería mejor.

BEATRIZ.Las Fases de la desescalada no se entienden se cuenten como se cuenten.

ALMUDENA.¡Claro que no se entiende!, ¿por qué el País Vasco pasa de Fase si tiene más contagiados que Valencia pero Valencia no?

BEATRIZ. Porque Urkullu se la chupa a Sánchez que da gusto.

ELVIRA. (Imitando la voz de Trump.) Economía-First, economía-First. Me voy a descojonar cuando el virus mute y en vez de matar a viejos empiece a matar a niños, a ver a quién se la chupa Urkullu.

BEATRIZ.¡A Saturno!

ALMUDENA. Devorando a su hijo…

ELVIRA. Creo que lo ideal sería que nos muriésemos todos: viejos, niños y cuarentones. Los animales recuperarían su hábitat y todos contentos.

BEATRIZ. Vale, vamos a imaginar que nos quedan dos días  de vida, el coronavirus va a acabar con el planeta por completo, ¿sí? Elvi, ¿a quién te tirarías por última vez?

ELVIRA. ¿Por qué me tengo que tirar a alguien?

BEATRIZ. Porque es tu último deseo.

ELVIRA. Mi último deseo no sería follar.

ALMUDENA. Pues yo me tiraría a César.

BEATRIZ. (Gritando.) ¡Abrimos la caja de los ex! ¡Me encanta!

ALMUDENA. El sexo con César era especial, tengo que reconocerlo. Muy piel con piel.

ELVIRA. No me extraña, pesaba más de 100 kilos, piel con piel y carne con carne.

ALMUDENA. Elvira, eres una amargada. Igual lo que necesitas es tirarte a un ex.

ELVIRA. Igual lo que necesito es que gente como tú deje de existir.

BEATRIZ. Sí, chicas, vale, lo habéis pillado, en eso consiste el juego, en dejar de existir. Bien, yo me tiraría a Karl. Reconozco que echo de menos tirarme a un alemán silencioso, parece que estén muertos, me pone mucho.

ELVIRA.Eres una depravada, Bea.

BEATRIZ.Lo que soy es una mujer que lleva dos meses sin follar. Y os aseguro que lo he intentado todo. Hace casi 4 semanas, en una videollamada con Darío, nos empezamos a poner muy tontos, ya me entendéis, ¿no?, bueno, así que le pregunté si le apetecía, ya sabéis lo que quiero decir, apetecer de apetecer, cada uno en su casa pero… apetecer. Vale, me dice que sí, ¡imaginaos! Pero de repente desaparece y le oigo gritar que enseguida vuelve. Yo aprovecho, me quito las bragas y me desabrocho la camisa. La imagen era la de la Maja desnuda  versión 2.0. Al cabo de dos minutos, Darío regresa completamente vestido y con una cerveza en la mano. Se pensaba que le estaba proponiendo beber juntos. Apetecer igual a beber. ¿Hola?

ALMUDENA. (Entre carcajadas.) ¿Y qué te dijo al verte así?

BEATRIZ. Que si tenía calor.

(Las tres mujeres se ríen y aplauden durante un tiempo prolongado.)

BEATRIZ.De verdad, chicas, ¿qué les sucede a los hombres cuando pasan de los 40?

ALMUDENA.Carlos me ha explicado que los hombres ahora no tienen la crisis de los 40 hasta los 50. Porque a los 40, actualmente, siguen teniendo niños pequeños en casa, todavía no se sienten liberados, y que muchos se dedican a correr maratones o a hacer cualquier otra competición deportiva. Es decir, una actividad que les exija practicar, durante horas, fuera de casa, cuanto más lejos de su mujer e hijos, mejor. Y de esta manera también se liberan del estrés que les crea estar cerca de su familia que normalmente no es la vida idílica que se habían imaginado 10 años atrás. Así que a los 40 se centran en el deporte que les ayuda a soportar la situación de su casa. Y ya llegados a los 50, con los hijos mayores, es cuando se sienten capaces de entablar relaciones fuera del matrimonio, porque no sienten tanta responsabilidad. Y comenzaría la denominada ‘nueva crisis de los 50’, deseosos de desquitarse de tanta presión volviendo a creerse jóvenes.

ELVIRA. ¿Todo esto te lo ha explicado tu coach? A ver si al final no es tan inútil como yo pensaba.

BEATRIZ. ¿Qué tiene que ver todo eso con Darío? No tiene mujer ni hijos.

ALMUDENA.No, pero tiene 40 años. Su vida no está del todo organizada, quizá es lo que le frene, es posible que sienta por ahí su responsabilidad.

BEATRIZ. ¡Es actor!, ¡su vida nunca va a estar organizada!

ELVIRA. Touché, tu coach sigue siendo un inútil.

ALMUDENA. ¡Carlos no es un inútil! ¡Elvira, la gente tiene derecho a reciclarse! Fue durante muchos años consultor, conoce como nadie el mundo empresarial, si desde hace un par de años ha decidido cambiar su trabajo y ayudar a los demás con sesiones de cocah, creo que no es nada malo. Tú también te has reciclado.

ELVIRA.¡Por favor! ¡Estudiar un doctorado no es reciclarse y mucho menos es timar a la gente con consejos de Wikipedia! ¡Estudiar un doctorado es avanzar!

ALMUDENA. ¿Avanzar? ¿Dar clases de fonética online a chinos es avanzar?

BEATRIZ. Vale, vale, vale, vale. Entonces, Almu, ¿dices que es mejor añadir aceite al bizcocho?


4 may 2020

Pandemia hay más que una

My opinion about you por Agnes Ceciles


Eran poco más de las 10 de la noche. Subía por la calle Montera. Estaba nerviosa. El Gobierno había elaborado un plan de  desescalada para salir del confinamiento por la pandemia y volver, en poco más de dos meses, a la supuesta normalidad.
Al llegar al semáforo de la Gran Vía los vi bajando Fuencarral.
—¡Almudena! —grité, y tanto ella como su hijo Abel me miraron.
Empecé a zarandear los brazos en el aire, como si estuviera parando un avión en plena pista de aterrizaje. Almudena hizo lo mismo. Su hijo, en cambio, metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Me reí. El semáforo se puso en verde y crucé corriendo. Ya en la acera opuesta, Almu y yo empezamos a saltar y a gritar a casi dos metros de distancia.
 —Jo, mamá, para ya, me estáis dando mucha vergüenza.
Aquello era imposible pararlo, las dos estábamos dobladas de risa y como no podíamos abrazarnos perdíamos solas el equilibrio.
Continuamos el paseo por la Gran Vía. Abel pidió prestado el móvil de su madre y se adelantó casi 10 metros, éramos dos viejas bochornosas para él. Almu y yo caminábamos en paralelo, a uno o dos metros de distancia, no lo sé bien, la cosa es que cada dos por tres un runner atravesaba nuestro espacio de seguridad, nos reíamos, Madrid nunca había tenido tantos corredores en sus calles como en estos últimos dos días.
—¿De verdad crees que es seguro esto de llevar mascarilla? —pregunté—. Yo la tengo empapada, es que cuando me río se me cae la baba por dentro.
—Joder, qué cerda eres.
Y las dos otra vez partiéndonos de risa y cuanto más me reía, más se me subía la mascarilla, me tapaba casi los ojos. Así que hice la gracia completa y me la subí hasta la frente, tenía la cara tan pequeña que la mascarilla me la cubría entera.
—¡Mira, mira! —le gritaba a Almudena que me pedía que parara porque se estaba meando pero meando de verdad, lo dicho, dos viejas bochornosas.
Y así era imposible avanzar. Supongo que las cosas no tendrían tanta gracia pero, por decirlo de alguna manera, habíamos destapado una lata de cerveza que llevábamos agitando desde hacía dos meses.
Me contó anécdotas de su teletrabajo y yo de mis estudiantes y por supuesto aquellos chismes no nos tranquilizaron, todo los contrario, el ataque de risa iba en aumento. No llevábamos ni 15 minutos juntas y ya me empezaba a doler la tripa, al día siguiente tendría agujetas fijo, ¡y sin correr!
Más o menos a la altura de Callao, Almudena me hablaba de Carlos y en ese momento yo le hice un par de bromas sobre lo agotador que debía ser salir con un coach, ella se llevó las manos al estómago y se paró en seco.
—Almu, no te lo tomes así, no hablaba en serio, bueno, es cierto que debe ser agotador e insoportable pero ya sabes que siempre me refiero a ellos como…
—¿Dónde está Abel? ¡¿Dónde está Abel?!
—Ahí delante —dije y lo señalé. El crío seguía yendo a 8 o 10 metros por delante de nosotras absorto en el móvil.
Almudena todavía inmóvil se dio la vuelta, vi cómo observaba al chico que nos acabábamos de cruzar. Se bajó la mascarilla y respiró nerviosa.
—No es él, Almu, no es él —dije al entender la situación.
—Es que con mascarilla puede ser cualquiera.
—Ya no vive en Madrid.
—Eso no lo sabemos —dijo dándose la vuelta y mirándome de nuevo. Después me preguntó—: ¿Aquella noche lo hubieras hecho de verdad?
Creo que fue hace 8 o 9 años, no sé, no lo recuerdo bien. Abel era muy pequeño, tendría poco más de dos añitos. Almudena me llamó de madrugada, lo sé porque estaba de fiesta en casa de Gael y al ver la llamada contesté gritando que se viniera, ella decía cosas, no la oía así que me metí en el baño y le repetí una y otra vez que se viniera, cuando dejé de hacerlo oí su voz claramente.
 —Me ha llamado, dice que viene a buscar a Abel, dice que se lo lleva.
Salí del baño. ¡Mi bolso, mi bolso!, pedía a gritos a Gael. Lo encontró, me lo dio y corrí como nunca por Madrid. Atravesé Chueca, Tribunal, Glorieta Bilbao, Quevedo, hasta llegar al 39 de Bravo Murillo. Los pulmones se me iban a salir por la boca. Almudena abrió la puerta y, tras cerrarla con prisa detrás de mí, nos abrazamos.
La relación con el padre de Abel nunca fue buena, por describirlo de la manera más maquillada. Hacía unos meses que los había abandonado de la noche a la mañana. En verdad fue un alivio para Almu, el problema llegó unas semanas más tarde cuando empezó a acosarla con llamadas y amenazas de llevarse al niño. Llegó a aparecer en la guardería e incluso, hasta en 6 ocasiones, los esperó dentro del portal de casa. Doce denuncias llevaba puestas Almudena contra él sin que la policía pudiera hacer nada ya que, según la ley, aquel hombre no había cometido ningún delito.
—Va a venir —dijo. Temblaba.
—Vale, ¿has llamado a la policía?
—¿Para qué?          
Me costaba mucho pensar.
—¿Estaba tranquilo o…?
—No, no lo estaba, supongo que habría bebido.
—Vale, vale… —Necesitaba pensar pero no podía—. Dame un poquito de agua, Almu, por favor.
Al regresar con el vaso de agua, Almu tropezó con la alfombra, dio un pequeño traspié. Entonces, lo tuve claro.
—Almudena, escúchame muy bien.
—Sí.
—Cuando llegue, vamos a abrir la puerta.
—¡No!
—Sí, a él le costará mantener el equilibrio, sabes cómo se pone. Será fácil.
—¿Qué?                        
—La barandilla de las escaleras es pequeña. Puede tropezarse.
—¿Qué…?
En ese momento tocaron el timbre por lo menos 10 veces seguidas. El muy hijo de puta seguía teniendo las llaves del portal. Almudena y yo miramos a la entrada en silencio, no nos movimos. Después llegaron los puñetazos contra la puerta acompañados de insultos. Almudena y yo nos agarramos de la mano y seguimos mirando al frente. Los gritos y los golpes continuaron por lo menos 30 minutos más, hasta que oímos a la policía subir por las escaleras, fueron los vecinos quienes avisaron. Almudena se dejó caer al suelo de rodillas.
—Nunca se va a acabar… —susurró cuando me agaché junto a ella.
Aquella tortura duró casi dos años y después, sin saber por qué, cesó. Nunca más se supo de él. Ni llamadas ni visitas inesperadas. Varios conocidos le dijeron que ya no vivía en Madrid, unos decían que en Huesca y otros que en Zaragoza. Sin embargo, para Almudena siempre ha seguido estando en Madrid: en el metro, al fondo de un bar, frente a su oficina, en el patio del cole de Abel y, ahora, detrás de cada mascarilla. Una vida completamente condicionada por el miedo.
—No, claro que no lo hubiera hecho. Dije muchas tonterías aquella noche, lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —dijo. Se subió de nuevo la mascarilla y continuamos nuestro paseo como dos mujeres preocupadas por la pandemia.