24 jun 2021

Azaleas entre cajas


'Marlene Dietrich with her luggage' por Martin Munkácsi, 1936


Mi estudiante me pidió que lo esperara al fondo. Lo vi acercarse al mostrador sorteando los sacos y paquetes que inundaban el suelo de la oficina de Correos del campus.

—¡Profesora! —Al girarme vi a una alumna de último año de Grado cargando una enorme bolsa de plástico duro amortajada con cinta aislante—. Profesora, ¿qué hace usted aquí? ¿También quiere mandar sus cosas a España? ¿Cuándo se va? ¿Se va para siempre?

No sabía ni por dónde empezar, así que di la vuelta al cuestionario.

—¿Y tú? ¿A dónde mandas ese bulto tan grande?

—Oh, profesora, ¡24 kilos, 24 kilos! ¡Madre mía, madre mía, madre mía!

—¡Sí, madre mía! —dije riéndome. A los estudiantes les encantaba utilizar expresiones como aquella, les hacía sentir que hablaban un español fluido.

—¡Ya nos hemos graduado, profesora! Ahora debo meter estos 4 años en cajas porque me traslado a Guangdong, he conseguido trabajo en una compañía muy importante de importación y exportación.

Qué poco valemos, pensé, si nuestra vida se puede plegar en una maleta. La miré con cariño, adivinaba su ilusión, empezaba una nueva vida, no recuerdo la última vez que sentí el vacío de empezar de cero con ese entusiasmo.

Mi estudiante regresó con la información.

—Ya no quedan cajas, profesora, debe traer aquí sus cosas y ellos mismos se encargarán de empaquetarlo.

—Es lo más conveniente —intervino la alumna—. Traiga sus cosas, no se preocupe, aunque sean de valor. Todo llegará a su destino.

—Bien, bien  —dije mirando a uno y luego a la otra—, eso haré.

—De acuerdo, ahora vamos a salir de aquí, hay demasiada gente —Y mi estudiante, abriéndose paso, me mostró el camino de salida.

—¡Suerte en Guangdong! —grité a mi alumna dejándola atrás.

Ya en la calle mi estudiante volvió a explicarme con más calma las posibilidades que tenía de enviar a España los 6 kilos que no me entraban en la maleta. Lo escuchaba con la cabeza baja mientras dibujaba eses en el suelo con la punta de mi chancleta. Pensaba en lo vieja que me sentía, en lo vieja y cansada que me sentía. Pensaba en mi futuro tan mal trazado y en lo, curiosamente, poco que me importaba, aterrizaría en algún lugar, como siempre. Como siempre. Levanté la cabeza.

—Gracias por tu ayuda y tu tiempo —dije a mi estudiante que se fue con las manos metidas en su sudadera arrastrando los pies.

Antes de llegar al edificio de apartamentos para extranjeros oí nuevamente gritar detrás de mí: “¡Profesora, profesora!”. Me di la vuelta y un estudiante de mi grupo de teatro alzaba la mano entre zancadas.

—Profesora… —repitió recobrando el aire una vez que me hubo alcanzado. Apoyó las manos en sus rodillas mientras gesticulaba con cansancio—. Dicen que se va.

—Sí, estamos casi en julio, todos regresamos a nuestras casas.

—Dicen que no va a volver. ¿No va a volver el próximo curso?

Tomé aire y levanté los hombros.

—No, no voy a volver.

—¿Y el teatro?

—Vendrá otro profesor, pedidle formar un grupo teatral universitario, seguro que lo hace encantado.

—Profesora —se irguió—, profesora, por favor, por favor… Yo, voy a echarla mucho de menos…

Comenzó a llorar sin esquivar mi mirada, la contuvo y lloró con entereza. Me dobló por dentro. Me agarré del estómago, estas situaciones no se me daban bien. Me acerqué a él y con un torpe “anda, ven aquí” lo abracé con muchísima fuerza. Había pasado 4 meses espantosos en China, comenzando por una cuarentena en un hotel donde los derechos humanos brillaron por su ausencia y terminando con un ambiente de película de terror en el departamento de la universidad. Sin embargo, aquel abrazo me devolvió el sosiego que creí haber perdido un día y al que nunca me molesté en buscarlo de nuevo. Respiré hondo y lo apreté con más fuerza porque me di cuenta de que era el primer abrazo que daba en 4 meses.

 —¿Usted también llora? —me preguntó al separarnos. Asentí con la cabeza—. Dicen que los abrazos convierten piedras en azaleas.

—¿Eso dicen? —sonreí.

—Sí, eso dicen.

Subí las escaleras de mi edificio con lentitud mientras me sonaba los mocos. Al llegar al descansillo de mi piso me percaté de que la puerta de la casa de Verónica estaba entreabierta. Asomé la cabeza. La vi sentada en el suelo del salón rodeada de cajas vacías a medio montar, ropa esparcida a su alrededor al igual que un montón de papeles y fotografías.

—Hola, ¿y todo esto? —pregunté ya con medio cuerpo dentro.

—Estoy decidiendo qué me llevo y qué tiro a la basura. Odio las mudanzas, nunca sé qué hacer, no me sé organizar, ¡las odio, las odio!

Entré en el salón, me senté junto a ella y la abracé con fuerza.

—Pero ¿qué haces?

—Convertirte en azalea.

Verónica soltó una carcajada y me pidió que la soltara. La solté y me quedé allí sentada viéndola organizar sus cosas y pensando en lo mucho que la iba a echar de menos sin atreverme a decirle nada.

 

17 jun 2021

Extraños en un descansillo

Strangers on a train de Alfred Hitchcock (1951)


—Por eso necesito que me ayudes —dije en inglés.

Era la primera vez que hablaba con él y lo hacía en el descansillo del tercer piso, junto a su puerta. Max y yo éramos vecinos, lo fuimos desde el primer día que me instalé en el campus chino pero, a pesar de conocernos, nunca nos habíamos dirigido la palabra porque él tenía fama de raro y supongo que yo también.

—Lo siento, no puedo —contestó.

—¡Eres profesor de alemán! —Sí, me acababa de cabrear—. ¿Por qué no puedes darme clases?

—Puedo darte clases, pero no quiero, no vas a aprobar el examen de nivel, por lo tanto es perder el tiempo, no me gusta perder el tiempo.

Lo último que necesitaba en ese momento era aquella lógica aplastante de un hombre tan hirientemente directo.

—Vale, imagina que necesitas aprobar un examen de español muy importante en 6 semanas, yo te ayudaría —argumenté mostrando mi cara más dulce.

—No necesito aprobar ningún examen de español.

—Lo sé, lo sé, solo imagínalo.

—Imaginar algo que no va a ocurrir es absurdo.

—¡Virgen santa! ¡Deja de ser tan alemán! —grité en español. Me miró sin mover un músculo de su cara, parecía estar hecho de cera—. Perdona, perdona  —dije de nuevo en inglés—, no te estoy gritando, de verdad, lo parece pero no. Es solo mi carácter que es muy alegre y a veces grito con alegría cosas, cosas, así… Soy española, demasiado sol, el sol da alegría, en Alemania no hay sol pero… hay coches, muchos coches, coches bonitos, rápidos, caros, capitalismo… Necesito que me ayudes, por favor.

Max resopló.

—Está bien. Voy a ayudarte.

—¿De verdad? Gracias, gracias, gracias, muchas gracias, danke, super danke, mil millones de dankes.

—Mañana baja a mi casa a las 6.30 de la mañana. Sé puntual, por favor.

—Claro, sí, sí, sin problema, puntual, puntual, soy española: sol y puntual. Hasta mañana, Herr Max.

—Herr Schreiber.

—Oh, perdón, Herr Srraiba. Ich bin Frau Rebollo… —¡Pum!—. Hallo?

Cerró la puerta con desprecio pero yo respiré tranquila, tenía lo que quería, yes! Sin embargo la gozadera me duró poco tiempo porque antes de llegar al descansillo del cuarto piso me topé con ella.

—¡Verónica! ¿Qué…? —Hacía algo más de dos semanas que no nos veíamos a pesar de vivir puerta con puerta y trabajar en el mismo departamento.

—Elvi, Elvira, Elv… ¿subes?

—Sí, ¿tú bajas?

—Sí, sí.

—¿Bajas abajo?

—Sí, sí, abajo voy. Tú subes, ¿no?

—Sí, sí, arriba. A casa. Subo arriba.

—Ah, vale, bien, sí, vale, pues… Me gusta tu pantalón, el peto…

—¿Eh? Oh, es… sí, parezco una granjera, ¿no?

—Es muy bonito, estás, estás, estás muy guapa.

—No, no, no, tú, tú, tú… —Jo, la echaba de menos, si la pudiera retener un poquito más—. ¿Qué tal todo? ¿Tu japonés progresa?

—Sí, sí, muy bien. Sí. —Sonrió, qué bonita era cuando sonreía—. ¿Y tu alemán?, ¿bien?

—Uy, sí, sí, mi alemán fenomenal, muy fluido, mi alemán ya vuela solo, sí, sí.

—Vaya, me alegro. Podrías practicar con nuestro vecino, Hans creo que se llama.

—Max.

—Sí, eso, Max, ¿ya has hablado con él?

—¿Yo? No, no, nunca, no sé ni quién es, no me viene su cara ahora mismo. —Está bien, la echaba de menos, pero tenía claro que iba a mantener mi vida alejada del pozo que Narumi y ella representaban, ya me tiraron una vez, no les iba a dar información para que me tiraran una segunda. 

—Bueno, podría ayudarte pero dicen que es muy raro, no habla con nadie y siempre con la misma ropa, ese pelo, no sé…

—Ni idea, ni idea.

En ese momento se abrió la puerta del tercero derecha. Max salió de casa, al verme en lo alto del siguiente tramo de escaleras me señaló, nerviosa fijé la mirada rápidamente en Verónica.

—¡Ey, Elvira!, mejor a las seis, hay mucho trabajo. Mañana a las seis en mi casa —dijo y sin esperar respuesta bajó a zancadas las escaleras.

Verónica me miró, yo la seguía mirando a ella sin parpadear y Max ‘Gollum’ ya estaría en la calle buscando el anillo.

—Entonces, ¿te va a dar clases? —preguntó.

—¿Qué clases?

—Las del vecino.

—¿Qué vecino?

—¡El alemán!

—¿Qué alemán?

Esta técnica la aprendí de los chinos: “¿Los tanques aplastaron a más de diez mil estudiantes en Tiananmen?”; “¿Qué tanques?, ¿qué estudiantes?, ¿qué Tiananmen? Next!”. Y así es como China construye su historia sobre unos hechos encadenados de atrezzo. Nunca negar, solo ignorar.

—Vamos, Elvira, somos amigas —dijo.

—Sí, claro, lo somos, Vero. —Pero no quería que mis actos estuvieran en boca de todos y Verónica seguía siendo una grieta al estar tan unida a Samara.

—Narumi y yo nos hemos distanciado, ¿sabes? Bueno, sin más, que entiendo que no quieras contarme nada pero que sepas que puedes hacerlo.

—No hay nada que contar, Vero —Y con cierta tristeza comencé a subir de nuevo los escalones despidiéndome con la mano.

A las seis de la mañana del día siguiente, Max me abría la puerta de sus casa.

—¡Buenos días, Herr Srraiba, he traído café! —dije con el entusiasmo de una niña.

—Schreiber.

—Sí, Srraiba. Café.

Nos sentamos en la mesa del comedor. Estaba ciertamente conmovida porque Max había preparado muchísimo material, también había organizado el trabajo por semanas junto a un plan de acción que me explicó al detalle.

—Vaya, no sé qué decir, Max, eres muy amable.

—Bien, ya te lo he dicho, no me gusta perder el tiempo, debes comprometerte a cumplir estos objetivos y desde ahora solo hablaremos en alemán, ¿de acuerdo?

—Claro, perfecto, perfecto.

Y entonces empezó:

—Fr$kschsstrgt&β chw%rthgdc€rrkgrt bxβjsschl@ lprthch, Pfvbrrd.

—Perdona, lo de no pronunciar vocales ¿es por una cuestión cultural o para ver quién se ahoga antes?

No lo podría confirmar al cien por cien pero creo que se rio.

La siguiente hora y media la pasamos entre ejercicios, estructuras gramaticales, textos y un bochornoso intento de expresión oral por mi parte. En todo momento Max, sin separarse un ápice de su gesto serio, me animaba con frases en positivo: correcto, así es, bien-bien, sí, suenas muy alemán. Y cuando cometía errores tan solo me pedía que repitiera la frase y con su bolígrafo me señalaba donde estaba la confusión. Al final, aquel desgarbado e huidizo desconocido escondía a un magnífico profesor, paciente y muy amable.

—¿Quieres comer algo? —preguntó en inglés al levantarme de la mesa para irme, pero antes de que pudiera contestar me ofreció una rebanada de pan de molde—. Si quieres tengo mostaza.

—Genial, pan con mostaza, todo un chef —dije cogiendo la rebanada con dos dedos.

—Además de mi tiempo, ¿quieres robarme la comida?

—Lo siento, de verdad. —Me reí—. Estoy muy agradecida, en serio, eres un profesor excelente.

—Lo sé pero no vas a aprobar.

—Y un coach de mierda.

—¿Acaso hay algún coach bueno?

Heeeeeeeey! —grité levantando la mano.

—¿Qué haces?

—¡Choca! ¡Choca esos cinco! ¡Choca! Por la mierda-coach.

—No voy a chocar.

—Vale, no vas a chocar… —y me metí parte de la rebanada en la boca.

Recogí todas mis cosas y aunque insistí en que se quedara con el café que había sobrado en el termo, no quiso, así que también lo metí en el bolso.

—Está bien —me dijo en la puerta de su casa—, mañana a las seis. Sé puntual, por favor.

—Claro, puntual, puntual. Muchísimas gracias por tu tiempo y trabajo, estoy impresionada, de verdad.

—Normal. —Apoyó la espalda en el marco de la puerta, metió las manos en los bolsillos y con una sonrisa torcida dijo—: Dicen que soy perfecto.

—Oh, sí, sí, no hay más que ver tu mugrienta ropa y ese churretoso pelo.

Fue decirlo y lamentarme. Cerré los ojos con culpa. Solo quise ser divertida, pensaba que el momento lo permitía pero está claro que no supe hacerlo. Max dio un paso adelante, yo con miedo di uno hacia atrás. Sabía que había cruzado la línea de lo asumible como “broma”, siempre me pasaba lo mismo, mi cerebro parecía confundir chiste con impertinencia, por eso estaba tan sola. Antes de que pudiera pedirle disculpas, Max dijo:

—¿Qué ropa?, ¿qué pelo?

Sonreí aliviada. Dos raros inadaptados saben entenderse, pensé.

—Hasta mañana, Herr Srraiba.

Bis morgen, Frau Grebolo.

 

13 jun 2021

Las tres hienas

 

Fotografía: Frans Lanting

Edmund tenía 47 años y era el responsable de cortar la leña. Así lo estableció cuando el grupo de cuatro encontró la cabaña en medio de la montaña.

—Yo me encargaré de cortar la leña —dijo.

—¿Por qué tú? —cuestionó Poliana.

—Porque tengo barba.

—Bien, entonces yo me encargaré de recoger leña.

Y antes de que Poliana pudiera emprender la búsqueda bosque adentro Edmund dijo:

—No, lo hará Vivi.

—¿Por qué Vivi? —cuestionó una vez más Poliana.

—Porque la falda de Vivi es amarilla.

Está bien, pensó. El fuego no era lo único que garantizaba un lugar funcional (y esencial) en el grupo, así que, después de observar como Vivi se peinaba con los dedos su larga melena rubia, dijo:

—De acuerdo, yo buscaré agua.

—No, del agua se encargará Morti —sentenció Edmund.

—¿Por qué Morti?

—Porque Morti tiene dos nombres: Morti Cornelia.

Poliana miró a los tres miembros que formaban parte de su grupo de cuatro.

—Está bien, ¿y yo de qué me encargo? —preguntó.

Morti Cornelia sacó la flauta de su bolsillo del pantalón y, sentándose en una baja piedra junto al hacha de cortar leña, comenzó a tocar.

—Si no quieres tomar ninguna responsabilidad dentro del grupo, Poliana, eres libre para marcharte, no podemos retener a nadie que no sepa ser buena compañera —respondió Edmund.

Vivi se acercó a una de las ventanas de la cabaña y mirando su interior dijo:

—Pondremos cortinas y un bonito sofá rosa, para poder sentarnos los tres y hacer de este andrajoso espacio un cálido hogar.

Poliana la escuchó y dio un paso atrás. Se entrelazó las manos sobre su falda y preguntó:

—¿Y a dónde iré?

—Tienes todo el bosque para ti, pero esta cabaña es nuestra, aquí nos quedaremos nosotros tres trabajando, cada uno con su función.

Morti Cornelia cesó su melodía, sacudió la flauta al aire y poniéndose en pie se la guardó en el bolsillo.

—¿Por qué no puedo quedarme en la cabaña? —preguntó Poliana.

—Porque tu pelo es negro —contestó Edmund.

—Y tus zapatos son planos —añadió Vivi.

Poliana giró la cabeza y vio un inmenso verde desconocido a su espalda. Al voltearse de nuevo, fue clara:

—Sabéis que de poco os servirá el fuego y el agua si no tenéis comida.

—La tendremos —dijo Edmund.

Vivi sonrió a Morti Cornelia que, agachándose con lentitud, cogió la pesada piedra sobre la que había estado sentada. Se acercó por la espalda a Poliana y la golpeó con ella. El grupo de tres la observó en el suelo y, sin levantar la mirada de su cráneo reventado, se felicitó por el enorme compañerismo que los unía.