26 dic 2020

Cerebro fraternal

 

Emociones abstractas por Agnes Cecile

Esta pandemia no está siendo nada fácil, no nos vamos a engañar, pero lo que más duro me está resultando es fingir que echo de menos a la gente.

—Ay, Elvi, ni te imaginas las ganas que tengo de abrazarte —me decía alguien por teléfono.

—Sí, y yo, y yo, y yo…

Mi sistema límbico nunca había funcionado acorde a lo establecido.

—Cuando todo esto termine vamos a organizar una gran cena, ¡todos juntos, bien juntos! —me decía otro alguien por teléfono.

—Sí, sí, juntos, juntos…

No le daba demasiadas vueltas, había nacido sin la amígdala cerebral. La incapacidad absoluta de sentir empatía por alguien que aseguraba echarme de menos era cuanto menos curiosa.

Cuidado, por favor, no equivoquemos el mensaje: quiero a la gente, quiero mucho, muchísimo a la gente, pero no tengo ninguna necesidad de verla. Y la pandemia me brinda la oportunidad de relacionarme, aparentemente normal, con la sociedad. Y esta es para mí la tan codiciada normalidad de la que la gente no para de hablar.

Cuando me di cuenta de que hacía algo más de año y medio que no veía a mi hermano y de que ninguno de los dos lo acusábamos, entendí que mi malformación cerebral era una cuestión genética.

—¿Me has llamado? —dije por teléfono tras ver dos llamadas perdidas de mi hermano.

—Sí, esta mañana.

—¿Dos veces? ¿Me has llamados dos veces?

—Sí, te digo que he sido yo.

—¿Y eso? ¿Se ha muerto papá?

—No, no se ha muerto papá.

—¿Seguro? ¿No se ha muerto?

—No, no se ha muerto.

—Ya. Vale.

—Te llamé hace mes y medio y no me cogiste el teléfono así que…

—Ah, pensaste que la que se había muerto era yo.

—No, no he pensado eso.

—¿Por qué no? Podría estar muerta.

—Sí, podrías pero nos hubiera avisado Joan.

—Sí, es cierto. Ya. ¿Y todo bien?

—Sí, todo bien. ¿Tú?

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿todo bien?

—Sí, todo bien.

—Vale, pues a ver si nos vemos pronto.

—Sí, a ver, pero con la pandemia es muy difícil.

—Sí, es muy difícil. Oye, y Feliz Navidad por si no hablamos la próxima semana.

—Ah, vale, sí, eso, Feliz Navidad.

Mi hermano era un pilar fundamental en mi vida. Saber que estaba vivo y saber que estaba bien era esencial para mí, pero no necesitaba nada más y, aunque nunca me lo hubiera dicho, intuía que era algo recíproco. Y con esto aclaro que mi hermano es solo un ejemplo del conglomerado social que configura mi vida. Desde hace casi un año estoy exultante de tener a todos mis seres queridos lejos. La pandemia había materializado las idílicas relaciones sociales con las que tanto había soñado durante toda mi existencia. Te quiero pero no te acerques.

—¡La vacuna ya está aquí! —gritó Joan desde el salón.

Salí de la cocina.

—¿A qué te refieres? —pregunté, Joan no apartaba la vista del televisor.

—A que en 6 meses más del 70% estaremos vacunados y todo volverá a ser como antes, volveremos a la normalidad.

—¿A qué normalidad…?

Sentí cómo la parte vacía de mi cerebro, la interna del lóbulo temporal medial, se agitaba con fuerza y solo me calmó figurarme a mi hermano en la misma situación.

9 dic 2020

La última lista

 

Jack y la muerte de María Rosario Pita Villares

Dreizehntausendzweihundertachtunddreißig —repitió Markus por tercera vez.

Elvira se volvió a desplomar sobre el sofá muerta de risa.

—Por favor, otra vez, otra vez, otra vez… —suplicaba.

Dreizehntausendzweihundertachtunddreißig —dijo por cuarta vez.

Beatriz entró en el salón con un vasito de café para su amiga. Lo dejó sobre la mesita y se sentó en el sillón frente a ellos. Los miraba sin entender muy bien de qué se reían. Quizá por sentirse desplazada o ausente, no lo sabía. Hacía casi dos meses que no veía a Elvira. Terminó la quimio en noviembre y todo parecía estar bien o eso era lo que le habían dicho. Lo cierto es que pocas ganas tenía de salir a la calle y hacer vida normal, la pandemia estaba siendo la excusa perfecta para no ver a nadie, presentía que las cosas no volverían a ser como antes. Algo se había roto dentro de ella.

—Ahora di: cuarenta y cinco mil setecientos cincuenta y cinco —dijo Elvira.

Fünfundvierzigtausendsiebenhundertfünfundfünfzig —tradujo obediente Markus.

Elvira esta vez se dejó caer boca arriba sobre el sofá, se ahogaba con su propia risa. Markus también se echó a reír.

—Vale, ahora di —dijo Elvira recobrando un poquito de aire—: ciento sesenta y nueve mil…

—No, ya está bien. Ya está bien, son números, son solo números —interrumpió Beatriz—, ya vale.

Elvira se incorporó en el sofá sin decir nada. Markus se levantó y le explicó a Beatriz, en alemán, que bajaba a hacer unas compras. En silencio las dos amigas oyeron la puerta de la calle cerrarse, estaban solas.

—¿Tiene azúcar? —preguntó Elvira levantando el café.

—¿Eh? Sí, tres cucharadas.

—Vale, gracias por la diabetes.

Aunque no quería, a Beatriz se le escapó la risa.

—Markus me ha hecho la pregunta, ¿sabes? —dijo Beatriz. Se levantó y se sentó en el sofá, junto a su amiga, aunque con un espacio en medio.

—¿Qué pregunta?

Beatrgggis, ¿qué somos?

—¡Ah, la pregunta! ¿Y?

—Bueno, no quiero entrar en conflictos ni en definiciones sentimentales, no quiero nada que me exija pensar demasiado, así que… bueno, él me explicó que consideraba que llevábamos tiempo suficiente para tener algo más serio y que bueno, que me quería y que bueno… que veía un futuro conmigo y entonces me habló de formalizar lo nuestro y yo le dije que vale.

—Vale.

—Vale.

—Ajá. Se te ve contenta. Muy contenta.

—Elvi…

—Bea, vamos, míralo por el lado positivo, ¡es un tío de 32 añitos que puede decir 100 consonantes seguidas sin ahogarse! ¡Vivan los cunnilingus alemanes!

Y las dos se empezaron a reír como adolescentes. Después Elvira sacó un papelito doblado del bolsillo del pantalón y dijo:

—Es más, con tu permiso me lo voy a anotar en mi lista: Cosas que hacer antes de morir.

—¿De verdad tienes una lista así?

—La idea me la diste tú en aquella fatídica videollamada.

De la mesita  cogió un lápiz y empezó a señalar el papelito mientras decía en voz alta:

—Cunnilingus con un alemán mientras me recita los números del uno al cien mil.

Beatriz se rio tanto que le pidió que le leyera la lista entera. Elvira al principio se negó, le explicó que era algo muy íntimo, pero después de un par de minutos empezó a leerla, parecía que lo estuviera deseando.

—Uno: viajar a Svalbard y ver un oso polar. Dos: quemar una tienda de vestidos de novia. Tres: pasar una noche con Jake Gyllenhaal para que me explique el final de Donnie Darko. Cuatro: celebrar con una fiesta loca la separación de Almudena y su mierda-coach. Cinco: recorrer todos los pueblos españoles en caravana con Joan durante un año. Seis: disolver laxante para caballos en la cerveza de Ernesto Garmendia. Siete: cunnilingus con un alemán mientras me recita los números del uno al cien mil. ¿Qué te parece?

Beatriz aplaudió y gritó que ella también quería una lista, así que Elvira fue a la cocina y rebuscó en el primer cajón de la encimera, sabía que su amiga siempre dejaba allí post-it y bolígrafos. Al regresar al salón le dio un boli negro y un papelito verde y mientras se bebía el café, ya frío, dejó a su amiga anotar sus últimas voluntades.

Después de un rato, Bea le avisó de que había terminado.

—De acuerdo, dime.

—¿Empiezo así sin más?

—Claro, mujer, ¿cómo quieres empezar? Venga, lee tu lista.

—Vale, pero son solo tres tonterías.

—Vale.

—Vale, ¿empiezo?

—¡Beatriz!

—De acuerdo, de acuerdo, vale. Uno: interpretar un papel protagonista en la Hebbel am Ufer. Lo forman tres salas de teatro alternativo de Berlín, ¿sabes? Pero, bah, es una tontería, es imposible, es… qué idiota soy...

—¡Oye! ¿Idiota? Te recuerdo que yo voy a pasar una noche con Jake Gyllenhaal. Sigue.

—Vale —y se retiró un cortito mechón de la frente—. Dos: visitarte en China y follarme a chino.

Y las dos amigas rompieron a reír como tontas. Beatriz se tapaba la cara con el papelito verde mientras que Elvira la señalaba entre carcajadas. Cuando se tranquilizaron, Beatriz retomó la lista.

—Y la última. Tres —cogió aire y lo mantuvo unos segundos antes de hablar—. Tres. Tres… Tres: casarme con Darío.

Elvira la miró sosteniendo una triste sonrisa. Quería abrazarla pero sabía que no podía. Se contuvo pero se le saltaron las lágrimas, quizá porque no reconocía en aquella mujer tan delgada, de pelito tan corto y tan insegura a su amiga. No reconocía a la amiga que tan solo ocho meses atrás estaba tan llena de vida. Ahora, a pesar de estar limpia, poco quedaba de ella.

—Bea…

 —Elvi…

—Te estoy abrazando.

—Lo sé. Lo sé…

Lloraron juntas, en silencio y a metro y medio de distancia.

Al llegar Markus, Elvira pensó que debía marcharse, así que se despidió de su amiga y le prometió llamarla al día siguiente. Markus la acompañó a la puerta y le regaló un breve siebenhundertvierunddreißig, Elvira sonrió y con un gracias entró en el ascensor.

De vuelta al salón Markus se sentó junto a Bea en el sofá y, al ir a retirar el vaso de café, encontró el papelito doblado de Elvira.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras lo desdoblaba.

—Nada, nada, es la lista de… Venga, no lo leas, es muy íntimo, cosas de Elvira, no lo leas.

Pero ya era demasiado tarde y Markus empezó:

—Dos cajas de leche, ½ docena de huevos, tranchetes, pasta (dos de espaguetis y una de macarrones), atún… ¿En serio que para los españoles la lista de la compra es algo íntimo?

Beatriz empezó a reírse y a llamarse a sí misma idiota.

—A veces sí… —contestó.