4 nov 2023

La mesa de la discordia

 

Pelea en la taberna, grabado de Gaetano Gandolfi (Museo del Prado)

En una mesa de un conocido restaurante de Malasaña están comiendo las tres amigas: Almudena, Beatriz y Elvira. En realidad, todavía no han empezado. Un joven camarero con el cutis esculpido en cera les toma nota.

—Perdone, señora, pero menestra ya no nos queda.

Elvira gira la cabeza y lo mira seria.

—Cada vez que me llaman señora se muere un gatito —dice.

—Lo siento, señora.

—Dos gatitos… —Vuelve la vista a su móvil donde ha descargado el menú—. Revuelto de gulas.

—Bien.

—Con mucho ajo.

—De acuerdo.

—Y ¿le echáis guindilla?

—Sí, ¿con mucha guindilla también?

—No, sin guindilla. Es decir, con guindilla al cocinar, pero al emplatar me la quitáis y…

—Elvira… —le corta Beatriz—. Para mí ensalada de queso de cabra.

—Vale, ¿la quieres con rúcula o con hojas de espinacas?

—¡Perdona! —espeta Elvira—. Cómo que “la quieres”. ¿A ella no la llamas señora?

—No, a ella no, señora.

—Tres gatitos…

Almudena se ríe y pide otra ensalada de queso de cabra también con rúcula. Cuando el camarero se marcha, les cuenta que ha conocido a alguien, Elvira sorprendida le pregunta por Eudald. Almudena resopla y le recuerda que lo dejaron hace casi dos meses.

—¿Y yo cómo iba a saberlo?

—Porque te llamé llorando al enterarme de que mantenía otra relación paralela.

—Ya… igual me quiere sonar, sí.

El camarero se acerca y deja sobre la mesa una botella de Navaherreros abierta y dos entrantes. Beatriz va llenando las copas:

—Almudena, que no te importe, ya conocemos a Elvira.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunta la aludida.

—Que no destacas precisamente por tu empatía ni por tu generosidad con las amigas.

—Ya —contesta seca—. Me lo dice la mujer que se metió en una secta de yoga dos años mientras tenía a sus padres en vilo y a sus amigos desesperados.

—Bien, vale, vale, bueno, pues lo he conocido por Tinder, se llama Luisfer, vamos, Luis Fernando, pero yo, bueno, todos: sus amigos, familia…

—¡Sucia tarada! —gritó Beatriz.

—… colegas del trabajo le dicen Luisfer. Así que yo también, Luisfer. Y es…

—¿Tarada yo? Me lo dice la que desaparecía durante meses dejando a unos padres poniendo denuncias en la policía días sí y días también, pero resulta que la niña se había ido a hacer yoga en medio del Sahara, flipando porque estaba encontrando la verdad, ¡descubriendo el sentido de su vida! ¡Oh, Osho, muéstrame el camino ante esta inmensidad de arena! ¿Tarada yo? ¿Ta-ra-da-yo?

—…matemático, es matemático, trabaja en un instituto dando clases y bueno, es así como bajito, a ver, más alto que yo, claro, un poco gordo, no suena bien, pero es muy guapo, vale, no, guapo no, pero eso que lo ves y dices, bueno, si me preguntan digo que ni guapo ni feo, o sea que...

—Elvira, eres una persona tan podrida por dentro que necesitas…

—¿Las ensaladas eran para? —El camarero ante la mesa. Almudena y Beatriz levantan la mano—. Estupendo, entonces las gulas para la señora.

—¡Cuatro gatos!

—¿Disculpe, señora?

—¡Y cinco!

Almudena intercede y el camarero se va. Se hace un largo silencio. Elvira toma el tenedor y enrosca algo del sucedáneo.

—Elvira —comienza Beatriz en un tono pausado—, estás tan llena de mierda, que con tan solo abrir un poquito la boca la esparces cual aspersor. Eres retorcida. Eres un ser negro y despreciable.

Elvira deja el tenedor en el plato con delicadeza y responde imitando con ironía su sosegada voz:

—Y tú eres una pija malcriada con demasiado tiempo libre para mirarse el ombligo. Que mientras sollozabas embriagada de emoción al ver la vastedad del desierto, a pocos kilómetros se estarían muriendo cientos de subsaharianos cruzándolo para intentar escapar de la cárcel en la que África se ha convertido gracias a Europa. ¿En serio soy yo la retorcida? Háztelo mirar, Beatriz.

Beatriz se levanta y sin decir nada coge su chaqueta y bolso y sale del restaurante.

—Ay, Elvi, te has pasado… —Almudena.

—¿Yo? ¿Por qué siempre soy yo la mala?

—No eres la mala, pero tienes esa forma de hablar que… Anda, vete a buscarla.

—¡No voy a ir!

—¿Todo bien por aquí? ¿Más vino? —El camarero de nuevo ante la mesa.

—No, está todo bien, gracias —responde Almudena.

—¿Suficiente ajo, señora?

—Si lo que pretendes es un genocidio felino, lo estás consiguiendo.

Una vez más Almudena intercede y se quedan solas. Elvira la mira y sonríe, admira con envidia lo buena persona que es. Le pide que le cuente sobre su nuevo novio, cómo se llama, le pregunta.

—Luisfer, ya te lo he dicho.

—¿Cuándo me lo has dicho?

—No importa. ¿Quieres un poco de ensalada?

—No, ¿y tú gulas?

—No me gusta el ajo.

—Ya. ¿Tú crees que volverá?

—¿Beatriz?

—Sí.

—No.

 

22 oct 2023

Música entre mis favoritos

 

Ilustración de Javi Avi

Enrique y yo bailábamos en su saloncito. Yo sostenía un trozo de pizza en el aire y con los ojos cerrados me balanceaba al ritmo de Aloha! de Tapia De Veer y supongo que Enrique haría lo mismo, aunque no pudiera verlo. Era nuestra manera de clausurar la sesión de escritura. Llevábamos 5 semanas escribiendo una obra de teatro a 4 manos. Nuestras reuniones se habían fijado los jueves de 9 a 11 de la noche. Supongo que lo de escribir era una excusa a muchos niveles. En primer lugar, podíamos vernos semanalmente sin la necesidad de llamarnos y asumir que queríamos vernos. En segundo lugar, podíamos desplegar nuestra sociopatía sin la necesidad de justificarnos con un “era broma” final. Y, en tercer lugar, podíamos fingir que éramos expertos dramaturgos sin la necesidad de avergonzarnos por lo escrito.

 

Beatriz acababa de aparcar el coche dos manzanas más allá del portal de su psicóloga, así que las dos empezamos a agitar los brazos en alto al ritmo de Can you English,please de Fäaschtbänkler. La música estaba a todo volumen y muchos de los transeúntes miraban al interior del coche molestos, mientras que otros, pocos, lo hacían con envidia disimulada. No la acompañaba todos los martes, solo cuando me lo pedía y podía. El agujero emocional que le había dejado estar dos años involucrada en un grupo sectario iba cicatrizando muy poco a poco. Entretanto, nos gustaba desgañitarnos en alemán.

 

Seguía a Almudena con el carrito de libros por entre las estanterías del segundo piso de la biblioteca. Me gustaba llevarlo. Cuando era pequeña soñaba con ser actriz o bibliotecaria, porque en todas las películas norteamericanas veía que llevaban uno y me parecía fascinante. Con 8 años, paseaba el cochecito de muñecas vacío por el pasillo de mi casa de Bilbao y, de las infinitas estanterías, iba cogiendo y dejando libros sin ningún orden hasta que mi madre ponía el grito en el cielo. Nunca imaginé que tendría una amiga que me permitiría arrastrar el suyo cuando fuera a buscarla para comer juntas. Compartíamos los auriculares, ella el derecho y yo el izquierdo, Rosalía nos cantaba Me quedo contigo. Cuando terminó la canción, Almudena se dio la vuelta con la mano en el pecho:

Qué bonita, ¿verdad?

 —Como tú —respondí.

 

Resoplé y dejé el móvil sobre la encimera de la cocina y seguí bebiéndome el café allí de pie. Joan entró y dijo que haría croquetas con el pollo que sobró ayer. Levanté los hombros sin decir nada. Qué pasa, preguntó una vez. Qué pasa, preguntó dos. Le mostré el móvil y leyó el email en el que se rechazaba mi propuesta para un congreso en la Universidad de Salamanca. Es la tercera negativa, dije. No encajo entre ellos, dije también. Soy una farsa, y callé. Joan fue al salón, lo escuché rebuscar entre sus centenares de discos. Varios sorbos de café después, la cascada voz de Rosendo asomaba por los altavoces.

—¿Listos para la reconversión? —preguntó Joan entrando de nuevo en la cocina —. ¿Listos?

—Listos —contesté y dejé el vaso en la mesa para que pudiera abrazarme como solo él sabe hacerlo.


30 jul 2023

Eso es todo

 

Fotograma de la película Safety Last! (1923)

Me levanté el vaporoso vestido y mostré mi entrepierna desnuda al ventilador del salón. Madrid ardía a sus casi 40º. Solté un placentero gemido. Después me di la vuelta y, doblando el torso en ángulo recto, le proyecté mi trasero.

—¿Es del todo necesario? —preguntó Joan que veía mi reflejo en su pantalla del ordenador.

—Si me dejaras encender el aire acondicionado…

—Hay unas reglas.

Sí, había unas reglas. La casa de las reglas. Las suyas: en verano, el aire no se enciende antes de las 16.00; quien tiende la ropa no la recoge; y a las 21.00 solo se puede ver “Crónicas carnívoras” en televisión. Las mías: las obras de teatro las elijo yo; no importa quien haya comido más helados, si solo queda uno en el congelador se echa a suertes; y el edredón no se quita de la cama hasta finales de junio. Las de Tomás (nuestro gato): disfrutar de un imperturbable sueño de 16 horas durante el día; practicar parkour a las 03.00 a.m.; y pedir la comida con agudos maullidos y zarpazos en los pies de 05.30 a 06.00 de la mañana.

—Ya. ¿Y qué hora es? —pregunté a Joan.

—Las tres menos cuarto.

—Ya. ¿Y no podríamos saltarnos las reglas solo por un día…? —dije apoyándome en su escritorio y levantándome el vestido con una cándida sonrisa.

—¿Quieres decir que el helado de galleta Oreo que queda es para mí?

Me casé con un hombre incorruptible.

Lo cierto es que no sé si esta es la vida que quería tener a mis 46 años, porque nunca imaginé que pasaría de los 40. Siempre creí que 40 era una perfecta edad para morirse. Sin embargo, la enfermedad terminal no termina de llegar.

—Todo perfecto —dijo el doctor separándose un poco de su ordenador y devolviéndome la mirada.

—¿Perfecto, perfecto? —dije con cierta molestia.

—Sí, perfecto —contestó con un desairado levantamiento de hombros.

—Ya, pero a veces los tumores se esconden entre las cavidades, ya me entiende. No sé, por ejemplo, el huequecito que hay entre el corazón y el bazo. ¿Ha mirado bien ahí?

—No, no he mirado ahí —contestó con cierta sorna. Se fijó de nuevo en el ordenador para recordar mi nombre—. Elvira, estás completamente sana. Excepto por el glaucoma, que ya conoces sus devastadoras consecuencias, pero estás en muy buenas manos, el Dr. Fernández de la Maza es una eminencia, conseguirá ralentizar tu ceguera.

—Ya. Pero ¿y morirme pa’ cuándo?

No, desde los 40 no tenía ninguna expectativa de futuro, lo que había convertido mi vida en un valle de plena libertad por la completa ausencia de responsabilidad. Poco o nada me importaban las cosas. Vinieran como viniesen sabía encajarlas con irónica deportividad. Supuestamente nada podía ser peor que la muerte y la llevaba esperando 6 largos años. Mi vida se asemejaba a esa fiesta a la que asistes sin que te hubieran invitado y en la que no conoces a nadie, puede ser aburrida, sí, pero por mucho que hagas el ridículo, sabes que no va a haber consecuencias. Si ya eres aliado del 'no', ¿de qué preocuparse?

—Se me ha desmoronado el mundo, Elvi —dijo Fátima, mi compañera de la universidad, al cerrarse las puertas del ascensor.

El marido de Fátima la había dejado hacía 7 meses, a sus 49 años y con dos hijos adolescentes y uno pequeño. El susodicho se había vuelto a casar hacía 3 semanas, con su amante de hacía 3 años, algo de lo que Fátima nunca llegó a sospechar nada.

Apreté el botón del tercero y el ascensor comenzó a ascender.

—Esta no es la vida que me había imaginado a mis 49 años, no es el futuro que habíamos diseñado, las cosas no tendrían que estar discurriendo así. ¿Sabes lo que quiero decir, Elvira?

—Claro, te entiendo, te entiendo muy bien… —mentí frotándole la espalda y mirando al frente con cara de circunstancia.

Yo no tengo hijos ni padres. Mi responsabilidad vital se centra únicamente en mí, y eso es tan liberador que hasta te hace sentir injustamente culpable. Y no, no soy egoísta, soy libre, por lo que dibujar un futuro es, cuanto menos, absurdo. Sería como aferrarte a una estrella teniendo toda una agrupación galáctica.

Miré la hora en el móvil: 15.57. Cogí el mando del aire acondicionado y lo sostuve en la mano con determinación mientras seguía vigilando el tiempo. Tenía por delante tres dilatados minutos y eso era todo.


25 jun 2023

En la niebla manchega (tercera y última parte)

Cabeza de venado de Diego Velázquez

 Nota: Para contextualizar este relato es mejor leer la primera parte aquí y la segunda aquí.

Abel intentaba desencajar a Elvira de su silla. La tela que cubría la endeble estructura de aluminio se había roto y el culo de Elvira se había deslizado hasta rozar el suelo. Las rodillas las tenía paralelas a la barbilla y pedía auxilio desesperada. Abel hacía todo lo posible hasta que le entró la risa. La soltó de golpe y la masa amorfa que formaba Elvira cayó de lado. Los gritos y las risas hicieron que Almudena, desde dentro de la casa, se asomara a la ventana. Vio la escena frente al portalón y sonrió. Elvira completamente inmóvil empezó a reírse a carcajadas sin dejar de pedir ayuda exasperada. Sabina, sentada en otra silla similar a su lado, también se reía, bien por la situación tan circense o por las propias carcajadas. Las de Elvira eran profundas, parecían salirle del estómago, fuertes y contagiosas; mientras que las de Abel eran tímidas, como si estuviera luchando por no reírse. Abel tomó las manos de la amiga de su madre y, en un intento por liberarla, la arrastró por medio jardín, las carcajadas de ambos fueron en aumento hasta que Abel se desplomó en el suelo y boca arriba siguió riéndose. Almudena que había seguido toda la escena tras la ventana, pasó por última vez el trapo sobre la encimera de la cocina y, doblándolo por la mitad, lo colgó de la puerta del horno. Se restregó las manos en los pantalones y salió de la casona. Se acercó a su madre, tienes frío, mamá, le preguntó.

—¿Cómo voy a tenerlo? —y señaló con una risa tonta a su nieto y amiga.

—Sí, con semejante distracción una se olvida del frío.

Almudena entró de nuevo en la casa y del perchero de la entrada cogió su parka y las botas de gomas. Apoyada en el portalón se las puso. De una zancada bajó los tres escalones que separaban la entrada del jardín. Ayudó a su hijo a levantarse y entre los dos desencajaron a Elvira de la silla que seguía riéndose.

—¡Tu hijo es una bestia! —dijo.

—Tú que lo ayudas a serlo —replicó Almudena quien intentaba sacudirle la tierra que tenía en la parka y pantalones—. ¡Los dos tenéis mucho peligro! —Siguió limpiando a su amiga y cuando hubo terminado la miró y sonrió—. ¿Vamos a dar un paseo?

—Claro —contestó Elvira con cierta ilusión porque después del incidente de la escopeta Almudena había estado muy distante durante el almuerzo y parte de la tarde.

—Abel, quédate pendiente de la abuela, que no entre sola a la casa, si quiere ir al baño acompáñala.

Su hijo le contestó con un bajísimo “vale”, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y se sentó de nuevo junto a su abuela.

—Parece que tu madre está un poquito mejor —dijo Elvira. Ambas amigas se alejaban de la casa por un marcado sendero que conducía al bosque.

—Sí, según avanza el día se va centrando, es como si tras la noche su cerebro se volviera a reiniciar y todo lo que se hubiera ido asentando a lo largo de la jornada se hubiera perdido.

—Es triste.

—Lo es. Muchas veces me pregunto dónde está, en qué momento de su vida se encuentra. ¿Está viviendo en sus 84 años, en sus 50, en sus 20?, ¿dónde está?, ¿dónde narices está?

Elvira la miró con arrepentimiento y le agarró del brazo.

—Siento mucho lo de la escopeta de esta mañana, complico más las cosas. Lo siento de verdad —dijo.

Almudena sonrió sin mirarla.

—No te preocupes, perdí los nervios. —Tomó aire con pausa y añadió—: A veces creo que es envidia. Veo complicidad entre vosotros dos, sé que le caes muy bien y a mí solo me odia, mi hijo solo me odia...

Elvira se paró y tirando de ella la abrazó.

—Si yo fuera su madre me odiaría más porque estaría haciendo las cosas mucho peor, créeme, es fácil caer bien cuando no hay compromiso ni responsabilidad, es fácil, muy, muy, muy fácil. ¿Por qué crees que a partir de los 40 todo el mundo casado está desesperado por encontrar un amante? —Almudena rio—. Amo con locura a Abel, es el único hijo de amiga que tengo.

Almudena se separó sorprendida.

—Pero si todas tus amigas de Bilbao tienen hijos.

—Sí, bueno, pero no conozco a ninguno, son como trescientos, ya sabes lo que se dice: “En Bilbao no se folla solo se reproducen”. Me los pones a todos juntos y no sé de quién es cada uno. Además… —Hizo una larga pausa—. Son niños diferentes, son niños de Bilbao.

—¿Qué significa eso?

—No sé, Bilbao es como Narnia, un paraíso que no representa la realidad. Van a colegios privados o concertados, algunos hasta católicos, crecen en estupendas casas pagadas por sus padres y ¡por sus abuelos!, sin mudanzas cada dos o tres años debido a la subida de renta, los inviernos en la nieve, los veranos en un precioso pueblecito costero, formando grandes cuadrillas, sintiéndose seguros en su entorno y creyendo que el resto del mundo vive como ellos porque piensan que es lo normal. —Las dos amigas retomaron el paseo cabizbajas—. Ninguno de ellos a sus catorce años ha pasado por dos comas etílicos, ni se ha escapado hasta en tres ocasiones para buscar a un padre maltratador sin saber cuáles son sus sentimientos hacia él, ni se hace cargo de su abuela demente a la que quiere con pasión y le duele verla así.

—Narnia…

—No estoy diciendo que mis amigas no estén haciendo un trabajo extraordinario con sus hijos, pero sus circunstancias son absolutamente favorables para hacerlo. Con todo esto, Almu, lo que quiero decir es que eres alucinante y no puedo admirarte más, es imposible. Eres tan bonita, tan, tan bonita... Estás criando a Abel de la mejor manera posible, bajo tus circunstancias que no son fáciles.

Almudena se apoyó en una alta piedra y estiró la mano, Elvira se la tomó.

—Siento mucho lo que te he dicho con lo de la escopeta, no es verdad, no lo haces todo mal, solo algunas cosas…

Las dos mujeres se rieron y aprovecharon el momento para desprenderse de cierta tensión a la que la conversación les había llevado. Elvira se sentó junto a ella.

—Me puse nerviosa, perdóname, no fui justa contigo.

—Almu, está bien, no te excuses más, de verdad, tenías razón. Lo entiendo.  

—No, no lo entiendes, Elvi, me puse nerviosa, muy nerviosa. —Almudena se levantó—. Mi padre se lo llevó de caza, Arturo solo tenía 8 años, pero ya sabes cómo eran las cosas antes, a esa edad podías ayudar a llevar las piezas pequeñas. Solo tenía 8 años. Inquieto y nervioso como un cervatillo, como un cervatillo. Era lo que decía mi padre durante los tres años siguientes: como un cervatillo, se me cruzó como un cervatillo. Lo mató de un solo disparo. Mi padre arrastró la culpa tan solo tres años, luego se ahorcó de la encina. Mi madre lleva arrastrando el dolor por su hijo toda la vida, antes en silencio y ahora su memoria se revela en voz alta.

—Almu… yo…

—Ver tan ingenuo a mi hijo con la escopeta, aunque fuera de perdigones me…

Elvira con lentitud se puso en pie y dio la mano a su amiga. Cogidas con fuerza retrocedieron el camino en silencio hasta que divisaron la casona desde lejos. Almudena se paró en seco y la observó con detenimiento.

—Tenías razón, Elvi —dijo—, es una casa llena de fantasmas.

 

23 may 2023

En la niebla manchega (segunda parte)

 


Nota: Este relato es la segunda parte de este.

Elvira escuchó una voz junto a la cama. Abrió los ojos asustada y buscó entre la oscuridad de la habitación algo de lógica que pudiera relacionarse a ese susurro. Extendió la mano detrás de sí y notó la cama vacía. ¿Almudena?, preguntó al aire, ¿Almudena?, volvió a preguntar. Intentó encender la lamparita de la mesilla, pero no atinó a encontrar el interruptor. ¿Almudena?, preguntó por tercera vez. Alcanzó el móvil, miró la hora: 03.36 a.m. Soltó aire por la nariz lentamente y conectó la linterna. Iluminó la estancia con miedo. La recorría con lentitud. La butaca, el armario, la ventana, la cómoda y el lado de la cama vacío a su derecha. Apagó la linterna y escuchó de nuevo un susurro. Quieta, con el aire estancado en el pecho, dejó que el ruido se repitiera. Lo hizo. Un meloso y continuado chasquido de lengua provenía del pasillo. ¿Almu, eres tú?, preguntó encendiendo la linterna de nuevo. Salió de la cama, se llevó el brazo con el que no sostenía el móvil al estómago y anduvo unos cuatro pasos. La puerta de la habitación estaba cerrada, aun así se colaba una fina línea de luz por debajo. Elvira se paró delante y agarró el pomo. ¿Almu?, preguntó con la nariz rozando el quicio. Escuchó un grito al otro lado tan fuerte que hizo que se le cayera el móvil. Angustiada se agachó para recogerlo, las voces iban in crescendo. Apoyó primero la oreja en la puerta y después las yemas de los dedos. Un golpe sordo la hizo despegarse, parecía como si algo se hubiera caído al suelo de baldosas. Abrió la puerta con recelo y se percató de que la luz del baño estaba encendida y la puerta entreabierta. Los susurros se volvieron claros y contundentes. Cruzó el pasillo que separaba ambas estancias y con una mano poco segura empujó la puerta del baño. ¿Almudena…?, preguntó con la esperanza de que fuera ella. Sin embargo, era a Sabina a quien vio apoyada en el lavabo y hablando a su imagen reflejada en el espejo.

Sabina, ¿estás bien? ―Elvira se acercó y le tocó el hombro.

―No se quiere ir. No se va, digo vete, no es tu casa. No se quiere ir.

―¿Quién…? ¿Quién no se quiere ir?

―¡Ella! ¡Ella! ―señaló el espejo.

Elvira observó el reflejo, en él aparecían la vieja y ella misma agarrándola del hombro.

―Eres tú, Sabina.

―¿Quién?

―Vale, vamos a la cama, yo te acompaño.

Sabina obediente salió del baño no sin antes darse la vuelta y farfullar algo al espejo.

―Se llevó a mi hijo ―dijo entrando en la habitación.

―Anda, métete en la cama. ¿Estás bien así o quieres más cojines?

―Hace años, pero yo me acuerdo, ¡me lo robó!

―Yo creo que Almudena te pone más cojines porque dice que te gusta dormir recostada, ¿verdad?

―¿Y tú?

No, no, no ―contestó Elvira sonriendo―, a mí me gusta dormir con almohadas muy bajas. Porque si no me duele el cuello, bueno, el cuello, la espalda, los hom…

―¿Y tú?, ¿tienes hijos?

―No, no tengo, Sabina ―contestó parándose frente a ella.

―¿También te los robó?

Elvira sonrió con cierta condescendencia.

―No, nunca quise tenerlos.

―Los hijos te matan por dentro. Te agujerean el esternón como gusanos hambrientos y cavan grutas en tus pulmones hasta que un día te falta el aire y sabes que debes morir para que ellos sigan respirando.

Elvira se sentó en el borde de la cama. La arropó y la contempló en silencio. Le acarició una de las piernas por encima de la manta.

―Tú todavía respiras, Sabina.

―¿Qué? ¿Te preparo leche con galletas?

La vieja sonreía con inocencia.

 

―Te digo que no sé. Que no oí nada anoche y cuando me he despertado mi madre ya no estaba, en plan missing. ¡Pero así no puedes disparar! ―gritó Abel. Elvira lo miró y le pidió paciencia―. Que no, es que no vas a poder, si la apoyas en tierra en plan…

―En plan, en plan, en plan, ¿en serio? Llevo 23 años intentado enseñar una gramática impecable del español y llega vuestra generación y se la carga con tanto en plan, rollo, tipo, sí-soy, bro, me renta, ¿pero qué idioma habláis? ―Resopló y, tumbada en el suelo, se ajustó la culata al hombro. Después acercó el ojo izquierdo hasta alinearlo con la mira trasera.

Ok, boomer! Pereza máxima…  ―El chico miró a la amiga de su madre y gritó―: ¡Ni de coña le vas a dar! ¡Es a la botella pequeña no a la grande! ¡Estás torcida!

―Abel, cariño, un pequeñito consejo, jamás pongas nerviosa a una mujer con una escopeta en las manos.

El joven se acuclilló detrás de ella y esperó. El perdigón salió disparado impactando en el culo de la botella de plástico llena de tierra.

―¡Toma! ―exclamó Elvira. Se levantó y se sacudió la tierra de los pantalones.

―¿Cómo puto lo has hecho? ―preguntó Abel recogiendo la escopeta del suelo―. Eres una ciega de mierda y la carabina pesa más que tú.

―Lo llevo en la sangre, mi madre era igual.

―¿Cazaba?

―No, arrasaba en las casetas de tiro de las ferias. Me decía, qué muñeco quieres. Y pum, pum, pum, los tres palillos quebrados a la primera y el muñeco era mío. Traía de cabeza a los feriantes.

―Joder. ¿De qué murió?

―¿Mi madre? ―Elvira se quedó pensativa mirando la escopeta colgada del hombro de Abel―. Sabía disparar muy bien pero no supo apuntar al objetivo correcto.

―¿Qué haces con la escopeta?

Almudena estaba frente a ellos de la mano de Sabina que seguía en camisón y bata.

―Almu, solo estábamos…

―Cállate, estoy preguntando a mi hijo. ¿Qué haces con la escopeta?

―El tío José me deja cogerla.

―El tío José no está. ¿Qué haces con la escopeta?

―Joder, mamá, no sé… pasarlo bien, obvio.

―Vamos, Almu, es de perdigones… ―intentó apaciguar Elvira.

Almudena soltó la mano de su madre y se encaró a su amiga.

―Por qué será, Elvira, que todo lo haces tan mal.

Elvira no dijo nada. Nunca había visto así a Almudena, la conocía desde hacía 13 años y en todo este tiempo jamás la había sentido con tanta rabia contenida.

―La guardaré ―dijo el chico.

―Que la guarde Elvira ―respondió su madre tomando otra vez la mano de Sabina―. Tú ayúdame a vestir a tu abuela, hoy está muy desorientada.

Abel le dio la escopeta a Elvira quien la recogió fingiendo una sonrisa para calmar al chico. Los tres se encaminaron a casa con paso procesionario. Elvira los estaba mirando cuando la vieja se dio la vuelta y gritó con un hilillo de voz:

―Me lo mataste, tú, mujer.

                                                                                                             (continuará…)