1 ene 2024

Los Zaratrustas

Jacinto Benavente en su terturlia de Café Lisboa (Madrid, 1918), fotografía de Luis Ramón Marín


—El solo era para Rita, ¿verdad? ¿Y el cortado con leche de soja para Meli? —Dejo los cafés sobre la mesa, incluido el mío, y le digo a Bárbara que su té rojo se lo trae Matías.

Me siento junto a Meli y le pregunto cómo lo lleva. Suspira y me devuelve la pregunta. Las dos estamos supuestamente terminando nuestra tesis doctoral, un final que se eterniza. Solo quien se encuentra en este periodo sabe lo que conlleva: ganas de morirse. Hace un par de bromas sobre las innovadoras maneras de acabar con su vida, me río mientras Bárbara nos mira con lástima.

Matías llega con el té rojo y su cerveza. Toma asiento frente a nosotras y me explica que hoy conoceré a Monse, que tan solo lleva un par de años en Los Zaratrustas.

Los Zaratrustas nació, en principio, como club de lectura hará cosa de 10 años. Me uní a ellos poco después de la muerte de mi madre. Los encontré en una red social y la lectura que proponían para aquel mes era Memorias de la casa muerta de Dostoievski. En ese momento, tras lo vivido con mi madre, el existencialismo se implantó en mi vida. Pensé que intercambiar inquietudes personales camufladas en citas literarias podría calmar parte de mi dolor. Sin embargo, me equivoqué. Encontré a una docena de treintañeros ligados al mundo literario, pero con pocas ganas de reunirse para debatir sobre el sentido de la vida. Más bien se trataba de encuentros sociales de gente con varios puntos en común que buscaba una vía de escape a su monótona vida poniendo los libros como excusa. Así que mi psicólogo siguió haciendo su trabajo y Los Zaratrustas el suyo: entretenerme de vez en cuando.

Todos los allí presentes íbamos y veníamos, el club tenía la puerta abierta, no existía compromiso alguno y la flexibilidad de incorporarnos a uno u otro encuentro hacía que siempre que me encontraba con ellos fuera un momento verdaderamente agradable.

Rita coloca su bolso sobre la mesa y saca media docena de cuartillas grapadas tamaño A5.

—Chicos, este es mi último poemario. A ver, no tenéis ningún compromiso, pero si le queréis echar un vistazo aquí os dejo unas muestras. Bárbara, pásalos, por favor, a Meli y a Elvira.

—¿Cuánto cuesta? —pregunto.

—Cinco euros, pero no tenéis ningún compromiso, de verdad. La temática es el silencio en la urbe masificada.

—Qué interesante —exclama Meli con una sonrisa—. Yo te compro dos.

—Oh, gracias, amor, pero sin compromiso, por favor.

—A mí también dame dos, que en tres semanas es el cumpleaños de mi amiga Almudena y así ya tengo regalo —digo—. No tengo en metálico, te hago un Bizum, ¿vale?

Todos adoramos a Rita. Profesora de literatura en un instituto por el día, poeta por la noche. Su pareja murió de un infarto hacía tres años y, al no estar casados, no recibía pensión de viudedad. El sacar adelante a sus dos hijos con su único salario se le hacía difícil, por lo que vendía sus poemarios en cuartillas u organizaba recitales poéticos en el bar de su cuñado, solo una mujer como ella sabía romantizar la necesidad de aquella manera.

—¿Os leo uno? —pregunta.

¡Claro!, respondemos y todos la jaleamos. Rita se pone de pie y abre la pequeña cuartilla en la tercera página. Lee 24 versos sobre los empujones en la Línea 1 de metro, el cansancio en los hombros y la pena enroscada en intestinos vacíos. Termina, nos mira y tardamos en aplaudir, que su poesía vaya grapada a su vida nos deja cierto pesar. La animo a que presente su trabajo a alguna editorial, insisto en que su poesía es mucho mejor que lo que se publica últimamente.

—Gracias, Elvi, cariño mío, pero tengo 44 años, en Instagram tengo 253 seguidores y en Facebook 307; estos números no interesan a ninguna editorial.

Se abre un acalorado debate sobre si la industria editorial debe responsabilizarse sobre la calidad de sus obras o simplemente responder a la demanda de masas. Bárbara se desespera tanto con el tema que nos informa que lo que necesita es una caña doble, da un último trago a su té y se levanta a la barra, desde allí nos pregunta si queremos algo más, le pido otra para mí. Entretanto, Meli y Matías se acusan mutuamente de no entender el panorama literario actual, solo ellos pueden atacarse con citas bíblicas como si fueran flechas ardiendo, miro a Rita y me río.

—Vaya, parece que llego en el mejor momento. —Ante nuestra mesa una mujer de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos, de pelo canoso largo y rizado, con una vieja gabardina beige y bolso bandolera de piel marrón.

 —¡Monse! —Matías se pone de pie y le da dos besos—. Si no me equivoco conoces a todas menos a Elvira, ¿verdad?

—Bueno a ella —señala a Rita— solo la he visto una vez y a ti —dirigiéndose a Meli— te vi de pasada en el encuentro de la Feria del Libro del año pasado.

—Sí, vengo poco.

—Ya. —Se acerca a mí y me da dos besos—. Tú también vienes poco, ¿no, Elvira?

—Sí, cierto. Entre mi estancia en China y que…

—Y que no has venido, sin más —sentencia.

Algo cortada miro a Matías que seguía de pie a su lado, pero no encuentro respaldo.

—Hola, Monse —Bárbara llega con las bebidas a la mesa.

—¿Ya hemos empezado con las cervecitas?

Nuevamente busco apoyo en Matías sin éxito.

Ya todos sentados en la mesa, Monse pregunta si hemos avanzado mucho con el análisis de la obra que nos ocupa hoy.

—¿Qué libro era? —pregunto.

Insolación de Pardo Bazán —contesta Meli sacando su libro del bolso—. Tengo que decir que no lo he terminado, pero lo poco que he leído me está gustando mucho.

—Yo tampoco lo he terminado —dice Rita—. Preparar el nuevo recital me está quitando muchísimo tiempo.

—¡Ay, qué bien! —exclama Bárbara—. ¿Cuándo es?

—Espero que el último viernes de este mes. A ver, a ver, porque quiero que Margarita Rojas y Fermín Esparta también participen, así que… a ver, a ver.

Todos aplaudimos y Bárbara y yo brindamos con nuestras cervezas.

—¿Podemos volver a Pardo Bazán? —pregunta Monse—. Haciendo un rápido recuento podemos decir que una no sabía ni de qué libro íbamos a hablar hoy, dos no se lo han terminado...

—Tres —interrumpe Bárbara con una risita.

—Tres no se lo han terminado. ¿Matías?

—Yo sí, yo sí —responde satisfecho, como si su profesora le fuera a poner un positivo.

—Y dos leídos. Muy bien. Muy bien. Veo que los estatutos del club siguen sin respetarse.

—¿Qué estatutos? —pregunto sin ocultar mi perplejidad.

—Los Zaratrustas tienen unos estatutos —responde Monse.

—¿Desde cuándo? —sigo sin cerrar la boca.

—A ver, Elvi, bueno son unas reglas —interviene Matías— para llevar un poquito el control de la asistencia.

—¿El control? —Si me pinchan no sangro.

—Pertenecer a un club de lectura conlleva un compromiso —explica esta vez Monse. Miro a Meli que prefiere esconderse tras su taza de café—. De las doce lecturas que se proponen analizar al año, se pide participar como mínimo en tres. Y cuando digo participar, no me refiero a llegar, pedirse una cerveza y hablar de nuestras vidas, sino de haber realizado una lectura profunda de la obra para tratar sobre ella la tarde que nos ocupe.

Matías asiente con la cabeza. Lo miro molesta y antes de hablar coloco los codos sobre la mesa:

—¿Y qué pasa si no cumples con estos estatutos?

—Que debes abandonar Los Zaratrustas —responde Monse tajante.

—¿Que debo abandonar Los Zaratrustas?

—Elvira, no puedes aparecer cuando te venga en gana sin tener la menor idea del libro que estamos leyendo. Debes ser considerada con el resto de los miembros del club, no nos puedes hacer perder el tiempo. Si no vienes, te vas. Así son las normas.

—Normas que, por lo que veo, has instaurado tú, Monse, porque has decidido erigirte como presidenta del club. Presidenta o dictadora, según se mire.

—¿Perdona?

—Te perdono. —La miro y sonrío con cinismo—. Bien, pues llegado a este punto solo me queda abandonar Los Zaratustras.

—Pero, Elvira, por favor, ¿cómo vas a abandonar? —Rita intenta establecer algo de cordura. Dirigiéndose a Monse—: Elvira no conocía los estatutos, así que lo podemos dejar pasar. Además, lleva más de 7 años en el grupo, no puede irse.

—Si somos flexibles con ella no sería justo para los otros 4 que ya han abandonado el club.

—¡Pero estamos locos! —grito. Me levanto, cojo mi bolso y abrigo y pido a Meli que me deje salir—. ¡Me voy!, ¡vaya si me voy! ¡¿Pero qué autocracia es esta?!

Salgo del bar completamente rabiosa. Me pongo el abrigo, lo consigo solamente de un brazo y el resto lo llevo arrastrando por la acera. Dos jóvenes se ríen al verme, me paro frente a ellos y los observo. No llegan a los 20, pienso que ni siquiera son jóvenes, son nuevos, originales. Originales. ¡Originales! Me doy media vuelta y regreso al bar. Me planto de nuevo frente a la mesa. Todos me miran en silencio. Mi aspecto crea incertidumbre.

—Me voy —empiezo diciendo—, abandono Los Zaratrustas, pero no sin antes anunciar la creación de un nuevo club, al que todos sois bienvenidos: Los Zoroastros, el original.

Me giro y, yendo hacia puerta arrastrando la mitad de mi abrigo, oigo las risas de Meli, Rita y Bárbara.