25 oct 2020

Noches de bohemia

 

Fotografía de Brassaï. París, 1933.

Miércoles tarde. Bar de Yassir. Lavapiés, Madrid.

Ernesto, desde la mesa, siguió el camino de Enrique al baño.

—¡Yassir, otras 3 cañas! —gritó. Se recolocó en su silla y mirando a Elvira le preguntó por la novela.

—¿Qué novela? —contestó ella mordisqueando un cacahuete.

—La mía, la última, ¿ya la has leído?

—No, ni pienso. —Y se rio con sorna.

—Creía que habíamos hecho las paces.

—Y las hemos hecho, pero me estoy quedando ciega y tengo un tiempo muy limitado para seguir leyendo, así que no puedo perderlo con Seix Barral, hace años que dejó de publicar calidad literaria.

Ernesto se echó hacia atrás, cogió un cacahuete del tarrito blanco y se lo lanzó a la cara. Ella se rio.

—Las cervezas, amigo.

—Gracias, Yassir. —Ernesto cogió los tres vasos en bloque y los dejó sobre la mesa. Después ofreció uno a Elvira y él se acercó otro—. Vuelvo a México el lunes.

Elvira levantó los hombros y se llevó otro cacahuete a la boca. Ernesto la observó, sonrió y se inclinó sobre la mesa.

—Digo que me voy el lunes a México y antes de irme me gustaría pasar una última noche contigo.

Elvira paró en seco de mordisquear y agitó los dedos como si los estuviera limpiando en el aire.

—No sé —dijo.

—¿No te atreves?

—¿Yo? Te recuerdo que el que acababa siempre mal eras tú.

—Bueno, pase lo que pase a lo largo de la noche, sé que no puedo perder nada, en todo caso ganar, solo-puedo-ganar. —Hizo una pausa muy meditada y luego siguió con otro registro—: Vamos, pitufa, no hay nada de malo en recordar viejos tiempos. Una noche, otra vez tú y yo.

Ella sonrió. Se atusó el flequillo y con la lengua se quitó resquicios de una muela del fondo, luego lo miró y asintió.

—Está bien, hagámoslo, una última noche.

Ernesto levantó su vaso, ¡brindemos!, gritó.

—¿Y a éste qué le pasa? —preguntó Enrique de nuevo en la mesa.

Claramente le explicaron que iban a pasar una última noche juntos. Enrique se empezó a reír como un loco y, negando con la cabeza, repetía una y otra vez que no se lo creía.

—No me lo creo…¿Una noche? ¿Cuándo?

Ernesto, como si ya lo tuviera todo planeado, respondió que el sábado.

—No, no, no, el sábado imposible —contestó Elvira—. Lo paso con Joan, los fines de semana son sagrados, son nuestros, de nadie más.

Entre los dos amigos la convencieron: que si vivía con Joan, que si podía estar con él cada día, que si eran unos pesados con sus fines de semana sagrados, que si eran dos sociópatas, que si no había que amar tanto a los maridos y que si compartir era vivir. Así que terminó por aceptar. El sábado noche. Además, Enrique les ofreció su casa, era lo mejor porque en el hotel de Ernesto resultaría demasiado impersonal y tenían claro que el ambiente era muy importante, siempre lo había sido.

Jueves mediodía. Casa de Joan y Elvira. Centro de Madrid.

—Cariño, si no hay ninguna obra de teatro que realmente quieras ver, yo este sábado me decantaría por ir al cine, hay una peli que… —Pero antes de que Joan pudiera terminar Elvira lo cortó.

—Ay, no, no, que no te he dicho. Este sábado no puedo.

—¿Y eso?

—Es que no duermo en casa.

—Ya… No sé, ¿debo preocuparme?

—No, para nada, es solo que voy a pasar la noche con Ernesto.

—¿Tu ex? Ah, pues me quedo mucho más tranquilo.

El sábado por la tarde Joan despedía a su chica en la puerta de casa.

—¿Llevas todo? —preguntó.

—Sí —contestó ella—, no te preocupes.

—¿Y vais a desayunar juntos o…?

—¡Oye, no te pases! En cuanto termine, cada uno a su casa, ¡yo no regalo mi tiempo!

Joan se rio. Se despidieron con un largo beso y no cerró la puerta hasta que no la oyó bajar dos pisos por lo menos.

Sábado noche. Casa de Enrique. Lavapiés, Madrid.

Cuando Elvira llegó a la casa de su amigo, Ernesto ya estaba allí. Se lo encontró en la barra americana de cocina con una cerveza en la mano.

—¿Estás bebiendo?

—No hay nada de malo —respondió él.

—Hombre, no sé… No creo que el alcohol te haga funcionar bien. En fin, haz lo que quieras, no soy tu madre, pero si no te importa, yo me voy a preparar un café. ¡Enrique! —gritó asomando la cabeza hacia el baño—, ¿dónde tienes la cafetera?

Veinte minutos después, estaban los tres amigos sentados en el sofá. Discutían. Elvira no terminaba de entender por qué Enrique había invitado a Darío y a Eva.

—Es que si lo llego a saber también le digo a Joan que se venga.

—¡Joder, Elvi, no es lo mismo! ¿Qué iba a hacer Joan?, ¿mirar? Darío y Eva son pareja, es diferente, además ellos entienden de esto —explicó Enrique.

Elvira parecía realmente molesta. Esto va aparecer un circo, murmuraba entre dientes.

—Anda, pitufa, bébete una cerveza y relájate, estás muy tensa y así las cosas no van a fluir.

Ella lo miró con rabia.

Cuarenta minutos más tarde llegaron Darío y su novia. Todos se saludaron y por fin rodearon la mesa comedor que estaba a un lado del salón.

—Bien —dijo Enrique—, lo haréis aquí. Creo que es una buena superficie. Tenéis mucha luz de la lámpara del techo.

—Yo necesito luz directa, Enrique, lo sabes —reclamó Elvira.

—Sí, es verdad. Ernesto, ¿algún problema con que Elvira utilice un flexo? Tiene baja visibilidad, sería lo justo para estar en igualdad de condiciones.

Ernesto levantó los brazos y negó con la cabeza. Ningún problema por mi parte, dijo.

—Bien, pues preparad vuestras cosas, mientras busco el flexo para Elvi.

—¿Te ayudo, Elvira, mientras te traen la luz? —preguntó Darío.

—No, no te preocupes, gracias —y lo miró con cariño.

—Tranquilo, Darío, a Elvira le queda todavía algo más del 60% de un ojo, se las puede apañar muy bien solita, porque aquí se necesita más imaginación que otra cosa, ¿no?

Elvira agitó molesta la cabeza pero no contestó. Cuando llegó Enrique con la luz extra, ya tenían todo preparado sobre la mesa: los portátiles encendidos, los móviles y los auriculares. Ellos sentados uno frente al otro. Junto a ella una jarra de agua, junto a él dos cervezas. Enrique los miró y se apartó. Pidió a Darío y a Eva que hicieran lo mismo. Y desde una distancia prudente comenzó a hablar ceremoniosamente.

—Bienvenidos al sexto encuentro...

—Séptimo —corrigió Ernesto.

Elvira sonrió cómplice tras su portátil.

—¿En serio? Pues en alguno debí de terminar tan borracho que no me acuerdo. En fin, bienvenidos al séptimo encuentro de Noches de Bohemia. Nuestro ya conocido duelo de creación de obras teatrales en una sola noche. Os recuerdo que he apagado el router, no podéis hacer llamadas ni enviar mensajes con el móvil pero sí escuchar música guardada en vuestro ordenador o móvil o escucharla en Spotify utilizando vuestros datos. Bien, los aquí presentes hemos decidido que las obras sean de corte clásico: un título; tres actos; 5 escenas en el primero, 7 en el segundo y 4 en el tercero; y con un mínimo de 9 personajes.

—¡¡¡¿Nueve personajes?!!! —gritaron los dos.

—No me miréis a mí —se excusó Enrique—, la idea ha sido de Eva. —La chica se reía tapándose la boca y pidiendo perdón—. El duelo, o comúnmente llamado “la noche”, comenzará en 7 minutos, es decir, a media noche. Los participantes podrán ir al baño siempre que lo necesiten, lo mismo que los descansos, pero debo recordar que ganará aquel que termine primero. Su obra se enviará, vía email, a todos los aquí presentes para comprobar que cumple con los requisitos establecidos en esta séptima noche y si su texto es coherente. Si llegados a las 8 de la mañana ninguno de los participantes ha terminado, el combate quedará anulado. ¿Lo habéis entendido?

Domingo por la mañana. Casa de Joan y Elvira. Centro de Madrid.

Elvira se quitó los botines junto a la cama y luego se deslizó, todavía vestida, bajo el nórdico hasta tropezar con el cuerpo de Joan.

—Oso hormiguero, ¿estás dormido?  —le susurró a la oreja.

Joan esbozó una sonrisa y le preguntó por la hora.

—Las 7.43 de la mañana —contestó ella.

—¿Y quién ha ganado?

—¿Quién crees? —Y de un brinco se puso de rodillas sobre la cama haciendo el gesto de victoria—. ¡Dime que soy la mejor, carapitilín!

—Eres la mejor, carapitilín… —Y desperezándose se sentó apoyando la espalda en el cabecero—. ¿Y no tienes miedo?

—¿A qué? —preguntó despreocupada mientras seguía haciendo gestos de triunfadora.

—A que utilice tu obra, ¿o esta vez has tenido cuidado y no se la has dado?

—¿Qué…? —Elvira bajó los brazos con lentitud.

Domingo tarde. Hotel Palacios. Retiro, Madrid.

—Sí, sí, con ganas ya, la verdad… —Ernesto hablaba por teléfono con su novia—. No, todavía no he comido, me ducharé y saldré ahora… Bufff, sí, sí, algo así, ayer fue una noche muy larga… Claro, muero por verte… Por cierto, tengo que mirar horarios, pero creo que el avión aterriza el martes a las 9.20 de la mañana… eso es… no, no, no quiero que vengas a buscarme, espérame en casa… ¡ja, ja, ja!, ¿en serio?, ¡qué ganas, qué ganas de llegar!... Claro, unos días a la playa, sí, me parece bien, necesito descansar un poco… Por supuesto, me pondré a escribir en unas semanas, tengo muchas ideas nuevas, pero necesito desconectar un tiempo... Eso es… ¡Ja, ja, ja!, ¿qué dices?... Está bien, sí… yo también… vale, vale, yo también, mi amor, nos vemos en dos días… y yo.

Colgó el teléfono y siguió leyendo, por tercera vez, el texto de Elvira. Al terminar, guardó el documento cambiando el título de la obra. Apagó el portátil y se metió en la ducha.

 

12 oct 2020

Madre, hijo y espíritu santo

Fotograma de Psicosis de Alfred Hitchcock de 1960


—Ha cruzado la línea, Elvira, y yo no puedo más, no puedo más… —dijo Almudena mirándome en la cocina de su casa. Después, abrió la nevera, cogió un botellín de cerveza y me lo dio—. Tienes en ese cajón el abridor. De verdad que lo intento, lo intento con todas mis fuerzas pero es inútil.

Me senté en uno de los taburetes de la mesa y apoyé la espalda contra la pared. Bebí el primer trago de cerveza y, después, sujetándola con una mano la sostuve en mi rodilla cruzada.

—Imagino que no tiene que ser fácil —dije.

—¿Fácil? El sábado llegó a las 5 de la mañana completamente borracho y tiene 12 años recién cumplidos. ¿Fácil?, no es que no sea fácil es que es innecesario. Es completamente innecesario que tenga que aguantar esto. Yo, Elvira… Yo… Yo nunca lo quise, a ti no te voy a engañar… En mis planes no estaba el ser madre, pero llegó y ya. Y no piensas, no piensas, lo tomas, lo crías, y dices qué duro, oh, qué duro es  tener un niño, lo dice todo el mundo, ¿no?, así que lo repites, sí, sí, durísimo. Pero lo realmente duro es ver cómo ese bebé se convierte en una persona completamente ajena a ti… Mi hijo, mi hijo, dice la gente, mi hijo, ¿qué tiene tuyo?, dime, ¿qué hay de ti en él? ¿Quién es? —Se quitó las gafas, las dejó sobre la encimera y se frotó los ojos—. Siempre he tenido miedo a que ocurriera esto, a reconocerlo a él en mi hijo. Abel es igual que su padre y ni te imaginas el rechazo, por no decir el asco, que me produce… yo… es asco… yo… no puedo…

Comenzó a llorar. Dejé el botellín sobre la mesa y me levanté. Me acerqué a ella y la abracé. Almu es casi tan bajita como yo, así que nos quedamos unos minutos completamente solapadas en silencio.

—Tú me entiendes, ¿verdad, Elvi? Entiendes que no pueda quererlo…

La miré y le retiré su pelito de Amélie por detrás de las orejas.

—Voy a hablar con él, ¿vale?

La habitación estaba bastante desordenada. Aparté algunos cuadernos que había sobre su escritorio, una bolsa de patatas fritas vacía y una camiseta sudada, y aposenté mi trasero; supongo que lo de sentarme encima de las mesas era marca de mi profesión.

—¿Vas a salir hoy? —pregunté.

Abel me miró con despreocupación, estaba tumbado en su cama.

—No puedo, tu amiga me ha castigado.

—¿Mi amiga? —Me reí, a sus ojos era tan cómplice como ella—. Tu madre —dije.

—No es mi madre. La odio, no sabe nada, no entiende nada, la odio, ojalá se muera.

—Sí, bueno, pero si se muere Almudena, ¿qué harías tú?

—¡Irme con mi padre! —gritó incorporándose.

—Pensaba que no sabías donde vivía.

—¡Claro que no lo sé!, porque tu amiga no me lo dice. Por su culpa se marchó y ahora no sé dónde está, por su culpa. Siempre va de víctima y siempre tiene que ser lo que ella diga. No entiende nada, no entiende nada, y cree que… joder, ojalá se muera, ¡que se muera!, del virus o de lo que le dé la gana, que me deje en paz, que me puto deje en paz.

—¿Puto deje en paz? ¿Desde cuándo puto califica a verbos?

—Joder, Elvira, no me puto enseñes.

Puto enseñes… De acuerdo, de acuerdo, vale.

Me bajé de la mesa y me senté en la silla del escritorio. Pensé en mi padre, en lo mucho que lo detestaba y en el constante deseo de su muerte. Pensé en mi madre, en sus continuos gritos, me culpaba por tener el pelo tan fino, tienes un pelo de mierda, me decía. Me reí.

—¿De qué te ríes?

—Menuda estafa, ¿no? —contesté.

—¿Qué estafa?

—La familia. Es una estafa. Una estafa de las gordas. Te lo venden como algo idílico y luego te das cuenta de que, si no tienes el número ganador, todo es una mierda.

—No sé…

—Sí, claro. Un ejemplo: mi familia. Un padre psicópata, una madre neurótica, un hijo mayor anormal y una hija pequeña subnormal.

Abel se empezó a reír.

—Joder, Elvira, eres mazo de idiota.

Idiota, pues sí, eso siempre me lo decía mi madre.

—¿De verdad? ¿Te llamaba idiota?

—No, no, no, no, nunca me llamó idiota. Solo me llamaba retrasada mental e inútil.

Se empezó a reír a carcajadas. Lo miré, era un niño grande, un niño de 12 años de casi metro setenta, largo como él solo pero un niño a fin de cuentas. Quería buscar a su padre, ¿por qué no?, era un niño. Supongo que necesitará de 20 años más para darse cuenta de quién es su padre, de lo que hizo y de lo que seguirá haciendo, para dejar de buscarlo, de necesitarlo, de vincularse a él emocionalmente sin sentirse culpable. Necesitará de 20 años más, no sé si para querer a su madre pero sí para darse cuenta de todo lo que hizo y hará por él, de respetarla y empatizar con su esfuerzo. Necesitará de 20 años más, porque ahora es un niño, es todavía un niño.

—¿Qué me miras? —preguntó ya serio.

—Nada, pensaba en lo que me acaba de decir tu madre en la cocina, pero no, no, nada, déjalo.

—¿Qué te ha dicho?

—Nada, nada, bueno, me ha hablado de ti, claro, pero no… Le he prometido que no te diría nada, es algo entre nosotras, ya sabes…

—Joder, ¿qué te ha dicho?

—Bueno, a ver, ella está preocupada, lo entiendes, ¿no? Y bueno, se culpa, dice que hace las cosas mal, que no sabe cómo acertar contigo, que no te entiende.

—Ya, joder… Es que no me entiende.

—Sí, lo sabe y se siente muy mal. Me ha dicho que ya no sabe ni cómo decirte lo mucho que te quiere, que le da vergüenza, que se siente rechazada, bueno, no sé, ya sabes, Almudena es muy especial para los sentimientos. Me ha dicho textualmente que se muere por abrazarte y comerte a besos como antes. Madre mía, qué tonta, ¿no?

—Sí, qué tonta…

—Sí, tu madre es muy puto tonta.

—¡Elvira, que no se dice así! Eres mazo de idiota.

Y ahí lo dejé muerto de la risa en su cama. Al llegar a la cocina, Almudena me esperaba sentada en un taburete.

—Tendrás ya la cerveza caliente —dijo.

—Ah, no me importa. —La cogí y le pegué un sorbo, sí, estaba realmente caliente, la dejé de nuevo sobre la mesa y me senté—. Pobre.

—¿Pobre quién?

—¿Eh? Ah, nada, nada, estaba pensando en alto, en lo que Abel me acaba de decir y pobre… En fin…

—¿Qué te ha dicho?

—No, no puedo decírtelo, se lo he prometido. Le he dicho que no te diría nada.

—¡Elvira, por favor!

—Bueno, vale, pero no le digas que te lo he dicho, además él lo va a negar todo, ya sabes cómo es.

—¡Que sí! ¿Qué te ha dicho, coño?

—A ver, pues se siente mal porque sabe que no está haciendo bien las cosas.

—¡Claro que no está haciendo bien las cosas!

—Sí, lo sabe y se siente muy mal, y me ha reconocido que lo hace para llamar tu atención, porque hace tiempo como que pasas de él y que te echa de menos.

—¿Que me echa de menos? Imposible, eso no te lo ha podido decir, no habla así.

—No, claro que no, a ver, textualmente me ha dicho que te puto quiere pero que no sabe cómo decírtelo, que le da mucha vergüenza, que ninguno de sus amigos lo dice y que ya nada es como antes y que le gustaría estar más tiempo contigo pero que ya no es un niño y sin embargo tú le sigues tratando como tal.

—¿Me puto quiere…?

—Sí, te puto quiere.

—Ay, pobre… Y yo que pensaba que deseaba mi muerte. —Se llevó las manos al pecho y me sonrió.

—¡Mujer, cómo va a querer que te mueras, por favor! ¡Por favor! —Pegué otro trago a la cerveza, me ardía la garganta y la conciencia.

Abel apareció en la cocina. No dijo nada. Abrió la nevera y se quedó un rato largo mirándola.

—¿Vas a cenar? ¿Quieres hacerte un sándwich y te lo llevas a la habitación? Esta mañana he comprado jamón, lo tienes en el táper de abajo, el de la tapita azul —dijo su madre.

—No sé, ¿tú vas a cenar? —preguntó cerrando la nevera.

—Sí, más tarde, en una hora, cuando se vaya Elvira. Me haré una ensalada y la carne empanada que ha sobrado este mediodía.

—¿Hay para los dos?

Almudena se quedó un minuto en silencio.

—Claro… —dijo con cierta sorpresa. Se levantó, abrió la nevera, sacó el plato de la carne empanada y se la mostró a su hijo—. Ves, hay de sobra.

—Vale, pues ceno contigo.

—Sí, claro, cenamos juntos… —respondió sujetando el plato con fuerza.

Abel salió de la cocina y a Almudena se le cayeron las lágrimas.

—Me puto quiere…

No pude evitar abrazarla de nuevo aunque, esta vez, nos separara el plato de carne empanada al que se había aferrado como a un salvavidas.

5 oct 2020

Clementina

Mandarinas y limones de Verónica Rodríguez


Apoyada en la barandilla de las escaleras, Elvira vio sacar, del tercero derecha, el cuerpo dentro de una bolsa gruesa de plástico negro. Se sorprendió. En las películas siempre lo hacían en una camilla, pero esta vez estaba amarrado a una silla metálica con dos rueditas atrás.

—¿Ha sido el Covid? —preguntó.

Los dos sanitarios, equipados con EPIS, no la hicieron caso, agarraron la silla uno por delante y otro por detrás y comenzaron a bajar las escaleras. Un policía salió despacio del tercero derecha, que mantenía la puerta abierta, y alzando la vista increpó a Elvira.

—Señora, haga el favor de meterse en casa.

—Es que busco a mi gato, se me ha escapado.

—Su gato está ahí.

Elvira agachó la cabeza y vio a Tomás bajo sus piernas, con la cabecita metida entre los barrotes de la barandilla sin perder detalle.

—Ah, hola, Tomás. —Levantó la cabeza y sonrió al policía.

—¿Sabe si tenía familia? ¿Tenía trato con ella? ¿La conocía?

—¿A quién?

—A María Clementina Viedma Fernández.

—Vivía ahí y era mayor.

—Ya.

Y dando un golpecito en el lomo a su gato, Elvira comenzó a subir las escaleras hasta el quinto. Allí Alejandro, su vecino de enfrente, la esperaba en el descansillo con su chihuahua en brazos. Tomás le bufó.

—Nena, ¿qué ha pasado?

—Ha muerto Clementina.

—¿Y quién es Clementina?

—La vecina del tercero derecha.

—¿Esa señora tan mayor se llamaba Clementina? Uy, no lo hubiera dicho en la vida, fíjate. Me dices Rosario o Asunción o Concepción o Piedad o María del Pilar, o qué sé yo, pero ¿Clementina? ¡Madre mía, Clementina!, tú me dirás a dónde va una mujer de 90 años llamándose Clementina. Mi prima Susana, ya sabes…

—No, no sé —dijo apoyándose en su puerta.

—Sí, mujer, la de Torrejón, que se casó con un militar y que tiene tres hijos, te he hablado de ella mil veces, pero como no me haces ni puñetero caso, pues otras mil que te lo tendré que repetir.

—Ya…

—Bueno, sabes quién te digo, ¿no? Susana.

—Sí, sí. —No, ni idea.

—Bueno, pues se llama Clementina.

—¡¿Pero no se llamaba Susana?!

—Se lo cambió, guapa. Se-lo-cam-bió. Claro, de pequeños, allí en el pueblo todos la llamábamos mandarina. Las mandarinas Clementinas, ¿sabes? ¡Pues mandarina, mandarina, mandarinaaaaaaa!

Elvira se empezó a reír. Siempre pensaba que su vecino se inventaba la mitad de las historias que contaba pero aun así le encantaban.

—Así que un día, ya siendo mayorcita, dijo: “Desde hoy me llamo Susana y quien me vuelva a llamar mandarina le digo a mi novio que lo lleve preso”. Pobre, pudiendo elegir… Susana. ¡Chica, ponte Celeste, Bárbara, Norma, Bibiana, Débora, qué sé yo! Susana, una triste.  

—Pues se llamaba Clementina —dijo Elvira.

—¿Quién?

—¡La vecina, Alejandro, la vecina!, si te lo estoy diciendo, hijo.

—Ah, sí, la vieja. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Le compramos una corona de flores? A ver, espérate un momento que lo busco. —Sacó su móvil del bolsillo de atrás del pantalón y le cedió el perro a Elvira. Tomás le volvió a bufar.

—No te pongas celoso, tonto.

El gato indignado entró en casa. Elvira apretó al chihuahua contra su pecho y le besó la cabecita temblorosa.

—¡Uy, nena, son carísimas! ¿Cómo algo para un muerto puede ser tan caro?, ¡si ni lo va a ver! ¡Nada!, lo siento, guapa, pero no hay coronas de flores, mi economía no está para despilfarrar. Hoy a las ocho de la tarde salimos a la ventana y aplaudimos por ella, seguro que lo agradece desde donde esté, la cosa es tener un detalle, ¿no? Anda, dame a Bamby, que tengo los puerros hirviendo y solo hace falta que se me pasen. Que no se te olvide, nena, ¡a las ocho!

Y Elvira lo vio cerrar la puerta de su casa. Se giró y entró en la suya. Se dejó caer en el sofá y miró a Joan que estaba en su escritorio.

—Se ha muerto Clementina —dijo.

—¿Qué? —preguntó él bajando la música.

—Clementina, que se ha muerto.

—¿Quién es Clementina? —Tomás se frotó contra sus piernas. Joan lo cogió y se lo puso en el regazo. Elvira los observaba desde el sofá pensativa.

—Clementina es la prima de Alejandro, nuestro vecino.

—Vaya, lo siento, ¿era él con el que hablabas en el rellano?

—Sí. Voy a comprarle una corona de flores.

—Pero, cariño, ¿la conocías?

Elvira se miró las manos, se las apretó contra los muslos y contestó:

—No, nadie la conocía.