21 dic 2019

Plan B

Planes alternativos de Javier Avi

Hoy…
—Por tu culpa me he metido en este lío —decía Verónica a su compañera Elvira. Comían en la cantina del edificio 2 de la universidad china donde trabajaban—. ¡Lee! —gritó mostrándole el móvil.
Elvira levantó la cabeza de su bandeja y leyó en inglés:
Lo siento, no puedo.
No-puedo. Por tu culpa.
Elvira sonrió. Sabía que su compañera estaba muy enfadada, pero ella solo podía sonreírla. Adoraba a Verónica, además la tenía de vuelta. Había estado casi 3 semanas en Japón en un curso de formación. La había echado mucho de menos en los Exámenes Oficiales pero ahora, por fin, la tenía  con ella de nuevo, allí, comiendo juntas, era maravilloso, no podía tener más suerte, por eso Elvira no dejaba de sonreírla mientras se acariciaba el jersey.
—¿Me estás escuchando?
—¿Dormías en tatami o cama normal?
—¡Elvira!
—Es que yo creo que el tatami está sobrevalorado. Estéticamente es muy cuqui, pero no hay quien duerma ahí.
—No me lo puedo creer, ¡es que te da igual!
—¡No, no, no!, ¡no me da igual!, te estoy diciendo que prefiero la cama sí o sí.
Verónica volvió a plantarle en la cara el mensaje de Wechat a su compañera. Elvira levantó los hombros y siguió comiendo.
6 días atrás…
Verónica deshacía, sobre la cama, la maleta. Acababa de llegar de Japón. Su vecina y amiga Elvira la ayudaba. Elvira tocaba con veneración toda su ropa, la admiraba tanto, tanto que creía que rozando sus pertenencias conseguiría parecerse en algo a ella, y no había nada que le hiciera más ilusión porque jamás había conocido a una mujer tan inteligente y divertida a partes iguales.
—Oh, Vero, me encanta este jersey —dijo sacándolo de la maleta y doblándolo en la cama.
—¿Te gusta? Te lo dejo cuando quieras.
—¿De verdad? Vale, ¿hoy?
—¡Claro! —contestó riéndose.
Elvira lo desdobló y se lo puso encima de su propio jersey.
—¿Qué tal me queda? —preguntó.
—Hombre…, así pareces una morcilla.
Y Elvira cerró los ojos de la emoción.
Cuando terminaron de organizar sus cosas salieron a cenar y Vero le confesó a su amiga que Antonio (el ex con el que mantenía una relación intermitente a pesar de estar casado, con dos hijas, y de ser inmensamente feliz) la había llamado varias veces estando en Japón.
—Pensaba que no quería volverte a ver, fue claro antes de marcharnos a Macao.
—Pues ha cambiado de parecer. Quiere quedar mañana.
—Te está mareando, Vero. No puede ser. —Y dirigiéndose a la camarera pidió dos cervezas más.
Elvira molesta negaba con la cabeza mientras farfullaba que no podía ser. Llegaron las dos cervezas, la camarera abrió los botellines y los repartió entre las dos amigas. Elvira pegó un trago largo, mientras que Verónica lo miraba dándole vueltas sobre la mesa.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Vero.
—No lo sé, pero no está bien lo que hace. Ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no. Te está volviendo loca. Creo que debes ser tú quien tome la decisión definitiva porque está claro que él no tiene  las cosas claras, y va a intentar estirar la cuerda hasta donde sea posible. Y al final, si la cuerda se rompe la única que se va a llevar el golpe vas a ser tú, porque él caerá sobre el colchón de su familia que siempre va a estar ahí, y si te he visto no me acuerdo, pero tú te quedas sola y además magullada de pies a cabeza.
—Joder, Elvi… como se nota que eres especialista en textos dramáticos…
Elvira se rio y luego dijo con un tono mucho más animado:
—Necesitamos un plan B.
—¿Un plan B? ¿A qué te refieres?
—Me refiero a Ranjit Hashmi.
4 días atrás…
Las dos profesoras estaban en su despacho de la séptima planta. Tenían sus móviles en la mano y discutían sin reparo. Llevaban 40 minutos intentado redactar un mensaje de Wechat para el nuevo profesor del departamento de inglés: Ranjit Hashmi, un atractivo indio de treinta y muchos.
—¡Elvi, por favor!, ¡estás más loca que una cabra en bragas! ¿Cómo le voy a mandar ese mensaje?
—Vero, hay que ser clara, porque luego ponen la excusa de que si yo pensaba que si tú habías dicho que si no me refería a… ¡Clara!: Ranjit, a las 20:30 en mi apartamento, yo pongo las pizzas y las cervezas, tú los condones.
Verónica se llevó las manos a la boca muerta de la risa, lo había oído ya como unas 10 veces pero le seguía pareciendo una auténtica barbaridad. La discusión duró 40 minutos más pero, finalmente, Verónica optó por algo más ambiguo:
Ranjit, en febrero viajo a Maharashtra y tengo algunas dudas con el transporte, ¿podríamos vernos en la cafetería de la biblioteca hoy a las 17:30? ¿Qué te parece, Elvi?
—Ajá, pues… Muy, muy, muy claro, sí, señor.
2 días atrás…
Por la noche, en la cocina de la casa de Elvira, las dos amigas en pijama preparando café.
—A ver, no quiere nada conmigo, ha sido muy sincero —explicaba Verónica.
—Lo que no quiere es organizarte el viaje, ¡Vero, coño!, que en menudo embolado le has metido al pobre.
—Pero si yo le gustara lo haría.
—¡Por favor! ¿Qué tiene que ver querer echar un polvo con estar obligado a planificar una ruta por la India a una compañera que ni siquiera es de tu Departamento?
—¡Es que yo no quiero echar un polvo!
—Ah, ¿no? ¿Y para qué lo quieres?
—Joder, Elvi, pues no sé, para hablar, supongo.
—¿Hablar? —Elvira atónita comenzó a servir el café en dos vasitos—. ¿Con un hombre? ¿Hablar de qué?
—¡Elvi, eres un animal!
Y Elvira hizo el gesto de victoria con ambas manos.
—Vero, en serio, el pobre no entiende lo que quieres. Déjaselo claro. Escríbele un nuevo mensaje. Ranjit-mañana-noche-cervezas. Este lenguaje es internacional.
Verónica se rio. Mensaje enviado.
Hoy…
—Qué vergüenza, Elvira, qué vergüenza. Me ha rechazado. Me voy a tener que pasear por el campus con una bolsa en la cabeza. Todo por tu culpa.
—No te ha rechazado, solamente te ha dicho que no puede. Estará ocupado.
Lo siento, no puedo, en lenguaje internacional, señorita experta, significa: paso de tu culo pomposo.
Elvira se alisó el pelo mientras, no sin dificultad, intentaba coger de su plato una bola de carne con los palillos, terminó pinchándola.
—Perdona, ¿te vas a comer las setas? —dijo con la boca llena.
—Elvi…
—Si quieres te las cambio por las patatas.
—¡Hola, chicas! —dijo en inglés Ranjit que, por sorpresa, estaba frente a la mesa interrumpiendo el trueque.
Las profesoras bloqueadas lo saludaron. Vero, nerviosa, se atusó el pelo y se irguió en su silla, sonreía como una boba; Elvira dejó los palillos en su bandeja y miró con ilusión a su compañera.
—Bonito jersey, Elvira.
—Oh, gracias, Ranjit. —Y se lo acarició con orgullo echando una mirada cómplice a su amiga.
—Perdona, Verónica, como ayer no pudimos quedar porque tenía trabajo, te iba a mandar un mensaje para tomar ahora un café, pero casualidad os he visto y qué suerte, ¿verdad?
—¡Uy, qué suerte, qué suerte! —A Elvira solo le faltaba aplaudir.
—Oh, ¿ahora?, ¿es jueves? No sé si tengo clase… —dudó Vero.
—No, no tienes, no tienes, no, no tienes, ¡uy, qué suerte! —Elvira en estado puro.
—Vale…, claro, vamos —dijo Verónica.
—Claro, bien, vamos —dijo Ranjit.
—Claro, claro, súper claro  —dijo Elvira.
Ranjit y Verónica se marcharon. Se ayudaron a ponerse los abrigos y las bufandas en la puerta de la cantina. Elvira sonreía al verlos desde la mesa, después cogió de nuevo los palillos de su bandeja y acercándose el plato de setas de Vero se las fue comiendo una a una, allí sola, con su bonito jersey.

15 dic 2019

Tom


El dragón caído de Sofía Serra

Dejé el vaso de café sobre la mesita del salón y me senté en el sofá, justo en el borde. Escuchaba a Tom por teléfono. Tranquilo, pausado, como él era. Intentábamos hablar cada 5 o 6 semanas, a veces no era posible pero nunca dejábamos que pasaran más de dos meses. Las conversaciones siempre empezaban igual, me resumía la crónica de la situación en la que estaba con detalle y sin sentimentalismo. Llevaba 4 años viviendo en un país en conflicto, y casi 2 de ellos sin salir de allí. Primeramente fue como ayuda humanitaria, gestionaba los recursos que llegaban de Alemania en un campamento de desplazados, pero la cosa se fue complicando y ahora sinceramente no sé cuál era su labor exactamente. Cambiaba con frecuencia de zona, por seguridad, me decía.
Lo escuchaba con los ojos cerrados mientras me rascaba la frente. Intentaba concentrarme en sus palabras pero algo no iba bien, su discurso no estaba siendo demasiado coherente y me estaba costando mucho entenderlo.
—Tom —dije—, ¿qué pasa?
—Nada.
—¿Qué te pasa, Tom?
Se hizo un silencio largo y denso.
—Estoy muy cansado, Elvira…
Me llevé la mano al pecho y después a la boca para que no me oyera llorar. Me la tapé con fuerza y apreté los ojos, el gigante se acababa de desplomar.
Conocí a Tom en Singapur, hace 11 años. En un bar de Arab Street, alguien me lo presentó.
—De Dresde —me dijo.
—¿Qué? —dije yo, la música estaba muy alta y además tampoco me interesaba mucho. Rubio, ojos azules y medía casi 1’90, decididamente no era mi tipo para nada, en cambio había fichado a un indio monísimo al otro lado de la barra que, en cuanto el blancurrio me dejara de  hablar, le diría algo.
—Soy de Dresde —repitió en inglés.
—¡Coño!, ¿de Dresde? —grité en español—. Es la ciudad favorita de mi madre, se conoce todos sus museos, es muy pesada, ¿por qué no te la llevas y la dejas allí?
Él sonrió. Pronto aprendí que Tom no se reía nunca. Empezó a hablarme en español, un español casi perfecto. Me contó que había vivido 2 años en Paraguay y 3 en Bolivia. Era ingeniero y trabajaba para dos ONG. Estaba en Singapur en un curso de formación de 6 meses. Lo cierto es que me olvidé del indio y aquella misma noche terminé compartiendo cama con el gigante blancurrio. Lo nuestro duró muy poco, 3 o 4 semanas, no lo sé. La falta absoluta de pasión me aburría y fascinaba a partes iguales. Tom expresaba verbalmente lo que sentía, pero de una manera completamente aséptica. A veces me decía que estaba molesto conmigo y me explicaba con tranquilidad por qué, cuáles habían sido las situaciones en las que le había hecho enfadar. Yo lo escuchaba embobada, me parecía fascinante que alguien dijera estar enfadado contigo sin gritarte ni poner malas caras. Otras veces, después de escucharme contar mil anécdotas de mis alumnos, me miraba serio y me decía que nunca había conocido a una chica tan divertida, yo parpadeaba muy rápido porque pensaba que me estaba tomando el pelo. Al igual que después de hacer el amor; él lo hacía en silencio, casi ni se le oía gemir, sin embargo al terminar me acariciaba el pelo y me decía: “Contigo es increíble”, ¿¿¿en serio???
Pero el momento en que supe que Tom no era como ningún otro fue cuando le conté que había conocido al pakistaní, el hombre que puso del revés mi vida.
Cenábamos en su casa. Yo estaba tensa, miraba mi plato, luego miraba a Tom que comía sin decir nada, y luego volvía a mirar mi plato. Estaba tan nerviosa que se me oía tragar la saliva.
—Se llama Abid —dije por fin.
Levantó la cabeza de sus espaguetis y no me preguntó: ¿quién coño es Abid?, ¿te estás follando a un Abid?, ¿qué mierda dices? No, Tom me preguntó:
—¿Hace tiempo que te gusta?
—No, lo conocí la semana pasada pero sé que me gusta demasiado para no continuar viéndonos nosotros.
—¿No podemos volver a quedar? ¿Eso quieres decir?
—Sí, no es posible. —Tenía las manos sobre los muslos y empecé a pellizcármelos, lo solía hacer cuando me sentía culpable.
Tom dejó los cubiertos en el plato y extendió las manos sobre la mesa. Me miró serio y dijo:
—He empezado a conocerte y he empezado a quererte y me gustaría seguir haciéndolo. —Al oírlo dejé de pellizcarme los muslos para agarrarme las manos con fuerza—. Quiero seguir viéndote, quedar para cenar y hablar, pasar tiempo juntos. No hablo de sexo, hablo de ser amigos, hablo de no perderte.
Se me saltaron las lágrimas al escucharlo, no sé muy bien por qué. Tom me dio una servilleta de papel.
—Gracias. De acuerdo.
—¿De acuerdo? Bien, alles klar!
Alles klar! —repetí sin saber qué significaba. Tom sonrió.
Y fiel a sus palabras hemos mantenido desde entonces una excelente amistad basada en el sentimiento verbal. El contacto siempre ha sido por email y luego WhatsApp y, dependiendo de la época, ha sido muy fluido o tan solo un par de mensajes al año. Cuando regresé a Madrid para vivir, hacíamos por vernos una vez al año por lo menos. Y cuando nos reencontrábamos, él me expresaba con esa seriedad y aparente frialdad cuánto me echaba de menos y lo mucho que me quería, pero a mí siempre me costaba devolverle las palabras, no era capaz, nunca lo había sido.
—Tom —dije ajustándome el móvil a la oreja después de secarme las lágrimas—, escúchame, no es tu batalla, ya has hecho demasiado, sal de allí, regresa a Alemania.
—No puedo, tomé una decisión.
—Tom, no importa, no te culpes, no importa. Ya has hecho demasiado. No te sientas atrapado, puedes cambiar tu decisión, es posible y no va a pasar nada. Sal de allí.
—No, tomé una decisión.
Suspiré.
—No puedes salvar el mundo. No puedes responsabilizarte de lo que está ocurriendo. Piensa que es una guerra infinita, no va a terminar nunca, Tom, por favor…
—Terminará. Un día terminará.
—¿Y después qué? ¿Qué queda después de la guerra?
—La reconstrucción.
—Oh, señor… —Cerré los ojos un instante y me retiré el pelo hacia atrás con lentitud—. Todo esto te está matando, Tom, ¿es que no lo ves? Y es tu vida, tu única vida. Piensa en ti, Tom, por favor, sé egoísta, sal de allí, por favor, por favor…
—Tomé la decisión menos mala, y es la de quedarme y seguir ayudando. No podría regresar sabiendo lo que está ocurriendo aquí, no podría vivir así, moriría igualmente.
Me hizo llorar de nuevo.
—Tom —dije con media voz—, pienso en ti cada día, cada día… Te pienso, te imagino…
—Yo también, ayer soñé contigo, fue bonito. Me gusta soñar contigo.
Nos quedamos en silencio, nos gustaba, lo disfrutábamos.
—Tom, te quiero mucho.
Lo oí llorar.
—Te quiero mucho, Elvira —dijo bastante después.
Me apreté el estómago.
Alles klar
Ja, alles klar


A J.    
    
   

11 dic 2019

Tokomoko

Kioto. Foto: Elvira Rebollo

La universidad ya me había comprado los billetes de regreso a España para el año nuevo chino, así que ya solo quedaba organizar las vacaciones de invierno. Llamé a Joan. No sería difícil. Últimamente estábamos mucho mejor. Qué digo mejor, estábamos realmente bien, como antes, casi. Es cierto que habíamos pasado un comienzo de semestre muy distanciados, no había sido fácil mi marcha, pero ahora ya no había ningún problema entre nosotros, ninguno.
—¡Es que no te soporto, Elvira! —dijo Joan después de 40 minutos discutiendo sobre a dónde irnos de vacaciones.
—Pues no sé qué tiene de malo Svalbard —dije convencida.
—¿Los osos polares? ¿Los aludes? ¿Los -25º?
—¡Pues me voy sola!
Oí suspirar a Joan. No dijo nada. Tomó aire, lo hizo con fuerza por la nariz. Siguió sin decir nada. Después, bastante después, empezó a hablar muy lentamente.
—Bien, vete a Svalbard tú sola, luego vete a China, también, tú sola, y luego regresa a Madrid, pero regresa tú sola.
Ups. Sí, quizá lo de irme sola de vacaciones no era tan buena idea. Tenía el don de estropearlo siempre con Joan, me superaba día a día. Necesitaba un rescate y rápido, así que dije aquella palabra convencida de que surtiría efecto:
—Tokomoko.
No me equivoqué. Fue inmediato. Tokomoko, y Joan me reventó el tímpano con su carcajada.

Hacía 3 años habíamos decidido viajar a Japón. Recorrerlo de norte a sur. La única manera de que nos saliera económico fue hacerlo de albergue en albergue y de hotel-cápsula en hotel-cápsula. Divertido, sí, pero para una pareja, la falta de intimidad se hacía difícil. Así que para los últimos 4 días en Kanazawa, alquilamos una habitación en una casa convencional. Era una casa realmente grande en una zona rural, con jardín interior y estanque japonés. Tenía dos plantas, y habría aproximadamente unas 10 ó 12 habitaciones en total. La nuestra era muy amplia. Con dos camas tatamis, dos mesitas bajas de té y una pared de cristal que daba al estanque interior. Yo estaba emocionada, todo era tan bonito... Me abalancé sobre Joan y empecé a comérmelo a besos. Llevaba todo el viaje muerta de la risa, y no hay nada que me excite más que un hombre que me haga reír, y Joan durante aquel viaje estuvo sembrado. Qué manera de hacerme reír, qué manera de volver a ser como dos niños desatados en un parque de atracciones, qué manera de disfrutar con todo y a cada rato.
Cuando ya había conseguido desnudarle de cintura para arriba, tocaron a la puerta. Joan se colocó de nuevo el jersey y esperamos a que entrara. Era el gerente de la casa. Nos traía agua caliente para el té y nos explicó cómo funcionaba el baño tradicional termal de aquella zona montañosa. Así que cuando se marchó, determinamos ir a probarlo primero y después continuar con lo nuestro. Al entrar en el baño de mujeres, lo encontré vacío. Era una sala bastante espaciosa de azulejos azules en el suelo y pared. Junto a la puerta, tres taburetes de madera donde dejar las toallas. Frente a los taburetes, dos hileras de duchas, cuatro a cada lado, y debajo de cada una de ellas otro taburete pero de plástico. Al fondo una gran bañera, de poca profundidad, también de azulejos y con capacidad para 5 ó 6 adultos. Después de inspeccionarlo todo, dejé mi toalla en uno de los primeros taburetes y elegí una de las duchas del medio. Al terminar, me metí en la bañera, el agua estaba caliente, en un primer momento la sentía ardiendo, pero poco a poco me fui acostumbrando. A un lado había toallas apiladas, así que cogí una, la doble y formé una especie de almohada, la dejé sobre el bordillo y apoyé la cabeza, estaba en la gloria. Cerré los ojos y me arrastré por los recientes recuerdos de aquel viaje: el silencioso bullicio de Tokio, la marea de jóvenes otakus de Osaka, los kimonos andantes de Kioto, los dos segundos que tardó en cruzar un tren Shinkansen la estación de Hiroshima y reírnos con ganas cuando Joan dijo alucinado: “¿Eso ha sido un tren?”. Recordé los restaurantes pequeños en los que compartíamos la única mesa que disponía con desconocidos, y las librerías y papelerías gigantescas por las que nos perdíamos. Recordé subiéndome a su cama-cápsula, y a él echándome a patadas, recordé quedarme colgada muriéndome de la risa. Recordé cómo fingíamos que no eran nuestras las bambas que destrozaron la secadora del albergue de Nagoya. “Creo que son de unos italianos”, decía yo sin atisbo de vergüenza alguna. Recordé cómo Joan a las 3 de la mañana tuvo que bajar a la cocina a rescatarlas del cubo de la basura porque no teníamos otras.
La puerta del baño se abrió y regresé a Kanazawa. Una mujer muy mayor acababa de entrar. Se duchó y después se metió en la bañera. Comenzó a hablarme. Sí, en japonés. Enseguida le hice un gesto de no entenderla pero no pareció importarle. Ella hablaba y hablaba. Movía las manos con delicadeza sobre el agua. Yo ladeaba la cabeza, fingiendo captar algo de lo que decía, pensé que quizá era demasiado mayor para comprender con claridad la realidad que la rodeaba, siempre solía pensar eso, nunca que estaban locas. Así que yo giraba de un lado a otro la cabeza y la sonreía. Pero ella, en un momento dado, cesó su discurso y extendió su mano hacia mí, me señalaba. No dije nada. Repitió lo mismo tres veces. La miré fijamente y supuse que me habría preguntado algo y que esperaba respuesta. Conque la sonreí con sinceridad y le dije:
—Tokomoko.
—¿Tokomoko? ¿Le has dicho tokomoko? —me preguntó Joan muerto de la risa ya en la habitación cuando se lo contaba.
—¿Qué querías que hiciera?, la pobre mujer esperaba una respuesta, y tokomoko fue lo primero que se me vino a la cabeza y sonaba bastante a japonés, ¿no?
—¡Estás fatal, amor!
Me abrazó con fuerza y empezó a comerme el cuello. Oh, sí, ya por fin, después de 20 días, podíamos continuar con lo nuestro. Pero me equivoqué, el cinturón de su kimono se enganchó con el mío, espera, déjame a mí, ya lo suelto yo, no, quita, ¡ya está! Oh, sí, ya por fin, nos dejamos caer en el tatami, espera, espera, que me clavo el coxis en el suelo, ponte la manta debajo, sí, la manta, trae la manta, ¡ay, mierda de tatami! Oh, sí, ya por fin estábamos cómodos, oh, Joan, oh, Joaaaan, no grites, amor, no grites, ¡Joaaaan! Nos van a echar. Bruto, pero no me tapes la boca que me ahogo. A Joan le entró la risa. ¡No, la risa ahora no!, estaba enfadada. Pues no me mires, amor. ¿¿¿Cómo no te voy a mirar??? ¡Pero no te pongas a discutir ahora, tía! Ja, ja, ja, ja, ja y ja, ja, ja, ja, ja. ¡Elvi, para! ¡Mírame, Joan! Ja, ja, ja, ja. Y Joan me miró y: ¡tokomoko! Y ja, ja, ja, ja, ¡que te den, amor!, ¡que te den a ti! Y ja, ja, ja, ja, ja…
No logramos hacer el amor, fue imposible pero las risas de aquella noche las recuerdo como épicas.

—Tokomoko… —dijo de nuevo Joan al otro lado del teléfono.
—Tokomoko —dije yo.
—¿Y si repetimos Japón?
—Me encantaría.
—Bien, vale, pues Japón, decidido.
—De acuerdo.
—Y, Elvi…, si quieres, el próximo año podemos mirar lo de Svalbard.
No dije nada, solo sonreí apretándome el móvil contra la oreja como una adolescente enamorada.


7 dic 2019

Juegos ciegos


Stop Glaucoma de Javier Avi

No sé cómo ocurrió, la verdad. Pasó todo muy rápido. Me vi en el suelo de la cocina de mi apartamento de China, como si algo hubiera reventado mi cabeza. Me llevé las manos a la nariz, sangraba a borbotones. Me asusté, intenté ponerme de rodillas pero estaba algo mareada, así que seguí tumbada, ladeé la cabeza y vi el pequeño escaloncito que separaba la cocina del salón, aquello debía de haber sido. Me había tropezado con el escalón y me había comido la encimera. Cómo había podido olvidar el escalón. Ser ciega de un ojo y mantener poco más del 70% del otro, te hacía memorizar todos los espacios. Contaba las escaleras y señalizaba mentalmente todas las puertas de los edificios, aulas y despachos con puntos referenciales. Hacía meses que no me caía, ni siquiera me tropezaba, pero cómo se me podía haber olvidado el escalón de mi propia cocina. Estaba cansada, muy cansada, debía de ser eso, cuando estoy agotada me cuesta pensar, memorizar, incluso recordar.
—¡Verooooooooo…! —grité a media asta—. Vero, estoy aquíííííí…
Pedir auxilio a tu vecina era absurdo sobre todo cuando ella te había dicho que el fin de semana lo pasaría en la ciudad. Así que me puse de rodillas y levantando el brazo tanteé la encimera buscando un trapo, me lo puse en la nariz y grité de dolor.
—Me la he roto… me la he roto…
Vi el suelo lleno de sangre y mi pijama también, y empecé a llorar como una niña porque realmente no sabía qué hacer. Iba a morir.
Tanteé nuevamente la encimera y alcancé mi móvil. Con tan solo cogerlo lo llené de sangre. Busqué rápidamente su contacto y marqué llamada. Contestó dormido.
—Joan, voy a morir…
—¿Elvi? —se asustó. Pude sentir que se incorporaba. Carraspeó—. Elvira, ¿dónde estás?, ¿qué pasa?
—Me estoy muriendo, Joan…
Silencio.
—Elvira, ¿te estas muriendo de muriendo o muriendo de no-puedo-con-la-absurda-existencia-de-mis-días-viva-Schopenhauer?
—Lo primero, muriendo de muriendo, de que me quedan segundos de vida…
Joan se rio. Lo oí que caminaba, supongo que hacia la cocina, iría a encenderse un cigarro.
—¿Vas a fumar en un momento así? —pregunté colocándome el trapo nuevamente en la nariz.
—Sí, voy a fumar y me voy a tomar un café para pasar tranquilamente los últimos segundos contigo. ¿Qué te ha pasado?
—Que no he recordado el escalón de la cocina. —Y me puse a llorar de nuevo.
—¿Y te has tropezado?, ¿te has caído al suelo?
—Me he reventado la nariz contra la encimera.
—¡Diosssss! ¡Joder! ¡Hostiassss! ¡Buaaah, Elvira!, ¡pero, joder, joder, joder!
—Ya te he dicho que me quedaban segundos de vida…
—Cariño… Mi amor… —Y por fin empezó a ser cariñoso—. Mi amor… a ver… si sangras no eches la cabeza hacia atrás, ¿vale? —Yo asentía como si él pudiera verme—. Ahora intenta tocarte la nariz, si con solo rozarla te duele, vete corriendo al hospital, si la puedes tocar es que no es tan grave, ¿vale?
Lo cierto es que tenía el trapo presionando la nariz con fuerza desde hacía rato y el dolor era soportable, así que rota, lo que se dice rota, no parecía estar, pero no se lo iba a decir a Joan, me gustaba que fuera cariñoso y últimamente no lo estaba siendo, fingir un poquito no iba a hacer mal a nadie.
—Me duele…
—Ya, cariño, te tiene que doler, pero la cosa está en saber la intensidad.
Puse los ojos en blanco, qué más daría la intensidad, ¡me dolía y punto!, debía decirme cosas bonitas a tropel y ya.
—Mucho… —dije con voz melosa—, además imagina cómo siento, me he tropezado por ser ciega de un ojo, si es que no veo, no veo, Joan...
Oí a Joan aspirar con fuerza esa calada pero no dijo nada.
Estábamos hechos un nudo en el sofá de nuestra casa de Madrid. Sábado noche, maratón de Netflix. De repente, Joan paraba la película y proponía hacer un descanso, picar algo en la cocina. Vale. Todo siempre parecía tranquilo hasta que él lo recordaba:
—¡Queda un Calippo!
Los dos nos levantábamos cómo animales del sofá y salíamos disparados. Y como veía que yo iba a perder sí o sí, metía un grito a mitad de camino y empezaba a imponer reglas.
—¡No, no, no! ¡No vale! —decía yo—. Repetimos. A ver, salimos desde aquí —y marcaba una línea invisible con mi pie en el suelo—. Tú ponte detrás de la línea y yo delante.
—¿Por qué tú delante?
—Porque mis piernas son más cortas, necesito algo de ventaja. Es así, en atletismo también se hace con lo de la curva.
—¿Qué curva?
—La curva, que no me lo invento  yo, ¿eh?, es así, pregúntaselo a cualquiera.
Joan se llevaba las manos a la cara y se reía completamente alucinado. Después daba el pistoletazo de salida y corríamos lo poco que se puede correr en una casa de 50 m2, pero poníamos todo nuestro empeño, hasta llegar a la puerta de la cocina que nos atrancábamos los dos en ella intentando entrar a la vez. Entonces yo le bajaba los pantalones del pijama, él se reía, yo me reía más, él caía al suelo, yo aprovechaba y entraba en la cocina. Él semidesnudo se arrastraba por el suelo hasta llegar al frigo, yo gritaba nerviosa, me levantaba la camiseta y le enseñaba las tetas, había que distraerlo, él se volvía a reír como un loco y yo aprovechaba para abrir la puerta del frigo, pensaba que sería mío el helado pero Joan, cogiéndome de la pierna, me empujaba y finalmente él siempre se hacía con el trofeo: el último Calippo de lima-limón.
Pero como yo tengo mal perder, empezaba mi plan B. Dejaba que él cogiera el helado y me lo restregara por la cara, luego yo me acariciaba el pie y cojeaba hasta el salón.
—¿Te duele? —me decía.
—¿Eh?, ah, un poco, es que cuando me has agarrado de la pierna luego no he visto el rodapié, porque como no veo bien… ya sabes…
—Ay, mi niña, pobre, déjame ver…
Y en ese momento, ¡zas!, le robaba el Calippo y me alzaba con él sobre el sofá preguntando a gritos quién era la más mejor del mundo mundial.
—¡Tonto, te gané! —le decía.
De nuevo en la cocina de China esperaba su respuesta al otro lado del móvil.
—Ya —dijo por fin—, es que, mi niña, tienes que andar con cuidado. —Sonreí—. Y ya puedes ponerte mucho hielo, espero que no te quede marca porque menudo fastidio para el 8 de febrero. Para las fotos, ya sabes, y eso que no somos de fotos pero alguna nos sacaremos.
—¿Qué fotos? —pregunté quitándome el trapo de la nariz.
—Las de la boda. Ya te dije, ¿no?, que como parecías convencida, había reservado día en el ayuntamiento de Madrid para casarnos. ¿No te acuerdas, amor?, te lo dije la última vez que hablamos.
—¿Qué…? ¿Eh? Yo…, ¿eh?
Nerviosa, muy nerviosa, nerviosísima me puse de pie. Dejé el trapo sobre la encimera y abrí el grifo, me limpié la cara. El agua estaba helada pero no me importaba, necesitaba eso en ese momento. Necesitaba algo en ese momento.
—A ver, Elvi, cariño, no te pongas nerviosa que te conozco. Ya lo hemos hablado.
—¿Cuándo…?
—Mi amor, ya está hablado. Tranquila, ¿vale? Vamos, firmamos, nos sacamos una foto y nos volvemos a casa como marido y mujer. Fácil. Sin historias.
—¿Eh? —Me estaba volviendo a marear.
—Mi vida, lo único que necesito es tu partida de nacimiento, si no quieres hablar con tu padre, pídesela a tu hermano, que me la mande escaneada, es suficiente.
—¿Eh? —Me dejé caer de nuevo al suelo. Allí sentada parecía una muñeca rota.
—La verdad es que tengo ganas, ¿tú no?
—¿Eh?
—Sí, cariño, además por tu ceguera es mejor estar casados, hay que casarse, nena, por lo que pueda pasar.
—¿Eh?
—Sufro por tus ojos, es mejor, mi amor, de verdad.
—Pero… pero si yo veo muy, muy, muy bien.
—¡Zas! ¡Te gané, cieguita de mis amores! —Se reía como un loco. 
Me llevé las manos a la cara en un gesto de vencida, mi nariz crujió, yo gemí y asumí todo ese dolor como parte de un merecido castigo.

24 nov 2019

Chinos vs españoles


Ilustración: Song Chen

La primera vez que Elvira trabajó en China fue hace 16 años. Desde entonces lo había hecho de forma intermitente, manteniendo siempre un fuerte vínculo con el país. Y es que no había encontrado hasta el momento un lugar donde se hicieran mejor las cosas aunque pocos la entendieran.

Dirección
La Decana Wang había asignado a Elvira coordinar, por segunda vez, los exámenes oficiales que se repartían entre el Ministerio de Educación China y Asuntos Exteriores de España.
En el despacho de la Decana Wang, Elvira y la profesora Shao, del Ministerio de Educación China, atendían sus instrucciones. Primero en chino y luego, con rapidez, lo traducía al español. Las tres mujeres agitaban la cabeza en signo de conformidad constantemente, el ritmo de la reunión era prodigioso, las preguntas se cruzaban al principio con cierta torpeza por el idioma, pero, luego, las respuestas encontraban al destinatario sin desacierto, y las fotocopias se repartían con metódico orden pero sin pausa. Después de 25 minutos reunidas, la Decana Wang las despidió no sin antes recordar a Elvira que hablara con la sede de Pekín para organizar de nuevo los códigos de los candidatos.
Ya en su despacho, Elvira llamó a Pekín.
—José Ángel, soy Elvira de la Universidad de…
—Coño, Elvirilla, guapa, ¿qué pasa?
—Sí, verás, te llamo porque ya estamos organizando los exámenes oficiales.
—¡No me jodas, pero si faltan casi dos meses!
—Sí, bueno, 7 semanas, verás…
—¡Joder, Elvira, guapísima, relájate!
—Ya, bueno, verás, es que volvemos a tener problemas con los códigos de los candidatos, no concuerdan los de Madrid con los de China y hay que establecer…
—¿Otra vez con el puto código de mis cojones?
—Sí, bueno, verás, debemos asignar uno nuevo…
—Oye, oye, mira, me pillas hasta arriba de trabajo, ya sabes cómo estamos aquí, ¿no? Llámame la próxima semana y te lo miro.
—Pero José Ángel, nos corre un poquito de prisa, son muchos los candidatos este año, solamente es asignar el cód…
—¡Cagüen la leche, Elvira, preciosa! No me seas china, ¡coño! Todo el puto día metiendo prisa.
—No, no es prisa, es que, verás, sin los códigos no podemos… ¿José Ángel? ¿Hola? ¿José Ángel?
Dirección:
Chinos: 1 – Españoles: 0

Reunión
Elvira daba la bienvenida, en el aula 504, a las 23 personas que formaban el equipo de personal de apoyo para los exámenes oficiales. Todos eran chinos. Tres semanas antes, los había seleccionado entre los profesores y algunos estudiantes de postgrado. Tras el visto bueno de la decana, Elvira los contactó, formó grupo de Wechat y, después de tantear su disponibilidad, enseguida se fijó una fecha y una hora para una reunión en la que todos estuvieran presentes, era importante. En la reunión, Elvira explicó la gestión de estos exámenes y su labor específica en ellos. Hubo bastantes dudas y le pidieron repetir, hasta en 3 ocasiones, el funcionamiento de una de las pruebas del examen nº2. Expresaban con naturalidad lo inseguros que se sentían al no tener ninguna experiencia anterior con dicho examen. Elvira agradeció la sinceridad ya que le proporcionaba información sobre lo que debía subrayar a la hora de prepararlos. Casi dos horas después, la reunión terminó con la certeza de que todo había quedado claro.
Un día más tarde, Elvira decidió contactar a los examinadores, un grupo de 5 profesores españoles. Al ser tan pocos estaba convencida de que no les costaría ponerse de acuerdo para reunirse. Habría más comunicación.
—Hola a todos, reunión esta semana para hablar de los exámenes oficiales, necesito saber vuestra disponibilidad, por favor —dijo Elvira por el grupo de Wechat que agrupaba a los 6.
—Uy, yo esta semana chungo —dijo uno.
—Ya, si hay reunión voy, pero prefiero que no porque ando súper liadillo —dijo otro.
—A mí me da igual, lo que decida la mayoría pero por las tardes imposible y por las mañanas tengo clase —dijo otro.
—Yo sí puedo, pero el martes, miércoles, jueves y viernes no —dijo otra.
—Entonces, ¿el lunes sí puedes? —preguntó Elvira.
—A ver, poder sí puedo, pero si los demás no, pues como que tú y yo no hacemos nada, ¿no? —contestó la otra.
—Ya, claro. Es importante una reunión antes de los exámenes —dijo Elvira sin mencionar que sabía que dos de ellos no tenían ninguna experiencia con el examen n°3 y n°4, estaba realmente preocupada con el papel que pudieran desempeñar.
—Oye, Elvira, tengo ojos, puedo leer, pasa las informaciones por el chat —dijo el primero.
—¡Hombre, leer sabemos todos! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! —dijo el tercero.
—Además será todo como la última vez, ¿no? Más o menos, ¿no? —dijo la otra.
—Sí, más o menos… —contestó Elvira pensando que menos que más.
Reunión:
Chinos: 1 – Españoles: 0

Empatía
Era sábado, casi las diez de la noche, y Elvira y la Decana Wang estaban en el despacho de la profesora Shao. Elvira revisaba los exámenes escritos nº1, nº2 y nº3. Se habían hecho ese mismo día y el día anterior. Había que mandarlos a Pekín pero antes de hacerlo la coordinadora y solamente ella (por normas de Pekín) debía cerciorarse de que, además de que estuvieran todos, el código nuevo correspondiera  con el nombre del candidato. Sí, un trabajo de chinos (nunca mejor dicho) sobre todo ante aquel volumen de papeles. Elvira ya casi no veía.
—Te ayudo —le dijo la decana.
—No, puedo yo, no te preocupes —contestó sin dejar de verificar: número de hojas, número de códigos y nombres chinos, que le parecían todos iguales.
Así que ante la negativa de Elvira, la profesora Wang y Shao se sentaron frente al ordenador y empezaron a redactar el listado de incidencias de aquellos tres últimos días, hasta que Elvira levantando el brazo dijo:
—Aquí ocurre algo.
Las dos profesoras se acercaron. Elvira les mostró un examen. Su disertación estaba escrita a bolígrafo en 4 hojas, pero a mitad de la última el estudiante cambió a lápiz.
—Repite los 6 primeros párrafos, así que es una parte a sucio que ha olvidado borrarla —explicó Elvira.
—Bueno, Elvira, no es nuestro problema, continúa revisando los códigos.
—No va a pasar el escáner. Le anularán el examen.
—No es nuestro problema, Elvira.
—He leído un poco por encima y es una buena disertación, es un buen examen, y se lo van a anular por esta tontería.
La profesora Wang chasqueó la lengua molesta y le tradujo a Shao la situación, ella le respondió algo que pareció molestarle todavía más a la decana. Discutieron durante un momento y finalmente dijo:
—Bien, déjanos el examen, ella lo borrará.
—¡Gracias! Igual hay más...
—¡No, Elvira! No se pueden manipular los exámenes, déjalos, con uno más que suficiente. ¡Me das muchos problemas!
Pero Elvira buscó y encontró 34 en total, así que entre las tres profesoras se los repartieron, cogieron gomas, se acomodaron: una en la mesa, otra en el sofá y la otra en el suelo, y empezaron a borrar como si no hubiera un mañana. Al terminar, Elvira continuó con sus códigos y las otras dos con las incidencias frente al ordenador, fingiendo que allí no había pasado nada.
Al día siguiente, aunque Elvira solamente había dormido tres horas, estaba animada porque únicamente quedaba por terminar el examen nº4, y por fin podría descansar. Entró en la sala de profesores y preguntó a sus compañeros qué tal los exámenes orales.
—Pues mal —dijo uno.
—Es que no tienen nivel —dijo otro.
—Y los que tienen se ponen tan nerviosos que no se les entiende nada y suspenden igual. Min Xu, por ejemplo, suspendida —dijo otra.
—¿Min Xu? ¿Del grupo 403? —preguntó Elvira.
—Sí, verla fue para echar a correr y no parar —la otra, de nuevo.
—Sí, sí, no dio ni una, no entendió la prueba 3, bueno, casi ninguno la entendió —dijo el primero. A ver si es que tú no la has sabido explicar, pensó Elvira y luego dijo:
—Pero, no lo entiendo, Min Xu es una estudiante brillante, prepara su postgrado en Alcalá de Henares. Va a marcharse en junio.
—Bueno, se marchará si aprueba los exámenes y si el escrito lo ha hecho mal no le da la media —dijo el segundo.
—Si es que no hay nivel, no salen del “en mi familia somos tres: mi padre, mi madre y yo” —dijo el primero.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ya te digo! —dijo la otra.
—Son unos mata’os —dijo uno nuevo.
—Si es que es la historia de siempre. Mira, examiné en Pekín y allí los candidatos te llevaban la entrevista, macho, ¡qué gustazo! ¡Así, sí, joder!, había nivel, pero es que aquí son como putos niños —dijo el primero.
—¡Completamente!, así que la chavala ya puede ir pensando en otra universidad —dijo el segundo.
Empatía:
Chinos: 1 – Españoles: Hijos de puta.