Son las 23.10 de la noche y camino por Fuencarral a paso
lento. En mis orejas los auriculares y en ellos Rigoberta Bandini. Me toco una
teta y grito: “¡Mamá, mamá, mamá, paremos la ciudad!”. Nadie me mira. Amo
Madrid. Me ajusto la mochila a los hombros. “Mamamamamamamamamamá”. La gente ha
huido de la ciudad y postea en redes fotos de felicidad precalentada. La gente
vuelve con ansia a la normalidad. Creo que a mí nunca me gustó, por eso me
quedo en la ciudad, encerrada. “No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas”.
Un perro me mira, le saco la lengua, su dueña le regaña. Es vieja. Es vieja y
le dice que está feo señalar con el dedo. No es su perro quien señala, le digo.
Me ajusto de nuevo la mochila a los hombros y levanto los brazos “¡Porque nadie
me puede prohibir ladrar!”. Bandini calla y salta llamada entrante. Espero a
que cesen los tonos. Llego hasta la Gran Vía queriendo ser una perra. Bandini
vuelve a callar, salta otra vez llamada. Paro y me descuelgo la mochila. Del
bolsillo pequeño saco el móvil, miro la pantalla, “Gerardo Bro”. Me fijo en la
hora, las 23.21, nunca mi hermano me llama tan tarde. Espero a que cuelgue.
Reviso las llamadas, tres perdidas. Algo ha pasado. Mi padre. Marco rellamada.
—Te he llamado cuatro veces.
—Tres —corrijo—. Estaba en la biblioteca.
—¿Hasta las once de la noche?
—Sí. —No—. ¿Todo bien por Bilbao?
—Sí, todo bien.
—¿Papá bien?
—Sí.
—¿Sigue vivo?
—Sí, Elvira, sigue vivo.
—Ya. ¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—Pensaba que se habría muerto.
—Si se hubiera muerto te habría avisado.
—Bueno, lo estarías haciendo ahora, ¿no?
—Sí, si estuviera muerto sí.
—Por eso te lo he preguntado.
—Ya, pero está vivo, Elvira.
—En este preciso instante ninguno de los dos lo puede asegurar.
—Yo lo puedo asegurar.
—Tú estás hablando conmigo. Tu línea está ocupada así que
no podría llamarte para decírtelo.
—¿Cómo va a llamarme para decírmelo si está muerto?
—Ah, ¿entonces lo está?
—¡Elvira!
Me adelanta la vieja con su perro. Lanzo un beso al
animal, me ladra.
—Si papá sigue vivo, ¿para qué me llamas a las once de la
noche?
—Porque estoy pensando en bajar la próxima semana a
Madrid, un par de días, ¿cómo lo ves?
—Muy bien, baja y diviértete —le oigo reírse. No somos de
decirnos “quiero verte” ni por supuesto “te echo de menos”, somos más bien de:
idiota, pedorra y tonta del culo.
—Podríamos ir al teatro, algo ligerito, no me lleves a
tus tragedias existencialistas, por favor. —Esta vez me río yo.
—Vale. —Quedamos en silencio— ¿Y si se muere mientras
estás aquí?
—Ah, pero ¿no se había muerto ya?
Nos insultamos y nos despedimos. Guardo el móvil de nuevo
en el bolsillo pequeño de la mochila, me coloco los auriculares y, tras caminar
poco más de 20 pasos, tarareo junto a Bandini “In Spain we don’t know where to go”.