28 mar 2020

Llamadas en cuarentena

Cuarentena de Javier Avi


Beatriz
—¡Tonta del culo, quieres coger el teléfono! ¡Te he llamado 6 veces! —El audio de Bea se oía por todo el salón. Joan se rio—. No vayas de: ay, soy una pobre cieguita, no quiero hablar con nadie, ay, qué pena no tener 80 años para que esta pandemia termine con mi vida de una vez por todas. ¡Coge el puto teléfono!
—¡Bravo! —gritó Joan descojonándose de la risa—. Anda, llámala, no seas lastimera.
—Es que no me entendéis… —Pero no me dio tiempo a quejarme más. Joan cogió mi móvil y presionó ‘llamada’ en el contacto de ‘Bea chocholoco’.
—Hola.
—¡Holaaaaa!, ¡qué ilusión, puta ciega!  —Lo dijo tan fuerte que Joan lo oyó y empezó a reírse de nuevo. Luego me lanzó un beso y se fue a la cocina.
—Joder, Bea…
—Vamos, pero si estás estupendamente.
—Tengo los meses contados hasta que me extirpen el ojo, ¿realmente crees que estoy bien?
—Bueno, ¿y?, un agujero más en la cara, serás la fantasía de cualquier hombre.
—¡Bea, por dios!
—Sí, a Dios le tenemos que agradecer que al crearnos nos pusiera un cartílago en mitad de la nariz, que si no…
—Estás enfermísima. —Pero me reí y mucho.

Enrique
Joan me preparó un café en la cocina.
—Para mi niña —dijo ofreciéndome el vasito.
Mi móvil vibró en la mesa.
—¡Móvil! —grité.
—A ver. —Joan se acercó a la mesa y lo cogió—. ‘Enrique Teatro’, un audio de WhatsApp.
—Vale, ponlo… —dije no demasiado convencida. No habíamos vuelto a hablar desde que nos enfadamos hacía ya casi un mes.
Joan presionó la marca de play:
—Elvira, oye, que no sabía nada, vamos, que ni idea, que he llamado a Darío para un tema de… bueno, sin más, un tema y joder, me ha contado que te han operado. (Silencio). Y, bueno, odio los putos audios pero claro, no sé si ves o no. Vamos, no quiero decir que no veas, sé que ves, bueno, ahora mismo no, pero sé que verás, vamos, que… ¡joder que odio los putos audios! —Joan y yo nos reímos—. Que, bueno, que mecagüen la puta, tía, que no te lo mereces, bueno, nadie ¿no? Nadie se merece quedarse ciego. Aunque, algún subnormal sí que se lo merece y últimamente hay muchos, muchos subnormales, tía. Los reconocerás porque son los que se asoman a los balcones gritando “hola, don Pepito, hola, don José” , ¡puto país de anormales! —Joan lo aplaudió muerto de la risa—. Bendita pandemia que está destapando esta sociedad de retrasados mentales que no saben no hacer nada. Macho, quédate en tu puta casa ¡pero en silencio!, ¡hostias! Y tú, Elvi, mejor que nadie sabrás que esta gente con tanta hiperactividad ahora, en dos meses, saldrá a su balcón pero para tirarse, criaturitas ignorantes. Pero ya sabes, luego los titiriteros somos nosotros, los del teatro, ¡tócate los cojones!, tócate los coj… (Silencio). Bueno, que eso, que los audios no son lo mío, ya lo estás viendo, vale, ver no porque no ves, pero… ¡joder, ya me entiendes! Que yo solamente te quería decir que siento mucho por lo que tienes que pasar cada año pero que a alguna hija de puta le tenía que tocar, ¿no? —Solté una carcajada, Enrique también se reía en el audio—. Cuando tengas ánimo, llámame, pero no para hacer esa mamonada de tomar una cerveza por videollamada, las cañas nos las tomaremos cara a cara, cuando pase todo esto, en el bar de Yassir, mientras nos deseamos la muerte, como siempre. Cuídate, amiga, ¿eh? Cuídate, camarada.
—No llores, tonta —dijo Joan—. Venga, bébete el café.

Almudena
—Jo, Elvi, sé que detestas estas cosas, pero Carlos solo quiere ayudarte. Lo hace con su mejor intención.
Tenía a Almudena al teléfono, me había llamado también como unas 4 o 5 veces, así que le dije a Joan que aceptara su última llamada.
—Almudena, lo siento, pero no voy a hacer listas de ningún tipo dando las gracias de lo maravillosa que es mi vida siendo ciega. Le dices a tu querido coach que se vaya con su positivismo a tomar por culo.
—Elvi, pero quizá si lo intentas… No sé, por ejemplo… A ver, por ejemplo… Mira, si quieres empezamos por mi lista, ¿vale? —Resoplé—. Sí, creo que es una buena idea. Entonces, mis tres cosas por las que dar gracias son, a ver… déjame pensar… ¡Ah!,  ¡doy gracias porque hoy he comido alcachofas con bacon y estaban muy ricas!
—Enhorabuena.
—A ver, ¿qué más? No sé, es que hay tantas cosas por las que estar agradecida y ser feliz, tantas, tantas… Bueno, claro, y agradezco muchísimo esta conversación que estoy teniendo contigo.
—Almu, es una conversación de mierda.
—Bueno, vale, pero es nuestra y me gusta, a mí me gusta, me hace feliz, muy feliz, ¿vale?, ¿eh? ¡A mí sí!, ¡a-mí-sí!, ¡joder con la ciega de los cojones!

Joan
El móvil vibró a mi lado, lo miré y era una llamada entrante, leí el nombre: ‘Joan carapitilín’.
—¿Qué pasa? —Había salido tan solo hacía 5 minutos a hacer la compra.
—Qué, tonta, ¿qué se siente?
—¿Que se siente de qué?
—Has cogido tu solita el móvil. Has podido leer que era yo. ¿Qué se siente al volver a ser una persona independiente? —Me quedé callada—. Y tan solo a 8 días de la operación, eres increíble… Amor, de verdad, sé que no es fácil pero no tienes que tener miedo a lo que venga, no tengas miedo, te las apañarás, lo sé. —Apreté los labios porque no quería que me oyera llorar—. ¿Qué, no dices nada?
—Compra papel higiénico, anda.


23 mar 2020

Fade to black


Fuck you, Glaucoma de Javier Avi



—Hay que operar, Elvira —dijo mi oftalmólogo, un martes, sin despegar la vista de su ordenador. Me explicó cosas, que se me acababan las opciones, que intentaría implantarme una nueva válvula, que sería difícil, que habría que pensar en el vaciado de ojo, que existían prótesis, que poco más se podía hacer, que si lo entendía.
—Sí, lo entiendo  —dije con serenidad mientras me clavaba las uñas en el pulgar hasta hacerme sangre.
Ese mismo viernes por la tarde, en una comparecencia en directo, el presidente del Gobierno decretaba el estado de alarma por el coronavirus. El país se paralizaba. Tres horas más tarde, el oftalmólogo, algo nervioso, me llamaba a casa para explicarme que me operaría esa semana, había conseguido meterme en la lista de operaciones de urgencia, ya que las operaciones comunes y las pruebas médicas se habían anulado en todo el país hasta nuevo aviso. Sin embargo, el martes, el hospital me cerraba las puertas, cancelaba mi intervención. Mañana me operan, expliqué desesperada al conserje. Aquí no se opera ni dios, vamos a empezar a caer como moscas por el puto virus chino, ¡y a un metro de distancia, señora!, gritó él. Tras muchas llamadas y una angustia cosida al estómago, el miércoles estaba en quirófano. Una enfermera inmovilizó mi cabeza con correas a la mesa de operaciones y, al percatarse, me pidió que no llorara, que todo saldría bien. Cuatro horas más tarde, Joan me sujetaba la frente mientras vomitaba la anestesia en una palangana. Habemus ojo, susurró en mi oído. Quise sonreír pero una nueva arcada me lo impidió. Tenía ojo. Tenía algo más de tiempo. Algo más. El viernes, con su ayuda, contesté a mensajes, no respondí a ninguna llamada, no quería hablar con nadie. El sábado, me levanté pronto y el día se me hizo eterno sentada en el sofá mirando al frente, cuando Joan se despertó me propuso escribir algo, él lo haría por mí, le dije que no, que me dejara sola un rato más. El domingo, a las ocho de la tarde, bailábamos abrazados en la cocina Fade to black de Metallica, mientras la gente aplaudía en los balcones.
—¿Nos aplauden a nosotros, Joan? —pregunté.
—Sí, cariño, nos aplauden a nosotros. —Y con una sonrisa, que no pude ver pero sí intuir, me besó.


6 mar 2020

Solapados

Agnes Cecile


—¿Qué hago, Elvi?
El único que quedaba por preguntarme eso era Enrique y ahí estaba.
Muchos son los que cuestionan la relación que tengo con Enrique. Bueno, cuando digo muchos, me refiero principalmente a Almudena, que le conoce desde hace muy poco y ha visto los desprecios mutuos que nos dedicamos. No lo entiende.
Admiro muchísimo a Enrique y eso lo anestesia todo. Creo que tiene un talento muy superior a cualquier dramaturgo vivo español (excepto Mayorga, por supuesto), pero la mala suerte y, sobre todo, su difícil carácter no le han hecho triunfar. Nos gusta juntarnos y despellejar a ese Conejero que ocupa la cartelera de los mejores teatros de Madrid, con unos textos que pretenden emular a los de Lorca pero que no dejan de ser simplones y previsibles, hechos a fuerza de una lírica de Ikea, como dice Enrique: prefabricada, de difícil entendimiento pero que la termina comprando todo el mundo. Pero ahí está, ahí está el Conejero y Enrique aquí. Enrique aquí, cerrando un pequeño teatro, cargado de deudas y con un par de obras en un cajón que nunca verán la luz. Así que cuando Enrique me dice que busque una soga y una viga, no me importa. No me importa, lo sigo queriendo, porque su lírica no está hecha con tornillos Schrauben.
Es cierto que hubo un tiempo en el que nos distanciamos, pusimos la excusa de que Darío se había ido a Argentina y Bea a Berlín, dejamos que fueran ellos el motivo de no llamarnos en años, pero los dos sabemos que lo que me molestó es que no se posicionara claramente en el conflicto con Ernesto. Ernesto Garmendia. De acuerdo, Ernesto era amigo suyo, sí, pero fue a mí a la que robó una obra de teatro y con la que ganaría un año más tarde el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos. No dijo nada, Enrique no dijo nada y a mí me dolió. Supongo que con los años él también se ha sentido traicionado por Ernesto, supongo. Poca, por no decir ninguna, ayuda le ha ofrecido en los últimos meses para que su teatro saliera a flote a pesar de la cantidad de contactos que tiene en este mundillo.
Así que no hablamos de Ernesto, ninguno de los dos lo menciona jamás. Ambos sabemos algo que al otro le molesta pero no lo dice. Ambos conocemos la frustración que carga el otro y la respetemos en silencio. Por eso nos gusta quedar y hablar, e insultarnos e incluso desearnos la muerte, a condición de que sigamos muy vivos para deseárnosla siempre.
Esa tarde Enrique me pidió que lo acompañara al teatro, a ver el ensayo general de una obra de la compañía de un amigo. Al salir:
—Sin comentarios, ¿no? —dije.
—Sí, sin comentarios.
Y los dos nos reímos. Lo agarré del brazo y emprendimos camino a Lavapiés, necesitábamos un par de cervezas para digerir lo que acabábamos de ver. Al pararnos en uno de los semáforos que cruza Atocha se giró, me sonrió y dijo:
—Dicen que tienes un par de ojeadores detrás.
—Ah, ¿sí? ¿Eso dicen? —pregunté.
—Sí, eso dicen. Vale, Bea me lo ha contado.
Me reí. El semáforo se puso en verde. Los peatones que teníamos a nuestro lado cruzaron, pero nosotros no nos movimos.
—¿Un par de ojeadores? No, eso no es verdad —contesté mirando al frente.
—¿No lo es?
—No, no lo es. Tengo a tres —dije girando la cabeza hacia él y sonriendo con malicia.
—¡Serás hija de la gran puta! —exclamó poniendo los brazos en jarra, era su postura favorita—. ¿Tres?
Yo asentí y de carrerilla le recité el nombre de las tres agencias literarias que estaban interesadas en mis textos. Enrique se llevó las manos a la cabeza.
—¿Pero sabes lo que significa eso, Elvi?
—Nada. No significa nada.
—Significará, ya verás, significará.
Y me abrazó con uno de esos abrazos que sientes sinceros y agradeces de verdad.
Al llegar al bar nos sentamos en la barra.
—Yassir, dos cañas para empezar porque hoy invita aquí la amiga.
Levanté las cejas y puse cara de conformista.
Yassir nos trajo las cañas. Brindamos y bebimos, luego él dejó el vaso de nuevo en la barra y me cogió por las rodillas.
—Elvi, me ha llamado Claudio.
Claudio Caselles. Claudio fue uno de nuestros profesores en el máster en el que todos nos conocimos. Un hombre peculiar que pronto hizo buenas migas con Enrique, tan buenas que terminaron liándose, supuestamente fue un secreto pero nosotros cuatro (Darío, Bea, Ernesto y yo) lo sabíamos, y sí, nos sorprendió y mucho, y no porque fuera nuestro profesor ni porque le llevara 23 años ni porque estuviera casado, sino porque lo estaba con una mujer. La historia me pareció tan rocambolesca desde el principio que nunca quise saber demasiado. Escuchaba el eco de Bea que con el tiempo me contó que estuvieron juntos algo más de dos años. Claudio siguió casado con su mujer hasta que  tuvo otro affaire con otro estudiante bastante menos discreto que Enrique y fue todo un escándalo en la universidad. Así que para evitar el escarnio público, se mudó a Francia y desde hacía 6 años daba clases en la Universidad de Poitiers. De su mujer nadie sabe nada.
No dije nada. Dejé mi caña sobre la barra también y me dispuse a escuchar.
—Hace tres años que dirige el grupo teatral universitario. Hacen cosas, lleva un par de montajes muy premiados a nivel nacional. —Me miró, sabía que quería comprobar si aquello me estaba impresionando o no, no lo hacía—. Es bueno, Elvi. Claudio siempre fue bueno. 
—Sí, lo es. —Sí, lo era, pero qué quería.
—Quiere que vaya a Poitiers, quiere montar mis obras.
—Bien, envíaselas.
—No, cuenta conmigo para la dirección, quiere que esté allí. ¿Qué hago, Elvi?
Y ahí estaba la pregunta.
Volví a coger la caña y pegué un sorbo. Lo miré.
—Enrique, sabes por qué quiere que vayas, lo sabes. Bien, pues si estás conforme vete, pero que te quede muy claro que lo de tus obras es una excusa. No las va a montar, no te quiere para eso.
Enrique bajó la cabeza, resopló. Tardó en contestar.
—¿Por qué eres así? Tan sucia.
Dejé la caña en la barra otra vez. Parpadeé con lentitud.
—Enrique…
—Eres una puta envidiosa que no soporta que los demás salgamos adelante.
—Está bien. Yassir, ¿me cobras, por favor?
Me agarró del brazo y se acercó a mi oído.
—Te jode no ser la única a la que valoren sus textos. Te jode que hoy no hablemos solo de ti y de tus putos ojeadores de mierda. No soportas que te quiten luz, amargada.
Me zafé con rabia.
—Son dos euros, amiga.
Abrí el bolso y de la cartera saqué una moneda de dos euros.
—Toma, gracias. —La cogió y se fue al final de la barra. Me giré y miré a Enrique—. ¿Por qué no te pegas un tiro en la frente?
—Lo haré después de verte colgada de una viga.
Me coloqué el bolso al hombro y salí del bar.