20 feb 2009

TOSHIBA DESTRUCTOR

Debido a un "problemita" técnico denominado: TOSHIBA SATELLITE U400, a este blog le es imposible continuar por el momento...

Mi querido Toshiba, ya nos veremos las caras...

12 feb 2009

Trilogía, Parte segunda: Los Angeles

Llevaba cuatro horas metida en ese avión. Encendí el ipod buscando una canción que me apeteciera escuchar, pero todas me irritaban, lo apagué. Abrí y cerré el libro de Katayama. Me hice y deshice cuatro veces la coleta. Y coloqué de mil maneras, en el diminuto espacio de mi asiento, los 150 centímetros de mi cuerpo. ¿Cuánto falta?, pregunté infantilmente a la azafata que en ese momento me servía otra taza de café. Dos horas y cuarenta minutos, me contestó con una exagerada sonrisa. Resoplé. Cruzar Estados Unidos de punta a punta era lo mismo que cruzar el Atlántico, de Madrid a Nueva York.
Sumisa a la espera recordé el olor tan peculiar de Abid. Recordé a Marieta muerta de risa en el tren nocturno que nos llevó de Dalian a Pekín. Recordé la perfecta sonrisa de Abid. Recordé los pintxos a las siete de la tarde con Jaime mientras me contaba sus artes amatorias del fin de semana. Recordé fumar shisha en el hundido sofá de Abid. Recordé sus rocambolescas historias pakistanís. Recordé las ruidosas motos de Ho Chi Minh City. Recordé el pánico con el que me monté en el pequeño avión de hélices que me trajo, por primera vez, a Huntington. Recordé el desprecio en los ojos de Etienne cada vez que me decía que estaba gorda. Recordé la pasión de Abid. Recordé a Marieta con dos cervezas en la barra del Mitote. Recordé la jeringuilla de cristal en el desangelado hospital de Pinar del Rio. Recordé su acento paquistaní. Recordé a Feng Min presentándome a mis estudiantes de aquella universidad china. Recordé las payasadas de mi hermano mayor. Recordé la foto de sus caballos de polo en Lahore. Recordé a mi madre llorando en el aeropuerto. Recordé las cuestas san franciscanas y fluorescentes de Hong Kong. Recordé las carcajadas de Abid cuando mi inglés me jugaba una mala pasada. Recordé mis clases de ballet, con cinco años, con el mallot del revés. Recordé los paraguas de plástico transparente en las calles de Tokio. Recordé a Abid presentándome a su padre en el despacho. Recordé a un Jaime de doce años subir las escaleras del Hostal Foratata con la raqueta en la mano. Recordé la tristeza de Lyon. Recordé los shandys en Arab Street con Ankit. Recordé la infinita colección de relojes en la casa de Abid. Recordé el granate oscuro de mi habitación. Recordé la pistola sobre la mesa de al lado en una terracita de Manila. Recordé cómo lloraba Abid cuando me marché de su casa, recordé la intensa indiferencia que aquello me provocó, recordé su llamada hacía dos días, recordé que ahora daría mi vida por que las cosas fueran diferentes.

Vi a Cristina abrirse paso entre la gente agolpada en la puerta 6 del aeropuerto de Los Angeles. Me abracé a ella. Estaba más delgada y con el pelo mucho más largo desde la última vez que la vi, hacía año y medio en la boda de Sandra. Un inquieto niño de dos años se coló entre sus piernas.
―¿Y esto? ―pregunté despegándome de ella y señalando a la criatura.
Esto es mi hijo ―contestó acariciándole uno de sus largos rizos rubios.
―Uy… ¿está desparasitado?
Cristina se rió y me golpeó con fuerza el brazo, serás cabrona, dijo mientras me dejaba saludar a su marido Tom, que como buen americano me recibió con una enorme y sincera sonrisa y enseguida se hizo cargo de las maletas.
―Dile hello a la tía Ira, a ver cómo dice… a ver… hello, hello, hello, dile, cariño ―instruía Cristina al pobre angelito que lo llevaba en brazos.
―¡Cristina, por favor! ¡Cris!, ¿eh? ¡Cris! ¡¿Hello, hello, hello???!! ¡HOLA! No me seas gringa, ¿eh? ―grité ante la mirada perpleja del niño―, y chica, córtale un poco el pelo que parece la versión aria de Farruquito.
Cristina dejó al niño en el suelo y parándose me agarró del brazo.
―Ira… ¿cómo decirte…?, ¿tú crees que sería posible que te volvieras a Huntington en el próximo avión?, ¿cómo lo ves?
A las dos nos dio un ataque de risa allí mismo. Por más que lo intentábamos era imposible picarnos. Nos conocíamos hacía más de veinte años, y sólo por ello le dejaba que me llamara con ese diminutivo tan hortera: Ira.
Después de cenar, Cristina y yo nos tumbamos en el sofá mientras Tom intentaba, en vano, acostar al enano. Cristina me dio una larga lista de cosas que se podían ver y hacer en Los Angeles: Disneylandia, a lo que respondí con un rotundo NO; el zoo, NO; jugar al voleibol en Long Beach, NO; Hollywood, mira eso SÍ; tocar bongos junto a hippies colocados en Venice Beach, NO; recorrer Santa Mónica en bici, NO; tomar un café en Sunset Boulevar, ¡SIIIIIIIIIIIIÍ!!!!
―Ira, ¿por qué nunca quieres hacer nada? Serías feliz en el fin del mundo con tal de que hubiera café.
Le arrojé un cojín con cuidado de no tirarle la taza de té y le recordé que el ejercicio físico y la naturaleza me creaban estrés. De ahí los primeros meses tan duros en Huntington en donde, al abrir la puerta de mi casa, las ardillas y los renos me daban los buenos días.
Pronto cambié de tema y le conté lo de Abid.
―Hombre… ―dijo dejando la taza de té en la mesita―, no sé, si quieres terminar como Jamina o Jenina o Jimima, o cómo se llame, Khan, pues… puedes volver a llamarlo y decirle que sí, que le quieres, que quieres irte a Pakistán con él. Pero Ira… sinceramente… si Huntington te da alergia… ¿crees que podrías vivir en Lahore? Oye, a todo esto, ¿el Imran Khan antes de volverse un loco de la política no era jugador de Polo también?
―No… de Cricket… ―dije pensativa.
―Ey… Ira, vamos, alegra esa cara. ¡Ey! Mira, si Jumina Khan después del divorcio ha terminado con Hugh Grant, es posible que cuando te separes de Abid te toque Jude Law, ¡Jude Law, tía! ¿Dónde hay que firmar?
Aunque estaba bastante deprimida me hizo reír muchísimo. Cris era una idiota singular, me alegraba tanto de estar en ese momento con ella, de dejar de sentirme tan sola, de comprender y ser comprendida.
―Bueno, creo que me compraré un gato ―dije como si acabara de tomar una decisión importante en mi vida.
―Pero… ¿Un ga… ―Cristina no pudo terminar la pregunta porque el enano apareció en el medio del salón como un bólido― Pero, ¿qué hace este niño aquí? ―preguntó a Tom que venía por el pasillo arrastrando los pies.
Tom no contestó a la pregunta y se dejó caer en la butaca. Estaba decidido a no luchar más y dejar que el enano conquistara el salón, él ya no tenía fuerzas y por la cara de Cristina, ella tampoco. Así que mientras el enano empezó a dar volteretas por toda la alfombra, Tom, ignorándolo por completo, preguntó:
―¿Quién quiere un gato?
―Yo ―respondí.
―¿Tú? ―volvió a preguntar Tom.
―Sí, ella, Tom, chico, ella, ella, ayyyy, ¡qué tío más pesao! ―y volviendo a tomar un tono cariñoso añadió―. Muy bien, Ira, sí, me parece muy bien, cómprate un gato.
―No sé… pero me parece que a tu edad, viviendo sola y con un gato es una situación muy… no sé… muy… desesperante.
A mi edad, ¿qué quería decir Tom con: a mi edad???, ¿desesperante?, ¿qué era desesperante? Quería un gato porque, sí, me sentía muy sola pero no tanto como para tirármelo, ¡por favor!!!!

Al día siguiente, Tom se levantó temprano para empezar a preparar el pavo. Cuando me desperté y vi, en la encimera de la cocina, semejante bicho de piernas abiertas enculado por un sinfín de verduras, no pude evitar sentir cierto repelús.
Cristina y yo nos preparamos y salimos con el enano a dar una vuelta por la playa. En el coche no podía dejar de pensar en lo horrorosa que era esa ciudad. Horrorosa e infernal. No tenía encanto. Era una autopista detrás de otra. Pero Los Angeles era un chiste para los que amábamos el alquitrán, era una urbe desparramada, cutremente desparramada formando pequeños núcleos residenciales que pretendían tener calidad de vida, y eran la mofa por su artificialidad. Los Angeles es esa ciudad que carece de corazón.
―Anda, Cris, dejemos la playa, llévame a Hollywood a ver si saco, por lo menos, una foto mítica de esta ciudad, algo bueno tendré que contar, ¿no?
Cristina se rió sin añadir nada.
Frente al teatro chino me saqué una foto junto a la estrella de Paul Newman. El hombre perfecto. Ya tenía mi momento hollywoodiense inmortalizado así que volvimos a casa.
La cena de Acción de Gracias empezó a las siete de la tarde. Habían venido dos compañeras del trabajo de Cristina y un vecino.
Tom repartió el pavo ya troceado en cada plato y después dejó que nos sirviéramos gustosamente las verduras que cubrían toda la mesa. Un poco de puré de patata y mermelada de cereza y… aquello estaba delicioso.
Caitlyn, una de las compañeras de Cristina, me había preguntado ya cuatro veces a lo largo de la cena cómo podía soportar la vida granjera de West Virginia, así que cuando me lo preguntó por quinta vez le contesté: es que yo soy muy cerda. Sí, en todo momento pretendí eso, ser lo más grosera posible, porque me tenía un poco harta ella y sus aires newyorkinos de mírame y no me toques. Cristina me pidió con la mirada que escondiera a Mr. Hyde y que siguiera cenando sin abochornarla demasiado. Por amor a Cristina, dejé que el educado Dr. Jekyll continuara en la mesa, hasta que Caitlyn empezó el relato de su gato.
Pues que se puso malito, ay qué pena, ya ves, y lo llevé a urgencias, mira, qué susto, y me dijeron que nada, que poco había que hacer, pero algo podrá salvar a mi gatito, ¿no?, y me dijeron que sí, que una operación, así que, a pesar de tener sólo un 60% de posibilidades, le he operado, ¿qué podía hacer?, claro, claro, decían todos en la mesa, menos yo, que me importaba más bien poco la historia de su gato, hasta que los guisantes se me salieron por las narices a propulsión al oír lo que le había costado la operación.
―¡¡¡Diez mil dólares!!! ¡La madre que la parió, esta tía es tonta, Cris!, ¡será SNOB la tía éstaaaaaaaa!!! ―grité en español absolutamente fuera de mí.
Qué decir que los invitados tardaron poco más de veinte minutos en dejar la casa, poniendo como excusa que el día siguiente era día laboral.
Después de recoger la mesa y limpiar la cocina, Cristina seguía sin hablarme. Se troceó dos rodajas de pepino, se fue al salón y se tumbó en el sofá colocándose el pepino en los ojos. Yo, como una niña pequeña buscando el perdón de su madre, la imité en todo y me tumbé junto a ella. Tom se rió al vernos y dijo:
―Elvira… ves lo que te pasará si te compras un gato… ―y muerto de la risa cogió al enano en brazos y se lo llevó a la cama dándonos las buenas noches.
A Cristina también se le escapó la risa. Se levantó un pepino del ojo y me golpeó el hombro. Levanté mi pepino del ojo e intenté poner cara de niña buena.
―Pues eso, que no te compres un gato, que si te sientes sola vente a verme… que aunque espantes a mis invitados se te sigue queriendo en esta casa, mucho, Ira, mucho…
Nos abrazamos y empezamos a llorar como bobas. Compartimos en silencio las ganas de encontrar un lugar del que hacer nuestro verdadero hogar. Un lugar en el que por fin no existiera el sentimiento de echar de menos.

Cuatro días más tarde nos despedíamos en el caótico aeropuerto.
―Gracias y perdona, Cris, por todo… y... ya te diré cuándo me caso en Pakistán…
Cristina se rió con ganas.
―Lo dudo ―dijo cogiendo un poquito de aire―, si hasta ahora has podido pensar con la cabeza es que tienes el corazón vacío, no busques en Abid lo que no tiene. Oye… ―continuó― hay un Paul Newman por ahí hecho a tu medida, sólo tienes que preguntarle el nombre y, después, quedarte con él, así de fácil.
La abracé con inmenso, inmenso, inmenso cariño. Cuando nos separamos me di la vuelta y le grité:
―¡Ey, Cris, córtale el pelo al enano!
―¡Vete a cagar! ―y me lanzó un sonoro beso al aire con ambas manos.
Le dije adiós con el brazo en alto y con una gran sonrisa, pero antes de darme la vuelta para continuar mi camino ya me había invadido ese maldito sentimiento de echar de menos.