29 sept 2019

Un día de Swing


Swing de Gisela Fernández

Me despierto. Todavía con los ojos cerrados tanteo la cama. Busco el móvil. Lo encuentro. Sigo tanteando. Esta vez son mis gafas lo que necesito. Las encuentro. Me las pongo y me acerco el móvil. Las 5:37 de la mañana. Suspiro. En China siempre me despierto entre las 5:30 y las 6:10, no falla. Mi despertador lo tengo a las 7:07, pero nunca lo he necesitado. Me siento sobre la cama. Miro mis pies. Muevo los dedos. Parecen gusanos. Me calzo las chanclas y comienza la rutina. Baño y cocina. Coloco el móvil en la encimera, sobre el soporte de manos libres. Reviso mi Wechat. 5 audios de Beatriz y dos fotos. Le doy al play y preparo la cafetera.
Guarra de mis amores, la oigo decir. Me río, la echo de menos. Me cuenta su última conquista. Un tal Emilio. Nuevo en la oficina, 8 años más joven que ella. No escatima en detalles sobre la acción misma. No hay dos como Beatriz. Retiro la cafetera del fuego. Tengo miedo de derramar el café porque las obscenidades de Beatriz me hacen reír demasiado. Termina su último audio con un: Disfruta de las fotos, pervertida. Me seco las manos en el pantalón del pijama. Cojo el móvil y descargo las fotos. Joder. Joder. Dos fotos. Supongo que del tal Emilio. Como dios le trajo al mundo pero sin cabeza. Grito. ¡Cerda! Me rio. Me rio más. ¡Puta! La echo de menos. Dejo el móvil en el manos libres y tomo el vaso de café. Madre mía, cuánto la echo de menos. Mucho. Pienso en Madrid. Bebo un sorbito de café. Pienso en Joan. Miro por el ventanal de la cocina. Veo a los estudiantes caminar con prisa por el campus. Son las 6:08 y la universidad ya está viva. Me termino el café. Hago cálculos con las horas y decido llamarlo.
―¿Joan?
―Elvi, ¿está todo bien?
―Sí, todo bien, pienso en ti…
―Cariño, no es buena hora.
―Sí, lo sé, pero es que casi no hablamos, se complica mucho esto del desfase horario y el bloqueo de internet… se complica hablar, no hablamos, Joan…
―Fue idea tuya irte.
Silencio.
―Sí, no es buena hora.
Cuelgo y deposito el móvil, otra vez, en el manos libres. Lo miro. Me estiro la cara con ambas manos. Y pienso por primera vez que se está cansando. Y pienso por primera vez, en 7 años, que va a dejarme. Y pienso por primera vez, en 42 años, que no quiero estar sola.
Pongo música. Stock de AnnenMayKantereit. La tarareo y me meto en la ducha.
La primera clase transcurre sin incidencias. Son estudiantes brillantes. Analizamos los textos y reflexionan sobre la creación del personaje. No es fácil, digo. ¿O sí?, planteo. ¿Por qué empatizamos con un villano? La participación de los alumnos es rápida y pertinente. Me mantengo a un lado. Ellos discuten, manejan la sesión. Me gusta lo que veo. Termina la clase y los aplaudo. Sois un grupo excelente, les digo. Les sonrío. Mi trabajo me devuelve cierta confianza en el día.
Llego al despacho. Mi compañera Verónica está sentada en su silla. La observo por detrás. La admiro. Nunca había conocido a una mujer tan inteligente y competente.
―Vero ―digo, y le acaricio el hombro.
―¿Le has visto?
―¿A quién?
―Al nuevo profesor del departamento de inglés.
―No.
―Es indio…
Y las dos salimos disparadas del despacho. Cree que alcanzaremos a verlo en el pasillo. ¡Allí!, me dice, frente a la 506. ¡Lo veo!, grito, ¡está como un queso! Y las dos nos reímos y nos manoteamos como adolescentes. Y sí, aquello me devuelve la confianza plena en el día.
―¡Elvira!
El grito llega del piso de abajo. Me asomo al patio interior. Mi cabeza cuelga de la barandilla. Veo a la Decana Wang, en la misma postura pero con la cabeza hacia arriba.
―Oh, Elvira, ven a mi despacho, por favor.
Recojo mis cosas, me despido de Verónica y bajo.
Ya en su despacho. La Decana me explica que necesita que revise el estilo del discurso que dará antes del Día Nacional. Le contesto que sin problema. Me pide un pen, le digo que no tengo. Bien, en el móvil podré guardártelo. Se lo doy. Lo engancha a su ordenador. Y comienza a abrir carpetas indiscriminadamente. Me pongo un poco nerviosa.
―Profesora Wang, permítame, ya lo hago yo…
―Puedo yo, no es un problema, Elvira.
Y allí apareció. Emilio en todo su esplendor. Su miembro ocupaba prácticamente todo la pantalla del ordenador. Pienso que solo una guerra inminente con Corea del Norte podría salvarme de aquella situación, y empiezo a suplicar bombardeos del país vecino. Cierro los ojos. Respiro a trompicones. Incapaz de articular palabra.
―Aquí lo tienes.
Abro los ojos. La Decana Wang me devuelve el móvil.
―Espero que en dos días lo tengas revisado.
―De acuerdo ―le respondo.
Y es que en China de lo que no se habla, no existe. Y el trabuco de Emilio, aunque casi le saca un ojo a la decana, nunca ha existido.
Entro en mi segunda y última clase. Analizo textos de Martín Gaite como buenamente puedo. Pablo Klein me evoca a Emilio y me trabo cada dos por tres. Próximo objetivo: matar a Beatriz.
Llego a casa. Tiro el bolso al sofá. Me descalzo de camino a la cocina y allí dejo el móvil en el manos libres. Conecto la VPN, nuestra herramienta para sortear el bloqueo en redes dentro del país. Entran varias notificaciones de Instagram y 57 mensajes nuevos de 4 contactos en Whatsapp. La mayoría son de mis amigas de Bilbao, que reniegan del Wechat, supongo que pensarán que no se pierden mucho sin noticias mías. Pero uno de los contactos no lo conozco. El número es chino. Mensaje escrito:
Elvira, soy Germán, tienes Wechat? Mi ID es: XXXX. Búscame. Hablamos mejor por ahí.
¿Qué Germán? Con enorme curiosidad lo busco en el Wechat, le mando una solicitud de amistad. Espero. Miro al móvil con impaciencia. Espero. Entra llamada del nuevo contacto. Inquieta dejo el móvil en el manos libres. Me apoyo en la encimera y respondo.
―¿Hola?
―¿Elvira?
―Sí.
―Soy Germán.
―¿Qué Germán?
―Germán, el amigo de Rafa.
¡BOOM! Corea del Norte acaba de empezar a bombardear. Me llevo las manos a la boca. Salgo de la cocina. Vuelvo a entrar. Me acuclillo, me levanto. Cojo un trapo, lo sacudo al aire. Me recoloco las gafas. Me estiro el pelo y me vuelvo a acuclillar.
―¿Elvira?
Tomo aire.
―Germán. ―Finjo serenidad y poca sorpresa―. ¿Cómo así?
Me cuenta que vive en China, en Pekín desde el 2015. Que por redes me seguía un poco la pista, que sabía que estaba en China también. Me cuenta que ahora mismo está en mi ciudad, que se va a pasar la semana de vacaciones al sur de Rusia y que ha querido hacer escala en mi ciudad, y que si quiero que cenemos juntos.
Mi cabeza da tumbos. Lleva un año dando tumbos. El pasado a veces se hace demasiado presente. Me incomoda. Rafa. Madrid, hace 10 años. Me incomoda. Resoplo. Miro al móvil. Mantengo el silencio. Detesté a Rafa con todas mis fuerzas. Fue una relación tóxica, una competición de culpabilidades. Infidelidades destapadas, insultos, humillaciones… Una relación para olvidar, pero como todas, supongo. Como todas. Hasta conocer a Joan, hasta conocerlo a él.
―No vivo en la ciudad. Desde el campus tardo una hora y media en llegar al centro.
―Claro, entiendo.
Lo escucho y lo recuerdo junto a su enorme perro, un gran danés. Siempre me cayó bien ese chico, era un tío majo. Recapacito.
―Bueno, a las 20:30 podría estar allí.
Le propongo un restaurante para vernos. Nos despedimos hasta la noche. Cojo el móvil y reviso las fotos. Me siento en el sofá. Sigo viendo fotos. Casi todas son de Joan. Encuentro un vídeo. Los dos bailamos agarrados una balada en la cocina. Él canturrea una canción de Lynyrd Skynyrd, yo me río y le toco el culo, miramos a la cámara y saludamos hasta que él me besa. Se corta y el vídeo se repite automáticamente. Lo miro cinco o seis veces seguidas. Sonrío. Abro el Wechat, quiero mandarle un audio. Quiero decirle que lo siento. Quiero decirle que lo intento. Quiero decirle que volveré. Quiero decirle que me espere. Quiero decirle que lo quiero, que lo quiero mucho.
―Joan, las cosas son así… ―Y suelto el botón de grabar.
Y mientras lloro me lamento por ser como soy.
Con el menú entre las manos, miro a Germán. Poco ha cambiado. Sigue tan grande y parece noble como entonces. Pedimos. Pide él. Habla un chino casi perfecto. Le alabo.
―Gracias ―dice―. Me alegro de que hayas venido, siempre me pareciste una tía maja aunque lo tuyo con Rafa no terminara bien.
―Ni terminó ni empezó, aquello fue un despropósito desde el principio. ―Me sirvo cerveza en el vasito―. ¿Qué es de él? Supongo que se casaría.
―Sí, se casó.
―Todos mis ex se han casado.
―Imagino que es lo que hace la gente.
―Ya. Y tú y yo en China más solos que la una, ¿eh?
Se ríe y se sirve cerveza.
―Será que nosotros vamos por libre.
―O será que nadie quiere casarse con nosotros.
―También.
Brindamos.
―Oye, ¿y tu perro?, ¿Homer?
―Con mis padres, muy mayor el pobre, 14 años ya.
Nos traen la comida y hablamos de su trabajo. Diseña paisajes para videojuegos y suele pasar 6 meses en Pekín y otros 6 en Singapur, la compañía tiene renombre. Está muy contento. Me alegro por él. Hablamos de mí, de mis alumnos y le explico que poco ha cambiado mi vida.
―¿Sigues investigando sobre la frustración creativa? ―me pregunta.
―Uy, no, no, no, desde hace años lo que me pone son los personajes suicidas.
―No me esperaba otra cosa de ti.
Me río. Me alegro de haber ido. Está siendo una cena muy agradable. Me gusta tenerlo de vuelta en mi vida.
―Hace tiempo que quise ponerme en contacto contigo, Elvira, pero no sabía...
Parece nervioso. Deja los palillos sobre el cuenco de arroz y cruza las manos en alto. Lo miro un tanto inquieta.
―Elvira, es que no sabía si lo sabrías, pero al empezar a cenar me he dado cuenta de que no.
Yo también dejo los palillos sobre el cuenco de arroz. Lo miro.
―Dime.
―Elvira, Rafa murió el año pasado. Cáncer de estómago.
No me impacta escuchar que Rafa estuviera muerto, lo que me impacta es que llevara muerto un año. Un año. Un año que Rafa ya no existe. Un año en que mi vida ha seguido exactamente igual. Me impacta comprobar lo poco o nada que afectan ya nuestras vidas en la de los demás.
―Lo siento, Germán.
―Gracias. Desde que llegué a China perdimos mucho el contacto pero, joder, siempre impacta algo así, ¿verdad?
Impacta. Impacta.
―Sí, impacta ―miento y bebo un trago de cerveza.
En el taxi, de camino al campus, pienso en personas a las que quise y quizá ahora ya estén muertas. La lista es larga. Quise a mucha gente y a pocos pude mantener a mi lado. Sí, la lista es larga.
Saco el móvil, busco el contacto en Wechat y aprieto la opción de llamada.
―Dime.
―¿Es buena hora?
―¿Qué quieres, Elvira?
―Saber si sigues vivo o no.
Silencio. Respira fuerte. Parece molesto.
―Sigo vivo.
―Me alegro. Porque cuando llegue a Madrid quiero bailar en la cocina contigo.
Empiezo a llorar.
―¿Qué pasa, Elvi?
―Que yo solo quiero bailar contigo.
Silencio.
―Pues bailaremos… bailaremos hasta morir.


24 sept 2019

Toc-toc-toc


Obra de teatro: La clase muerta de Tadeusz Kantor

—Profa, ¿entonces para la próxima semana capítulo 1 y 2?
Estaba recogiendo tranquilamente mis cosas sobre el atril de clase, pero como un resorte levanté la cabeza y miré con seriedad a mi alumno.
 —Profesora o profesora Elvira.
El estudiante se enderezó en su asiento.
—Sí, profesora, pensé que al venir de España…
—El día que a la profesora Ding, a la profesora Zhou y a la profesora Ni, las llames “profas”, podrás llamármelo a mí, pero hasta entonces no, ¿está claro?
—Sí, profesora.
—Y sí, para la próxima semana analizaremos los dos primeros capítulos. Para cualquier duda estoy disponible 24 horas en mi Wechat y los martes y miércoles me podéis encontrar en el despacho de la séptima planta.
Era el primer día y claro que me supo mal, dejé a toda la clase en silencio. No eran muchos, 7 chicos de postgrado que habían cogido mi optativa de Generación del 98, y que ahora estaban completamente arrepentidos. Me lamenté, no siempre había sido así, la edad supongo, no lo sé.
Todos comenzaron a levantarse y a salir de la clase.
—Ya sabes que puedes ponerte en contacto conmigo si tienes dificultad con las lecturas, Unamuno no es fácil —dije al de “profa” antes de que saliera por la puerta.
—Sí, lo sé, profesora, gracias, sí, porque Unamuno es un poco… farragoso —dijo, parecía contento de que no le hubiera dejado marchar, se apoyó en una mesa de la primera fila.
—Sí, podríamos decir que Unamuno es farragoso. —Sonreí, yo también me alegré de que me diera otra oportunidad.
—Voy a escribirle todas mis dudas por Wechat.
—Me parece muy bien, suelo ser rápida contestando.
—Sí… ¿pero no cree que 24 horas son muchas para estar conectada?
Me reí, él también al verme a mí.
—Bueno, es lo que pasa cuando tienes problemas de sueño y cuando tu vida social brilla por su ausencia.
—Sí, comprendo, no tiene que ser fácil vivir sola en China. —Y dio con la mano unos golpecitos en la mesa: toc-toc-toc… Un impulso rápido hizo llevarme la mano al pecho.
Toc-toc-toc.
—¿Comprobando la calidad de la mesa? —pregunté riéndome.
Yo tenía 22 años y era el primer curso que daba como profesora en una universidad de Bilbao. Él tenía 24, era estudiante alemán, también de postgrado. Me miró, no dijo nada y volvió a golpear con sus nudillos en la mesa, esta vez un poco más fuerte:
Toc-toc-toc.
—Lo hacemos en Alemania cuando nos ha gustado la clase —dijo finalmente, con la férrea seriedad que lo había caracterizado durante esas 5 primera semanas de curso.
—Bueno, gracias, me alegro —dije sonriendo, porque nunca perdía mi sonrisa, nunca lo hacía entonces.
El chico recogió sus cosas y se marchó sin añadir nada más. Recoger las mías me llevó un poco más de tiempo, cuando ya me colgué el bolso al hombro y me di la vuelta para salir, lo vi plantado en la puerta de clase.
—¿Olvidaste algo?
—¿Puedo invitar a mi profesora a un café?
Con la mano todavía en el pecho vi que mi estudiante chino estaba hablando, lo veía mover los labios pero yo todavía estaba regresando poco a poco de Bilbao, cruzar aquellos 20 años me había sacudido violentamente por dentro.
—… o a casa?
—Perdona, ¿qué?
—Le pregunto, profesora, que qué va a hacer ahora ¿ir a comer o ir a casa?
—No… no, ahora voy a tomar un café…
Mi alumno se despidió y salió de clase, yo tras recoger con torpeza mis cosas, también lo hice. Al entrar en el ascensor, saludé a los de dentro con la cabeza y me coloqué contra la pared del fondo, acaricié la superficie con la mano derecha, no siempre había sido así, pensé de nuevo, cerré los ojos y preparé mis nudillos…
Toc-toc-toc.

14 sept 2019

Fin de partida


Partida por Nuria Just

Elvira estaba tendida en el suelo de la cocina de su pequeño apartamento en el este de China, boca arriba, con los brazos ligeramente separados de su cuerpo y una pierna doblada. Un hombre chino salió de detrás del sofá del salón, se posicionó frente a ella, la observó, se acuclilló y finalmente con un trozo de tiza marcó con una línea su silueta inerte.
Aquella mañana, la profesora de 42 años se había levantado sobre las 7. Cuando lo hizo se sentó en la cama y con la mirada perdida pensó si, por fin, ese sería su último día.
—Elvira, ¿estás ahí?
La voz de Verónica, su compañera de Departamento, venía del otro lado de la puerta de casa. Elvira se incorporó, al hacerlo vio junto a ella al hombre chino de cuclillas con la tiza en la mano, chasqueaba la lengua y negaba continuamente con la cabeza. “Ya si eso, ven más tarde”, le dijo quitándole la tiza de la mano. Se levantó y abrió la puerta.
—Uy, Elvi, qué carita me tienes…
—Sí, no he dormido bien, el jet lag, supongo.
A veces Elvira se levantaba así, invadida por el vacío, sintiendo que ya aquel día le sobraba. Un sentimiento que la perseguía desde los 13 años, cuando se dio cuenta de que su padre era un psicópata, su madre padecía difíciles problemas mentales y su mejor amigo (y el amor de su vida) bebía los vientos por su buena amiga Lara. A los 13 años supo que el mundo no es que no fuera perfecto sino que era simplemente un juego absurdo en el que te habían asignado una ficha sin preguntarte si quiera de qué color la querías. Un juego en el que Elvira avanzaba con lentitud porque cada dos por tres debía retroceder a la casilla de salida y era, cuanto menos, agotador. “Yo ya no juego más, me aburro", decía a veces, “no, no, no, tienes que jugar hasta terminar la partida, son las reglas”. Las reglas.
—Elvi, te he estado mandando mensajes pero no contestas, ¿todo bien?
—Todo bien.
—¿Comemos juntas?
Elvira se llevó la mano a la frente, sabía que la pregunta era sencilla, seguro que era de las que bastaba con un sí o un no, pero en su cabeza rebotaba como una pelota de squash, imposible de saber con exactitud su dirección. Se concentró: ¿comemos juntas?, ¿comemos juntas?, ¿comemos juntas? Quiso pensar rápidamente, quiso avanzar casilla para volver a tirar los dados, pero se había atascado, era como cuando el resto de jugadores grita “¡te tocaaaaaa!”, y sí, sabes que te toca pero estás a otras cosas, quieres explicarles que sabes que te toca, pero no aciertas cómo hacerlo porque estás a otras cosas, realmente estás a otras cosas. “¡Que te tocaaaaaa!”.
—Me toca…
—¿Elvi…?
—Voy a quedarme un ratito más aquí y luego te mando un mensaje, ¿vale?
Verónica la miró con cierto reparo, no dijo nada. Se retiró el pelo por detrás de las orejas, a Elvira, que admiraba con locura a su compañera, le encantaba ese gesto, de hecho lo solía imitar, y también se recogía el pelo con la misma delicadeza que lo hacía ella. Sin embargo, hoy no era un buen día para admirar a nadie.
Elvira cerró la puerta y despacio volvió a la cocina. Allí se tumbó otra vez y retomó su anterior postura. Giró la cabeza a la izquierda y vio de nuevo al hombre chino acuclillado a su lado. Elvira estiró el brazo derecho y le devolvió la tiza, toma, le dijo. El hombre la cogió y comenzó, por segunda vez, a delinear su cuerpo muerto en el suelo.
—Me toca…


8 sept 2019

CA 908


Turbulencias por desconocido

—Perdona, creo que ese es mi asiento —dije al joven trajeado que ocupaba el 37D en el avión que me llevaría de nuevo a China.
El joven que hablaba por el móvil, me hizo un gesto con la mano para que esperase. Miré la cola que tenía detrás de mí.
—Que te levantes —dije esta vez, solo me faltó añadir “imbécil”. Y es que la falta de consideración me reventaba y más viniendo de hombres con corbata.
Se levantó y se sentó en el asiento de al lado sin dejar de hablar por teléfono, se ve que estaba arreglando el mundo. Ya desde mi asiento lo miré con pereza, a quién se le ocurría hacer un viaje de 12 horas de duración en traje, ridículo.
—Perdona, ¿eh? —me dijo guardándose el móvil en el bolsillo de la chaqueta—. Los chinos no te dejan ni respirar. Hoy Madrid y mañana a las 8 de la mañana reunión en Beijing… —Chasqueó la lengua con la cabeza al frente, luego me miró—. ¿Hemos provocado mucho atasco?
—Un poco —dije con sonrisa forzada.
Y después comenzó a hablarme. No sé por qué pasa, que un desconocido decida que entablar una conversación contigo sea lo correcto, de verdad, no sé por qué pasa, pero pasa y mucho. Detesto esas situaciones. Detesto escuchar la vida de gente que no conozco, detesto que piensen que me interesa, detesto estar allí, en ese momento. Detesto no haberme muerto el día anterior.
—… dicho esto, no deja de ser un holding, nuestros grupos empresariales están principalmente en Latinoamérica, pero no hay que desatender el continente asiático, nunca, quieras que no cuando…
Acaricié una de las esquinas de mi libro, lo había dejado sobre la mesita desplegada, y pensé en su protagonista, una poeta loca encerrada en un manicomio a la que le costaba definir la realidad según había sido establecida por las normas de una sociedad, supuestamente, mentalmente sana. Y entonces me la imaginé escuchando a aquel cretino hablando de su holding. Era una imagen graciosa, se me escapó una sonrisa, apreté los labios y cerré los ojos, necesitaba descartarla de mi cabeza para no parecer tan loca como ella.
—… y no vas a decir que no, porque hay mucha competitividad interna, escúchame bien porque te hablo de la interna, de-la-interna, y todos sabemos que eso daña a la identidad corporativa pero es así, y hoy en día rechazar oportunidades es de locos, y más viniendo de China aunque desdibuje la cultura organizativa común, no sé si me entiendes, es difícil pero hay que arriesgar y, mira, a por China.
—Claro, debe ser un trabajo duro —contesté fingiendo una delicada comprensión. Después volví a acariciar mi libro y sonreí aunque esta vez sin esconderme.
A los 20 minutos despegamos, mi compañero de asiento parecía tenso. Es cierto que el avión daba ciertos tumbos, estaba siendo un despegue irregular. De golpe cayó unos metros y el del holding se agarró al asiento de delante, me divertía la situación.
—Tranquilo —le dije—, son bolsas de aire.
—Sí, pero no deberían estar ahí.
Me hizo reír. Al final, aquel panoli iba a tener hasta sentido del humor.
El avión se estabilizó y después de unos minutos la señal de ‘abrocharse los cinturones’ se apagó. Me levanté para ir al baño. Allí una mujer china intentaba entrar con un bebé en brazos y una niña de  poco más de 2 añitos, al ver que era imposible, no cabían, le pareció una buena idea prestarme a su hija mayor mientras tanto.
—Pues aquí estamos —le dije desde arriba, ella me miraba atónita con su manita metida en la boca. Empezó a llorar—. No, no, no, llorar no, llorar no.
Nos sentamos en el suelo, había un hueco amplio frente a la puerta de emergencia. La niña que seguía con la mano metida en la boca dejó de llorar, ahora tenía como una especie de hipo, pero parecía que le gustaba estar allí sentada y tranquila. Señaló la puerta del baño, yo también la señalé y ella se rio, por fin se sacó la manita de la boca. Dijo algo en chino.
—Claro —le respondí—, los holding es lo que tiene, que fluctúan las ganancias.
La niña se rio con muchas ganas, quizá por mi tono de voz, metió hasta un gritito. Tenía un ganchito en el pelo de una rana, era una rana verde con un enorme lazo rojo.
—Vaya, a tu rana ya le ha salido pelo, eres una chica con suerte. —Y le señalé el ganchito.
Ella se llevó la mano a la cabeza y se lo quitó de un estirón.
—No, no, no, quitar no, quitar no.
Demasiado tarde, la niña me ofreció el ganchito, así que no me quedó otra cosa que enfrentarme a los dos elementos que más temía: pelo y niña. Con cuidado le toqué la cabecita, ¡ay, madre mía!, era tan suave que de repente no podía dejar de tocársela y sonreír, cualquiera que me viera pensaría que era una depravada. ¿Cómo mis amigas nunca me habían contado que el pelo de sus hijos era tan suavecito? Instintivamente me toqué el mío, lo llevaba suelto, por debajo de los hombros, era áspero, rugoso y con las puntas enredadas.
—No crezcas nunca, la queratina la pierdes en dos telediarios.
Luego le cogí un mechoncito del medio de la cabeza y le até el ganchito estirándole el resto del pelo. Ella me miraba seria, se dejaba hacer.
—Mira qué bohemia te ha quedado el peinado, pareces una artista. —Y empecé a dar palmaditas, ella también y a mí me dio la risa, así que la niña empezó a reírse todavía más fuerte, parecía que iba a vomitar, tuve miedo. Y es que me dejaban una niña dos minutos y la devolvía transgresora y con trastorno digestivo.
La madre salió del baño, del brazo alzó a la niña del suelo y se la llevó, parecía realmente estresada, creo que a aquella mujer le sobraban las hijas y también parte de su existencia, pero como a todos, supongo. Seguí un rato sentada en el suelo, no se estaba mal.
—¿Hola? —Oí preguntar.
Levanté la cabeza y vi al del holding a punto de entrar en el baño.
—Hola —contesté.
—¿Todo bien?
—Sí, la verdad es que sí, ¿y tú?
Él se rio y no me contestó, entró al baño. Cuando salió entré yo.
Al volver al asiento, el del holding me miraba con curiosidad.
—¿Vas a Beijing de viaje?
—No, soy profesora.
—Oh, ¿das clase?
—Sí, aunque parezca sorprendente los profesores solemos dar clase.
—No, no, yo quise decir si…
Pero a mí ya me había dado la risa y el tipo no pudo explicarse. Hablamos de lo diferente que era conocer un país de viaje o viviendo en él, hablamos de las anécdotas más disparatadas que nos habían ocurrido en Asia, hablamos de los Estados Unidos, de Trump, de Putin, de Xi Jinping, de Huawei, de las movidas que se podían hacer con el Wechat y de si era lícito o no echar un hielo en una copa de vino como ocurría habitualmente en China. Hablamos, hablamos mucho y me gustó hacerlo por raro que parezca. Era un tío majo, sobre todo después de quitarse la corbata y guardarla en la funda de su portátil.
Nos sirvieron la comida y después cada uno empezó a ver una película desde su asiento, hasta que me dio un golpecito en el brazo:
—Perdona, ¿la conoces? —me preguntó mirando al pasillo.
—Claro que la conozco, ¡hola, ranita! —dije a la niña del ganchito que ahora estaba frente a mi asiento dando saltitos y sonriendo como una loca—. Tiene el pelo súper suave, ¿se lo quieres tocar? —El del holding me miró raro.
Eché un vistazo al fondo del pasillo y vi a su madre, le hice un gesto para avisarle de que su hija estaba conmigo, pero no parecía importarle demasiado.
—Bueno, creo que tu madre se parece a la mía, así que ¿quieres sentarte conmigo?, ¿eh?, ¿nos sentamos juntas?
Le hice un hueco en mi asiento, cabíamos las dos, ella era diminuta y mi culo, de momento, no se había expandido indiscriminadamente. Le mostré el espacio que le estaba dejando, la niña se acercó y le ayudé a subirse al asiento, luego, até el cinturón de seguridad abarcándonos a las dos.
—¿Bien? —le pregunté, la niña no me entendía pero como no dejaba de sonreír supuse que estaría bien. Pasé mi brazo en diagonal por delante de su cuerpecito, para que no se escurriera hacia pasillo, y ella se amarró a él y creo que se quedó dormida al instante.
No sé el tiempo que pasó, también me había quedado dormida, cuando una azafata me despertó.
—La niña no puede ir ahí sentada. Vamos a pasar por fuertes turbulencias.
—Tenemos puesto el cinturón —dije mostrándole cómo estábamos atadas las dos.
—Lo siento, no se puede.
La desperté y la llevé con su mamá. Allí ella empezó a llorar y nuevamente se metió la manita en la boca.
—Oye, no, no, no, llorar no, llorar no —dije agachada a su altura—. Mira, muchas veces no podrás estar con quien verdaderamente quieres, por las turbulencias, porque la vida está llena de bolsas de aire, ¿eh, ranita? Pero créeme, todo pasa. Todo pasa…
Regresé a mi asiento y es cierto que los bandazos que estaba dando el avión eran llamativos, me até el cinturón y rebobiné parte de la película que estaba viendo. De repente el del holding me agarró con fuerza del brazo “nos matamos”, dijo, yo me reí, tenía la vista al frente y estaba blanquísimo. Lo tranquilicé.
—¡No, no tendremos esa suerte!
Pero él no parecía abierto al chiste, se agarraba con ansia a su cinturón y empezó a darme pena porque realmente se le veía con miedo. Buscó en el bolsillo de su asiento y sacó la bolsa de papel, la abrió y comenzó a vomitar. Me asusté un poco. Con cautela puse mi mano sobre su espalda y suavemente se la froté. “No pasa nada, de verdad, no pasa nada”, “tranquilo, ya están pasando”. Le temblaba todo el cuerpo. Le seguí frotando la espalda hasta que pareció que se calmaba. Apoyó la cabeza en el asiento de delante.
Las turbulencias cesaron, el avión se estabilizó y la luz de emergencia se apagó.
—Ya está —le dije—. Dame, anda —y cogí su bolsa de vómito y la llevé a la cocina, allí avisé a la azafata de que el pasajero del 37E no se encontraba bien. Le prepararon una manzanilla. Se la llevé.
—Toma, te hará bien. —Cogió la manzanilla sin decir nada, parecía sentir vergüenza—. ¿Sabes que un día me tiré un pedo y me cagué? —Me miró—. Es verdad, delante de mi novio, fue al poco de conocernos, y no me dejó, así que supe que estaríamos juntos para siempre porque ningún marrón podría ser peor.
Los dos nos empezamos a reír.
Tres horas más tarde el avión aterrizó en Pekín. Los pasillos del aeropuerto nos obligaron a separarnos, el del holding se quedaba en la capital mientras que yo debía tomar otro avión.
—Bueno, pues hora de despedirse —dijo.
—Sí, mucha suerte en tu reunión.
—Gracias y tú con las clases o eso que hagas siendo profe. —Me reí.
Nos despedimos con la mano. Lo vi alejarse por el pasillo y después crucé a la entrada de transfers. Sentada ya frente a la puerta de embarque de mi nuevo avión, me sonó el móvil, atendí la llamada inmediatamente al ver quién era.
—Sí, profesora Wang, (…), no se preocupe, un viaje muy tranquilo, (…), sí, todo ha ido muy bien, (…), en unas horas estoy allí, (…), gracias, sí, así es, ya estoy en China, otra vez...