—Ya sé por qué vienes a verme cada dos semanas
—dijo el viejo. Elvira apoyó la cabeza en la butaca y, mirando el techo de escayola, cerró los ojos—. Quieres certificarla.
Elvira abrió los ojos y se echó hacia adelante.
—¿Qué quiero certificar? —preguntó.
—Mi muerte.
—Agustín, llevas muerto mucho tiempo.
—Igual que tú, querida. Y quizá sea eso lo que
nos une.
—¿El purgatorio? —Se levantó y de su bolso
sacó un sobre amarillo tamaño folio. Lo sostuvo con ambas manos—. Te he traído
algo —. Se acercó a él y sobre sus rodillas depositó el sobre no demasiado
grueso.
—¿Qué es esto? —Alzó la vista con una
desdibujada sonrisa—. ¿Es tu investigación?
—Sabes cómo hacerme sentir mal. Mi
investigación pesa cuatro veces más y dice cuatro veces menos.
El viejo profesor cogió el sobre y lo sostuvo
en el aire con un leve balanceo.
—Cierto, poco hay aquí. ¿Tu testamento?
—¿Quieres verme muerta?
—Quiero verte.
Elvira sonrió y se sentó en el borde de la
mesita de café. Juntó los pies y se los miró. Tenía dos pares de zapatos, los
botines marrones de polipiel y las botas altas negras de tacón que ya nunca se
ponía.
—No sé cuando fue la última vez que fui de
compras tampoco sé por qué debería hacerlo. No necesito nada. —Alzó la vista y
miró a su viejo profesor—. Es mi novela.
Agustín, sosteniendo su mirada, lanzó el sobre
al suelo.
—Agustín…
—¡Dolores! ¡Dolores! ¡Dolores!
—Agustín, necesito que la leas.
—¡Dolooores!
—Solo recibo negativas de las editoriales.
Necesito que la leas y que seas sincero conmigo. Agustín, por favor.
—¡Dolores! ¡Maldita mujer! ¡Dolores!
—¡Virgen santa, virgen santa!, pero ¿qué pasa?
—Dolores apresurada entró en el salón con un trozo de papel de aluminio que
sostenía con dos dedos—. ¡A puntito de meter el bizcocho en el horno, señor mío,
pero así no se puede, no se puede!
—¡Elvira se va! —gritó el viejo.
La mujer miró a Elvira sin entender demasiado.
—Bueno, bueno, pero si la chica conoce la
salida de sobra.
—¡Se va, he dicho!
—Me voy, Dolores. —Elvira se levantó, tomó el
bolso y el abrigo y se acercó a la puerta.
—¿Y eso? —dijo Dolores señalando el sobre en
el suelo—. ¿Es tuyo, cariño?
—¡Eso es basura! —gritó el viejo—. ¡Llévatelo
y tíralo!
Elvira vio como Dolores, sin preguntar nada más,
se agachó a recogerlo del suelo, lo dobló por la mitad y se lo metió bajo el
sobaco, también hizo una pelotita con el papel de aluminio y se lo guardó en el
bolsillo del delantal. Después, las dos salieron del salón cerrando la puerta.
En el descansillo, Elvira se puso el abrigo.
—Cariño, no se lo tomes en serio —dijo Dolores
mientras le sostenía el bolso—. No ha vuelto a ser el mismo desde el derrame,
ya lo sabes. Y es triste verlo así porque ya nadie viene a visitarlo, con lo
que él ha sido, ¡con lo que esta casa ha sido! Es un cascarrabias, pero él te…
—Es difícil, Dolores —dijo cogiéndole el bolso
y colocándose en el hombro—. Es difícil.
Se despidieron con un beso, Elvira bajó las
escaleras y Dolores volvió a la cocina. Allí botó el sobre amarillo a la basura
y volvió a recortar un trozo de papel aluminio que colocó sobre el molde del
bizcocho. Vertió la masa sobre el recipiente y lo extendió con la espátula de goma para unificarla. Pensó que este le quedaría mucho mejor que el último, el
truco estaba en añadir la justa medida de anís en grano. Empezó a tararear Yo
no soy esa de Mari Trini: …de haber jugado con el amor de los demás…
—¡Doloooores!
Calló en seco. Colocó las manos sobre la encimera
y farfulló:
—Señor, dame paciencia, porque si me das
fuerza… —Siguió cantando—. Si de verdad me quieres, yo ya no soy esa que se
acobarda en una borrasca…
—¡Dolores! ¡Doloooores!
La mujer abrió la puerta del horno, metió el
pastel. Se sacudió las manos sobre el delantal y siguió cantando: luchando
entre olas encuentra la playa, esa niña sí, no, esa no soy yo…
—¡Dolores! ¡Dolores! ¡Maldita seas entre todas
las mujeres!, ¡Doloooooores!
Dolores entró en el salón fingiendo agitación.
—¡Ay, virgen!, pero ¿qué pasa ahora?
—Que está sorda, sorda, ¡sorda! —gritó el
viejo.
—Ay, señor Agustín, la casa, que es muy
grande, muy pero que muy grande y claro, cuando me meto en la cocina… Estaba
con el bizcocho que ya sabe que mi prima Angelines me dijo: no pongas licor de
anís, hazlo en grano, porque el licor lo amarga, ¡oiga!, ¿y se puede creer que
probando solamente la masa así, un poquito…?, ¿sabe lo que le digo?, ¡qué
diferencia!, porque Ana María, la mujer de mi cuñado Antonio, vamos, mi cuñada,
la que tiene el hijo abogado, que gracias a eso, sus vecinos, los de Cedillo,
ya sabe, allí en Toledo, no perdieron la casa porque si…
—¡Vale, vale, calle, calle, por dios, calle! No
conozco a persona que escupa tanta información en tan poco tiempo —dijo pasándose
la mano por la cabeza—. La basura.
—¿Qué basura?
—Qué basura va a ser: la basura.
Dolores aturdida se registró a sí misma y del
bolsillo del delantal sacó la pelotita de aluminio.
—¿Esto? ¿La quiere?
—¿Y para qué voy a querer yo eso? ¡La basura!
¡El sobre!
—Válgame dios, el sobre, el sobre, virgen
santa, ¡el sobre!
—Sí, sí, el sobre, Dolores, el sobre, deje de
repetir las cosas cuatrocientas veces. El sobre, tráigamelo.
—Pero… Lo tiré a la basura.
—¡¿Y por qué hizo usted semejante cosa,
Dolores?!
—Porque era basura. Usted me dijo que era
basura.
—¡Tráigamelo!
Al cabo de diez minutos Dolores volvió a entrar
en el salón con Mari Trini en la cabeza y el sobre en las manos.
—… yo no soy esa que tú te imaginas, una
señorita tranquila y sencilla… ¡El sobre, aquí está! Lo he limpiado, no se
preocupe. Limpio está, ya me conoce. ¿Se lo dejo aquí, en su escritorio?
—No, no, no, démelo, es importante, es muy
importante.
—Bueno, pues para ser tan importante casi lo
tira —dijo al dárselo—. … Que un día abandonas y siempre perdona, esa niña
sí, no, esa no soy yo…