13 abr 2019

Tormento


Elefante-jirafa de Salvador Dalí

Elvira se levantó a las 6:30. Aquella ciudad de China parecía que se había despertado con una espesa niebla. Era mediados de abril pero el invierno no había tomado la determinación de irse y la primavera pensó que allí, de momento, estaba de más.
Tras ducharse, Elvira se enroscó la toalla al cuerpo e hizo café. Con la mirada perdida a través del enorme ventanal de la cocina, pensó si hoy podría ponerse la falda por fin. No, descartó mentalmente. Se pondría los pantalones con la camiseta negra y el jersey de punto granate. Dejó el vaso en el fregadero y fue a su habitación. Abrió el armario. Al principio no se dio cuenta pero cuando intentó correr las perchas hacia la derecha comprobó que no podía, algo le hacía tope. Miró el fondo del armario y no vio nada. Lo intentó de nuevo pero fue imposible, las perchas no se movieron ni un centímetro. Optó, entonces, por abrir primero los cajones y sacar la camiseta de uno y el jersey de otro. Una vez que los hubo tirado sobre la cama, se dispuso a buscar otra vez sus pantalones. Sin embargo por más fuerza que hacía, las perchas se mantenían inmóviles. Estiró una mano hacia la zona oscura del armario y notó una superficie rugosa. Extrañada sacó la mano, se acarició los dedos intentando descifrar qué es lo que había palpado y repitió el proceso. Esta vez pudo adivinar que se trataba de una masa bastante grande, tan grande como para ocupar todo el fondo del armario, y áspera, áspera o rugosa, no sabría precisar. Finalmente se decantó por la falda que también la tenía guardada en los cajones y decidió no darle más importancia al asunto.
Esa misma noche desde la cama oyó un ruido. Se dio la vuelta y vio como la puerta del armario se abría poco a poco. Encendió la luz de la mesilla y se incorporó. Del hueco de la puerta parecía salir lo que era la trompa de una bestia: gris, larga y rugosa. Se levantó. Abrió el armario de par en par pero no pudo ver nada. Tan solo la oscuridad que caracterizaba al fondo del armario. Estiró la mano y palpó la negrura, ahí estaba, nuevamente, esa masa  áspera. Esta vez, además escuchó como una especie de rugido.
―¿Qué eres? ¿Por qué estás en mi armario?
Silencio.
A la mañana siguiente, el invierno seguía siendo la estación estrella de abril y Elvira, con la toalla enroscada al cuerpo, bebía su café en la cocina repitiendo en bucle el rugido que había escuchado anoche.
Llegó a la habitación. Con decisión abrió el armario y la vio allí sentada. Bajo las perchas. Podía ver aquella masa claramente, con sus partes poco definidas pero diferenciadas, su color y textura, estaba allí, en su armario. Lo cerró con cierta brusquedad y llamó a su compañera de trabajo Verónica, que al mismo tiempo era su vecina de puerta de al lado. Verónica llegó en 5 minutos, Elvira la hizo pasar hasta la habitación donde se sentaron en la cama.
―¿Estás preparada? ―le preguntó Elvira.
―Sí, abre.
Elvira se levantó, abrió las puertas del armario y con lentitud se volvió a sentar junto a su amiga.
―¿Lo ves?
―Sí… ―respondió Verónica.
―¿Qué es?
―No estoy segura ―contestó su vecina―. ¿Por qué no llamas a los de mantenimiento del edificio?, quizá ellos puedan ayudarte.
Elvira estuvo de acuerdo con la idea y pidió a su amiga que le ayudara a comunicarse con ellos porque tan solo hablaban chino. Así que en poco más de 15 minutos llegaron dos hombres vestidos con pantalones y chaquetas azules. Uno llevaba en la mano un destornillador y el otro un cable. Verónica les explicó el problema. Elvira, que seguía con la toalla enroscada al cuerpo, les mostró el camino. Allí, los dos hombres inspeccionaron el armario y dijeron no ver nada.
―Al fondo, muy al fondo, hay que fijarse bien ―anotó Verónica en chino.
Uno de ellos pareció encontrar algo. Empujó a su compañero y este, dejando el destornillador en la mesilla, puso casi medio cuerpo dentro del armario. Después acordaron algo entre ellos, cerraron las puertas y se dirigieron a Verónica en chino. Sin más se fueron.
―Pero ¿qué han dicho?
Verónica se sentó en la cama e hizo un gesto a Elvira para que hiciera lo mismo.
―Dicen que es un elefante.
―¿Un elefante?
―Sí, dicen que es muy probable que te lo trajeras de España, quizá en la maleta, sin darte cuenta. Dicen que seguro que no es chino, chino no es.
―No recuerdo haberlo traído.
―Bueno, no le des más vueltas, Elvi, no es más que un elefante, todos tenemos uno tarde o temprano.
Elvira la miraba intentando entender la situación.
―Pero, ¿cómo es posible que no lo haya visto hasta hoy?
―Uy, hay gente que no lo ve nunca. ―Y levantó los hombros―. En fin, ¿tienes clase a las 8:30?
―Sí…
―Vale, pues date prisa que andas muy justa, nos vemos allí, ¿vale?
Elvira la vio salir desde el pasillo. Después regresó a la habitación y abrió ambas puertas del armario. El elefante, sentado sobre las toallas, la miró, ella lo miró a él y así, con enorme temor, comenzó el primero de sus días más tristes.