7 abr 2023

Alma en calma

 

Los gatos de Carmen Mansilla

Estaba sentada de lado en una silla de hierro y mimbre de una de las terracitas en una céntrica plaza de Madrid. Daba vueltas a la segunda página de un libro que acababa de empezar a leer. No lo estaba entendiendo. Miré la contraportada y releí la sinopsis de nuevo. Seguía sin entenderlo. Pensé en mi novela, en lo fácil que resultaba frente al libro, en que quizá fuera eso por lo que ninguna editorial estaba dispuesta a publicármela. Resoplé y tiré el libro sobre la mesa. Me quité las gafas de leer y me puse las de sol. Un niño gritó en la mesa de al lado, lo miré con asco y luego me di cuenta de que su padre, leyendo el periódico, llevaba ignorándolo un buen rato. No le quité la vista hasta que levantó la cabeza y me vio. Lo sonreí y luego le señalé a su hijo. El hombre miró al niño y no pareció entender así que me preguntó si pasaba algo.

—No, nada —dije sonriendo—, solo que si tú no lo quieres aguantar imagínate yo.

El hombre comenzó a increparme con una larga lista de insultos entre los que destacaban: egoísta y loca. Nada nuevo. De mi bolso saqué los auriculares, me los puse y abrí la aplicación de Spotify. Coloqué los pies en la silla de enfrente y cerrando los ojos dejé que Cesária Évora me cantara al oído. Tres canciones fueron las que pasaron antes de abrir los ojos y verlo sentado en mi mesa. Sorprendida solté una carcajada.

—¿Qué haces tú aquí? —pregunté. Replegué las piernas, me quité los auriculares y apoyé los brazos en la mesa extendidos. Markus me cogió una de las manos y entrecruzó los dedos con los míos.

—Estás vieja —dijo.

—Echaba de menos la sinceridad alemana. Tómate una cerveza conmigo —dije. Markus, obediente, levantó la mano y gritó al camarero, que no se movió de la puerta del bar, dos cañas—. Muy español.

No sé el tiempo que no lo veía, podría decir que un año, pero hacía casi tres que había terminado la pandemia y con ella su regreso a Múnich, así que quizá cuatro, no lo sé, sinceramente, no recordaba la última vez que habíamos estado juntos. De un tiempo a esta parte, me pasaba mucho y mi incapacidad para echar de menos a la gente no me ayudaba a retomar el contacto.

Markus se apoyó en la silla y me sonrió.

—Necesitaba algo de sol.

Siempre me cayó bien. Es cierto que pocas o, mejor dicho, ninguna pareja de mis amigas me caía bien. Se dividían en dos grupos: idiotas redomados y redomados idiotas. Sin embargo, siempre me entendí con Markus, posiblemente por su humor, ácido y crudo; por su virtuosismo con el español, en poco más de un año manejaba expresiones como un nativo; por su paciencia con Beatriz; por su sinceridad al dejarla, poco margen a las hadas y mariposas; por su buena conversación y gusto literario…

—Peter Weiss —dijo cogiendo el libro de la mesa.

—Peter Weiss —repetí.

Lo abrió y repasó las amarillentas páginas de esa edición de 1968. Lo dejó de nuevo sobre la mesa y esperó en silencio a que el camarero trajera las cervezas. Cuando lo hizo, me ofreció la mía y pegó un trago a la suya.

—Esta mañana he estado con Beatriz, en su casa —dijo. Se echó hacia adelante—. No está bien.

Bajé la cabeza y fingí sacudirme migas de mis pantalones.

—Ya —dije—. Hace casi un año que no tengo ningún tipo de relación con ella.

—Lo sé, me lo ha dicho.

Apreté los labios, no quería seguir hablando de ella.

—Te echa de menos —insistió.

—Qué suerte. Mi psicopatía impide que sea recíproco.

Markus se acercó con la silla y me agarró por detrás de las rodillas.

—Les he alquilado la casa de Múnich a unos amigos. Voy a quedarme una temporada en España. Tres semanas en Madrid y después trabajaré desde Almería, quizá hasta octubre o noviembre, no lo sé. Voy a alquilar una casita en Níjar, en medio de la nada, de las que te gustan, ya la tengo apalabrada. Estás invitada.

—¿Hace cuánto que no nos vemos?

—Poco más de año y medio —contestó. Sorprendida negué con la cabeza—. Sí, desde la fiesta de inauguración de la casa de Beatriz, que terminó con varias complicaciones…

—Dios mío… —Mi cabeza voló hasta encontrarme en esta misma plaza un año atrás cruzándola de madrugada, amoratada, del brazo de Almudena con un tiesto de petunias—. Dios mío, por favor, es cierto… —Me eché a reír, Markus también. Me embriagó una nostalgia que tardé en reconocer como sentimiento propio y tuve inmensas ganas de llorar. Me aparté de Markus y tomé un sorbo de mi cerveza—. ¿Sigue viviendo en el palacete?

—¿Beatriz? —Asentí—. Sí —contestó.

—¿Y tú?

—He alquilado un Airbnb aquí. —Levantó el brazo y señaló el edificio de enfrente—. Te he visto llegar, pedir el café, leer y enfadarte con tu vecino de mesa.

—¿Me estabas espiando?

—Te estaba esperando. Eres animal de costumbres. ¿Hablarás con ella?

Tres días más tarde salí de casa explicándole a Joan que no sabía si tardaría en volver.

—¿A dónde vas? —preguntó extrañado.

—No lo tengo muy claro.

Ya en la calle, rebusqué en mi bolso y saqué los auriculares. Me conecté a Cesária Évora y la escuché sin moverme del portal. No fue hasta la cuarta canción cuando decidí emprender el camino. Siete minutos después estaba frente al palacete de Beatriz. Me acerqué al portalón de 1842 y lo acaricié con una mano. Pensativa me quité con lentitud los auriculares y los guardé en el bolso. Conté hasta 25 y toqué el timbre del primer piso. Esperé nerviosa, nadie contestaba. Repetí la operación hasta en tres ocasiones. Nada. Me rendí. Di un par de pasos hacia atrás y observé el distinguido edificio. Tenía que haberla llamado, pensé, tenía que haberlo hecho, pero qué iba a decirle, qué podía decirle que sonara bien… Retomé el camino a casa dudando de si tendría en otra ocasión el valor para hacerlo de nuevo. Así que me detuve y retrocedí hasta el palacete. Me senté en el segundo escalón del portalón y la esperé. Escuché dos veces el disco completo de Radio Mindelo de Cesária Évora, después busqué canciones al azar. En mitad de Tell me what de Fine Young Cannibals, unas Nike del 38 se pararon frente al escalón, levanté la cabeza y vi a Beatriz delante de mí con ropa de deporte. Dejé a Roland Gift cantando en el escalón de piedra y me puse de pie.

—Hola —dije.

—Hola —dijo.