17 may 2012

Basura


Woman fallen in the garbage bin

Elvira pegaba el segundo trago a un Ossian 2009, mientras daba vueltas, con una cuchara de palo, a la cazuela de arroz con leche que estaba preparando. Dejó la copa en la encimera y miró la botella. Sonrió. Cómo se alegraba de tener amigos tan espléndidos como Gael. Las cosas no le estaban yendo demasiado bien, pero aquel momento en la cocina lo compensaba todo.
―¡ELVIRAAAAAAAA!
El grito que ascendió por el hueco de la escalera hizo que Elvira se precipitara a abrir la puerta de la calle, y se asomara a la barandilla del descansillo.
―¿Guillermina? ―preguntó al ver a la vieja del segundo mirar hacia arriba desde su rellano.
―¡La basura, hija mía!
―Ay, coño, la basura… ―farfulló mientras entraba de nuevo en casa. Apagó la vitrocerámica, cogió las llaves, salió y, tras cerrar la puerta, bajó las escaleras de dos en dos.
―Pero, hija mía, si son casi las diez de la noche…―recriminó la anciana a Elvira, cuando ésta ya hubo llegado al segundo piso.
Guillermina Barroso tenía 83 años y era la vecina del segundo izquierda. Vivía sola y Elvira  le sacaba la basura los martes, jueves y domingos para que ella no tuviera que andar subiendo y bajando esas viejas y desniveladas escaleras.  Desde que murió su abuela, Elvira encontró en Guillermina a ese alguien a quien querer porque sí.
―Que se me ha pasado, Guillermina, que ando fatal de la cabeza…
―Pues haberme dicho y habría avisado a Felipe. Bueno, ahora bájame la basura que ando inquieta, no vaya a ser que pase el camión.
Elvira cogió la bolsa, echó un suspiro, miró a la vieja y se apoyó en la barandilla con gesto de derrota.
―Guillermina, ¿conoce esa sensación de haber dejado las ventanas abiertas de casa para ventilar, marcharse a hacer unos recados y al volver encontrarse con que está todo patas arriba? Usted sólo quería refrescar la casa y el viento se la desbarajustó por completo.
―Yo si salgo a los recados lo cierro bien todo, que nunca se sabe.
―¿Pero me entiende?
―Hay que ser más precavida, hija mía.
―Eso debe ser. Hoy visité a una amiga cuando salí de la universidad, y me ha tenido un buen rato tocando el timbre. ¿Por qué no me abrías?, le he dicho. Mujer, estaba hablando por teléfono, además ¿qué han sido, tres minutos? ¡Sí, tres minutos!, y me parece ya mucho. Porque ¿qué haces delante de una puerta durante tres minutos?, ¡nada, sólo mirarla!, ¡esperar a que alguien te abra!, ¡es un tiempo perdido! No sé, a veces me da la sensación de que llevo toda la vida esperando a que alguien me abra la puerta… ¡Pero sólo me encuentro portazos! ―Hizo una pausa. Miró a Guillermina y comenzó a hablar en un tono más relajado―. Ayer leí una crítica a mi novela que decía: “nunca imaginé que una chica de Bilbao pudiera ser tan banal”. Es decir, que si hubiera sido de Murcia podría ser banal tranquilamente, pero siendo de Bilbao, ay, no, no, no, ¡eso sí que no! Guillermina, explíquemelo, porque no lo entiendo. Y así con todo. Me doy cuenta de que la gente te va coartando estableciendo sus propias reglas. Bilbao y banal, no casan, señores, por lo tanto Elvira Rebollo es una pésima escritora. ¡Si lo llego a saber le habría pedido a mi madre que me pariera en Cuenca! ―Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y suspiró de nuevo―. Mi psicoanalista dice que debo tomar la responsabilidad de mi vida, y llevo año y medio intentándole explicar que lo que quiero es delegar, porque estoy agotada, agotada de que no me abran la puerta. No sé, supongo que él también pensará que soy banal, aunque no creo que ponga como excusa lo de Bilbao. Banal sin más, por las tonterías que le cuento. A veces, cuando estoy en su consulta tengo miedo de que explote, porque esto de alimentarse del dolor ajeno no puede ser bueno, ¿verdad? Lo convierte en una persona muy poco humana. En una piedra. La piedra de la paciencia. ¿Lo ha leído?, yo tres veces, se lo tengo que dejar, Guillermina, se lo tengo que dejar... Creo que es uno de mis libros favoritos, y La ciudad y los perros, y La campana de cristal, sí, también. Te deja sin aliento. Pobre Esther, pobre Sylvia… ―Dejó la bolsa de basura en el suelo y miró la puerta de la derecha―. Vaya, si Felipe sigue escuchando la tele tan alta, se va a quedar sordo. Yo prefiero la música. Antes, justo antes de bajar, preparaba arroz con leche, y escuchaba a Nina Simone. A Etienne, ya sabe, el novio francés que tuve, ya le he contado varias historias de él, pues bueno, a Etienne le encantaba Nina Simone, quizá por eso la estaba escuchando hoy. Me he dado cuenta de que desde que me dejó, me paso la vida buscando un sustituto, y luego, cuando lo encuentro, me paso la otra media pensando en cómo dejarlo. Porque me aburren. Guillermina, de verdad, ¡me aburren soberanamente! Lo siento, pero es así. Etienne tenía las tres únicas cosas que pido en un hombre: inteligencia, sentido del humor y que luego en eso, ya sabe, en el tema, vamos, en el trikitriki, sea un genio. Y Etienne lo era. Me dejó dos veces inconsciente, ¡inconsciente! ―Inspiró profundamente y se retiró todo el pelo hacia atrás―. La gente dice chorradas como que lo más importante en un hombre es que sea buena persona y que te quiera, ¡pues para eso me compro un perro! ―Chasqueó la lengua―. Aunque mira, igual ése es mi problema, porque no espero a que me quieran. Me conformo con querer sólo yo, y eso no puede ser, ¿verdad? No, no puede ser, así me va…, así me va…, llamando a puertas que nunca se abren, mientras, tonta de mí, me dejo todas las ventanas abiertas. No sé ―Pausa―. De verdad que no lo sé, Guillermina… ―Otra pausa―. Pero usted me entiende, ¿no? ¿Me entiende o no me entiende, Guillermina?
―Pues qué sé yo, hija mía, pero ¿me vas a bajar la basura o le aviso a Felipe?
 

11 may 2012

Viviendo, jugando


 Trilce de Sofia Serra

Elvira no tiene miedo a la muerte. Está más que convencida de que morirá joven. A los 40 dice. Ser tan absolutamente consciente de que morir no te importa, hace que construir el sentido a la vida, sea un esfuerzo titánico.
Tenía 22 años cuando un amigo suyo, después de terminar el pintxo de tortilla en la cafetería de la universidad, dijo que se marchaba. Se levantó, se desplomó y se murió. Nada ha podido justificar aquella muerte. Se levantó, se desplomó y se murió.
Elvira convirtió su vida en un juego en el que, tarde o temprano, dejaría de echar los dados.

―Es un tío raro.
―¿Quién? ―preguntó Elvira a Kayla, su compañera de departamento, que estaba, en ese momento, en su despacho. Las dos, profesoras treintañeras, trabajaban en una universidad de West Virginia.
―Darrell Crow.
Elvira se levantó de su mesa y se acercó hasta la puerta, desde donde su compañera veía cómo Darrell introducía las monedas en la máquina de café.
―No sé, no lo conozco ―contestó Elvira.
―¿A Darrell Crow?, ¡claro que lo conoces!, pero si tiene el despacho a la vuelta del pasillo, y he sido testigo de cómo has intentado sacarle conversación en el ascensor, ¡Darrell Crow!
―Sí, sí, sí, sé quién es, pero no lo conozco. No sé si es raro o no.
―Es raro. Tiene 37 años y parece de 50. No habla con nadie. Siempre va con esos mocasines, ¡aunque haga -20º! Es raro.

Elvira tenía revisión de exámenes. Cuatro estudiantes esperaban sentados en el suelo del pasillo frente a su despacho. Un quinto estaba dentro, apoyado en su mesa, intentado convencerla de lo mucho que había estudiado.
―Si yo lo sé, Nathan, pero este examen no tiene un medidor de esfuerzo, sino de conocimiento.
El sonido de unas pisadas arrastradas hizo que Elvira ladeara la cabeza y mirara hacia el pasillo. Vio a Darrell Crow llegar a la máquina de café y echar unas monedas.
―¡El señor Crow! ―exclamó Nathan―. Ése sí que es un buen profesor. No hace exámenes a sus estudiantes. Dicen que valora  sólo la actitud en clase. Debe ser un tío genial.
―Tiene que ser difícil poner una nota sobre una actitud, ¿no? ¿Qué nota te pondría a ti, si te pasas toda la clase dormido? Con mi método tienes por lo menos un 53/100, ¡no está mal! ―Y devolvió el examen a su estudiante con una sonrisa―. ¡Siguiente! ―Nathan salió, pero nadie entró―. ¡Siguiente! ―Nada―. Se levantó y se acercó a la puerta. Allí vio cómo sus cuatro estudiantes miraban a Darrell Crow, que se había quitado un zapato para guardar en él las monedas que la maquina le había devuelto. Elvira no dijo nada, simplemente avisó a su alumna Penny de que entrara.
―Pobre señor Crow… ―dijo Penny sentándose en la silla que estaba junto a la mesa―. Es que últimamente parecía algo mejor. Mi prima iba en el avión, ¿sabe?
―No…, no, ¿qué avión? ―preguntó Elvira buscando el examen de su estudiante.
―En el avión. El que cogió de Huntington a Charlotte. Iba a hacer una entrevista de trabajo. Mi prima, no el señor Crow. El señor Crow iba con su novia. Y pasó.
―¿Qué pasó?
―¿No sabe lo que pasó en el avión?
―¡No, Penny, no sé lo que pasó en el avión! ―Su alumna la miró sorprendida―. Perdona, estoy un poco cansada. A ver, ¿qué pasó en el avión?
―Pues hará de esto casi 6 años. En el avión, nada más despegar, la novia del señor Crow empezó a decir que se encontraba mal. Mi prima, que estaba sentada justo detrás, le dio su botellín de agua, y parece que se sintió mejor. Y cuando el avión se estabilizó, su novia dijo que quería ir al baño. Se levantó, se desplomó y se murió. Tuvieron que aterrizar en Charleston de urgencia. Se levantó, se desplomó y se murió.
Elvira respiró hondo. Sacó el examen de Penny del montón y se lo dio.
―Bien, échale un vistazo y me preguntas las dudas.

Elvira raspaba una moneda contra la máquina de café.
―¿Perdona?
―Oh, Darrell, hola. Parece que la máquina no me la acepta, no sé por qué…
Darrell Crow se quitó su zapato. Metió la mano en él y sacó un par de monedas.
―Toma, prueba con éstas ―dijo ofreciéndoselas a Elvira.
―Oh, gracias… ―Extendió la mano un tanto indecisa y tomó las monedas. Las miró y luego se volvió a dirigir a él―: Pero tú primero, que… no sé, igual tienes más prisa que yo.
Darrel Crow asintió con la cabeza. Se colocó delante e introdujo el dinero por la ranura. La máquina comenzó a preparar el café. Elvira detrás, observaba las monedas en la palma de su mano y en silencio esperó su turno.