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Jeni Lee |
—No me ha dado ninguna explicación. Solamente que regrese
a Madrid. Me está volviendo loca.
Era sábado, las 09.30 de la mañana y dibujaba círculos
sobre un papel en blanco, mientras escuchaba a Beatriz por teléfono. Estaba en
una bonita cafetería dentro de la universidad en la que trabajaba en China.
—Gracias —dije en chino al gerente del local, al dejar
sobre mi mesa un té de manzana y canela.
Me sonrió y, antes de volver a la barra, miró a través de
los enormes ventanales que daban al campus. Quizá tanto él como yo estábamos en
el mismo punto. Dando vueltas en una línea circular preguntándonos si habría
manera de convertirla en una recta.
A las 8.00 de la mañana Fang Jing, secretaria del
departamento, me había despertado. Debes hacerte una PCR, me dijo. ¿Cuántas
PCRs puede soportar la nariz de un ser humano?, pregunté. No lo sé, pero hoy
debes hacerte una nueva PCR, contestó. Llevaba exactamente 28 días de
cuarentena, de los cuales 21 me había pasado en un muy cuestionable hotel a las
afueras de Tianjin. Sin embargo, las medidas funcionaban, hacía 7 días había
aterrizado en mi ciudad de destino, en donde la casi normalidad absoluta era una
realidad. Después Europa se cuestiona qué es lo que está haciendo mal con
respecto al control de la pandemia, con gusto le hubiera invitado a pasar el
último mes conmigo en China. Ver, callar y copiar.
A las 8.30 una mujer enfundada en un traje EPI se bajaba
de una ambulancia, frente a nuestro bloque de apartamentos, para hacer el test.
Junto a mí Verónica.
—No lo soporto más —dije tocándome la nariz después de la
prueba.
—Supongo que es mejor esto que no un mes en la UCI boca abajo
mientras te limpian el culo porque te has orinado sobre unas gasas —Verónica,
el pragmatismo hecho carne.
—Bien, profesoras, ya sois libres —nos interrumpió Fang
Jing que, con un elegante abrigo blanco sobre su cochambroso pijama, nos
confirmaba el fin de la cuarentena.
Verónica y yo empezamos a canturrear a lo Nino Bravo como
no podía ser de otra manera. Y así, cogidas por la cintura gritando “Libreeeeeeeeeeeeee
como el maaaaaaar” regresemos a nuestros apartamentos. En el rellano, Vero me
dijo que iría a la biblioteca, yo lo dudé pero finalmente opté por la cafetería
pequeña, necesitaba un sitio agradable donde descuartizar, sin presión, el
teatro de Unamuno.
—¿Entiendes lo que te digo? —preguntó Bea al otro lado del
Wechat.
El gerente se acercó al ventanal, levantó los hombros y
se retiró un par de veces la media melena de la cara, luego me miró, lo sonreí
y cabizbajo regresó a la barra.
—¿Me entiendes o no, Elvi?
—Sí. —Dibujé un nuevo círculo sobre el papel.
—No sé qué hacer.
—Regresa a Madrid. Sal de Múnich ya. Ya es ya. Ahora. Recoge
tus cosas y vuelve a Madrid. Tómate un tiempo de descanso, has pasado por mucho
este último año. Si te sientes con ganas, el próximo curso prepara tu mudanza a
Berlín. Date otra oportunidad con el teatro. Inténtalo. Sola. Olvida a Markus, se
acabó.
La oí llorar. Levanté la vista del papel garabateado y
esperé a que se calmara un par de minutos, no lo hizo.
—No entiendo qué pasa. No lo entiendo. Dice que no
funciona, han pasado solamente 10 días desde que llegué a Múnich, ¿cómo puede saber que
no funciona? Sé que ha conocido a alguien, lo sé. No dice nada, pero yo lo sé.
Solo quiere que me marche. No le importo ni lo más mínimo…
En la cafetería entraron
tres alumnos míos que al verme gritaron ¡Profesora!, les sonreí,
tendrían unos 20 años pero parecían niños. Les pedí silencio con el dedo sobre
los labios y luego señalé el móvil y vocalicé: Pro-fe-so-ra-Wang. Oooooh,
exclamaron ellos mientras se tapaban la risita con la mano.
—… es humillante —continuaba Beatriz—, es… ¡Vino a
buscarme al aeropuerto con una rosa! ¡Elvira, con una rosa! ¿En qué estaba pensando?
¿Una rosa y 10 días de planificación serían suficientes para pedirme que me
marchara, sin ni siquiera atreverse a explicarme que hay otra mujer mejor que
yo?
Aquella última frase hizo reírme a carcajadas. Mi cabeza
voló. Los estudiantes me miraron sorprendidos pero yo no podía parar. Beatriz quedó
en silencio, por lo que decidí contárselo.
—Perdona, Bea, perdóname, no me río de ti, de verdad. —Esperé
un momento—. Ya sabes que tuve un novio francés.
—Bueno, lo sé por tu primera novela pero poco has contado
de él.
—Pues tuve un novio francés. Llevábamos algo más de 4
años, pero solamente un año viviendo juntos. Yo estaba locamente enamorada de
él, pero un día se levantó y me dijo que quería que me marchara. Quería que
dejara el apartamento y que regresara a Bilbao.
—¿Así?
—Así.
—Imposible. Tuvo que decirte algo más.
—Sí, lo hizo. Lamentablemente yo insistí en entender la
situación así que le pregunté, indagué, qué estaba pasando. Fue sincero, muy
sincero. Había conocido a otra mujer, una tal Sévérine. Fue muy claro, él no me
dejaba por ella, de hecho sabía que no tenían futuro juntos, pero gracias a ella
se había dado cuenta de que podía encontrar algo mejor que yo. “No soportaría otro año contigo, porque ahora sé que
puedo encontrar algo mejor”, me dijo exactamente.
Silencio y de repente escuché a Beatriz romperse en una
carcajada como pocas veces la había oído. Me hizo reír también. Agaché la
cabeza para que no me vieran mis alumnos y empecé a morirme de risa.
—¡Qué crack! ¡Ese
tío no tiene huevos, lo suyo son bolas
de demolición!
—Y no sabes lo mejor.
—Por favor, cuéntamelo.
—Dos años después de estar separados le propuse tomar un
café para hablar un poco de todo lo que había ocurrido, me contestó que no, así
que le dije que lo entendía, que no se preocupara, que cuando se sintiera con
ganas que me llamara para tomarnos ese café. Trece años después sigo esperando
su llamada.
Creo que a Bea se le cayó el teléfono, la oía reírse
lejos. Aplaudía y gritaba barbaridades. Oí mucho ruido y por fin escuché su
voz:
—Por favor, Elvi, aunque sea lo último que hagas en esta
vida. Llámalo, te lo suplico, llámalo y escribe una tercera novela sobre esa
llamada y ese café. Vamos, coge el teléfono y dile: “Hola, soy Elvira, ¿te
acuerdas de mí?, sí, sí, sí, la mejorable”.
Con media sonrisa dibujé otro círculo sobre el papel, lo
repasé con el dedo y empecé a colorearlo con el subrayador mientras me
escuchaba decir:
—Si pudiera dar marcha atrás a mi vida, nunca le hubiera
preguntado nada. Cuando te piden que dejes el apartamento es porque ya no te
quieren y no necesitas saber nada más. Bea, haz las maletas y sal de ahí, las
infidelidades se olvidan, el desprecio no.
A las 12.40 vi entrar a Vero en la cafetería. Se apoyó
sobre la mesa y me pidió que recogiera las cosas porque quería invitarme a
comer al coreano.
—¿Y eso? —pregunté sorprendida.
—Tendremos que celebrar oficialmente nuestra libertad, ¿no?
Nos pedimos dos bibimbap
y un plato grande de kimchi para
compartir. Vero me contó anécdotas de su hotel en Tianjin, de sus dudas sobre
renovar el contrato un año más, de sus planes de vivir en Japón o incluso
barajaba Filipinas, de sus aventuras en Tinder,
y de lo bueno que estaba el nuevo fichaje del departamento de inglés, un profesor
canadiense. Me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos y de cuántas
experiencias, tan esenciales, me habrían faltado si mi vida hubiera sido otra.
Esa misma noche, mientras compartía una cerveza con ella
en el sofá de mi casa, recibí un mensaje de Bea:
Maletas hechas, en 10
minutos salgo para un hotel cerca del aeropuerto. Mi avión a Madrid sale mañana
a las 7.50. No ha habido más preguntas. Soy libre.
Le mandé un corazón y dejé el móvil sobre la mesa.
—¡Brindemos! —propuso Vero con el vaso de cerveza en alto—.
¡Por nosotras! ¡Por nuestra libertad!
—¡Por nuestra libertad! —repetí y bebí aquel sorbo con
verdadero placer.