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Fotograma de la película Safety Last! (1923) |
Me levanté
el vaporoso vestido y mostré mi entrepierna desnuda al ventilador del salón.
Madrid ardía a sus casi 40º. Solté un placentero gemido. Después me di la
vuelta y, doblando el torso en ángulo recto, le proyecté mi trasero.
—¿Es del
todo necesario? —preguntó Joan que veía mi reflejo en su pantalla del
ordenador.
—Si me
dejaras encender el aire acondicionado…
—Hay unas
reglas.
Sí, había
unas reglas. La casa de las reglas. Las suyas: en verano, el aire no se enciende
antes de las 16.00; quien tiende la ropa no la recoge; y a las 21.00 solo se puede
ver “Crónicas carnívoras” en televisión. Las mías: las obras de teatro las
elijo yo; no importa quien haya comido más helados, si solo queda uno en el
congelador se echa a suertes; y el edredón no se quita de la cama hasta finales
de junio. Las de Tomás (nuestro gato): disfrutar de un imperturbable sueño de 16
horas durante el día; practicar parkour a las 03.00 a.m.; y pedir la comida con
agudos maullidos y zarpazos en los pies de 05.30 a 06.00 de la mañana.
—Ya. ¿Y
qué hora es? —pregunté a Joan.
—Las tres
menos cuarto.
—Ya. ¿Y
no podríamos saltarnos las reglas solo por un día…? —dije apoyándome en su
escritorio y levantándome el vestido con una cándida sonrisa.
—¿Quieres
decir que el helado de galleta Oreo que queda es para mí?
Me casé
con un hombre incorruptible.
Lo cierto
es que no sé si esta es la vida que quería tener a mis 46 años, porque nunca
imaginé que pasaría de los 40. Siempre creí que 40 era una perfecta edad para
morirse. Sin embargo, la enfermedad terminal no termina de llegar.
—Todo
perfecto —dijo el doctor separándose un poco de su ordenador y devolviéndome la
mirada.
—¿Perfecto,
perfecto? —dije con cierta molestia.
—Sí,
perfecto —contestó con un desairado levantamiento de hombros.
—Ya, pero
a veces los tumores se esconden entre las cavidades, ya me entiende. No sé, por
ejemplo, el huequecito que hay entre el corazón y el bazo. ¿Ha mirado bien ahí?
—No, no
he mirado ahí —contestó con cierta sorna. Se fijó de nuevo en el ordenador para
recordar mi nombre—. Elvira, estás completamente sana. Excepto por el glaucoma,
que ya conoces sus devastadoras consecuencias, pero estás en muy buenas manos, el
Dr. Fernández de la Maza es una eminencia, conseguirá ralentizar tu ceguera.
—Ya. Pero
¿y morirme pa’ cuándo?
No, desde
los 40 no tenía ninguna expectativa de futuro, lo que había convertido mi vida en
un valle de plena libertad por la completa ausencia de responsabilidad. Poco o
nada me importaban las cosas. Vinieran como viniesen sabía encajarlas con
irónica deportividad. Supuestamente nada podía ser peor que la muerte y la llevaba
esperando 6 largos años. Mi vida se asemejaba a esa fiesta a la que asistes sin
que te hubieran invitado y en la que no conoces a nadie, puede ser aburrida,
sí, pero por mucho que hagas el ridículo, sabes que no va a haber
consecuencias. Si ya eres aliado del 'no', ¿de qué preocuparse?
—Se me ha
desmoronado el mundo, Elvi —dijo Fátima, mi compañera de la universidad, al
cerrarse las puertas del ascensor.
El marido
de Fátima la había dejado hacía 7 meses, a sus 49 años y con dos hijos
adolescentes y uno pequeño. El susodicho se había vuelto a casar hacía 3
semanas, con su amante de hacía 3 años, algo de lo que Fátima nunca llegó a
sospechar nada.
Apreté el
botón del tercero y el ascensor comenzó a ascender.
—Esta no
es la vida que me había imaginado a mis 49 años, no es el futuro que habíamos diseñado,
las cosas no tendrían que estar discurriendo así. ¿Sabes lo que quiero decir,
Elvira?
—Claro,
te entiendo, te entiendo muy bien… —mentí frotándole la espalda y mirando al
frente con cara de circunstancia.
Yo no tengo
hijos ni padres. Mi responsabilidad vital se centra únicamente en mí, y eso es
tan liberador que hasta te hace sentir injustamente culpable. Y no, no soy
egoísta, soy libre, por lo que dibujar un futuro es, cuanto menos, absurdo.
Sería como aferrarte a una estrella teniendo toda una agrupación galáctica.
Miré la
hora en el móvil: 15.57. Cogí el mando del aire acondicionado y lo sostuve en
la mano con determinación mientras seguía vigilando el tiempo. Tenía por
delante tres dilatados minutos y eso era todo.