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Ilustración de Javi Avi |
Enrique y
yo bailábamos en su saloncito. Yo sostenía un trozo de pizza en el aire y con
los ojos cerrados me balanceaba al ritmo de Aloha! de Tapia De Veer y supongo
que Enrique haría lo mismo, aunque no pudiera verlo. Era nuestra manera de clausurar
la sesión de escritura. Llevábamos 5 semanas escribiendo una obra de teatro a 4
manos. Nuestras reuniones se habían fijado los jueves de 9 a 11 de la noche. Supongo
que lo de escribir era una excusa a muchos niveles. En primer lugar, podíamos
vernos semanalmente sin la necesidad de llamarnos y asumir que queríamos vernos.
En segundo lugar, podíamos desplegar nuestra sociopatía sin la necesidad de
justificarnos con un “era broma” final. Y, en tercer lugar, podíamos fingir que éramos
expertos dramaturgos sin la necesidad de avergonzarnos por lo escrito.
Beatriz
acababa de aparcar el coche dos manzanas más allá del portal de su psicóloga,
así que las dos empezamos a agitar los brazos en alto al ritmo de Can you English,please de Fäaschtbänkler. La música estaba a todo volumen y muchos de los transeúntes
miraban al interior del coche molestos, mientras que otros, pocos, lo hacían con
envidia disimulada. No la acompañaba todos los martes, solo cuando me lo pedía
y podía. El agujero emocional que le había dejado estar dos años involucrada en un
grupo sectario iba cicatrizando muy poco a poco. Entretanto, nos gustaba
desgañitarnos en alemán.
Seguía a Almudena
con el carrito de libros por entre las estanterías del segundo piso de la
biblioteca. Me gustaba llevarlo. Cuando era pequeña soñaba con ser actriz o
bibliotecaria, porque en todas las películas norteamericanas veía que llevaban
uno y me parecía fascinante. Con 8 años, paseaba el cochecito de muñecas vacío
por el pasillo de mi casa de Bilbao y, de las infinitas estanterías, iba
cogiendo y dejando libros sin ningún orden hasta que mi madre ponía el grito en
el cielo. Nunca imaginé que tendría una amiga que me permitiría arrastrar el
suyo cuando fuera a buscarla para comer juntas. Compartíamos los auriculares,
ella el derecho y yo el izquierdo, Rosalía nos cantaba Me quedo contigo. Cuando
terminó la canción, Almudena se dio la vuelta con la mano en el pecho:
—Qué bonita, ¿verdad?
—Como tú —respondí.
Resoplé y
dejé el móvil sobre la encimera de la cocina y seguí bebiéndome el café allí de
pie. Joan entró y dijo que haría croquetas con el pollo que sobró ayer. Levanté
los hombros sin decir nada. Qué pasa, preguntó una vez. Qué pasa, preguntó dos.
Le mostré el móvil y leyó el email en el que se rechazaba mi propuesta para un
congreso en la Universidad de Salamanca. Es la tercera negativa, dije. No
encajo entre ellos, dije también. Soy una farsa, y callé. Joan fue al salón, lo
escuché rebuscar entre sus centenares de discos. Varios sorbos de café después,
la cascada voz de Rosendo asomaba por los altavoces.
—¿Listos
para la reconversión? —preguntó Joan entrando de nuevo en la cocina
—. ¿Listos?
—Listos —contesté y dejé el vaso en la mesa para que pudiera abrazarme como solo él sabe hacerlo.