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El jardín de la muerte de Hugo Simberg |
Almudena
nos había dejado frente al Tanatorio Sur de Madrid con el único cometido de
encontrar la sala 304. Tras aparcar el coche, ella se reuniría con nosotros. A
priori el objetivo era fácil. Sin embargo, teniendo en cuenta que el equipo lo
formábamos: su madre demente, su hijo botarate y su amiga mongola, la cosa no
podía salir bien.
El
ascensor se paró en el tercer piso y ordené a Abel que le diera la mano a su
abuela. Giramos a la izquierda porque simplemente la derecha nunca me gustó.
—¿Es por
aquí? —me preguntó Abel.
—Sí, es
por aquí. No sueltes a tu abuela, hay mucha gente.
La puerta
de la tercera sala estaba abierta. No quise hacerlo, pero me pudo la curiosidad
así que eché un rápido vistazo a su interior.
—Hay
huevos rellenos —dije parándome frente a la puerta.
—¿Qué? —preguntó
Abel.
—Huevos
rellenos. Esos cocidos que se hacen con bonito y mayonesa, aunque yo los
prefiero de chatka y gamba. Hay una mesa entera ahí dentro.
—Pero no
es la sala 304.
—No, es
la 321. Sala 321 con huevos rellenos. Cogemos uno y nos vamos.
—Vale.
¿Abuela tienes hambre?
Los tres
entramos en la sala. No era especialmente grande pero allí podría haber 50
personas. Supuse que el difunto sería un ser querido, algo que me hizo
reflexionar sobre mi último adiós; estaría a regañadientes mi hermano con su
mujer y Almudena consolando a Joan, haciéndole entender que la defenestración había
sido la mejor opción de entre todas las que baraja, por lo menos la casa se
quedaba limpia.
Nos
acercamos a la mesa y me di cuenta de que también había pulguitas de tomate con
anchoa y triangulitos de queso untable con salmón. Cogí una servilleta y
coloqué un huevo relleno encima, qué suerte, tenía gamba. Sonreí a Abel y le
pedí que diera un triangulito a su abuela, era blando y lo podría comer bien.
—Hola,
hola… Gracias por venir.
Frente a
mí tenía una mujer menuda de avanzada edad que sonreía con languidez. Ladeó la
cabeza y extendió sus brazos. Apreté el huevo en la servilleta y ladeé también
la cabeza, porque si no empatizas con el dolor, imítalo.
—Sí…,
cómo no iba a venir. ¿Qué tal…? ¿Qué tal…?
Me
preguntó si el viaje se me había hecho largo. Apretando los labios negué con la
cabeza. Siempre me habían dicho que tenía una cara bastante estándar por lo que
podría pasar por la cuñada o prima o sobrina o tía lejana de alguien. Así que
allí estaba yo recibiendo el profundo pésame de aquella mujer desconocida,
mientras mi huevo relleno se me chafaba entre celulosa.
—¿Lo has
visto ya? —me preguntó.
—¿A quién?
—A tu tío.
—Y lanzó la mirada a la vitrina del fondo donde pude ver el féretro con la tapa
abierta rodeado de coronas de flores—. Lo han dejado guapísimo.
Que la
muerte y yo fuéramos íntimas amigas no significaba que lo fuera también de los
muertos. Eran cosas muy diferentes. Aquella veneración por los seres inertes
nunca la había entendido.
—No,
todavía no, ahora enseguida voy a verlo… —dije y frotándole el brazo derecho me
di media vuelta.
—Venga,
nos vamos… —susurré al reencontrarme de nuevo con Abel—. Coge un par de
pulguitas para tu madre y vámonos.
Abel
obediente, envolvió los bocadillos en servilletas y se metió cada uno de ellos
en los bolsillos de la cazadora. Mientras se lo veía hacer, era consciente de
que algo no correspondía con lo que supuestamente tendría que ser. Di un paso
atrás para ver la escena con mayor perspectiva y fue entonces cuando me di
cuenta.
—Abel,
¿dónde está tu abuela?
Abel, a
modo de periscopio, hizo un rápido recorrido a su alrededor.
—Estaba
aquí —dijo—. La he soltado un minuto para que comiera mejor el triangulito.
—¡¡¡Abeeeel…!!!
—grité sin hacerlo—. Te doy un nanosegundo para que la encuentres.
El bolso
me vibró. Mientras veía desaparecer a Abel entre los sentidos familiares, saqué
el móvil: Almudena.
—Ya he
aparcado.
Tragué
saliva, dejé en la mesa la servilleta con el huevo espachurrado e intenté aclararme
la voz carraspeando.
—Fantástico,
Almudena, eso es genial, ¡genial!, ¡bravo!, ¡bra-vo!
—…
—…
—¿Qué
pasa, Elvi?
—¿Qué
pasa de qué?
—Elvira,
¿estáis en la sala 304? ¿Has visto a mi tía?
—La he
visto. La he visto, sí. Aunque no era exactamente tu tía.
—…
—Digamos
que era otra tía. Muy maja también, muy atenta y considerada. Me ha preguntado
por el viaje.
—¡¡¿Qué
viaje?!!
Me
derrumbé.
—Ha sido
problema del ascensor, Almu, yo quería ir hacia la derecha, pero nos guiaban
hacia la izquierda y luego, tu hijo, ya sabes, está en una edad tan difícil…, y
los huevos, Almu, han sido los huevos.
—¡¡Elvira!!
—Estamos
en la sala 321 —y colgué.
Localicé
la cabeza de Abel entre el tumulto.
—¿La has
encontrado?
—No.
—Pues tu
madre viene hacia acá. A ver cómo le explicas la que has liado.
—¿Yo? ¡Ha
sido culpa tuya! Se lo pienso decir a mamá. ¡Tú y tus huevos!
—¡Mis
huevos!
—Sandra…
pero Sandra, oh, Sandra, oh, cariño. —Un hombre octogenario me estaba abrazando—.
Cariño mío, estando tan lejos y has venido. ¿Raúl está contigo? —Atónita miré a
Abel, el viejo también lo hizo—. ¡Mecachis en la mar salada! Raúl, hijo, no te
hubiera reconocido en la vida, mírate, qué mayor, ¿diecisiete, dieciocho?
—Mmm…
Dieciocho.
—¡Mecagüen
la leche! ¡Meca…! —Y lo abrazó con fuerza—. ¿Ya has visto a tu abuelo? ¿Ya lo
habéis visto? —preguntó está vez mirándome a mí.
—No,
ahora vamos —contesté.
—Id,
porque transmite mucha paz. Se fue como era él, sin dar guerra y eso se nota.
Es como si estuviera dormidito, plácido. Además, le hemos puesto el traje
militar. —Abel y yo abrimos los ojos cual tarseros amarrados a un árbol—.
Imponente, está imponente.
—¿Hola? —Almudena—.
De la frase “Sala 304”, ¿qué no entendéis?
El viejo
miró a Almudena. Almudena a Abel. Abel a mí y yo al viejo. Y esta vez, todos
estábamos en el árbol.
—¿Dónde
está tu abuela?
—Le han
puesto el traje militar —contestó Abel.
—Imponente
—añadí yo.
—¿Dónde-está-mi-madre?
—¿Eres
hija de María Asunción? —el viejo.
—¡¡¿Dónde…
—Abel se la llevó antes de que pudiera terminar su alarido.
—Está muy afectada —expliqué al octogenario de
quien me despedí inmediatamente después.
Intenté buscarlos
por la sala. No daba con ellos. Pensé que desde la esquina del fondo tendría
buena visibilidad. Allí, con los dedos pegados a la vitrina, encontré a Sabina. Miraba
fijamente el féretro.
—Sabina, te
estábamos buscando, anda, ven. —Le cogí una de las manos e intenté separarla del
cristal.
—Lo han
vestido como a un payaso —dijo.
—Sabina, este no es nuestro muerto. Vámonos —dije.