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Fotograma de Los tres cerditos de Walt Disney |
Nota: Este relato es la continuación de Terror en la Mancha (I)
Me
acomodé la almohada bajo la cabeza y estiré el brazo sobre el pecho de Joan. Quería
cosquillitas. Por lo blanco y en círculos, le indiqué. Con la primera caricia
ya tenía piel de pollo, él se rio no sin recriminarme que lo trataba como a un
esclavo. Los dos, boca arriba sobre la cama, mirábamos las enromes vigas de
madera que por alguna mala decisión habían sido pintadas de blanco.
—¿Por
qué? —pregunté—. Me asusta la incapacidad de la gente para valorar lo original.
Creo que la belleza de lo genuino es insustituible y, sin embargo, mira el
desprecio constante que se ejerce sobre la propia pieza de arte. Sí, es una
viga, ahora es una viga, ahora. Aunque sabemos que eso no es cierto en origen, el
arte es una mentira que nos acerca a la verdad, ¿fue Picasso quien dijo esto?,
creo que sí, ¿y a qué se refería? A la narrativa. Narrativa, Joan. ¿Qué es la
vida si no pura narrativa? Ocultamos la esencia de nuestra existencia bajo falacias
encajadas a martillazos en una sociedad que nos empuja a ello. ¿Por qué
mostrarnos tal y como somos?, ¿qué sentido tendría?, ¿a quién le interesan los
oleos en blanco? Bueno, sí, al Guggenheim, pero dime, dime, Joan, ¿cuántas
vidas han sido pintadas de blanco cual cutres vigas de diseño escandinavo? ¿Cuántas?
Joan se
incorporó sobre la cama y serio me preguntó:
—Guess
my fart?
—Prrr-prrrrff
—contesté con la misma seriedad.
Joan se
lo tiró y el sonido fue exacto al de mi interpretación. Los dos morimos de risa.
Nuestra vida de pareja transcurría entre disertaciones filosóficas y pedos.
Sin embargo,
la risa se nos cortó de cuajo al oír un fuerte golpe en la planta de abajo.
—¿Qué ha
sido eso? —pregunté.
—No sé.
—Ve a
ver.
—¿Yo? ¿Por
qué yo?
—Porque
eres el hombre.
—Y dijo
la feminista quemando su sujetador.
—Vale,
vamos los dos, pero tú delante.
—Cariño,
pensemos. No es necesario bajar, habrá sido la madera crujiendo.
—¿Desde
cuándo la madera cruje como si la estuvieran demoliendo?
El ruido
se repitió. Me agarré del brazo de Joan quien se había colocado frente a la
puerta.
—Vale, llama a la policía —me ordenó.
—¿Cómo?, ¡si
no hay cobertura!
—¡No
grites!
—¡¡No
grito!!
—Van a oírnos.
—¿Quién…?
—pregunté esta vez susurrando.
—Bloqueemos
la puerta —dijo.
—¿Para
qué…?
—Para que
no entren.
—¿Quién…?
—Los que
están abajo.
—¿Los?
¿Cuántos crees que hay?
—Pondremos
la cómoda y las dos mesillas y también esa butaca, ¡trae la butaca!
—Amor, no
puedo coger peso, ya lo sabes, mi glaucoma… Tampoco debo estresarme.
—¿Pero qué
haces ahí? —espetó al verme en el suelo.
—Tumbarme
boca arriba con los brazos en cruz y las piernas un poquito en alto va bien
para la tensión ocular.
—Cariño,
cariño, cariño, cariño, por favor, escúchame, escúchame bien: vamos-a-morir.
—Amor, ya
lo tenemos hablado, morirme no me importa, pero sí quedarme ciega, no puedo
perder el ojo que me queda —dije y volví a mi postura en el suelo.
No fue un
nuevo estruendo en el piso de abajo, sino dos, tres, cuatro y hasta cinco seguidos.
Quien estuviera en el salón lo estaba destrozando. Me levanté tomando conciencia
de la situación.
—Joan, vamos
a morir… —musité.
Joan me
abrazó e intentó tranquilizarme, me aseguró que si nos encerrábamos en la
habitación no pasaría nada, lo repitió una y otra vez hasta que empecé a
reaccionar. Acerqué la butaca y las mesillas. Joan las iba dejando sobre la
cómoda que ya había colocado bloqueando la manilla. Los dos observamos el resultado,
estábamos agarrados de la mano y en silencio pensando, muy probablemente ambos,
que de una patada aquel parapeto se vendría abajo sin esfuerzo. Acabábamos de
construir nuestra casita de paja, el lobo no tardaría en llegar y soplaré y
soplaré y… La luz se fue. Grité. Me aferré a Joan. En bajito me dijo que
teníamos que mover el armario. Con la linterna de su móvil me dio indicaciones.
Los dos arrastramos el armario un par de metros. Después, alumbró la puerta y
me pidió que retirara los muebles ya asentados, le obedecí mientras él seguía
acercando el armario. Entre los dos le dimos la vuelta y lo empujamos contra la
entrada de la habitación, luego pusimos de nuevo la cómoda y encima de ella la
butaca y las mesillas. Así, los dos cerditos observaron su casita de madera, yo
no le temo al lobo feroz…
En el
coche sonaba Come to life de Arthur Russell. Hacía veinte minutos que
Joan conducía de vuelta a Madrid.
—Sigo
pensando que no debemos pagar nosotros los desperfectos del piso de abajo —dije.
Joan bajó
la música y contestó:
—No voy a
ser yo quien discuta con esa mujer. Pagaremos y ya está. Solo quiero olvidar
esta noche.
—No nos
lo dijo, Joan.
—No, no
nos lo dijo, pero ella asegura que sí y no hay manera de probarlo. Ya está.
—¡Qué
energúmena! ¡Menudos gritos! Como si fuera culpa nuestra, ¿qué quería que
hiciéramos si no sabíamos nada? Claro que nos habló de las mantas, de las
toallas, del café… ¡incluso del wifi cuando se lo pregunté!, ¡pero nada de la puerta
trasera! Oh, sí, da a un jardín sin acotar, ¡cuidado con la Serranía! No,
perdona, ¡cuidado con lo que hay en la Serranía!
Joan sonrió
asintiendo con la cabeza.
—Cariño,
ya está, si dice que nos advirtió de que no cerraba bien esa puerta, pues ya
está. Si dice que nos avisó de que la Serranía estaba llena de jabalíes hambrientos,
pues ya está. Y si dice que dos más dos son cuatro y que la culpa es nuestra, pues
ya está. No lo voy a discutir, de verdad, no lo voy a discutir.
Joan
además de tirarse pedos sabe vivir la vida apartando las piedras sin ni
siquiera tocarlas. Yo, en cambio, soy de ir metiéndomelas una a una en la mochila.
—No nos
lo dijo… —volví a alegar—. No pienso pagar, que lo haga su seguro privado que no
dudo que tendrá uno como buena capitalista.
Joan
soltó una carcajada.
—Bueno,
entonces lo de mudarnos al campo lo retrasamos, ¿no?