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Frida Kahlo de María Hesse |
—¿Y ese
flequillo?
Levanté
la cabeza de la cómoda donde estaba guardando unas toallas y vi a mi madre en
mitad del pasillo. Llevaba el huipil que su amiga Camila le trajo de
México, blanco bordado de flores. Le gustaba llevarlo en verano. En aquella
casa, la de la playa, la recordaba yendo de un lado a otro con ese vestido.
Me toqué
el flequillo y la sonreí.
—Lo llevo
desde hace tres o cuatro años —dije.
—No sé si
es buena idea con lo grasiento que tienes el pelo. La coleta te hace a pobre, ¿no
ves que lo tienes muy lacio?
Me di la
vuelta para seguir guardando las toallas. Me supuse que al voltearme ya no
estaría, me supuse que habría vuelto al país de los difuntos. Sin embargo, al
cerrar el último cajón de la cómoda y girarme, allí seguía, con su tradicional
vestido, sus chanclas y su moño en alto.
—¿Has
venido a enterrar a tu padre?
—Si vas a
quedarte, haré café para las dos.
Entró en
la cocina detrás de mí.
—Siempre
me encantó esta cocina —dijo—, en cambio ahora con tanta construcción enfrente
no hay monte que ver, qué pena, qué pena…
Preparé
la cafetera italiana. Me senté en un taburete frente al suyo. Ella tenía las piernas
cruzadas y balanceaba la chancla en el aire.
—Te veo como
siempre —dije.
—Sin embargo,
tú estás muy avejentada.
—Diez
años son muchos.
—Una eternidad…
Bien, ¿y a qué has venido? Porque parece que reniegas de tu familia.
—Gerardo
baja mucho a Madrid.
—Tu hermano… Menos mal que lo tuve a él, solo me dio alegrías, qué hijo, qué
hijo, inteligente, guapo, y una bellísima persona. —A mi madre le
encantaba pronunciar ‘bellísima’ con opulencia—. El único que me ha querido en
esta familia, ¡el único! Tú una egoísta y tu padre, ¿qué voy a decir de tu
padre?
Escuché
el gorgoteo del café al fuego. Lo retiré y lo serví en dos tazas. Una la dejé
sobre la mesa de la cocina y la otra la sostuve entre las manos.
—He
venido para ver a mis amigas, a algunas no las veo desde tu funeral —dije.
—Una
eternidad… —Miró por el ventanal—. Siempre fuiste muy independiente, demasiado.
Nunca te ha importado la gente. —Volvió a mirarme—: ¿Me echas de menos?
—No me lo
pusiste fácil, ama.
—Jamás
asumirás tu culpa.
—Asumo la
culpa de mi vida, no la de la tuya.
—Entonces,
¿no me echas de menos?
Sorbí un
poquito de café, demasiado agrio, me había acostumbrado a nuestra cafetera express
de Madrid. Sorbí otro poquito y apoyé la taza sobre las rodillas.
La puerta
de la calle se abrió y entró mi hermano sacudiendo el paraguas.
—¿No has
salido a dar una vuelta? —gritó desde la entrada.
—Con esta
lluvia ¿a dónde querías que fuera? —respondí.
La puerta
de la cocina estaba abierta y lo vi descalzarse. Entró con los zapatos en la
mano.
—Sí, está
cayendo una buena. ¿Estás sola?
—Sí, en
este pueblo no hay nadie —contesté y lo vi señalar con la barbilla la taza de
café sobre la mesa—. Ah, es mía, me gusta hacerme dos, primero me tomo uno y
luego el otro, así no me levanto.
—Siempre
pensé que el experto en logística era yo. —Nos reímos. Dejó los zapatos mojados
junto a la puerta de la terraza y después se sentó en el taburete de mamá—.
¿Cuándo has quedado con tus amigas?
—Mañana, cenamos
en Ledesma.
—Bien,
¿no? Lo pasaréis muy bien, supongo que irán todas, Blanquita, Marieta, Saioa,
Carolina… Sois tantas.
Me vi treinta
años atrás, en aquella misma cocina, con un hermano mayor amenazándome con
decirle a mamá que no había llegado a las dos sino a las dos y media de la
mañana.
—Si
vuelvo tarde no se lo digas a mamá. —Mi hermano sonrió. Luego me dijo que su
mujer me mandaba un beso, que no podía venir porque en su empresa no le permitían
teletrabajar—. No pasa nada, la verá cuando vuelva.
—¿Y
cuándo será eso?
—Ya sabes
que no me gusta esto, Gerardo. Me cuesta venir, demasiados fantasmas. Puedes quedarte con esta casa, no la quiero.
—Pronto para repartirse la herencia, ¿no?, papá
sigue vivo.
—Ya,
bueno, ya me entiendes. Y con la de Bilbao. Puedes quedarte con las dos casas,
no las quiero.
—Algo
querrás, ¿no?
—Los
libros, los libros de la biblioteca son para mí. Joan y yo vamos a comprar una
casita en la Mancha. Tendremos gallinas. Comeremos huevos y leeremos libros.
—Parece
un buen plan. Ningún parámetro por ajustar.
Se
levantó y me dijo que se iba a duchar.
—¿Tú te
sientes culpable? —pregunté.
—¿Culpable
de qué? —respondió desde la puerta—. ¡Eres tú quien no quiere las casas!
Me hizo
reír, mucho. Sí, era una bellísima persona.