Psycho de Francesco Francavilla |
Siempre
tuve claro que lo de tener hijos no era para mí. El planeta jamás necesitó de
la existencia de mis vástagos y eso lo supe ver. Somos muchos, alguien tenía
que dejar de parir y me presenté voluntaria. Además, concebí la vida como un
paseo sin responsabilidades, entiéndase, las básicas sí, pero ninguna añadidura
extra que hipotecara mi tiempo libre. Porque quien verdaderamente es consciente
de que lo dispone, lo disfruta perdiéndolo. El malgaste temporal es el cuarto
pecado capital para aquellos que desoyeron el aviso terrenal de aforo completo.
Cuidad de vuestros hijos, infelices, y justificad la desdicha que os acosa
incansablemente con la farsa de la plenitud humana. Sed rebaño de un torrente
ciego y sentíos parte indispensable de una sociedad trilera. Que yo, libre y
angosta, me retozaré siendo…
—¿Te
refieres a los dos? —pregunté por teléfono.
—Sí, a
los dos —contestó Almudena—. Son chavales majos, tienen sus cosas, pero no te van
a dar guerra en todo el fin de semana, te lo prometo. Elvi… por favor… Dime que
te los llevas.
Había
decidido no tener hijos, sin embargo, me había sido imposible no enamorarme de
mi mejor amiga, quien como madre soltera, delegaba en mí a su querubín de
quince añitos de vez en cuando.
Almudena
debía llevar a su madre, con una demencia senil bastante preocupante, a Valladolid
a casa de su hermano. El estado de la madre provocó que los tres hermanos se pusieran
de acuerdo para repartírsela cuatro meses al año, como el San Pancracio que
rotaba en el vecindario de mis padres cuando era pequeña.
Era
sábado por la mañana y estaba con Abel y su amigo, en la estación de Chamartín
esperando a nuestro tren para ir a un parador de la provincia de Salamanca. Almudena
le había regalado a su hijo una estancia en este parador por tener fama de
estar encantado y de escucharse los llantos de una mujer en sus pasillos. Abel
llevaba tiempo siguiendo podcast y programas de misterio y había decidido documentar
la experiencia de Salamanca con su amigo.
—Mateo te
llamas, ¿verdad? —dije. El chico asintió y se dio media vuelta—. Bueno, pues nos
lo vamos a pasar muy bien los tres. —Abel también me dio la esplada y yo fijé la
vista en el panel de salidas rogando ser engullida por un gusano temporal para
estar ya de vuelta.
En el
tren los chicos se sentaron juntos. Parecían dos cucarachas con capucha. Habían
reclinado los asientos y repanchingados miraban las pantallas de sus móviles con
auriculares. Yo, como buena señora de casi cincuenta años, había ocupado el
asiento de delante, había sacado el libro y el botellín de agua del bolso, el
cual lo había colocado bajo el asiento delantero, y con los brazos cruzados
inspeccionaba que nadie subiera una maleta de gran peso en la parte superior.
—Perdone,
perdone —avisé a un hombre de poco más de treinta años—, considero que esa
maleta es demasiado grande, así que para que no haya incidentes mejor déjela al
final del pasillo, en el área de maletas.
El hombre
me miró, pero no dijo nada, alzó la maleta y la colocó en el compartimento de
arriba. Su acompañante le preguntó por mí, por lo que le había dicho.
—Nada,
una loca… —contestó.
¿Loca yo,
caballero? Apreté los labios y emití un suspiro lo suficientemente alto para
que lo oyera. Quería incomodarlo, no lo conseguí, otra cucaracha que se puso sus
auriculares. Pegué un traguito de agua y, después de estirarme cuatro veces el
jersey por la parte de delante, volví a cruzar los brazos en busca de mi
siguiente víctima.
El tren
arrancó y del bolso saqué un paquete de Sugus.
—¿Un Sugus,
chicos? —pregunté dándome la vuelta. Metí el paquete entre el hueco de los dos
asientos. Abel se quitó un auricular.
—Paso de
esa mierda —dijo.
—Genial.
¿Un Sugus, Mateo? —El chico levantó los hombros y miró a su amigo—. Coge
si quieres —insistí. Alargó el brazo y metió la mano en la bolsa de plástico,
sacó un puñado. Luego abrió la palma y me los enseñó.
—Cojo
estos, ¿vale?
—Claro,
los que tú quieras.
Abel lo
miró y le robó un par de ellos de la mano. Me reí y me di la vuelta.
Tras un viaje tranquilo y antes de
que hubiera podido empezar la pagina 103 de la novela, la megafonía del
vagón anunció nuestro destino.
—¡Chicos!
—exclamé poniéndome de pie—. Nos bajamos aquí. Coged las mochilas, ¡vamos!
Una vez
en el andén miré a derecha y a izquierda y me di cuenta de lo poco que conocía
mi país.
—¿Estás
segura de que es aquí? —preguntó Abel, creo que con la misma inquietud que la
mía porque aquella estación, por llamarla de alguna manera, estaba en medio de
la más absoluta nada.
—Tu madre
eso me dijo… —Leí de nuevo el cartel con el nombre del pueblo salmantino que
colgaba del tejado de aquel apeadero y fingí tenerlo todo controlado—. Aquí es,
aquí es. ¿Tenéis todas vuestras cosas?
Decidí
tirar hacia la izquierda, como siempre hago, y justo en el andén de enfrente apreció
una mujer bastante mayor con una niña de la mano. La saludé y le pregunté por
el parador. Me dijo que sí, que era allí, que a seis kilómetros por carretera lo
encontraríamos. Los chicos protestaron sin disimulo. Le pregunté si el camino
resultaría peligroso, pero enseguida lo negó, dijo que apenas había tráfico.
Salimos de la estación y tomamos la carretera. Comenzamos la marcha en fila de
a uno por el estrecho arcén.
—¿Así
seis putos kilómetros, Elvira? —Abel desde la posición del medio.
—¿Se te
ocurre algo mejor? —yo desde la primera posición.
—¿Por qué
no hemos venido en coche? —Mateo, el tercero.
—¿Por qué
es ciega? —el segundo.
—¿Quién? —el
tercero.
—Esta —el
segundo señalando a la primera.
—¡No soy
ciega! —yo—. Solo me falta un ojo y medio.
—¡Pues
ciega! —el segundo otra vez.
—¿En plan
ves sombras o en plan ves borroso y negro? Lo digo porque igual otro debería ir el
primero —el tercero.
—Mateo, en
plan hazme un favor y cómete un Sugus. —yo. Abel se rio y pidió que paráramos.
Bebimos
un poco de agua y tras conectar el GPS de su móvil, Abel tomó la primera
posición, yo la segunda y Mateo seguía en la tercera. Este último, desconfiado, me preguntó si la enfermedad que me estaba dejando ciega era contagiosa, Abel
volvió a reírse y lo llamó puto gañan. Le expliqué que no, que era
hereditaria, que podía tocarte o no, como la lotería.
—Entiendo
—dijo—. Yo tengo pie griego, lo he heredado de mi madre. ¡Ah y mira!, ¡mira! —exclamó
y me hizo dar la vuelta y me mostró un lunar en la sien—. Este es de mi padre.
Heredado también. Estamos jodidos, Elvira, con nuestros genes.
Intenté
no reírme y asentí con la mayor empatía que pude encontrar en ese momento. Lo
cierto es que, tras aquel acercamiento debido a nuestro defectuoso ADN, me
contó las estrategias que tenían programadas para pillar a la mujer llorona
de los pasillos del parador. Según lo iba explicando, Abel le puntualizaba con
seriedad algún detalle desde la primera posición, se había erigido como cabecilla
del grupo, riéndose a ratos con cierta condescendencia, como si estuviera en un
estrato superior, más maduro y responsable. Y en ese momento,
recordé las palabras de mi amiga “son chavales majos”, lo son, sí.
Tras casi
una hora caminando por asfalto, encontramos un cartel que nos indicaba la desviación
para llegar al parador. El camino se convirtió en gravilla y arena y
continuamos durante unos veinte minutos más hasta encontrarnos frente a un
viejo edificio de piedra de más de doscientos años.
—Bueno,
chicos, pues aquí están vuestros fantasmas —dije.
Ellos ocultaron la sonrisa tras sus capuchas y entramos al parador.
(Continuará…)