4 feb 2025

Sueños al son del rebuzno

 

Burro de Lyudmila Ryabkova

    Entré en la cocina e hice un gesto a Joan para que me mirara. Le señalé el móvil que tenía pegado a la oreja. Entendió que se trataba de la llamada que estábamos esperando. Dejó el vasito de café sobre la encimera y se colocó delante de mí con los brazos cruzados.

    —Vale, sí, sí, ¿hoy?, sí, sí podríamos. —Le agarré a Joan de la muñeca y con un claro gesto le pedí que me mostrara el reloj: las 10.20, dijo en voz alta—. Sin problema, a las 15.00 podemos estar allí. Mándame, por favor, la localización exacta porque en la web no aparece… Ah, perdona, y ¿el precio es negociable? Entiendo, sí… Vale, perfecto, vale, pues hasta esta tarde. —Colgué la llamada y me metí el móvil en el bolsillo del pijama, después miré a Joan fijamente—.  Cariño, necesitamos un coche.

    Mandé un audio a Almudena para pedirle prestado su viejo Citröen Xsara, me contestó enseguida con otro audio explicándome que en una hora salía con Abel y dos de sus amigos a Rascafría, tenían partido. Probé con Bea y, como era de esperar, me dejó muy claro que su BMW solo lo conducía ella. Así que pasamos al plan C. Antes de las 12.00 estábamos en la estación de Atocha ante el mostrador de alquiler de coches. Lo gestionó Joan, no sin darle muchas vueltas, el alquiler se había puesto a un precio prohibitivo en los últimos años. Es lo que hay, amor… me dijo resignado con las llaves en la mano de camino al aparcamiento.

    Ya en la carretera le comenté que tenía muy buenas sensaciones. Algo me decía que aquella casa sería para nosotros, que si las fotos no mentían se conservaba muy bien, es cierto que iba a necesitar reforma, por supuesto, la cocina y baños estaban inhabilitados, pero no sería tanta inversión. Joan sonreía, tiene buena pinta, decía. 

    Miré una vez más las fotos que la inmobiliaria había colgado en la web. Las agrandaba con los dedos y suspiraba, me veía viviendo allí. Tenía porche, tenía terreno y tenía aislamiento social. Una de las fotos parecía haber sido tomada por un dron y se podía identificar la casa más cercana a unos 500 metros, distancia suficiente para creernos estar solos y, al mismo tiempo, sentirnos arropados en caso de emergencia. Todo era perfecto.

    Tras algo más de dos horas conduciendo llegamos. No podíamos fingir, estábamos muy ilusionados. Era obvio que las fotos no decían toda la verdad porque sí, la casa era rústica y grande pero el estado en el que se encontraba era muy cuestionable.  

    —La restauración será un poquito mayor de lo que pensábamos —dijo Joan gesticulando una mueca que me hizo reír. Le di la mano estrujándome contra su brazo y le contesté que me seguía pareciendo de ensueño.

    Esperando al agente inmobiliario, hicimos tiempo paseando por los alrededores. Llegamos hasta la casa del “vecino”, era una casona restaurada al detalle, parecía no haber nadie. Dedujimos, al no oír a perros ladrar, que la utilizarían como residencia de verano. De regreso a nuestra futura casa, enumeré un sinfín de animales que me gustaría tener en la finca. Joan se rio y añadió un burro, lo llamaría Willie Nelson.

    A lo lejos vimos un coche acercarse. Los dos echamos a correr hacia la casa, parecía una competición, Joan me empujaba hacia atrás poniéndome la mano en la cara, yo, desgreñada por completo, le gritaba que no tenía compasión, que me faltaba un ojo, ¡que cómo era capaz!, así que cambió de estrategia y comenzó a empujarme desde atrás. Me iba tropezando con mis propios pies, empecé a reírme, parecía una marioneta con más de una cuerda rota, terminé cayéndome al suelo y Joan, saltándome por encima, me adelantó. Al levantarme, lo vi llegar a la par que el coche, de él se bajó un hombre joven y trajeado, desentonaba con el paisaje, Joan le estrechó la mano y me señaló en la distancia, yo, con sonrisa de político, los saludé. 

    La casa por dentro no nos decepcionó. Una vez más estuvimos de acuerdo en que había mucho trabajo por hacer, el dinero no nos sobraba precisamente, pero el tiempo sí, lo haríamos poco a poco. Hice un par de preguntas sobre el terreno que el joven no pareció entender.

    —Me refiero a la limitación del terreno, ¿dónde limita?

    —Bueno —comenzó diciendo—, generalmente no se limita con cercas, cada vecino sabe cuál es su parcela. Cuenten veinte metros desde el porche trasero y ahí tendrán la limitación.

    —¿Cómo que veinte metros? —preguntó Joan. Me acarició la espalda, reconozco este gesto siempre que se siente algo desorientado y busca tierra firme.

    —La casa se vende con veinte metros de jardín, el terreno no se vende. Creía que lo habían entendido. —Joan y yo nos miramos. ¿Qué quería que entendiéramos si el anuncio no explicaba nada del asunto? —. El propietario construirá dos casas más. Algo que, si lo piensan bien, revalorizará el precio de su propiedad el día de mañana. Es más que probable que el camino lo asfalten, no se trata de dos casas sino de cuatro. Todo el mundo sale ganando.

    —¡¿Quién sale ganando?! ¡Es una vergüenza! —espeté con rabia—. ¡¡¡El anuncio no especifica… 

    —Vámonos, amor —me cortó Joan—. Vámonos, déjalo estar, no es lo que buscamos, no hay nada de qué discutir. —Me dio la mano y llevándosela al pecho salimos juntos de la casa.

    Nos montamos en silencio en el coche. No estés triste, me dijo. No lo estoy, mentí. Recorrimos a la inversa el camino de gravilla y vimos empequeñecer ambas casonas. Joan sonrió y señaló su lado izquierdo de la carretera.

    —¿Lo has visto? —preguntó. Me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia su lado, por su ventanilla no veía nada más que campo amarillo—.  ¿No lo ves ahí, amor? 

    —¿El qué…? No… Pero ¿dónde…? —preguntaba con ingenua curiosidad.

    —Ahí, justo ahí, míralo, Willie Nelson, creo que nos está siguiendo.