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Cartel de la película: The integrity of Joseph Chambers (2022) |
Son las
23.47 horas del viernes. Miro una película semi tumbada en el sofá de mi casa
con las piernas de un Joan dormido en perpendicular sobre mi regazo. El
protagonista está desenterrando al hombre que acaba de matar. Lo disparó por
accidente en un remoto bosque de Alabama. Enterrarlo fue su
primera opción, nadie podría encontrarlo. Los gusanos devorarían su pecado con
cierta facilidad. Y negarse lo sucedido, ¿sería tan sencillo? ¿Cuál es la parte
del cerebro capaz de sepultar nuestros actos atroces sin activar la alarma de
culpa? Arrastró el cuerpo hasta su camioneta, lo colocó en la parte trasera y
al llegar al pueblo se entregó a la policía. Decidió acatar las consecuencias
de sus hechos y terminar con su idílica vida y la de su familia. ¿Qué habría
hecho yo? Apago la televisión y, con cuidado de no despertar a Joan, me voy a
la cama.
Son las
19.50 horas del viernes. Abstraída me observo las manos sobre la mesa del
comedor. Joan pregunta desde la cocina por los cubiertos. Me pellizco los
pulgares. Él repite la pregunta y respondo, esta vez, que sí, que está todo.
Joan aparece con un enorme bol de ensalada de pasta. La coloca en el medio. Se
hace un largo silencio, me observa, en realidad no lo sé, pero lo intuyo y
termina diciendo:
—Con mucho, mucho, mucho ajo.
Son las
16.10 horas del viernes. Doy vueltas a un café al que todavía no le he echado azúcar. El camarero me trae el cambio en un platillo de metal, lo deja sobre
la mesa y con una sonrisa me da las gracias. A ti, le respondo. Saco el móvil, dudo
si llamar o mandar un audio, pero termino llamándolo. Al otro lado Joan me
escucha, no parece sorprendido y termina confesando que de mí se lo esperaba.
Sonrío. Me promete hacerme una ensalada de pasta, como las que a mí me gustan,
con mucho ajo y gambas. Sonrío de nuevo. Dejo el móvil a un lado y echo azúcar
al café. Remuevo y bebo un sorbito. Llamo a dos compañeras de trabajo, también
me escuchan, pero no me apoyan con un capricho gourmet, sino con consuelos de
trámite: ya, ya, sí, claro, pasa mucho, es lo normal, bueno, si así te sientes mejor. ¿Mejor? ¿Busco mi higiene
mental? ¿O de verdad pretendo cambiar algo, aunque solo esté soplando contra un
muro que lleva años levantado?
Son las 15.35 horas del viernes. Me paro ante un semáforo en verde. Los transeúntes cruzan la carretera y los miro con mi móvil
en la mano. Bajo la vista y presiono en la pantalla la opción de enviar. La
denuncia ya está tramitada. Guardo el teléfono en el bolso y atravieso la
calle.
Son las 13.05 horas del viernes. Acabo de entrar en el vestíbulo
de un centro educativo. Voy a colaborar con ellos durante dos días, así me lo
pidieron la semana pasada y a mí me pareció una gran idea. Por la mañana les
he escrito para que preparen el contrato y firmarlo antes de empezar con los
cursos. Detrás del mostrador aparece un hombre corpulento, de barba canosa, recriminándome, como si fuera una niña, por no haber dicho antes de cerrar el acuerdo verbal que
quería un contrato.
—Los contratos laborales no se solicitan se dan —aclaro—,
más que nada para que todo esté en regla y evitar cualquier problema legal o
fiscal. —Añado con un sarcástico tono.
El hombre, que hasta ese momento me había tratado como a una
discapacitada mental, cambia de registro y me asegura que al ser tan pocos días
y tan poco dinero “no va a pasar nada”, de hecho, me explica que puede emitir
un recibo, que todo el mundo lo hace así, ¡no pasa nada!, grita como si
estuviera ante una histérica paranoica. Qué poco me gusta que me traten de
loca, porque en el fondo lo estoy y mucho, así que, que me quiten la careta me violenta.
Me acerco a él y le espeto sin ningún tacto que no minimice la ilegalidad, que
naturalizar el fraude es parte del problema y que ningunear los derechos de los
profesores no lo hace menos grave, sino más cómplice.
—¡Mira, chica, si no quieres trabajar, no trabajes! ¡La culpa es tuya
buscando líos! ¡Pero qué teatro es este!
El teatro de la vida, pienso. Qué se le puede rebatir a
un señor de casi sesenta años que lleva décadas despreciando la profesión
docente y perpetuando malabares ilegales que solo afectan al trabajador porque,
como empresa, conoce todas las estrategias para salir indemne. Qué se le puede
rebatir a un señor que trata a las mujeres como niñas ignorantes en vez de
respetarlas y respaldarlas como verdaderas profesionales. Qué se le puede rebatir
a un imbécil. Lo miro y callo, porque no, no se le puede rebatir nada. Salgo.
Son las 00.27 horas del sábado. Saco una pierna de debajo
del edredón y la agito en el aire. Empieza el calor en Madrid. Me acomodo en la
almohada y cierro los ojos. Veo la fosa que acabo de cavar en mitad de un bosque de Alabama.
Dentro hay un hombre muerto. Lo miro y pienso si mi conciencia podrá con ello.
Lo tengo claro: depende del bando. Con la primera palada de tierra que arrojo al
agujero, cubro parte de su corpulento cuerpo y algo de su barba canosa.