—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan
corriendo!
Lo decía un hombre que estaba en la parte interior de la
pista de atletismo, en el césped, anotando no sé qué cosas en su pequeño
cuadernillo verde mientas veía a los corredores desfilar. Sería de mediana
edad, bajito y vestía pantalones cortos rojos con camiseta a juego. Del cuello le
colgaba un silbato verde, igual que el cuadernillo. Como él, serían unos 300
hombres los que custodiaban los 400 metros de pista.
—Disculpe —dije acercándome a él. Disminuí mi marcha
hasta pararme y recobré, un poquito, el aire.
—¡Que no se pare, no se pare! —Se llevó el silbato a la
boca y me pitó sin compasión en pleno oído izquierdo.
—No, es que no lo entiende… —Comencé diciendo al tiempo
que me llevaba la mano a mi oreja, estaba convencida de que sangraba.
—La que no lo entiende es usted, queda terminantemente
prohibida la suspensión voluntaria de la marcha. Puede provocar atropellos,
embotellamientos y accidentes de consecuencias incalculables al resto de los
participantes.
—Lo sé, lo sé, y lo entiendo, por eso que no quiero
pararme, lo que quiero es salir.
—¿Salir? —preguntó levantando enérgicamente la cabeza de
su cuadernillo verde y mirándome como si quien se lo acabara de preguntar fuera
un pingüino en bikini haciendo twerking.
—Sí, me gustaría abandonar, así que si es tan amable de
indicarme la salida, prometo no darle más problemas.
—¿Abandonar la carrera?
—Sí.
El hombre agitado miró al resto de los participantes que,
muchos de ellos con tremendo esfuerzo, seguían dando vueltas sin descanso y
después me miró a mí o al pingüino perreando, y nervioso comenzó a pasar las
hojas de su cuadernillo verde.
—Abandonar la carrera… pero, pero, ¿por qué?
—Bueno, llevo 40 años dando vueltas a esta pista y
sinceramente no le veo demasiado sentido, no sé si me entiende.
—¿Sentido? —Empezó de nuevo a pasar las hojas como si no
hubiera un mañana—. ¿Sentido a qué?
—Bien, veo que nos vamos entendiendo. Efectivamente, el sentido
a qué, es el sinsentido que carece de sentido. Las vueltas. Estas vueltas.
Siempre lo mismo, ya está, ya he corrido, ya he cumplido, ya me voy, así que
¿la salida, por favor?
El hombre sacó del bolsillo de su pantalón una pequeña
radio, se dio la vuelta con cierta pose marcial, y empezó a vociferar por ella.
—Unidad 203 informa que en el metro 147 de la calle
interior se está produciendo un código verde, repito a todas las unidades
¡código verde, código verde!
Cuando se dio la vuelta, lo miré sonriendo aunque no
sabía si era la actitud apropiada.
—Diríjase a la Unidad 298 y siga sus instrucciones.
—Oh, muchísimas gracias. La unidad 298, 298 es… —dije
mientras buscaba al nuevo hombre vestido de rojo a lo largo de la pista.
—Lo encontrara a casi 100 metros de aquí. Y ahora tenga
cuidado al incorporarse de nuevo a la calle y ¡corra, vamos, corra!
—Sí, señor —Y me puse a correr de nuevo, como lo había
hecho en los últimos 40 años.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan
corriendo!
—¡Ey, Elvira! ¡Elvira!
Miré hacia mi derecha, y vi a Marcos, el marido de mi amiga
Silvia, corriendo con una de sus hijas a los hombros y la otra en brazos, y
empujando un amasijo hipotecario de 380 mil euros, que le impedía dar grandes
zancadas.
—¿Qué tal?, ¿cómo lo llevas? —me preguntó.
—Bien, bien, bueno, aquí.
—Sí todos seguimos por aquí. Silvia viene 5 vueltas más
atrás, hoy era su día libre y ha bajado la marcha, pero mañana me toca a mí.
—Qué bien, ¿no? —Sí, no sonó nada convincente.
—Me alegro de haberte visto, Elvira, pero yo me adelanto,
que como pare un poquito el ritmo me planteo abandonar y no puedo darme ese
lujo.
—Claro, claro…
Y lo vi alejarse encadenado no solo a su familia y a su
hipoteca, sino a la vida misma. Estuve a punto de pararme para coger un poquito
más de aire, me estaba ahogando, pero en ese momento vi a la Unidad 298 y
aceleré hasta llegar a él.
—¡Hola! —exclamé con ese entusiasmo sobrado de los niños
cuando conocen, en persona, a los personajes de dibujos animados en un parque
de atracciones.
—Es usted el código verde de la Unidad 203, ¿verdad?
—No estoy muy segura, de siempre me llaman Elvira.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan
corriendo! —Hizo una pausa, miró su cuadernillo, que el suyo era amarillo, y me
preguntó sin levantar la vista—: ¿Cuál es el número de su dorsal?
Me miré el pecho y comencé a cantar los 68 dígitos.
Después rebuscó en su cuadernillo, el amarillo.
—Aquí está, Elvira Rebollo, 40 años. Un total de 289.762
billones de vueltas.
—Sí, bueno, todas no las he contado, pero calculaba que
por ahí.
—Lamentablemente no le podemos señalar la salida. Su
corazón sigue en perfecto estado, por lo que todavía le quedan…
—¡No me lo diga!, ¡ni se le ocurra decirme las vueltas
que me faltan para salir!, no tenga tan poca sensibilidad…
—¡Elvira!, qué raro, siempre que miro a mi izquierda te veo
en la calle más corta y pidiendo sopitas, mujer, si no puedes más, dime, sabes
que te puedo ayudar, ¿cuándo no lo he hecho?
Nunca. Nunca lo había hecho. Violeta Pérez era compañera
de trabajo, la mujer de las dos caras.
—Gracias, Violeta, estoy bien, es solo un trámite.
—Ay, petardita mía, pídeme ayuda siempre, con lo que yo
te quiero. Y tranquila, no diré nada a los jefes, ya sabes que esto de pararse
no les gusta nada. ¡Anda, qué casualidad!, ¿te lo puedes creer?, hablando de
jefes, en la calle 4 va Rafael. ¡Rafael, Rafael!, ¡espérame que te tengo que
comentar algo de las clases de los miércoles!, ¡espérame, Rafael, que he tenido
que bajar el ritmo para ayudar a Elvirilla que la pobre se ha tenido que volver
a parar!
Miré al hombre del cuadernillo amarillo.
—Dígame que ahora lo entiende, que no me puede dejar
seguir corriendo en esta pista, con esta gente.
—No, lo siento. Con cuidado incorpórese a la calle del
interior y corra.
—¡No, no, no! —Completamente fuera de mí lo agarré por la
camiseta y lo increpé con violencia—. ¡Escúcheme, joder, escúcheme! ¿Dónde está
la salida? ¡¿Dónde coño está?! Se lo suplico… Dígamelo… No me ve que estoy
agotada… estoy agotada, no puedo más… ¿Seguir corriendo para qué?, ¿para qué…?,
déjeme salir…
—¡Código naranja, código naranja!
Las luces del estadio se apagaron y en su defecto se
encendieron unos focos anaranjados de gran potencia que iluminaron toda la
pista. Empezaron a sonar unas estruendosas sirenas y del suelo, exactamente de
la línea que divide la calle interior con el césped y la calle exterior con las
gradas, salió un cristal a modo de muro, dejando a todas las Unidades con sus
cuadernillos al otra lado del cristal y a los corredores, encerrados y
aislados, dentro de la pista. Aporreé el cristal hasta agotarme.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan
corriendo!
—Solo necesito parar y descansar…
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan
corriendo!
—Necesito descansar…
—Tengan cuidado al incorporarse a la calle
correspondiente, pueden provocar atropellos, embotellamientos y accidentes de
consecuencias incalculables al resto de los participantes.
Con enorme torpeza empecé a caminar, tomé aire tres veces
seguidas y seguí caminando pero no pude esquivar al participante que venía
justo detrás de mí y que se me llevó por delante. Los dos caímos al suelo,
rodamos. Arrastré mi cara lo menos un metro por la pista, me levanté la piel, él no parecía haber salido mejor parado. Lo vi a mi lado agarrándose con dolor
primero la rodilla izquierda, y luego el hombro derecho. Le vi la cara.
—¿Joan?, Joan, amor…
—Elvira —me abrazó—, llevo más de 30 vueltas buscándote,
¿dónde estabas?
—Estaba cansada y he parado un ratito pero, mira, te he
hecho caer a ti también, lo siento.
—Cuando se corre en equipo ya se sabe —y me miró buscando
mi sonrisa, se la regalé, por supuesto—. ¡Esa es mi nena! Venga, pues vamos a
la calle exterior que hay menos gente.
—No, no, no, no, por favor, que es más larga y tardamos
demasiado en dar una vuelta. Sigamos en esta, en la de dentro, en la cortita.
—¿Tienes prisa por algo? ¡Que más dará! Nena, los dos
sabemos que no vamos a ninguna parte.
Pude saborear cierta comprensión en aquellas palabras, ¡por fin!
—¡Por eso, Joan! ¡Busquemos la salida! ¡Abandonemos!
—Yo no quiero abandonar, nena, ya lo sabes.
—Pero ¿por qué?, acabas de decir que… pero… ¡Si solo son
vueltas!
—Porque si terminamos la carrera completa y sin trampas,
al final te regalan un bocadillo de lomo y un Aquarius, y ya sabes lo mucho que
me gusta el Aquarius.
—¿Tu vida por un Aquarius?, ¿de verdad?, ¿lo estás
diciendo en serio? —pregunté con una espantosa desolación.
—No, mi vida por dos Aquarius.
Los focos anaranjados se apagaron y encendieron de nuevo
las luces naturales, al tiempo que el muro de cristal descendía. Joan y yo, con
cuidado, alcanzamos la calle exterior y juntos, allí, acordamos un ritmo de
carrera acompasado y sosegado.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan
corriendo!
3 comentarios:
Me he emocionado. Me has emocionado.
Tu relato.
Y tu vuelta.
Buaaa!!! (lloro casi a moco tendido)
MUAAAAAA!!!!
De repente te he reencontrado Elvira!!! Qué bueno!!!estoy poniéndome al día,emocionada jajaja
Muchas gracias por compartir tu don de escribir ☺️
Por qué no nos paramos todos??? Traes consciencia😘😘😘
Gracias Elvira
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