11 abr 2021

Circularmente libres

 

Jeni Lee

—No me ha dado ninguna explicación. Solamente que regrese a Madrid. Me está volviendo loca.

Era sábado, las 09.30 de la mañana y dibujaba círculos sobre un papel en blanco, mientras escuchaba a Beatriz por teléfono. Estaba en una bonita cafetería dentro de la universidad en la que trabajaba en China.

—Gracias —dije en chino al gerente del local, al dejar sobre mi mesa un té de manzana y canela.

Me sonrió y, antes de volver a la barra, miró a través de los enormes ventanales que daban al campus. Quizá tanto él como yo estábamos en el mismo punto. Dando vueltas en una línea circular preguntándonos si habría manera de convertirla en una recta.

A las 8.00 de la mañana Fang Jing, secretaria del departamento, me había despertado. Debes hacerte una PCR, me dijo. ¿Cuántas PCRs puede soportar la nariz de un ser humano?, pregunté. No lo sé, pero hoy debes hacerte una nueva PCR, contestó. Llevaba exactamente 28 días de cuarentena, de los cuales 21 me había pasado en un muy cuestionable hotel a las afueras de Tianjin. Sin embargo, las medidas funcionaban, hacía 7 días había aterrizado en mi ciudad de destino, en donde la casi normalidad absoluta era una realidad. Después Europa se cuestiona qué es lo que está haciendo mal con respecto al control de la pandemia, con gusto le hubiera invitado a pasar el último mes conmigo en China. Ver, callar y copiar.

A las 8.30 una mujer enfundada en un traje EPI se bajaba de una ambulancia, frente a nuestro bloque de apartamentos, para hacer el test. Junto a mí Verónica.

—No lo soporto más —dije tocándome la nariz después de la prueba.

—Supongo que es mejor esto que no un mes en la UCI boca abajo mientras te limpian el culo porque te has orinado sobre unas gasas —Verónica, el pragmatismo hecho carne.

—Bien, profesoras, ya sois libres —nos interrumpió Fang Jing que, con un elegante abrigo blanco sobre su cochambroso pijama, nos confirmaba el fin de la cuarentena.

Verónica y yo empezamos a canturrear a lo Nino Bravo como no podía ser de otra manera. Y así, cogidas por la cintura gritando “Libreeeeeeeeeeeeee como el maaaaaaar” regresemos a nuestros apartamentos. En el rellano, Vero me dijo que iría a la biblioteca, yo lo dudé pero finalmente opté por la cafetería pequeña, necesitaba un sitio agradable donde descuartizar, sin presión, el teatro de Unamuno.

—¿Entiendes lo que te digo? —preguntó Bea al otro lado del Wechat.

El gerente se acercó al ventanal, levantó los hombros y se retiró un par de veces la media melena de la cara, luego me miró, lo sonreí y cabizbajo regresó a la barra.

—¿Me entiendes o no, Elvi?

—Sí. —Dibujé un nuevo círculo sobre el papel.

—No sé qué hacer.

—Regresa a Madrid. Sal de Múnich ya. Ya es ya. Ahora. Recoge tus cosas y vuelve a Madrid. Tómate un tiempo de descanso, has pasado por mucho este último año. Si te sientes con ganas, el próximo curso prepara tu mudanza a Berlín. Date otra oportunidad con el teatro. Inténtalo. Sola. Olvida a Markus, se acabó.

La oí llorar. Levanté la vista del papel garabateado y esperé a que se calmara un par de minutos, no lo hizo.

—No entiendo qué pasa. No lo entiendo. Dice que no funciona, han pasado solamente 10 días desde que llegué a Múnich, ¿cómo puede saber que no funciona? Sé que ha conocido a alguien, lo sé. No dice nada, pero yo lo sé. Solo quiere que me marche. No le importo ni lo más mínimo…

En la cafetería entraron  tres alumnos míos que al verme gritaron ¡Profesora!, les sonreí, tendrían unos 20 años pero parecían niños. Les pedí silencio con el dedo sobre los labios y luego señalé el móvil y vocalicé: Pro-fe-so-ra-Wang. Oooooh, exclamaron ellos mientras se tapaban la risita con la mano.

—… es humillante —continuaba Beatriz—, es… ¡Vino a buscarme al aeropuerto con una rosa! ¡Elvira, con una rosa! ¿En qué estaba pensando? ¿Una rosa y 10 días de planificación serían suficientes para pedirme que me marchara, sin ni siquiera atreverse a explicarme que hay otra mujer mejor que yo?

Aquella última frase hizo reírme a carcajadas. Mi cabeza voló. Los estudiantes me miraron sorprendidos pero yo no podía parar. Beatriz quedó en silencio, por lo que decidí contárselo.

—Perdona, Bea, perdóname, no me río de ti, de verdad. —Esperé un momento—. Ya sabes que tuve un novio francés.

—Bueno, lo sé por tu primera novela pero poco has contado de él.

—Pues tuve un novio francés. Llevábamos algo más de 4 años, pero solamente un año viviendo juntos. Yo estaba locamente enamorada de él, pero un día se levantó y me dijo que quería que me marchara. Quería que dejara el apartamento y que regresara a Bilbao.

—¿Así?

—Así.

—Imposible. Tuvo que decirte algo más.

—Sí, lo hizo. Lamentablemente yo insistí en entender la situación así que le pregunté, indagué, qué estaba pasando. Fue sincero, muy sincero. Había conocido a otra mujer, una tal Sévérine. Fue muy claro, él no me dejaba por ella, de hecho sabía que no tenían futuro juntos, pero gracias a ella se había dado cuenta de que podía encontrar algo mejor que yo. “No soportaría otro año contigo, porque ahora sé que puedo encontrar algo mejor”, me dijo exactamente.

Silencio y de repente escuché a Beatriz romperse en una carcajada como pocas veces la había oído. Me hizo reír también. Agaché la cabeza para que no me vieran mis alumnos y empecé a morirme de risa.

—¡Qué crack! ¡Ese tío no tiene  huevos, lo suyo son bolas de demolición!

—Y no sabes lo mejor.

—Por favor, cuéntamelo.

—Dos años después de estar separados le propuse tomar un café para hablar un poco de todo lo que había ocurrido, me contestó que no, así que le dije que lo entendía, que no se preocupara, que cuando se sintiera con ganas que me llamara para tomarnos ese café. Trece años después sigo esperando su llamada.

Creo que a Bea se le cayó el teléfono, la oía reírse lejos. Aplaudía y gritaba barbaridades. Oí mucho ruido y por fin escuché su voz:

—Por favor, Elvi, aunque sea lo último que hagas en esta vida. Llámalo, te lo suplico, llámalo y escribe una tercera novela sobre esa llamada y ese café. Vamos, coge el teléfono y dile: “Hola, soy Elvira, ¿te acuerdas de mí?, sí, sí, sí, la mejorable”.

Con media sonrisa dibujé otro círculo sobre el papel, lo repasé con el dedo y empecé a colorearlo con el subrayador mientras me escuchaba decir:

—Si pudiera dar marcha atrás a mi vida, nunca le hubiera preguntado nada. Cuando te piden que dejes el apartamento es porque ya no te quieren y no necesitas saber nada más. Bea, haz las maletas y sal de ahí, las infidelidades se olvidan, el desprecio no.

A las 12.40 vi entrar a Vero en la cafetería. Se apoyó sobre la mesa y me pidió que recogiera las cosas porque quería invitarme a comer al coreano.

—¿Y eso? —pregunté sorprendida.

—Tendremos que celebrar oficialmente nuestra libertad, ¿no?

Nos pedimos dos bibimbap y un plato grande de kimchi para compartir. Vero me contó anécdotas de su hotel en Tianjin, de sus dudas sobre renovar el contrato un año más, de sus planes de vivir en Japón o incluso barajaba Filipinas, de sus aventuras en Tinder, y de lo bueno que estaba el nuevo fichaje del departamento de inglés, un profesor canadiense. Me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos y de cuántas experiencias, tan esenciales, me habrían faltado si mi vida hubiera sido otra.

Esa misma noche, mientras compartía una cerveza con ella en el sofá de mi casa, recibí un mensaje de Bea:

Maletas hechas, en 10 minutos salgo para un hotel cerca del aeropuerto. Mi avión a Madrid sale mañana a las 7.50. No ha habido más preguntas. Soy libre.

Le mandé un corazón y dejé el móvil sobre la mesa.

—¡Brindemos! —propuso Vero con el vaso de cerveza en alto—. ¡Por nosotras! ¡Por nuestra libertad!

—¡Por nuestra libertad! —repetí y bebí aquel sorbo con verdadero placer.

  

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