―¿Quién… es…? Ay, que me ahogo, ay… ¿sí? ¡¿A ver?!
―Hola, loca…
Al reconocer su voz, los pequeños hombrecillos que tenemos en medio del pecho para bombear el corazón se desmayaron.
Estaba en el borde de la piscina con los pies metidos en el agua para intentar deshacerme del aplastante calor de Singapur. Bebía una cerveza que acababa de bajarme de casa. El guardia del condominio donde vivía, que pasaba en ese momento por las piscinas, me miró y me recordó que el baño estaba prohibido a partir de las once de la noche. Le dije que lo sabía, que simplemente estaba esperando a alguien. Ya no lloraba, creo que porque no me quedaban lágrimas, estaba tranquila, serena, llena de ese sentimiento cínicamente placentero que te provoca el haber estado llorando durante días. Ankit llegó y se sentó a mi lado sin decir nada. Chapoteó los pies bajo el agua, después me acarició la espalda con la vista en el fondo de la piscina.
―¿Cuándo te vas?
―Este lunes… tengo que volver a España para el papeleo del visado, el uno de septiembre empiezo a trabajar.
―Estados Unidos… ¿No había nada más lejos? ―me preguntó ofreciéndome su mano abierta, le coloqué la cerveza en ella, se rió―. Gracias, pero prefiero tu mano ―le di mi mano acariciándole suavemente el dedo índice con mi pulgar.
―¿Vendrás a verme…? ―le pregunté con súplica.
―Te podría decir que sí, pero los dos sabemos que no… que no volveremos a vernos…
Apreté su mano, empezaba a llorar de nuevo.
―¿Lo sabe Abid? ―preguntó.
Negué con la cabeza.
Tres semanas antes invité a Abid a cenar en Gaylang Road, el barrio rojo de Singapur. En uno de los sucios y cutres chiringuitos de la calle pedimos dos roti prata, el mío era de plátano dulce y el suyo de durian con queso. Para beber, dos tés pakistaníes. Me encantaba ver a Abid, porque a pesar de su exquisita apariencia se sabía mover como pez en el agua en aquel ambiente. Siempre me contaba que su padre venía de una de las familias más humildes de Lahore.
―Estas navidades quiero que vengas a Pakistán conmigo, yo estaré tres meses por el torneo de Polo que empieza en noviembre, podrías venir a mediados de diciembre hasta enero. Mi padre puede solucionar el tema del visado, y el viaje lo harías acompañada por tres de mis hombres, no habría problema. Quiero que vengas, Elvira, quiero enseñarte Lahore, es precioso.
―¿Navidades en casa de un musulmán en Pakistán??? Mmm… deja que se lo comente a mi madre, ¿a ver qué dice? ―e hice ademán de sacar mi móvil del bolso.
Abid se río como un tonto, después se acercó a mí y me abrazó. Sujetándome la cara con una sola mano me besó. Su gesto me sorprendió gratamente, nunca se mostraba cariñoso en público.
―Me estás volviendo loco, completamente loco ―dijo clavándome su negruzca mirada―, no te imaginas lo fácil que es quererte ―susurró apartándome un mechón de pelo de la frente―, te quiero tanto que siento que te he querido siempre…
Acaricié su espeso y negro pelo y me dejé querer, porque lo último que podía pensar aquella noche era que las cosas iban a cambiar tanto en apenas unas semanas.
La situación iba de mal en peor en la escuela y cansada del abusivo contrato y ñoñerías de mi directora había empezado a buscar un nuevo trabajo. Bombardeé todos y cada uno de los departamentos de español del mundo entero, pero con la intención de quedarme en Asia: China, Singapur o India. Pero la respuesta me llegó de los Estado Unidos con una oferta irrechazable. Acepté sin pensarlo, como hacía siempre, cerrando los ojos e imaginándome que estaba sola en el mundo, y que ése era el único camino a seguir. Padeciendo el vértigo que tengo, todavía no comprendo cómo he sido capaz de tirarme tantas veces desde el puente al más absoluto vacío.
Desde la puerta principal del condominio vi alejarse el taxi de Ankit. Me quedé de pie un largo rato mirando la carretera, quizá esperando que diera la vuelta o simplemente negándome a reconocer que aquello había sido una despedida.
Al día siguiente me armé de valor y fui a la casa de Abid. Antes de bajarme del taxi respiré hondo y le pedí que me esperara, no tardaré, le dije al taxista.
La verja se abrió automáticamente a mi paso y entré. Crucé el enorme jardín hasta la casa principal. Abid estaba en lo alto de las escaleras, me miraba serio, no esperó a que llegara, como hacía siempre, sino que entró en casa antes de que yo hubiera pisado el primer escalón. En la entrada me quité las sandalias. Abid estaba sentado en el sofá, nerviosa me senté a su lado. Abid pidió a las tres personas de servicio, que estaban colocadas estratégicamente alrededor del salón, que se fueran. Después, se levantó y se sentó en un sillón frente a mí.
―Me voy… Abid, me voy…
―Lo sé, he hablado con Ankit… ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿Cómo has podido permitir que te ame tanto sin dar nada a cambio? ¿Cómo siendo tan pequeña… tan preciosamente pequeña puedes llegar a hacer tanto daño?
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Estaba siendo injusto, no podía exigir a nadie amar. A mí se me agotó el amor, once meses atrás, Etienne me lo extirpó y me dejó tristemente vacía. Había perdido la capacidad absoluta de volver a querer a alguien.
Le pedí perdón y lentamente me levanté del sofá. Junto a la puerta volví a calzarme las sandalias. Abid me agarró del brazo.
―Ey, no te vayas, loca, no te vayas… ―Abid apretó mi frente contra la suya―, no… no… no… no… no… ―repetía cansinamente.
―Para, por favor…
―No… no… no… no… ―me abrazó con fuerza y me susurró profundamente en el oído―: Te quiero tanto que soy capaz de amar por los dos...
Encerré sus palabras con sabor a urdu en una cajita de cristal para no olvidarlas nunca, aspiré su respiración para tragar el mismo aire y le pedí que me repitiera por última vez “azul celeste”. Me miró con enorme pena, hizo estremecerme.
―Azul celeste, azul celeste…
Sonreí tristemente.
―No pierdas nunca tu precioso acento, my big child ―lo besé y me marché de su casa.
Los hombrecillos comenzaron a bombear de nuevo y sentí un fuerte dolor en el pecho por la presión de la primera bocanada de latidos.
―Ankit me ha dado tu teléfono… se lo pedí, quería hablar contigo, bueno… necesitaba hablar contigo. Elvira… no hay día que no piense en ti… y… estoy en Pakistán, ¿sabes?, por el torneo de Polo, y tú debías estar aquí, conmigo, eran nuestros planes, te… ¿te acuerdas en Gaylang Road comiendo roti prata? El tuyo era de durian…
―No, de plátano dulce… ―dije apretándome fuertemente el auricular a la oreja mientras me dejaba caer al suelo como una muñeca rota.
―Elvira, te sigo queriendo… dime que me quieres, por favor… estoy perdiendo la cabeza, dime que me quieres y… y yo mañana vuelo a los Estados Unidos, dímelo, por favor… por favor…
Claro que te quiero, pero no lo supe hasta llegar a este pequeño y desesperante pueblo americano. Tres meses sin tener noticias tuyas me han vuelto loca. Te he visto en todas partes, y te he oído amarme cada noche desde la cajita de cristal, te he echado tanto de menos, Abid, que lloro con tan sólo recordar tu nombre, Abid, Abid, Abid, Abid…
―Yo no te quiero… nunca te he querido, Abid…
Oí un clic y un silencio tan doloroso al otro lado de la línea, que me quedé allí, de rodillas en el suelo, quietecita, llorando en silencio, con miedo de moverme, porque si me movía, me iba a romper en mil pedazos y sería imposible volver a recomponerme nunca.
Los hombrecillos comenzaron a bombear de nuevo y sentí un fuerte dolor en el pecho por la presión de la primera bocanada de latidos.
―Ankit me ha dado tu teléfono… se lo pedí, quería hablar contigo, bueno… necesitaba hablar contigo. Elvira… no hay día que no piense en ti… y… estoy en Pakistán, ¿sabes?, por el torneo de Polo, y tú debías estar aquí, conmigo, eran nuestros planes, te… ¿te acuerdas en Gaylang Road comiendo roti prata? El tuyo era de durian…
―No, de plátano dulce… ―dije apretándome fuertemente el auricular a la oreja mientras me dejaba caer al suelo como una muñeca rota.
―Elvira, te sigo queriendo… dime que me quieres, por favor… estoy perdiendo la cabeza, dime que me quieres y… y yo mañana vuelo a los Estados Unidos, dímelo, por favor… por favor…
Claro que te quiero, pero no lo supe hasta llegar a este pequeño y desesperante pueblo americano. Tres meses sin tener noticias tuyas me han vuelto loca. Te he visto en todas partes, y te he oído amarme cada noche desde la cajita de cristal, te he echado tanto de menos, Abid, que lloro con tan sólo recordar tu nombre, Abid, Abid, Abid, Abid…
―Yo no te quiero… nunca te he querido, Abid…
Oí un clic y un silencio tan doloroso al otro lado de la línea, que me quedé allí, de rodillas en el suelo, quietecita, llorando en silencio, con miedo de moverme, porque si me movía, me iba a romper en mil pedazos y sería imposible volver a recomponerme nunca.
8 comentarios:
Snif, snif, snif...esta vez, Elvira, sí que me lo quiero creer todo...Me parece que nos vamos a enamorar todas de tu Abid...
Un beso gordo desde aquí (esperando recibir noticias de la segunda parte...)
Jolinnnn, Elvira!! Vaya despertar de Domingo, se me ha olvidado para qué he encendido el ordenador, me has dejado la mente en blanco... Simplemente voy a volver a leerlo.
Mil musus
También yo estoy sintiendo esos hombrecillos que habitan en nuestro pecho. Llevo unos días cerrando los ojos, tratando de averiguar cual es el camino a seguir y con el estómago en un puño esperando esa respuesta que hará que nuevamente me tire a ese vacío que ambas conocemos tan bien.
Monis, me encanta que te enamores de todos mis personajes, ja, ja!! Mua!
Elena, ánimo, di a esos hombrecillos que bombeen con fuerza, pero no te preocupes por el vacío porque hay caídas que son estupendas...
Beste bat! Beste bat!
Beste bat! Beste bat!
Hola Elvira:
Estoy muy emocionada con tú cuento este ha sido demasiado.
La verdad es que el paquistani se las trae, con esa casa esos criados y encima juega al polo como los reyes. Es una joya no se como no le quieres la verdad.
Tús personajes son una delicia como tú.
Eres tan llorona como tú madre.
Ahora soy más respetuosa con las religiones porqué todos vamos al cielo.
Bueno sigue escribiendo para que cuando vengas a España te los presente al Premio Planeta.
Bueno hasta pronto.
Besos
Srita de pernas hermosas si pasas por mi blog te he dejado un regalo para ti.
Un beso gigante Elvi
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