11 nov 2011

Con dos narices

 Retrato de Dora Maar de Pablo Picasso

Me enamoró su presencia. Bueno, no, quizá fue su dulzura o su manera de retirarse la melena hacia un solo lado. La cuestión es que Virginia me cautivó desde el primer momento. Después de informarme sobre los cursos, me preguntó cuál era exactamente mi interés en el mundo del vino.
―Esa angustia, ¿sabes? ―decía, 20 minutos antes, a mi psicoanalista―, es la que me hace preguntarme qué va a ser de mí si vivo más de los 40 años. Sorda, depresiva, artrítica. Tengo que morirme antes, Óscar, tengo que morirme antes…
―Creo que es una reflexión interesante, Elvira. Te propongo que la retomemos en nuestra próxima sesión, porque hoy se nos terminó el tiempo.
Y con una patada en el culo me mandó para mi casa. Y es que, lo de desmenuzar tus miserias en 60 minutos, te recordaba a cuando eras pequeña y tu madre venía la primera a buscarte a una fiesta de cumpleaños, sabías que te ibas a perder lo mejor. Volvías a casa cabizbaja con esa frustración punzante.
Casualidad, aquel día levanté la cabeza y me topé con la escuela de Cata de Vinos.
―No lo sé ―contesté tímidamente  a Virginia―. Quizá su lado sensorial, o que estoy tan perdida que no sé a qué agarrarme.
―Bueno, dicen que beber es bueno para olvidar ―dijo arqueando las cejas.
Me reí.

―¿Un curso de Sumiller? ¿Sumiller profesional? ―preguntó Rafa sorprendido mientras meaba.
―¡Sí! ―contesté desde su cocina, preparaba pasta―. Sumiller Internacional.
Rafa entró en la cocina subiéndose la bragueta, y se lavó las manos en la fregadera. ¿Por qué no lo hacía en el baño? Odiaba eso de él. ¡Guarro!
―¿Internacional? ―volvió a preguntar mientras se las secaba con un trapo―. Elvi, eso es la polla, ¿tú sabes lo que vas a tener que estudiar? Esos tíos tienen una memoria de elefante. Estamos hablando de todos los vinos del mundo, denominación de origen, bodegas, añadas, esencias… Pff, no eres capaz de eso.
―¿Cómo…?
―Chiquitina, vamos, no pongas esa cara. A ver ―Me cogió por la cintura con ambas manos y ladeó la cabeza―. Inteligente, lo que se dice inteligente, no eres. Digamos que apañada. Porque las cosas como son ―Me soltó y bajó la potencia de la vitro―. Eres una tía que sabe sacarse todo el provecho. Ahí estás con tus cuentitos y tu librito publicado, vamos, tus cositas.
¿Mis cositas? Me llevé una mano al cuello y con la otra me apreté la tripa.
―A veces pienso ―continuó―, que si fueras tan inteligente como tu hermano Gerardo, no sé hasta dónde habrías llegado.
Dije que ahora volvía. Fui al baño. Cerré con pestillo. Me apoyé en el lavabo y, tapándome la boca con ambas manos, lloré hasta agotarme. Me lavé la cara. Me miré al espejo y conté hasta cincuenta. Salí.
―¿Qué has estado haciendo ahí dentro?
Cogí la chaqueta, le di un beso en la mejilla y le dije que me iba, que no me encontraba bien.
Desde la puerta, mientras me veía subir las escaleras, me preguntó si estaba molesta por lo que me había dicho.
―No ―dije―, es solo que tengo mal las tripas, ya sabes…
―Jo, chiquitina, vete al médico, porque te pasas el día con cagalera.
―Sí, me paso el día cagando… ―Y mordiéndome los labios por dentro, seguí subiendo las escaleras.
Al día siguiente volví a la escuela y se lo conté a Virginia. No lo de Rafa, pero sí mis inseguridades sobre mi capacidad, y que quizá el curso me quedaba grande. Virginia, sentada en un alto taburete tras una mesa blanca, me escuchaba con verdadera pasión, frunciendo el ceño y asintiendo cada palabra que decía. Cuando terminé, estiró la cara y me sonrió. Me pidió que la esperara un minuto. Al de un rato regresó con una caja. La dejó sobre la mesa y me instó a que la abriera. Tuvo que insistir dos veces, porque yo estaba paralizada, no sabía a dónde quería llegar. Miré la caja. Era de madera. En realidad era como un pequeño armario de dos puertas. Lo abrí, tirando de los dos pequeñitos pomos, y por un momento me imaginé que volvería a ver los vestidos de mi Nancy. Pero me encontré decenas de diminutos frascos de cristal, con tapón negro, y con un amarillento líquido dentro. Levanté la cabeza y miré a Virginia con cierta fascinación.
―Ahí tienes 54 esencias de vino. Capturadas, guardadas y clasificadas para educar tu olfato. Quiero que te las lleves a casa y las memorices. En cuatro días te examinaré de memoria olfativa. 5 esencias, solo puedes cometer dos errores. ¿Aceptas el reto?
No sé, me parecía demasiado fácil. La sordera me había otorgado de un olfato fuera de lo común, parecía la mujer biónica. No podía dormir cerca de materiales de cuero: bolsos, zapatos, chaquetas; ni de papeles de plásticos o por supuesto productos de limpieza. Incluso antes de comprar un libro, me lo llevaba a la nariz y si consideraba que el olor de su hojas era demasiado fuerte, pedía otra edición. Y no era una cuestión de manías, si no que la intensidad del olor llegaba a ahogarme. Así que memorizar 54 aromas y asignarles un nombre no me parecía una acrobacia plausible.
―Mi temor es otro, Virginia. Los nombres, años, bodegas... No la nariz.
Se retiró el pelo hacia un lado con una feminidad inalcanzable, y me pidió que cogiera un frasquito al azar y leyera su etiqueta. Tomé el cuarto de la octava fila.
―Higo, 60-J-14B.
―Todas las esencias tienen un código de 6 caracteres, cifras y letras, a veces separados por guiones, otras veces no. Estos códigos también debes memorizarlos y el lugar exacto de sus guiones, si los tienen, claro.
―¡Imposible! ―grité.
―Bien, creo que ahora sí he conseguido picarte ―Y con una triunfante sonrisa, me despidió hasta dentro de cuatro días.

Dejé la caja abierta sobre mi escritorio. Parecía el San Antonio que tenía mi abuela. El santo estaba metido, con su ramillete de laurel, en una caja con la parte de delante de cristal, a modo de vitrina. Y bajo sus pies una ranura donde mi abuela iba metiendo monedas por cada petición que le hacía, “Ay, San Antonio bendito, que encuentre el botón de nácar de la blusa blanca, que caérseme, se me debió de caer por el salón”. El botón aparecía y mi abuela lo recompensaba con una moneda de 25 pesetas. Cuando veía que el santo pesaba demasiado, lo vaciaba y se lo jugaba todo a la brisca.
Miraba la caja desde el sofá, no me atrevía ni a acercarme. 54 códigos, 324 caracteres, imposible. Así que alcancé el móvil y le supliqué a Gael que viniera. Cuarenta minutos después apareció en mi casa con seis botellines de San Miguel. Le conté lo del curso de Sumiller, lo de Rafa, lo de Virginia y su reto. Sin decir nada abrió dos cervezas. Me ofreció una. Se sentó junto a mí en el sofá y miró la caja de las esencias de la misma manera que seguía haciéndolo yo.
―Cari, ¿estás segura de que no prefieres admitir que eres apañada?
Negué con la cabeza.
Gael me dio su cerveza. Se levantó. Cogió la caja. La dejó sobre la mesita frente al sofá. Se arremangó el jersey de lino. Me pidió su cerveza con un enérgico gesto de mano  y dijo:
―Empecemos.
Así que empezamos. Gael abría un frasquito, me lo daba a oler, manzana verde, decía, ¡piña, animal!, me contestaba. Y a partir de ahí empezaban sus trucos de memoria nemotécnica:
―La piña no tiene hojas, son rabos verdes arriba, pues la forma del rabo es el 1, pero son dos, así que 11, ¿vale? ¿Dónde hay piñas?, ¡en las islas!, islas, tesoros, tesoros, mapas, mapas, pasos, pasos, cruces. 5 pasos y una cruz,  es decir: X. Tesoro encontrado, entonces pausa, un guión, más descanso: un 0, nos comemos la piña, no queda nada, solamente un rabo: 1. Por lo tanto: 115X-01, ¡repite!
―Piña, 115X-01.
Me ofreció otro, fácil: coco.
―Vale, ¿dónde hay cocos?, ¡en las islas!, islas, tesoros, tesoros, mapas, mapas, pasos…
Madre mía, San Antonio bendito…
Tres días después, habíamos encontrado 53 tesoros, porque el azufre apareció en el volcán de El Hierro, auxilio entre flotadores, y un rabito de piña flotando en el agua: VF-8S8-1. Sin comentarios.
Al cuarto día, Virginia me sentó en su taburete alto y me dio una especie de antifaz para dormir. Me lo puse. Me preguntó si estaba preparada. Asentí. Me acercó el primer frasquito. Inspiré profundamente. Lo retiró. Le pedí repetir. Me dijo que estuviera tranquila. Lo acercó de nuevo. Volví a inspirar: Ciruela, 6YCCR6. Chasqueé la lengua. Me había equivocado. No era así, pero no sabía corregirlo. Llegó el segundo, tercero, cuarto y quinto frasquito.
Me quité el antifaz. Virginia no paraba de sonreírme.
El resultado fue horrible. En cuanto a esencias solamente un error. Confundí la grosella con el lichi. Y en cuanto a códigos sólo había dicho dos correctamente, el de la piña y el del membrillo. Aun así, Virginia me dio la enhorabuena, y me convenció de que la memoria era un animal vivo, si la alimentaba crecería.

Subí las escaleras de casa y me paré en el tercero. Toqué a la puerta y esperé. Rafa abrió, y me besó. Ya me he matriculado, le dije. ¿Para Sumiller?, preguntó. Sí. Al final siempre te sales con la tuya, ¿eh?, me alegro si es lo que quieres, dijo. Es lo que quiero, respondí, y creo que también quiero estar sola. ¿Cómo sola?, preguntó. Sola, respondí. Lo besé y subí las escaleras. Hasta que no metí las llaves en mi cerradura, no oí cerrar su puerta. El portazo me hizo encogerme de hombros.
Entré en casa arrastrando los pies, tenía la pena encadenada a mis tobillos.
Abrí la nevera y saqué un par de huevos. Antes de cerrarla, cogí medio limón, que estaba sobre los yogures, y me lo llevé a la nariz.
―Limón, 5555-MZ.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Es un placer leerte, Elvira, siempre.
Qué gustosos ha sido en particular este, por todo, por la idea del curso "olfativo" (qué difícil, jaja), por cómo lo desarrolla y por la "cuestión"..ay, qué frágil es nuestra autoestima normalmente...no digo más para no dar más pistas, :)
Me ha encantado, y aún percibo en mi nariz cierto aroma a grosellas.
Un beso

Miss Hurry dijo...

Para empezar, hay muchos tipos de inteligencia, no sólo aquella destinada a entender las ciencias, pero es que memoria e inteligencia no tienen nada que ver; la memoria, como dice Virginia, es entrenamiento, así que ya sabes, cada vez que huelas algo, búscale una referencia y al final te saldrá sin pensar. Yo con un curso donde pudiese distinguir unos vinos de otros y no sólo decir cual me gusta más (entre los que hay) me conformaría, jeje.
Rafa... me parece que Rafa es un poco capullo; Él sí que ha demostrado que le falta inteligencia al no haber sabido valorar lo que tiene cerca.
Tú ganas.

sempiterna dijo...

Genial, Elvira. Como siempre me "bebo" tus relatos. Este más, jaja. Qué ritmazo. Y la mnemotecnia... esa ciencia tan tan tan de cada uno... Beso!

Jota dijo...

Me quedo extasiada leyendo tus palabras, y noto cierto aroma mmmm!!!! bsss

Elvira Rebollo dijo...

Ayyyyy... la baja autoestima, enemiga donde las haya.
Me alegro de que haya gustado, porque a partir de ahora el blog va a desprender cierto aroma... ;-)

Gracias, chicas, por pasar siempre por aquí, es todo un detallazo!!
Besos de grosellas, manzana verde, mora y sobre todo... de piña!!

celia dijo...

Simplemente Me encanta

Itsaso dijo...

Qué inseguras somos a veces, verdad? Pero no hay nada que no se pueda conseguir con un poquito de empeño, aunque nos digan lo contrario, y con ese olfato más todavía... un besito!

Amalie Leschamps dijo...

Elvira, así se hace, con un par de huevos y tres narices, ....felicidades por todo, por conseguirlo, por ahí sin más, y por contarlo tan bien...bss