Zapatos rotos de Javier Avi
―Jodeeeer…
―dije recogiendo del suelo la mitad de la suela de mi sandalia. La metí en el
bolso y, cojeando, caminé las 4 manzanas que me separaban de mi casa.
―¡Me
ha vuelto a pasar! ―grité cerrando la puerta.
Joan,
que estaba subido a un taburete frente a la claraboya, me miró y se rió al
verme con el pie desnudo.
―¿Qué
haces ahí arriba? ―pregunté después, dejando el bolso en el sofá y descalzándome el
otro pie.
―Te
presento mi mesa de calco, ¿ves?, ¡es perfecta! Coloco los dibujos aquí y con
la claridad los copio ―dijo mostrándome varios folios pegados con celo sobre la
ventana del techo.
Joan
se había mudado a Madrid. Oficialmente vivíamos juntos desde hacía casi un mes.
Decidió darse una oportunidad con el dibujo. Dejó su criadero de caracoles en
manos de su hermano, y se matriculó en una escuela de arte, donde tomaba 20
horas semanales de ilustración tradicional. En casa, se había apropiado de la
mesa de la cocina, así que ahora comíamos sobre cojines en el suelo del salón;
del flexo de la cama que había colocado sobre la campana de la cocina, encima
de su mesa de dibujo, así que ahora
teníamos que levantarnos para apagar o encender la luz desde la cama; y de la
claraboya, así que ahora miraríamos las nubes a través de sus personajes de
ficción.
Y
así estábamos viviendo en 30 m², con nuestras
mierdas varias, como dice él, tú con
tus cuentos y yo con mis monigotes, si
es que la Primi nos tiene que tocar,
¿no, nena?
Pero
como de momento no nos había tocado, Joan bajó del taburete, sacó el Super Glue
de la caja de herramientas y pegó por tercera vez, en un mes, la suela a mi
sandalia.
―Tienes
que comprarte unas nuevas ―dijo.
Sí,
tenía que. Había muchas cosas que
tenía que hacer, pero que la falta de dinero no me lo permitía. Le dije que sí
con la cabeza, cogí la sandalia ya pegada y la puse junto al ventanuco del baño
para que se secase.
Al
día siguiente, el despertador sonó a las 7.20. Joan me empujó de la cama, gemí
y me arrastré hasta la ducha. Cuando salí, el café estaba preparado. Me vestí,
me puse la sandalia buena y la que estaba pegada y salí, despidiéndome de Joan
bajándole los calzoncillos. La broma se la repetía cada día, así que con
la resignación habitual, me dijo adiós
con sus encantos al aire, desde la puerta. Me reí como una idiota y bajé las
escaleras.
Di
las clases comprobando, cada dos por tres, que la suela siguiera en su sitio.
Respiré aliviada cuando se terminó mi jornada en la universidad y sobre mis
pies había todavía sandalias.
Llegando
a casa, al salir del metro, ayudé a una mujer a bajar, por las escaleras, el
carrito de bebé, y fue en una de estas, cuando entre el: ¿puedes?, sí, sube, espera, no, no, baja un poco, hacia adelante, un
poco más, oí el zash-clack. Terminé de bajar el cochecito, le dije adiós a
la mujer y al subir de nuevo las escaleras del metro, cogí en el cuarto escalón
la suela de mi sandalia. La metí en el bolso y con delicada dignidad cojera,
por no decir cojonera, salí del metro. En la calle, me paré ante el escaparate
de una tienda china de ropa.
―Hola
―dije al entrar.
―Hola
―me dijo el chino detrás de la caja registradora.
―¿Las
sandalias negras del escaparate cuánto cuestan?
―Negras,
7 euros.
―Ya,
¿me las puedo probar?
―Probar,
sí. Número.
―El
35.
―No
35, negras no 35.
―Pues,
¿qué color 35? ―Creo que empezaba a hablar como él.
―35
color amarillo y 35 color rojo, no negro 35. Negro no.
―Bueno,
las rojas entonces.
Me
las probé y me gustaron, así que le dije que me las quedaba. El hombre las
colocó sobre el mostrador, mientras marcaba el precio en la máquina.
―7’95
euros ―me dijo.
―¿Cómo
que 7’95? ¡Eran 7 euros!
―Negro,
7 euros. Color rojo, 7’95 euros.
―Te
doy 7 euros.
―Negro,
7 euros, color rojo, 7’95 euros.
―¡Es
injusto! ―grité. Sí, era muy injusto que el IVA hubiera subido el 3%, que
Hacienda se retrasara tanto en mi devolución, que el I.R.P.F hubiera pasado del
15% al 21%, que me hubieran subido el alquiler del piso, que mi jefa no me
pudiera prometer clases para otoño, que la editorial no me hubiera pagado
todavía los derechos de autor, y que la nevera siguiera vacía a pesar del
talento de Joan.
―
Negro, 7 euros, color rojo, 7’95 euros.
―Sí
―dije, porque igual de injusto era para mí como para aquel hombre. Le di 8
euros y yo misma metí las sandalias en la bolsa de plástico que me había
ofrecido. Dije adiós y, cuando me iba a marchar, el comerciante repitió:
―
Negro, 7 euros, color rojo 7’95 ―y arrastró una moneda de cinco céntimos por el
mostrador, hasta dejarla frente a mí―. Vuelta, coger vuelta.
Llegué
a casa semi descalza, con unas sandalias rojas de 7’95 en una bolsa de plástico
y una moneda de 5 céntimos en el bolsillo del pantalón. Joan, subido en su
taburete, me vio entrar.
―Pero,
tontaca, ¿otra vez? Pues no sé si queda Super Glue.
―No
importa, si quedan huevos, nos hacemos una tortilla.
7 comentarios:
¡Qué mala es la crisis! Menos mal que hay otras cosas que nos alegran la vida, que si no...
(Por cierto, ¡pegamento de contacto, no super glue!)
Sí, hay otras cosas y muy buenas!!
Y me apunto lo del pegamento, siempre ando con marcas, si por lo menos me pagaran por mencionarlas, no? Beso!
Tuve una temporada unas sandalias que tenían la misma manía, lástima que fueran las únicas que no me hacían daño, y ahí estaba yo, pegamento arriba y abajo.
Qué linda eres!!
Es posible que mirar las nubes a través de los personajes de ficción sea un buen modo de soportar esta crisis? Seguro que sí; al menos será mil veces más imaginativa que las soluciones que los de arriba nos ofrecen...sigue haciéndonos disfrutar con historias tan tiernas, por favor!!
Anchoa, si es que cuando se cogen cariño a unos zapatos, todo pegamento es poco! Beso!
Anónimo, con creatividad la crisis se dibuja mejor... ;-)
Tomo nota para remendar mis zapatos :-)
como siempre, me ha encantado el post!!!
muy bueno, y muy mono Joan!!!!
Muas!!!!
ma
Publicar un comentario