10 ene 2019

¿Quién dijo empatía?


Ilustración de Javier Avi

Hace un tiempo, cuando vivía en Francia, no sé, tendría unos 29 años, decidí pasar un fin de semana largo en Bilbao. Por alguna razón, que ya no recuerdo, el martes era fiesta en Lyon así que el lunes lo pedí libre en el trabajo.  Pensé que ver a mis amigas y atender a la demanda de continua atención con la que me acribillaba mi madre, no sería mala idea. El sábado al volver a casa después de tomarme el aperitivo con Marieta y Blanquita, me encontré a mi madre sentada en la mesa de la cocina, mirando al frente mientras se pasaba una mandarina, rodando por la mesa, de una mano a otra.
―Ama, ¿estás bien?
No contestó, así que preferí no insistir y me senté en otra de las 6 sillas que rodeaban la mesa. Sabía que mi madre necesitaba su tiempo, no tanto para empezar a expresarse sino porque los focos estaban hacia su persona, nada ni nadie debía robarle ese momento de protagonismo.
―Merceditas ―dijo al fin.
―Merceditas ―repetí. Dejé pasar un tiempo prudente y pregunté―: ¿Quién es Merceditas?
Recogió la mandarina con su mano derecha y ya no la soltó.
―Merceditas, la de la tintorería. La cierra.
―¿Qué cierra?, ¿la tintorería?
Con enfado dejó la mandarina de nuevo en el frutero.
―¡Sí, hija, sí! La tintorería, ¿qué si no? ―Luego me miró―. Lo de ponerse tanto colorete ¿es una moda francesa? ―No sé si molesta pero sí algo avergonzada me pasé la mano por ambos pómulos―. La vende porque dice que tiene que ayudar a su hijo, no sé en qué estará ahora ese chico, siempre fue un tarambana. No pudo hacer carrera con él, que si ahora abre un taller de motos, que lo cierra; que si ahora abre un bar, que lo cierra; que si ahora quiere probar suerte en el extranjero, que si págale el billete y los 3 primeros meses de alquiler hasta que encuentre trabajo, que al cuarto se vuelve… En fin, le ha sacado hasta el higadillo a la pobre Merceditas, ¿y ahora?, vete tú a saber qué. Pobre Mercedes, no me la quito de la cabeza, 56 años y sin nada más que un hijo que la vuelve loca además de arruinarla.
Se llevó las manos al pecho.
―Ya… Tiene que ser difícil, sí.
―Ni te lo imaginas. Es absolutamente imposible que sepas lo que es sufrir por un hijo.
―Bueno, mamá, Gerardo y yo no te hemos dado muchos problemas precisamente.
―No se sufre por los problemas que te dan, se sufre simplemente por haberlos parido, por tenerlos. Es un sufrimiento constante. Siempre te lo he dicho, no tengas hijos, Elvirilla, nunca tengas hijos porque los hijos te arruinan la vida.
―Ya… ―Me rasqué la frente con lentitud intentando trocear sus palabras para tragarlas mejor.
―Siempre, desde que te levantas, con esa obsesión de protegerlos, de hacer que no sufran con nada. Fíjate que sabía lo de Merceditas hacía ya dos semanas y no te quise decir nada, para no preocuparte. Allí en Lyon, qué podías hacer.
―Mamá, yo es que a Merceditas no la conocía.
―¿Cómo no la vas a conocer?, ¿eh?, ¿cómo no la vas a conocer? ¡Pero si lleva la tintorería de la vuelta de la esquina desde hace 23 años!
―Sí, sí, ‘La tintorería Merce’, pero, ama, nunca he tenido trato con ella.
―¿Cómo lo vas a tener?, dime, ¡cómo lo vas tener si he hecho lo imposible para que no te falte de nada, para que vivas  siempre entre algodones! Ya me encargaba yo de llevarte los abrigos y las blusas donde Merceditas, ¿o te creías que aparecían en tu armario limpios como la patena por arte de magia?
Esta vez fui yo la que cogió una mandarina del frutero, pero no sabía si para juguetear con ella o tirársela directamente a la cabeza.
―¡Y deja la fruta en paz que siempre que la va a comer tu padre dice que está pocha!
Sí, se la tenía que haber tirado.
―Mamá, te entiendo, pero…
―¡No entiendes nada! ¿Qué vas a entender? Llevo dos semanas casi sin comer por esta pobre mujer, ni te imaginas por lo que estoy pasando. ¿Qué va a ser de ella? Tengo un come-come en la cabeza que está acabando con mis nervios. No puedo evitar no sufrir por los demás, soy así. ―Se retiró el pelo hacia atrás con ambas manos y resopló tres veces fuertemente, como si fuera a parir―. Nada me quita esta angustia por ti, allí en Lyon que vete tú a saber, rodeada de tanto francés, y ¡tu hermano!, allí en Berlín…
―Rodeado de tanto alemán… ―Ni me oyó, ella estaba a lo suyo, en su mantra victimista.
―…siendo tan sensible, porque tu hermano es muy inteligente pero muy torpe emocionalmente y sufro por él lo que no está escrito, y ¡ahora Merceditas! ―Hizo una larga pausa―. No puedo con todo yo sola, no puedo, me supera. ―Y comenzó a llorar.
Me levanté y la abracé porque mi madre era así, su realidad era igual a la mía pero su percepción estaba un pelín distorsionada.
―Mamá, debes relativizar las cosas. Gerardo y yo estamos bien y Merceditas seguro que sale adelante, es una mujer fuerte, lo ha demostrado. Hay cosas peores. ―Cogí el servilletero y se lo ofrecí para que se sonara los mocos con una servilleta de papel, luego me volví a sentar―. Mira, acabo de estar con Marieta y Blanquita y me han contado que el padre de Nerea tiene cáncer de pulmón, en fase terminal, no hay nada que se pueda hacer. Imagínate.
―¡Coño! ―Exclamó mientras se restregaba la servilleta por la nariz―. ¡Es que ese hombre fumaba como un carretero!
―¡Mamá, por favor!, que le han dado 4 meses. Te puedes imaginar cómo estará Nerea.
―¿Nerea? ¡No me vengas con Nerea ni Nereo! ¿Qué, le vienen ahora las penas? Pues dile a tu amiguita que ya puede ir dejando el vicio, que siempre que la veo tiene el cigarrito en la mano, que si no, terminará como su padre.
¡Booom!
No dije nada, no se podía decir nada, chasqueé la lengua y me levanté.
―Oye, antes de que te vayas ―dijo―, ¿quieres la carne empanada o prefieres vuelta y vuelta?, que voy a empezar a preparar la comida y luego no quiero líos, que te conozco.
―Vuelta y vuelta. ―Y me marché.

Doce años después de aquella escena, yo vivía en Madrid desde hacía 8 y mi madre había muerto hacía poco más de 4. Un día bajando por la calle Fuencarral alguien metió un grito y luego boceó mi nombre.
―¡Elvira!, ¡Elvira!
Me giré y vi a Nuria Mardones, detrás de mí, con los brazos abiertos. No me lo podía creer, nos abrazamos como si no hubiera un mañana. No nos veíamos quizá desde hacía tres años, desde que me mudé de barrio. Trabajaba en la biblioteca municipal de aquel distrito y lo que empezó siendo un trato cordial comentando los libros que pedía en préstamo, pasó a convertirse en una divertida amistad. Y digo divertida porque siempre estábamos entre risas, cualquier cosa nos hacía gracia. A veces nos reíamos tan fuerte que su compañera nos pedía que saliéramos fuera, que nos tomáramos un café o que hiciéramos lo que quisiéramos pero que, por favor, dejáramos de molestar. Nos tenía envidia, decíamos las dos tomando ese café y ja, ja, ja, ja, ja, vuelta a empezar.
―¡No me lo puedo creer! ¡Ay, Nuria!, pero ¿qué es de tu vida?
―Nada, chica, todo igual, como siempre. No sabes lo que te echo de menos en la biblio.
―Y yo a ti, a la que voy ahora son majos pero no saben reírse. ―Y las dos empezamos a hacerlo como hacía tres años, hace falta ser simples―. Lo que tenemos que hacer es quedar un día estas Navidades, tengo mucho tiempo, estoy de baja.
―Ay, cariño, ojalá pudiera, pero van a ser unas fiestas muy duras ―dijo, y se llevó las manos al pecho respirando fuertemente.
―No me asustes, ¿qué pasa?
―Murió mi cuñado, te puedes imaginar cómo están mis sobrinas.
―Vaya, Nuria, cuánto lo siento, ¿y tu hermana?
―Estaban divorciados, desde hacía tiempo, vamos, que él se casó de nuevo hace algo más de 6 años.
―Ya, bueno…
―Pero que había sido su marido, ¿sabes lo que te digo?
―Claro, claro.
―Y esas niñas, yo no me las puedo quitar de la cabeza.
―No me extraña, madre mía, siendo todo tan reciente y en estas fechas.
―Sí, eso es, bueno, murió en febrero, pero van a ser las primeras Navidades que no están juntos.
―En febrero, ya…
―He tenido que empezar a ir a terapia, no te quiero contar más, porque no consigo superarlo.
―Ya…
―Lo de mis sobrinas me quita el sueño, y hasta las ganas de vivir, de verdad te digo. ―Y se tapó la boca con una de sus manos como si no lo hubiera querido decir.
―Venga, tranquila, seguro que la terapia te viene bien, a veces es necesario, vital diría yo.
Busqué en mi bolso el paquete de kleenex y se lo ofrecí.
―Gracias. ―Cogió uno y me devolvió el paquete―. Son tan jóvenes y que estén pasando por esto, a mí me destroza, me destroza.
―Sí, tiene que ser duro, además al estar acostumbradas a tener a su padre siempre cerca.
―Exacto, bueno, ya sabes que él era piloto, y como su mujer era de Florencia, vivían en Roma desde que se casaron.
―En Roma, ya…
―Pero las Navidades eran sagradas, siempre juntos. No quiero ni pensar cómo van a ser estas sin él. Me descompongo de solo imaginármelo.
Le froté el brazo. No sabía qué decir.
―Y tú ―me dijo guardándose el kleenex en el bolsillo del abrigo―, ¿de baja?, ¡qué suertuda!
―Sí, bueno, me operaron. Por la enfermedad de Paget, ya sabías, ¿no?
―No, ni idea, pero suena súper exótica, chica.
Me reí aunque sin ganas.
―Es de huesos, empezó afectándome a algunos huesecillos del oído y comencé a no oír demasiado bien y, bueno, pero desde hace dos años está afectando a la columna y ya se me ha complicado  más el tema.
―Chica, pues yo te veo divinamente, imagino que con la operación te has quedado como nueva, ¿no? Y es que hoy en día la medicina es magia, magia, Elvira.
―Sí, bueno, la enfermedad es crónica e incurable, la operación era para dar mayor flexibilidad a las vértebras y reducir un poco el dolor.
―Mira ―comenzó diciendo sujetándome de las solapas del abrigo―, hoy en día los médicos no se quieren pringar y siempre te ponen en lo peor, no quieren marrones, pero te digo yo que con lo que ha avanzado la medicina, hoy, una enfermedad como esa, que suena tan bien, con tanto glamour, se cura sí o sí.
―Sí, bueno, no estoy del todo segura que sea así, es un poco más complicado que eso. Te va mermando tu día a día, Nuria, ya no puedo pasar tiempo sentada, no puedo preparar las clases, mi vida está cambiando.
―¡Pues las preparas de pie! ¡Hay que adaptarse! Además, yo te veo estupenda, lo que necesitas es hacer ejercicio, te enfundas las mallas y sales a correr, ya verás que bien te hace a la espalda. Y perdóname, pero te tengo que dejar ―añadió y suspiró largamente―, que vienen mis sobrinas a cenar y les he prometido que les hacía pizza casera. Anímicamente, como te imaginarás, no tengo ganas ni de levantar un tenedor, pero por ellas hago cualquier cosa, cualquier cosa.
Me dio dos besos y se fue.
Llegué a casa y me encontré a Joan en su mesa de dibujo. Me acerqué y lo besé en la cabeza.
―Amor ―dijo mirándome―, pensaba que ibas a llegar antes, te he estado esperando pero como no venías ya he comido, te he dejado los macarrones preparados en el micro.
―Gracias, vida. Sí, es que me he encontrado con una vieja conocida.
Y de camino a la habitación fui quitándome el abrigo.
―Ah, ¿sí?, ¿con quién?
―Con mi madre.

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