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The line at Berghain de Nicola Napoli |
Salí del metro y crucé Gran Vía. Giré a la derecha y tomé
San Bernardo. Me apreté el bolso contra la cadera y sonreí. Dentro llevaba el
pasaporte de Verónica y el mío con sendos visados para poder entrar en China.
Los acababa de recoger en el consulado. En un mes regresábamos a casa y mentiría si dijera que no estaba asustada.
—Hola —dije al entrar en la pequeña tienda de comestibles
esquina con Daoiz—, vengo a recoger el pedido de Beatriz Vergara.
Uno de los dos hombres me sonrió y de debajo del
mostrador sacó dos bolsas.
—Aquí. Aquí. ¿Vecina Beatris todo bien? —preguntó.
—Sí, muy bien, pero prefiere no salir de casa.
—Sí, bien, bien. Salir no. Todo pagado, marchas tranquila
ya. Y decir a vecina Beatris muy, muy cuídate.
—Claro, yo se lo digo. ¡Gracias! —exclamé con una bolsa
en cada mano.
Al llegar al portal, dejé las bolsas en el suelo y toqué
al portero automático.
—¿Sí?
—Bea, soy yo, ábreme. Te dejo las bolsas en el ascensor.
—No, no, no, sube.
—No puedo, tengo que ir a Correos a mandarle el visado a
Vero.
—No te cierran hasta las ocho. ¡Sube!
Resoplé y empujé la puerta. Entré en casa
y dejé las bolsas sobre la mesa de la cocina. ¿Bea?, grité justo antes de
lavarme las manos en el fregadero. ¿Bea?, volví a gritar cuando ya me las estaba secando con el trapo.
—¡En la terraza! ¡Échate el flis-flis antes de venir!
Miré a mi alrededor y en la encimera vi el Sanytol para muebles, me fumigué y tras
sentirme como una planta lo volví a dejar en su sitio.
—El de la tienda me ha pedido que te diga que “muy, muy
cuídate”.
—Seguro que ha sido Imran —dijo riendo—, su padre es más
serio.
Me senté en el extremo del incómodo sofá chill-out. Bea, desde la otra punta, me
lanzó su móvil. Mira, dijo. Había una foto de Markus con pantalones cortos de
deporte, sin camiseta, con un cinturón de herramientas y cargando el marco de
una ventana mientras sonreía a la cámara.
—¿Es el nuevo anuncio de Coca-Cola? —pregunté.
—¿No es espectacular?
—Lo es —afirmé y, tras mirar la foto por última vez, le
lancé el móvil de vuelta.
Beatriz me contó cómo iban las obras de su casa en
Múnich, de lo apañado que era Markus, de la suerte que había tenido con él, de
lo poco que lo había valorado en todo este tiempo, de la diferencia de edad, de
su inteligencia y honestidad, de lo difícil que era volver a follar con media
teta menos y carente de ganas, de su empatía, de su humor, de su cinturón de
herramientas, de su martillo… Beatriz brillaba. Beatriz brillaba otra vez.
—Cómo me alegro —dije.
—¿Vendrás? —No contesté, así que lo repitió de nuevo—.
¿Vendrás a verme?
—¿A Múnich? Yo… —Acaricié mi bolso en el regazo y pensé
en los pasaportes de dentro—. Me voy a China.
—Lo sé, por eso te lo propongo. A la vuelta, en julio, cuando
regreses a España, durante las vacaciones de verano. Coge un vuelo que haga
escala en Múnich y quédate una semana conmigo.
—Yo…
Y mi cabeza voló. Voló a 2009 o 2010, ya no lo recuerdo. Acababa
de aterrizar en Frankurt, venía de Estados Unidos, donde trabajaba como profesora en
una universidad. Corrí a la puerta de embarque para coger el último avión que
me llevaría a Bilbao. Al llegar encontré un gran tumulto de gente sobre el pequeño
mostrador de la puerta de embarque y sobre una diminuta oficina de información
de Lufthansa que estaba enfrente. La gente parecía enfadada y las azafatas de
pañuelito amarillo agitaban las manos pidiendo espacio. Observé aquella escena
durante un par de minutos, luego me quité los auriculares y los chillidos de
unos y otros hicieron que me riera sin ningún tipo de consciencia.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté al aire todavía divertida.
—Se han cancelado todos los vuelos —contestó una chica joven
sentada en el suelo, junto a la pared de los baños. La miré, me pareció
simpática, quizá por su fuerte acento gallego—. Hay un volcán en Islandia que
ha entrado en erupción.
—Vaya…
—¡Hola! —dijo el chico que acababa de salir del baño.
Ayudó a levantarse del suelo a la gallega y luego me preguntó—: ¿También vas a
Santiago?
—¿Santiago de Compostela? No, no, no, voy a Bilbao.
—Cancelado también. Todos cancelados.
—Ya se lo he dicho yo.
—Lufthansa te da la opción de pasar la noche en Frankfurt,
en un hotel —continuó el chico—, pero nosotros nos vamos a Berlín.
—Oh, ¿también te dan la opción de pasar la noche en un
hotel de Berlín?
Los dos se rieron. Por supuesto que no. No había nada en
Frankfurt así que querían llegar esa misma noche a Berlín, a Berghain.
—¿Berghain? ¿Es
un barrio bonito?
Y la pareja volvió a reírse.
—¿Pero tú de dónde has salido? ¿Dónde has estado metida?
—En West Virginia.
Las risas nos unieron de inmediato así que poco más hizo
falta para liarme la manta a la cabeza e irme con ellos. Recogimos las maletas
y las dejamos en consignas, al día siguiente estaríamos de vuelta, el servicio
no sería tan caro. Y mientras el gallego se hacía cargo de comprar los billetes
de tren, yo llamé a mi madre.
—¿Cómo que hay humo en el cielo?
—Sí, mamá, los pilotos no pueden ver nada, así que me
quedo a pasar la noche —dije apretando los ojos, mentir no mentía, porque a
pesar de tener 30 años hablar con mi madre era estar justificándome siempre como si tuviera
12.
—¿La noche? —Lo único que había entendido mi madre—. ¿La
noche con quién? ¡¿Con quién?! —Y es que el mote de Margaret White se le quedaba
corto en muchas ocasiones—. Escúchame bien, ELVIRA CATALINA (sí, es mi segundo
nombre) REBOLLO GARCÍA, ¡ni humos ni humas!, ¡ni noches ni nochas! Como si tienes
que venir andando desde Alemania, pero hoy llegas a Bilbao sí o sí, como que me
llamo MARÍA DEL CARMEN GARCÍA EXPÓSITO, ¿me oyes, sinvergüenza?
Clic.
El viaje en tren fue divertidísimo. Recuerdo que nuestras
escandalosas risas molestaban a todo el vagón. Hablamos de nosotros, de lo que
hacíamos y de lo que nos gustaría hacer en el futuro, porque pensábamos que
teníamos futuro, pero ya no recuerdo casi nada de ellos, ni siquiera sus
nombres. Se han etiquetado en mi memoria como la pareja gallega de Berghain.
Me explicaron que iba a asistir a la experiencia más
increíble de mi vida. Berghain era el
mejor club techno del mundo,
instalado en una impresionante antigua central eléctrica de la Alemania del
este.
—¡Es la catedral de la música electrónica! ¡No hay nada
parecido en ninguna parte del mundo!
—Vaya… —contestaba yo absolutamente fascinada aunque en
mi vida hubiera escuchado techno, un
poquito a Chimo Bayo en los 90 y ya, pero me daba igual, ¡lo estaba flipando!
Durante el viaje ensayamos la manera de permanecer en la
cola que se formaría antes de entrar en el club. Me explicaron que Berghain era conocido por su estricto derecho
de admisión, que al mismo tiempo nadie sabía definir cuál era exactamente. La
ropa, por ejemplo, no era un asunto cuestionable, y lo agradecí porque llevaba
mis botitas de borrego tan poco sofisticadas. En lo que sí parecía coincidir
mucha gente es que al personal de la puerta no les hacían especial gracia los
extranjeros.
—Así que vamos a permanecer en silencio.
—En silencio —repetíamos la chica y yo.
—No pueden saber que somos españoles.
—No pueden —nosotras.
—Si nos dicen algo en alemán, decimos: Nein!
—Nain! —repetí.
—Nein! —me
corrigieron ellos.
—Y si nos siguen preguntando, decimos: Ja, ja, natürlich!
—Ya, ya, natirrlij!
—Ja, natürlich!
—Ya, nain!
—Nein!
—Nain, natirrlij!
—Natürlich!
—Nein!
—Ja!
El alemán sentado a nuestro lado nos miraba como si
fuéramos un grupo de jóvenes con discapacidad mental.
Por fin llegamos a Berlín, comimos algo y bebimos bastante
en un club no muy alejado de la estación. Tras preguntar y estudiar las
diferentes maneras de llegar, a las 23.40 p.m., estábamos haciendo cola frente
al grotesco edificio de la discoteca.
—¡Parece un manicomio! ¡Me encanta! —grité.
—¡Ssssssht! —los gallegos.
Los casi 50 minutos de espera, nos los pasamos hablando
entre señas y muriéndonos de la risa. Recuerdo
el intenso dolor de vejiga. Recuerdo gente en la cola con tachuelas en la cara
mirando mis botitas de borrego. Recuerdo el látex y los focos que permanecían
encendidos ahora sí y ahora no. Recuerdo la gravilla carcelaria del suelo. Recuerdo
avanzar poco a poco y al hacerlo aplaudir entre carcajadas. Recuerdo los
agravios de aquellos a los que no les habían permitido entrar. Recuerdo las
luces de colores de algunas de sus ventanas. Recuerdo el murmullo intenso. Recuerdo
que nos tocó el turno. Recuerdo estar frente a la enorme puerta de metal de la entrada. Recuerdo
que instintivamente le di la mano a la gallega porque sentí miedo. Recuerdo a
dos hombres delante y a uno detrás que nos observaban sin decir nada.
Uno de los de delante hizo una seña al de detrás. Y el de
atrás dijo:
—Not today.
Lo miramos, era gordo, tenía un largo abrigo negro que lo
cubría entero, pensaba que iba a sacar una pistola y nos iba a matar, sentí que nuestras vidas valían muy poco... y quizá
por eso dije:
—Ya, ya, natirrrlij…
La tensión se tornó en carcajadas. Salimos de la cola muertos de risa, casi no podíamos ni
caminar. Al alejarnos del recinto vallado de Berghain, buscamos un arbusto y meamos los tres. Y a partir
de entonces poco puedo recordar: un autobús, un club, cerveza, gritar not today cada vez que brindábamos, bailar
al ritmo de las luces y no de la música, la boca de un alemán, más cerveza,
besos, not today, buscar una botita
de borrego, viva Galicia, más besos, las risas, los focos a destiempo, sujetar
la botita de borrego entre mi pecho, otro alemán, otro beso, cerveza, viva
Islandia, ja, ja, natürlich, más techno,
dolor de vejiga, viva Margaret White…
A los dos días aterricé en Bilbao, lo que pasó en ese
intervalo de tiempo lo borré de mi memoria. Solamente puedo recordar sentirme
completamente borracha de inconsciencia y libertad.
—Elvi, vamos, dime ¿vas a venir a Múnich? —insistió
Beatriz.
—No sé cuándo dejé de sentir la libertad de poder elegir
sin medir las consecuencias. No sé cuándo la responsabilidad se transformó en un
bloque pesado de acero que cargo en brazos. Me siento tan encadenada a una
enfermedad, a una ceguera que me aterra, que he dejado de atender al qué más dará. Ahora todo importa, claro
que importa y tanto importa que es necesario medir su nivel, para que nunca la
importancia se desborde y duela de esa manera tan incómoda. Qué incómodo es
sentirte culpable y qué ingrato. Y yo me preguntó ¿por qué nos sentimos
culpables si nuestros actos carecen de responsabilidad? ¿Cómo puede haberla si
nunca tuvimos elección de participar en esta vida? Responsables los otros, los
anteriores a nosotros que por su capricho nos arrebataron el poder de seguir no
existiendo. Cómo puedo ahora elegir sin medir las consecuencias, cómo puedo
hacer de mi vida un derecho de admisión, un not
today.
Beatriz me miró perpleja.
—¿Eso es un sí o un no?